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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (5 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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—Bien, señores, ahí lo tenéis. Un estupendo asunto, ¿verdad? —agregó sonriendo con ironía—. Si esto fuera una película, mi primera frase sería: ¿Alguna pregunta, amigos? Pero lo dejaremos de lado por la sencilla razón de que no podría daros ninguna respuesta. Sabéis tanto como yo.

—Un cuarto de milla de acantilado de cuatrocientos pies de altura, y lo llama la única grieta en las defensas. —La cabeza inclinada sobre su bote de tabaco, Miller lió, con experta mano, un largo y fino cigarrillo—. Es una locura, jefe. Por mi parte, no puedo subir una maldita escalera sin caerme. —Lanzó al aire grandes y acres bocanadas de humo—. Es un suicidio. Ésa es la palabra que buscaba. Suicidio. ¡Apuesto un dólar contra mil a que no llegamos ni a cinco millas de distancia de esos malditos cañones!

—Uno contra mil, ¿eh? —Mallory le miró durante un largo rato sin pronunciar palabra—. Dime, Miller, ¿qué posibilidades ofreces a los muchachos que están en Kheros?

—Ya —asintió Miller pesaroso—. Ya, los muchachos de Kheros. Me había olvidado de ellos. No hago más que pensar en mí y en el maldito acantilado. —Contempló esperanzado, por encima de la mesa, el amplio volumen de Andrea—. O puede ser que me suba Andrea. Es bastante grandote.

Andrea no contestó. Tenía los ojos semicerrados, y sus pensamientos parecían estar a mil millas de distancia.

—Te ataremos de pies y manos, y te subiremos con una cuerda —dijo Stevens con acritud—. Procuraremos que la cuerda sea bastante fuerte —añadió al desgaire. Las palabras y el tono eran bastante jocosos, pero las desmentía la preocupación que se reflejaba en su rostro. Aparte de Mallory, sólo Stevens se daba cuenta de las dificultades técnicas, casi insuperables, que suponía escalar un acantilado cortado a pico, desconocido, en la oscuridad. Miró a Mallory inquisitivamente—. Subiendo solo, señor, o…

—Un momento, por favor —intervino Andrea. Estaba garabateando rápidamente en un trozo de papel—. Tengo un plan para escalar ese acantilado. Aquí tiene el gráfico. ¿Lo cree posible el capitán?

Tendió el papel a Mallory. Éste lo miró, disimuló su sorpresa y se recuperó en seguida, todo ello en un instante.

En el papel no había ningún gráfico. Sólo dos palabras en letra grande: «Continúa hablando.»

—Ya entiendo —dijo Mallory pensativo—. Lo veo muy bien, Andrea. El plan tiene posibilidades muy concretas. —Dio la vuelta al papel y lo levantó para que los otros pudieran leerlo. Andrea ya se había levantado y se acercaba a la puerta sin hacer el menor ruido—. Ingenioso, ¿verdad, cabo Miller? —prosiguió Mallory—. Esto puede resolver muchas de nuestras dificultades.

—Sí. —La expresión de la cara de Miller no se había alterado en lo más mínimo. Sus ojos seguían semicerrados tras la cortina de humo del cigarrillo que ardía entre sus labios—. Reconozco que eso puede resolver el problema, Andrea. Incluso el de subirme enterito y todo. —Rió simulando tranquilidad; mientras, concentraba toda su atención en meter en el cargador de una automática que había aparecido mágicamente en su mano izquierda, un cilindro de curiosa forma—. Pero no entiendo bien esa graciosa frase y el punto al…

Todo ocurrió en dos segundos, literalmente hablando. Llevando una caja para despistar, Andrea abrió la puerta con la mano libre y con la otra agarró una forma que se defendía con ardor, la arrastró al interior de la habitación y cerró la puerta, en un movimiento perfectamente sincronizado. Todo fue tan rápido como silencioso. Durante un segundo, el «escucha», un oscuro levantino de afilado rostro, vestido con una camisa blanca demasiado grande para él y pantalones blancos, se mantuvo erguido, inmóvil, pestañeando rápidamente por efecto de la desusada luz. Luego, pasada la sorpresa, su mano desapareció bajo la amplia camisa.

—¡Cuidado! —La voz de Miller sonó cortante, al tiempo que levantaba la pistola y la mano de Mallory se cerraba sobre ella.

—¡Cuidado! —advirtió Mallory en voz baja—. ¡Nada de ruidos!

Los que permanecían alrededor de la mesa sólo vislumbraron un rayo de acero azul que se elevaba hacia atrás convulsivamente, y una mano armada de un puñal que descendía con maligna rapidez. Y luego, de un modo increíble, mano y puñal quedaron detenidos en el aire, y la brillante punta sólo a un par de pulgadas del pecho de Andrea. Se oyó un repentino grito de agonía y el siniestro crujido de la muñeca del sujeto al apretarla el gigantesco griego. En un instante la hoja estuvo entre el índice y el pulgar de Andrea. Había recogido el puñal con el tierno cuidado de un padre que salva de sí mismo a un hijito amado, pero irresponsable.

