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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (29 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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—¿Por qué? —preguntó Mallory asombrado—. No existe ningún motivo para suponer que nos buscan a nosotros. ¿Por qué habían de hacerlo? Nadie sabe que estamos aquí.

—¡No importa! —dijo Panayis con increíble terquedad—. Lo sé. No me pregunte cómo, porque ni yo mismo lo sé. Louki se lo dirá… Panayis sabe de estas cosas. Lo sé, capitán Mallory,
lo sé
.

Mallory le miró fijamente durante unos segundos sin comprender. No cabía dudar de la sinceridad, de la absoluta sinceridad de aquel hombre, pero su voz cortante, seca, inclinaba la balanza del instinto contra la razón. Sin darse cuenta de ello, y sin saber porqué, Mallory se encontró trepando monte arriba, resbalando y tropezando contra las piedras y la maleza. Halló a los demás de pie, tensos, expectantes, cargando los bultos sobre sus hombros y con las armas en la mano.

—¡Al borde de la arboleda! ¡Allá arriba! —gritó Mallory—. ¡Pronto! Permaneced allí a cubierto, escondidos. Correremos hacia aquella brecha entre las rocas. —A través de los árboles, señaló una fisura desigual pegada al acantilado, apenas a cuarenta yardas del lugar en que se encontraba, y bendijo a Louki por su previsión en elegir un lugar con tan adecuado refugio—. ¡Esperad a que yo dé la señal…! ¡Andrea! —Giró sobre sí mismo buscando a Andrea, pero sus palabras resultaron innecesarias, pues ya Andrea había cogido en brazos al moribundo Stevens, tal como estaba en la camilla, con mantas y todo, y serpenteaba monte arriba por entre los árboles.

—¿Qué ocurre, jefe? —preguntó Miller, al emprender la marcha hacia arriba—. No veo nada.

—Pero podrías oír algo, si dejaras de hablar un solo momento —contestó Mallory ceñudo—. O, si lo prefieres, mira hacia arriba.

Echado boca abajo y a menos de una docena de pies del borde del bosquecillo, Miller se revolvió, y estiró el pescuezo hacia arriba. Inmediatamente vio los aviones.


¡Stukas!
—dijo con incredulidad—. ¡Una escuadrilla de malditos
Stukas
! ¡No puede ser, jefe!

—Sí, puede ser y lo es —afirmó Mallory ceñudo—. Jensen me dijo que los alemanes habían despojado de aviones el frente italiano. En dos semanas han sacado de allí más de doscientos. —Mallory miró la escuadrilla con los ojos semicerrados por la brillantez de la luna. Ya estaban a menos de media milla de ellos—. Y se los han traído todos al Egeo.

—Pero no nos buscan a nosotros —protestó Miller.

—Me temo que sí —dijo Mallory con determinación. Los dos grupos de bombarderos se habían colocado en formación de cadena—. Y temo también que Panayis estaba en lo cierto.

—Pero… pasan de largo…

—No lo creas —afirmó Mallory secamente—. Vienen a quedarse. Fíjate en el guía.

Y como si quisiera confirmar sus palabras, mientras Mallory hablaba, el comandante de vuelo inclinó su
Junkers 87
, con sus alas de gaviota, sobre babor, dio media vuelta y se desprendió del cielo, como una plomada, en alarmante picado sobre el algarrobal.

—¡Dejadlo! —gritó Mallory—. ¡No hagáis fuego!

—El
Stuka
, sus frenos al máximo, se había equilibrado en el centro del algarrobal. No podía detenerle nada, pero un disparo podría hacerlo caer justamente sobre ellos. Las posibilidades eran bastante escasas—. Proteged la cabeza con las manos… y ¡bajad la cabeza!

Pero Mallory no siguió su propio consejo. Sus ojos siguieron el vuelo del bombardero hasta que ya no descendió más. Quinientos, cuatrocientos, trescientos pies…: el continuo
crescendo
de los grandes motores comenzaba a martirizar sus oídos, y el
Stuka
, la bomba ya descargada, se desviaba bruscamente de su picado.

