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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (10 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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Mallory volvió a negar con la cabeza.

—No lo harán. De eso estoy seguro. No importa la desconfianza que tengan, ni lo seguro que estén del «lobo feroz». Se llevarán una buena sacudida cuando el chico les diga que llevamos documentación en regla del general Graebel en persona. Todos saben que liquidarnos puede llevarles frente al pelotón de ejecución. No es muy probable, pero ya me entendéis. Así pues, se pondrán en contacto con su Cuartel General. Y el comandante de una isla pequeña como ésta no se arriesgará a liquidar a un grupo de hombres que podrían ser enviados especiales del mismísimo
Herr General
. ¿Qué harán, pues? Cifrar un mensaje y radiarlo a Vathy, en Samos, y comerse las uñas hasta el codo hasta que llegue el mensaje de Graebel diciendo que nunca oyó hablar de nosotros y que por qué demonios no nos liquidaron a todos. —Mallory contempló la esfera luminosa de su reloj—. Yo diría que nos queda por lo menos media hora.

—Y, mientras tanto, nos sentamos y redactamos con papel y lápiz nuestras últimas voluntades. —Miller frunció el entrecejo—. No le veo la gracia, jefe. Tenemos que hacer algo.

Mallory hizo una mueca.

—No se preocupe, cabo, algo haremos. Vamos a celebrar una hermosa juerga aquí mismo en la popa.

Las últimas palabras de su canción —una versión griega curiosamente corrompida de «Lili Marlene», y su tercera canción en pocos minutos— se desvanecieron en el aire del atardecer. Mallory estaba convencido de que apenas llegaría hasta la torre, batida por el viento, algo más que el suave rumor de la canción; pero el rítmico sonar de pies y agitar de botellas hubiera bastado para poner en evidencia la espantosa baraúnda a cualquiera que no fuera sordo. Mallory sonrió para sus adentros al pensar en la confusión e incertidumbre que los alemanes de la torre experimentarían en aquellos momentos. El suyo no era el comportamiento lógico de espías enemigos: sobre todo, de espías enemigos al corriente de haber despertado sospechas y advertidos de que su vida iba a terminar.

Mallory empinó la botella, la mantuvo en alto durante varios segundos, y la dejó otra vez sin haber probado el vino. Miró largamente a su alrededor, a los tres hombres que permanecían acurrucados con él en la popa, Miller, Stevens y Brown. Faltaba Andrea, pero no necesitaba volver la cabeza para saber dónde estaba. Andrea, él lo sabía, se hallaba acurrucado en la timonera, con una bolsa impermeable a la espalda con granadas y un revólver.

—¡Eso es! —dijo Mallory vivamente—. Ésta es la ocasión de ganar tu Oscar. Que todo tenga el máximo aire de autenticidad posible. —Se agachó, apoyó el índice en el pecho de Miller y comenzó a gritarle con furia.

Miller le contestó con no menos furia. Gesticularon durante unos momentos aparentando reñir desaforadamente. Por fin Miller se levantó, tambaleándose, se inclinó amenazador sobre Mallory y cerró los puños dispuesto a pegarle. Se tambaleó hacia atrás mientras Mallory pugnaba por ponerse de pie, y un momento después luchaban fieramente, propinándose una lluvia de golpes, hasta que un golpe bien colocado por el norteamericano mandó a Mallory de modo muy convincente contra la timonera.

—Anda, Andrea. —Hablaba quedamente, sin mirar—. Llegó el momento. Cinco segundos. Buena suerte. —Pugnó por ponerse de pie, cogió una botella por el cuello y se abalanzó sobre Miller. El brazo y la botella bajaron con furia. Miller esquivó el golpe y le largó una patada. Mallory aulló de dolor al chocar con las espinillas en el borde de las amuras. Recortado sobre el pálido reflejo del río, se preparó a dar otro golpe, agitando los brazos con furia salvaje, y luego cayó pesadamente con un ruidoso chapuzón que conmovió las aguas del río.