El puñal cambió de rumbo y buscó la garganta del levantino, mientras Andrea sonreía amablemente ante los negros y aterrados ojos.

Miller respiró profunda, largamente. Era mitad suspiro, mitad silbido.

—Bueno —murmuró—. Es de presumir que Andrea haya hecho estas cosas otras veces, ¿no?

—Es de suponer que sí —contestó Mallory remedándole—. Echemos una mirada más detenida a la prueba «A», Andrea.

Andrea acercó al hombre a la mesa, dentro del círculo de luz. El sujeto permaneció ante ellos mirándoles hoscamente. Era un tipo enjuto, con cara de hurón, y ojos negros apagados por el dolor y el miedo. Con su mano izquierda sujetaba la aplastada muñeca de la derecha.

—¿Cuánto tiempo te parece que ha estado ahí fuera? —preguntó Mallory.

Andrea se pasó una maciza mano por sus cabellos espesos, oscuros y rizados, cuajados de gris sobre las sienes.

—No estoy seguro, capitán. Me pareció oír un ruido como de pies que se arrastraban, hace unos diez minutos, pero creía que mis oídos me engañaban. Luego, hace un minuto, me pareció volver a oír el mismo ruido. Así que, me temo…

—Diez minutos, ¿eh? —Mallory movió la cabeza pensativamente y luego miró al prisionero—. ¿Cómo te llamas? —preguntó con aspereza—. ¿Qué haces aquí?

No hubo contestación. Sólo su mirada y su hosco silencio; un silencio al que siguió un repentino grito de dolor al golpear Andrea su cabeza.

—El capitán te ha hecho una pregunta —le reprochó Andrea, volviendo a golpearle, ahora con más fuerza—. ¡Contéstale!

El desconocido comenzó a hablar excitado, con gran rapidez, gesticulando alocadamente con ambas manos. Sus palabras resultaban bastante ininteligibles. Andrea suspiró y cortó aquel torrente de voces por el simple medio de rodear casi por completo el flaco pescuezo con la mano izquierda.

Mallory miró inquisitivamente a Andrea. El gigante movió la cabeza dubitativamente.

—Me parece que es curdo o armenio, mi capitán. Pero no le entiendo.

—Yo desde luego que no —admitió Mallory—. ¿Hablas el inglés? —preguntó de repente.

Sus ojos negros y llenos de odio le miraron en silencio. Andrea volvió a golpearle.

—¿Hablas el inglés? —repitió Mallory implacable.

—¿Inglés? ¿Inglés? —Se encogió de hombros y tendió las palmas de las manos, en un viejísimo gesto de incomprensión—. Inglés… nah.

—Dice que no habla inglés —aclaró Miller.

—Es posible que no y es posible que sí —dijo Mallory con suavidad—. Lo único que sabemos es que ha estado escuchando y que no podemos exponernos.

Hay demasiadas vidas en la balanza. —Su voz se endureció repentinamente; su mirada se tornó ceñuda e implacable—. ¡Andrea!

—Mi capitán.

—Tienes el puñal. Hazlo bien y pronto. Entre los omóplatos.

Stevens gritó horrorizado y volcó la silla ruidosamente al ponerse de pie.

—¡Dios santo, señor, no puede usted…!

Se contuvo al ver con asombro cómo el prisionero, atravesando la habitación, se tiraba contra un apartado ángulo, un brazo levantado en rígida defensa y pintado en todas sus facciones el más irrazonable pánico.

Stevens se volvió lentamente, vio la sonrisa de triunfo en el rostro de Andrea, y un principio de comprensión en las caras de Brown y Miller. De pronto, se sintió completamente idiota. Como era característico en él, Miller fue el primero en hablar.

—¡Vaya, vaya! ¿Qué les parece? ¡Es posible que hable el inglés después de todo!

—Puede que sí —admitió Mallory—. Una persona no se queda durante diez minutos con la oreja pegada al ojo de una cerradura si no entiende una palabra de lo que se habla… Por favor, Brown, ¿quieres llamar a Matthews?

Unos segundos después aparecía el centinela en la puerta.

—Que venga el capitán Briggs, Matthews —ordenó—. En seguida, por favor.

E1 soldado vaciló.

—El capitán Briggs se ha acostado, señor. Dio órdenes estrictas de no molestarle.

—Mi corazón se desangra por el capitán Briggs y su interrumpido sueño —dijo Mallory con acritud—. Ha dormido más en un día que yo en toda la semana. —Miró su reloj y las pobladas cejas dibujaron una línea recta sobre los cansados ojos castaños—. No tenemos tiempo que perder. Que venga inmediatamente. ¿Entiende? ¡Inmediatamente!

Matthews saludó y se alejó corriendo. Miller se aclaró la voz y chascó la lengua tristemente.