—¡La bomba!— Mallory se incorporó de repente, levantando los ojos al azul del cielo. ¿Una? ¡No! ¡Docenas de bombas, en tan apretado haz que parecían descender empujándose hacia el centro del bosque, cayendo sobre los chatos y retorcidos árboles, rompiendo ramas y quedando enterradas hasta las aletas en el blando y escalonado declive! ¡Bombas incendiarias! Apenas se había dado cuenta de que habían salido ilesos del horror de una bomba de quinientos kilos de trilita, cuando las bombas incendiarias comenzaron a silbar, a entrar en acción, transformándose en una incandescente blancura de magnesio que se extendía haciendo desaparecer por completo la sombría penumbra del algarrobal. Al cabo de unos segundos, el deslumbrante fulgor se había transformado a su vez en espesas y malolientes nubes de negro humo acre adornado con rojas lenguas de fuego, cortas primero, largas después, retorcidas, ascendentes, hasta que los árboles parecieron envueltos en una especie de capullo en llamas. El
Stuka
ascendía aún, no se había nivelado todavía, cuando el corazón del algarrobal —compuesto por árboles viejos y resecos— ardía ya furiosamente.

Miller se revolvió sobre su codo, pidiendo a Mallory que le escuchase por encima del estruendoso crepitar del incendio.

—Son incendiarias, jefe —le informó.

—Pues ¿qué creías que tiraban? —preguntó Mallory secamente—. ¿Fósforos? Pretenden ahumarnos, echarnos de aquí a fuego vivo, que salgamos al descubierto. Los altos explosivos no van bien entre los árboles. El noventa y nueve por ciento de las veces, esto hubiera dado resultado. —El humo acre penetró en sus pulmones, tosió y miró por encima de las copas de los árboles con los ojos llenos de lágrimas—. Pero esta vez les sale mal. Eso, si tenemos suerte, si nos conceden medio minuto de tiempo. ¡Fíjate en el humo!

Miller se fijó. Espesa, retorcida, salpicada de feroces chispas, la nube se alejaba, entre el algarrobal y el acantilado, llevada hacia arriba por ventolinas procedentes del mar. Era una cortina de humo completa, perfecta. Miller hizo una señal de asentimiento.

—¿Lo intentamos, jefe?

—No tenemos otra alternativa. O nos vamos, o nos fríen… o nos hacen papilla. Quizás ambas cosas. —Levantó la voz—: ¿Ve alguien lo que ocurre por arriba?

—Se están preparando para otra visita, señor —dijo Brown con voz lúgubre—. El primer avión está girando aún.

—Están esperando a que salgamos de aquí. No esperarán mucho tiempo. Preparémonos para correr. —Miró colina arriba a través del humo, pero era demasiado espeso, y castigó sus ojos hasta hacerle ver todo borroso a través de una cortina líquida. Era imposible decir hasta dónde había llegado la cortina de humo monte arriba, y tampoco podían esperar hasta averiguarlo. Los pilotos de los
Stukas
no eran precisamente famosos por su paciencia.

—¡Listo, todo el mundo! —ordenó Mallory—. Quince yardas a lo largo de la línea de árboles hasta aquel batiente, y luego directamente a la quebrada. No os detengáis hasta haberos adentrado unas cien yardas. Abre la marcha, Andrea. ¡Adelante! —Miró a su alrededor a través del humo que le cegaba—. ¿Dónde está Panayis?

Nadie respondió.

—¡Panayis! —gritó Mallory—. ¡Panayis!