Durante el medio minuto siguiente —aproximadamente el tiempo que tardaría Andrea en nadar bajo el agua hasta el primer recodo— todo fue confusión y escándalo. Mallory batió el agua al tratar de izarse a bordo. Miller echó mano a un garfio, con el que trató de darle en la cabeza, y los demás, puestos ya de pie, agarraron a Miller tratando de contenerle. Al fin, consiguieron echarle al suelo, lo sujetaron y ayudaron al empapado Mallory a subir a cubierta. Un minuto después, según el uso inmemorial de los borrachos, los dos combatientes se habían estrechado las manos y se hallaban sentados en la escotilla de la sala de máquinas, con los brazos entrelazados sobre los hombros y bebiendo en forma amigable de la misma botella que acababan de abrir.

—Muy bien hecho —dijo Mallory aprobando—. ¡Pero que muy bien hecho! Un Óscar para el cabo Miller.

Dusty Miller no dijo una palabra. Taciturno y deprimido, miró la botella que tenía en la mano. Al fin, habló:

—No me gusta, jefe —murmuró desalentado—. La cosa no me gusta lo más mínimo. Debió usted dejarme ir con Andrea. Son tres contra uno, le esperan y están preparados. —Miró acusador a Mallory—. Maldita sea, jefe, ¡siempre nos está usted repitiendo lo terriblemente importante que es nuestra misión!

—Lo sé —dijo Mallory con suavidad—. Por eso no te mandé con él. Por eso no fuimos ninguno de nosotros. No hubiéramos hecho otra cosa que estorbarle. —Mallory movió la cabeza—. Tú no conoces a Andrea, Dusty. —Era la primera vez que Mallory le llamaba Dusty, su diminutivo, y Miller se sintió halagado y complacido por la inesperada confianza—. Vosotros no le conocéis. Pero yo sí le conozco. —Y al decir estas palabras señaló la torre vigía, su forma cuadrada que se recortaba con toda claridad contra el cielo que oscurecía—. Es un hombre robusto, bueno, que siempre está riendo y bromeando. —Mallory hizo una pausa, volvió a sacudir la cabeza, y prosiguió diciendo—: Ahora está caminando por entre el follaje de la selva como un gato, el gato más peligroso que ninguno de vosotros haya visto. A no ser que ofrezcan resistencia, Andrea no mata nunca sin necesidad. Al mandarle allí contra esos tres pobres idiotas les estoy ejecutando con tanta seguridad como si estuvieran en la silla eléctrica y fuera yo quien manejara el conmutador.

Miller se sintió impresionado a pesar de sí mismo, profundamente impresionado.

—Hace mucho tiempo que le conoce, ¿verdad, jefe?

Era mitad pregunta mitad afirmación.

—Mucho tiempo. Andrea estuvo en la guerra de Albania… en el ejército regular. Me contaron que tenía a los italianos aterrados. Sus incursiones a distancia sobre la división Iulia, los lobos de Toscana, contribuyeron a destruir la moral de los italianos en Albania más que cualquier otro factor. He oído muchas anécdotas sobre ellas (y ninguna contada por Andrea) y todas son increíbles. Y verídicas. Pero le conocí después, cuando estábamos tratando de sostener el Paso de Servia. Yo era un teniente de enlace en la brigada antípoda —hizo una pausa deliberadamente buscando el efecto— y Andrea era el teniente coronel de la División Griega Motorizada N.° 19.


¿Qué?
—exclamó Miller atónito. Stevens y Brown le escuchaban con la misma incredulidad.

—Lo que habéis oído. Teniente coronel. Podría decirse que me lleva un par de grados. —Les sonrió burlonamente—. Eso coloca a Andrea bajo una luz un poco distinta, ¿no?

Asintieron en silencio, pero no dijeron nada. Andrea, aquel afable camarada —un hombre sencillote y bonachón—, era un militar de alta graduación. La noticia había sido demasiado repentina, y resultaba harto incongruente para que pudieran asimilarla y comprenderla con facilidad. Pero, gradualmente, comenzaron a comprenderla. Les aclaraba muchas cosas respecto a Andrea: su calma, su confianza, la infalible seguridad de sus rapidísimas reacciones y, sobre todo, la implícita fe que Mallory tenía en él, el respeto que demostraba por las opiniones del griego cuando le consultaba sobre algo, lo que ocurría con frecuencia. Pasada la sorpresa, Miller recordó que jamás había oído que Mallory diera una orden directa a Andrea. Y Mallory nunca había vacilado en recoger velas en cuanto a rango cuando era necesario.

—Después de lo de Servia —continuó Mallory— todo quedaba muy confuso. Andrea había oído que Trikkala (un pueblecito donde su mujer y sus tres hijos habitaban) había sido destrozado por los
Stukas
y los
Heinkels
. Cuando llegó al pueblo, todo había terminado. Una bomba había caído en el jardincito de su casa, y no quedaba ni rastro de su hogar.

Mallory hizo una pausa, y encendió un cigarrillo. A través del humo contempló la ya debilitada silueta de la torre.

—Sólo encontró a su cuñado George. George estuvo con nosotros en Creta (y aún sigue allí). Por George supo por primera vez de las atrocidades búlgaras en Tracia y Macedonia (y sus padres vivían en aquellas tierras). Por cuyo motivo se pusieron uniformes alemanes (podéis imaginaros cómo los consiguió Andrea), confiscaron un camión de guerra alemán y se fueron a Protosami.

El cigarrillo que Mallory estaba fumando se rompió de pronto y fue lanzado al río por la borda. Miller se sintió algo sorprendido: la emoción o, mejor dicho, las muestras de emoción, eran cosas ajenas por completo al carácter del sobrio neozelandés.

Pero Mallory continuó con bastante tranquilidad:

—Llegaron precisamente al atardecer del día de la infame matanza de Protosami. George me ha contado cómo Andrea, vistiendo su uniforme alemán, se reía mientras contemplaba cómo una partida de nueve o diez soldados búlgaros ataban parejas y las tiraban al río. La primera pareja era su padre y su madrastra, ambos difuntos.

—¡Cielo Santo! —El asombro obligó a Miller a salir de su ecuanimidad—. No es posible…

—Tú no sabes nada —le interrumpió Mallory con impaciencia—. En Macedonia murieron centenares de griegos de la misma manera, y lo corriente es que estuvieran vivos cuando los tiraban al agua. Hasta que no sepas cómo odian los griegos a los búlgaros, no empezarás a saber lo que es el odio… Andrea se bebió un par de botellas de vino con los soldados, averiguó que habían matado a sus padres a primera hora de la tarde… porque habían cometido la tontería de resistir. Después de oscurecer los siguió hasta una caseta de chapa acanalada donde se alojaban aquella noche. La única arma que tenía era un cuchillo. Habían dejado un centinela fuera. Andrea lo desnucó, entró, cerró la puerta y destrozó la lámpara de petróleo. George ignora lo que sucedió, excepto que Andrea pareció volverse loco matando. Salió al cabo de un par de minutos, con su uniforme completamente empapado de pies a cabeza. Y según contó George, ni un sonido, ni un quejido tan sólo salió de la choza mientras se alejaba.

Hizo una nueva pausa, pero esta vez no hubo interrupción. Stevens se estremeció, se arropó más aún con la chaqueta: el aire parecía más frío. Mallory encendió otro cigarrillo, sonrió débilmente a Miller, y señaló la torre con un movimiento de cabeza.

—¿Comprendéis ahora por qué he dicho que sólo seríamos un estorbo para Andrea?

—Sí. Creo que sí —confesó Miller—. No me imaginaba, no tenía idea… Pero, ¡no pudo matarlos a
todos
, jefe!