—Quizás haya ido a buscar algo —dijo Miller que se había detenido y vuelto la cabeza hacia atrás—. Si quiere, iré…

—¡Adelante, he dicho! —ordenó Mallory con voz furiosa—. Y si algo le sucede al pobre Stevens, te haré…

Pero ya Miller había continuado la marcha con Andrea, tosiendo y dando tumbos a su lado. Mallory permaneció indeciso un par de segundos, y luego giró sobre sus talones y se dispuso a bajar al centro del bosquecillo. Quizá Panayis hubiera regresado a buscar algo… y no habría entendido la orden en inglés. Apenas había andado cinco yardas, cuando se vio obligado a detenerse y a protegerse la cara con un brazo: el calor le quemaba. Panayis no podía estar allí abajo. Nadie podía estar en aquel horno; nadie podía haber vivido en él un par de segundos. En busca de aire, con los cabellos y las ropas chamuscadas, Mallory trepaba a ciegas, monte arriba, chocando contra los árboles, resbalando, cayéndose, para ponerse otra vez de pie, tambaleándose.

Corrió hacia el extremo este del bosque. Pero allí no había nadie. Regresó al extremo opuesto, hacia el batiente, cegado casi por completo. El aire recalentado le quemaba la garganta y los pulmones hasta sofocarle, hasta que su aliento brotaba en grandes bocanadas y entre golpes de tos que le ahogaban. Seguir buscando no tenía sentido. No podía hacer nada, nadie podía hacer nada, excepto salvarse. No oía nada, ningún ruido llegaba a sus oídos… Sólo el rugir de las llamas, el rugir de su sangre, el paralizante alarido de un
Stuka
en picado. Desesperadamente, echó adelante por la resbaladiza gravilla, se cayó y rodó hasta el lecho del batiente.

No sabía si estaba herido ni le importaba. Respirando agitadamente, intentando recuperar el aliento, se levantó y se obligó a mover las piernas, a ascender por la pendiente. Los motores atronaban el aire. Presintió que toda la escuadrilla volvía al ataque, y se tiró al suelo, sin importarle que la primera bomba con su explosiva onda llena de humo y llamas estallara… ¡Y estalló a menos de cuarenta yardas de distancia, delante suyo y a su izquierda!
¡Delante suyo!
Y mientras luchaba por ponerse nuevamente de pie, inclinándose y echándose hacia delante monte arriba, Mallory se maldecía sin cesar. «Eres un loco —pensaba con amargura—, un loco de atar…, enviando a los demás a la muerte.» Debió de haberlo meditado… ¡Debió pensarlo antes, Dios santo! ¡Hasta a un chiquillo de cinco años se le hubiera ocurrido! Era claro como la luz del día que el alemán no perdería el tiempo bombardeando el bosque. Había visto lo que era obvio, lo que era inevitable que viera con tanta rapidez como él mismo. ¡Por eso bombardeaban el manto de humo entre el bosque y el acantilado! Un niño de cinco años… La tierra estalló bajo sus pies. Una mano gigantesca lo cogió y lo estrelló contra el suelo. Y la oscuridad le envolvió por completo.

C
APÍTULO
XII
MIÉRCOLES

De las 16 a las 18 horas

Una, dos, media docena de veces pugnó Mallory desesperadamente por salir de las profundidades de su negro, casi cataléptico estupor, y llegó a rozar la superficie de lo consciente para volver a hundirse en las tinieblas. Y cada vez trató de sujetarse con todas sus fuerzas a esos momentos de lucidez; pero su mente era como un vacío tenebroso y sin vibración, e incluso cuando advertía que su mente volvía a retroceder hacia el abismo, perdiendo su punto de contacto con la realidad, el conocimiento desaparecía y sólo volvía a reinar el vacío. Una pesadilla, pensó vagamente en uno de sus períodos menos cortos de lucidez. Era como cuando uno sabe que tiene una pesadilla y piensa que si pudiera abrir los ojos desaparecería, y los ojos se niegan a abrirse. Probó a abrirlos, pero fue inútil. Todo seguía oscuro como siempre, y él continuaba sumido en su maligno sueño, aunque el sol no había dejado de brillar alegremente en el cielo. Y Mallory movió la cabeza con lenta desesperación.