—Pues lo hizo —afirmó Mallory sin dejar lugar a dudas—. Después formó su propia cuadrilla, y convirtió la vida de los puestos búlgaros avanzados en Tracia en verdaderos infiernos. En una ocasión hubo casi una división entera dándole caza por las montañas de Rhodope. Al fin lo traicionaron y fue capturado. Y él, George y otros cuatro fueron enviados por mar a Stavros, pues iban a mandarlos a Salónica para ser juzgados. Lograron dominar a sus guardas (Andrea hizo de las suyas una noche sobre cubierta) y llevaron el barco a Turquía. Los turcos trataron de internarle, pero lo mismo hubieran podido intentar internar a un terremoto. Al fin llegó a Palestina, y trató de ingresar en un batallón de comandos griegos que se estaba formando en el Oriente Medio; en su mayoría veteranos de la campaña de Albania, como él. —Mallory rió con tristeza—. Fue arrestado por desertor, y puesto eventualmente en libertad, pero no había lugar para él en el nuevo Ejército griego. Luego la oficina de Jensen oyó hablar de él y supo que era único para sus Operaciones Subversivas… Y así fuimos a Creta juntos.

Pasaron cinco minutos, quizá diez, pero ninguno de ellos rompió el silencio. De vez en cuando, por si alguien les hubiera vigilado, hacían como que bebían. Pero ya casi era noche cerrada y Mallory sabía que no podrían ver más que bultos, oscuros e indistintos, desde la altura de la torre. El caique comenzaba a cabecear debido al movimiento del agua del mar abierto fuera del risco. Los altísimos pinos, negros ya como cipreses de imponente altura, recortados sobre el cielo cubierto de celajes, que se deslizaban en lo alto, les cercaban por los lados, sombríos, vigilantes y vagamente amenazadores, y el viento, como un
réquiem
errante y luctuoso, se movía entre las altas ramas oscilantes. Una mala noche, una noche ominosa y fantasmagórica, preñada de indefinibles presagios que parecían ahondar en los resortes de desconocidos temores; semiolvidados y obsesionantes recuerdos de hace un millón de años, viejas supersticiones raciales de la Humanidad… Una noche que ahogaba la débil capa de civilización que recubre al hombre, y le hace temblar y quejarse de que alguien esté caminando sobre su tumba.

De pronto, de un modo incongruente, se deshizo el hechizo, y el alegre saludo de Andrea desde la orilla les obligo a ponerse bruscamente en pie. Oyeron su risa atronadora e incluso el bosque pareció encogerse como derrotado. Sin esperar a que arrimase la proa, se tiró al agua, llegó al caique en media docena de vigorosas brazadas, y se izó fácilmente a bordo. Sonriendo desde lo alto de su enorme estatura, se sacudió como un melenudo mastín y tendió la mano en busca de una cercana botella.

—No hará falta preguntarte cómo fue la cosa, ¿eh? —preguntó Mallory sonriente.

—No. Fue demasiado fácil. Eran unos chiquillos y ni siquiera me vieron. —Andrea tomó otro largo trago de la botella y sonrió de puro contento—. Y ni siquiera los toqué —continuó triunfalmente—. Bueno, un poquito, sí. Estaban mirando para aquí, por encima del parapeto, cuando yo llegué. Les di el alto, les desarmé y los encerré en el sótano. Y luego doblé sus
Spandaus
… sólo un poquito.

Éste es el fin, pensó Mallory aturdido. El fin de todas las cosas: de los esfuerzos, de las esperanzas, de los temores, de los amores y las risas de cada uno de nosotros. A estose reduce todo. Éste es el fin, nuestro fin, el fin de los mil muchachos de Kheros. Con un gesto fútil levantó la mano, se quitó lentamente las salpicaduras que le llegaban de las espumosas crestas de las olas empujadas por el viento, y la levantó aún más para hacer de pantalla a sus ojos enrojecidos que escudriñaban sin esperanza la tormentosa oscuridad que se tendía delante de él. Por un instante su aturdimiento desapareció, y se vio dominado por una intolerable amargura. Todo había desaparecido. Todo, menos los cañones de Navarone. ¡Los cañones de Navarone! Ellos continuarían viviendo, eran indestructibles. ¡Malditos, malditos mil veces, malditos! ¡Dios Santo! ¡Qué ciego desperdicio! ¡Qué terriblemente inútil era todo!

BOOK: Los cañones de Navarone
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