—¡Vaya! ¡Observad! ¡Señales de vida al fin! —Las palabras arrastradas, el acento nasal, resultaban inconfundibles—. ¡El viejo curandero. Miller vuelve a triunfar! —Hubo un instante de silencio, un momento en el que Mallory se fue percatando progresivamente de que el ruido atronador de los motores había disminuido, así como el humo acre y resinoso que hería sus fosas nasales y sus ojos; de que alguien pasaba un brazo por debajo de sus hombros, y de que la persuasiva voz de Miller le hablaba al oído—. Pruebe un poquito de esto, jefe. Exquisito brandy de vieja cosecha. No hay nada semejante en todo el mundo.

Mallory sintió el frío cuello de la botella, echó atrás la cabeza y tomó un largo sorbo. Se incorporó casi en el acto, tosiendo, escupiendo, ahogándose, luchando por su aliento al sentir que el
ouzo
, áspero y fuerte, mordía las membranas de su boca y de su garganta. Trató de hablar, pero sólo consiguió croar, tratar de inspirar aire fresco y de mirar indignado la oscura forma que estaba arrodillada a su lado. Miller, a su vez, le miró con una admiración que no trataba de ocultar.

—¿Ve usted, jefe? Lo que yo dije…, no hay nada como él. —Movió la cabeza de arriba abajo con admiración—. Completamente despejado en un instante, como dirían nuestros jóvenes literatos. Jamás he visto a una víctima del
shock
y conmoción cerebral que se haya recuperado tan pronto.

—¿Qué demonios estás tratando de hacer? —preguntó Mallory. El fuego de su garganta se había apagado y podía respirar de nuevo—. ¿Quieres envenenarme? —Sacudió la cabeza furioso tratando de eliminar el dolor palpitante y la niebla que aún flotaba alrededor de su mente—. ¡Vaya un médico de pacotilla! Lo primero que haces teniendo conmoción es administrarme una dosis de alcohol…

—Puede usted escoger —le interrumpió Miller ceñudo—. O eso o un
shock
mucho peor dentro de unos quince minutos, cuando el amigo Otto vuelva a visitarnos.

—Pero si ya se han ido. Ya no oigo a los
Stukas
.

—Estos otros vienen del pueblo —advirtió Miller con mal humor—. Louki acaba de avisar. Media docena de carros de combate y un par de camiones con cañones del largo de un poste de telégrafos.

—Comprendo. —Mallory giró sobre sí mismo, y vio un rayo de luz en un recodo de la pared. Una cueva, casi un túnel. El Pequeño Chipre, había dicho Louki que lo llamaban los viejos, el Parque del Diablo estaba cuajado de cuevas, como una especie de panal. Sonrió de lado al recordar su momentáneo pánico cuando creyó quedarse ciego, y volvió la vista hacia Miller—. Dificultades otra vez, Dusty, nada más que dificultades. Gracias por haberme vuelto en mí.

—Tuve que hacerlo —dijo Miller con brevedad—. Me figuro que no hubiéramos podido llevarle muy lejos, jefe.

Mallory asintió.

—No lo creo, al menos en este terreno tan apropiado.

—Además, eso —convino Miller—. Lo que quise decirle es que ya casi no queda nadie para llevarle. Casey Brown y Panayis están heridos, jefe.

—¡Cómo! ¿Los dos? —Mallory apretó los párpados y movió la cabeza con rabia—. ¡Dios mío, Dusty, me había olvidado por completo de la bomba…, de las bombas! —Tendió el brazo y cogió el de Miller—. ¿Están… están muy mal? —Quedaba tan poco tiempo y había tanto que hacer…

—¿Muy mal? —repitió Miller sacando una cajetilla y ofreciendo un cigarrillo a Mallory—. No sería nada… si pudiésemos llevarlos a un hospital. Pero si tienen que ir rompiéndose la crisma por estas malditas cañadas y brechas, sufrirán horrores. Es la primera vez que veo el suelo de las cañadas casi más vertical que las mismas paredes.

—Todavía no me has dicho…

—Lo siento, jefe, lo siento. Heridas de metralla los dos y en el mismo sitio…, en el muslo izquierdo, justamente sobre la rodilla. No ha tocado huesos ni tendones. Acabo de vendarle la pierna a Casey…, una herida bastante fea. Y se dará cuenta cuando empiece a andar.

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