—Estos hoteles todos son iguales —dijo—. Las cosas que pasan… no puede uno dar crédito a sus ojos. Recuerdo que estaba una vez en una asamblea en Cincinnati…

Mallory movió la cabeza fatigado.

—Tienes manía con los hoteles, cabo. Éste es un establecimiento militar y éstos son aposentos de oficiales del Ejército.

Miller se disponía a hablar, pero cambió de opinión. El americano era perspicaz. Había gente con quien se podía bromear y la había que no. Era una misión casi desesperada. Miller se dio cuenta de ello. Y de tan vital importancia, en su opinión, como suicida. Pero comenzaba a comprender por qué habían elegido para dirigirla a ese neozelandés de tez bronceada.

Transcurrieron cinco minutos en silencio, y luego la puerta se abrió. Todos levantaron la vista. En el umbral de la puerta, descubierto y con un pañuelo de seda blanca en el pescuezo en vez del cuello y corbata usuales, se hallaba el capitán Briggs. La blancura contrastaba de modo extraño con el pescuezo y la cara colorados. Ya lo estaba bastante cuando Mallory lo vio en el despacho del coronel. Cuestión de alta tensión sanguínea e incluso de buen vivir, había supuesto Mallory. Las tonalidades de rojo más oscuro, amoratado, ahora presentes, se debían probablemente a un mal empleado sentido de justa indignación. Una mirada a los coléricos ojos, brillantes camarones de pálido azul en mar bermejo, hubiera bastado para confirmar lo que ya era evidente.

—¡Esto es demasiado, capitán Mallory! —La voz era furiosa, en tono mayor, y más nasal que nunca—. No soy el botones de turno, ¿entiende? He tenido un día muy duro y…

—Reserve los detalles para su biografía —dijo Mallory secamente— y échele un vistazo a este tipo que está en el rincón.

La cara de Briggs se tornó aún más amoratada. Penetró en la habitación con los puños cerrados por la furia, y se detuvo repentinamente al descubrir la forma hecha un ovillo y desgreñada que se hallaba aún en el rincón de la estancia.

—¡Santo Dios! —exclamó—. ¡Nicolai! —Lo conoce.

Era una afirmación más que una pregunta.

—¡Claro que lo conozco! —bufó Briggs—. Lo conoce todo el mundo. Se trata de Nicolai, nuestro lavandera.

—¡Su lavandera! ¿Cuenta entre sus deberes el de merodear de noche por los pasillos, escuchando por los ojos de las cerraduras?

—¿Qué quiere decir?

—Lo que he dicho. —Mallory tenía mucha paciencia—. Lo pescamos escuchando a nuestra puerta.

—¿A Nicolai? ¡No lo creo!

—Cuidado, señor —gruñó Miller—. Tenga en cuenta a quién llama embustero. Lo vimos todos.

Briggs miró fascinado la boca negra de una pistola que se movía descuidadamente hacia él, tragó saliva, y miró rápidamente hacia otro lado.

—¿Y qué si lo han cogido? —preguntó con sonrisa forzada—. Nicolai no habla una sola palabra de inglés.

—Puede que no —convino Mallory secamente—. Pero lo entiende bastante bien —agregó levantando la mano—. No tengo intención de discutir toda la noche, y, además, no tengo tiempo. ¿Quiere hacer el favor de arrestar a este hombre, dejándole aislado e incomunicado por lo menos durante la semana próxima? Es asunto vital. Ya sea un espía o un simple curioso, sabe demasiado. Pasada esa fecha haga de él lo que quiera. Mi consejo es que lo echen de Castelrosso a patadas.

—¡Su consejo! —Briggs recuperó su color habitual y con él, su valor—. ¿Quién es usted para darme consejos u órdenes, capitán Mallory? —Y puso en la palabra «capitán» un exagerado énfasis.

—Entonces se lo pido por favor —rogó Mallory fatigado—. No puedo explicárselo, pero es muy importante. Hay centenares de vidas…

—¡Centenares de vidas! —le remedó Briggs burlón—. ¡Melodrama y estupidez! —exclamó sonriendo desagradablemente—. Le sugiero que lo reserve para su biografía de capa y espada, capitán Mallory.

Mallory se levantó, dio unos pasos alrededor de la mesa, y se detuvo a un pie de distancia de Briggs. Sus ojos castaños continuaban fijos y su mirada era fría.

—Podría ir a ver a su coronel. Pero estoy cansado de discutir. Hará usted todo cuanto le digo, o iré directamente al Cuartel General de la Armada para hablar por radioteléfono con El Cairo. Y si lo hago —prosiguió—, le juro que saldrá para Inglaterra en el primer vapor y, además, en la cubierta de tropa.

Sus últimas palabras parecieron resonar en la pequeña estancia durante un tiempo interminable. El silencio era intenso. Y luego, con la misma rapidez con que había, surgido, la tensión desapareció y la cara de Briggs, ahora curiosamente llena de manchas blancas y rojas, decaída y sombría, acusó su derrota.

—Bueno, bueno —dijo—. Estas estúpidas amenazas son innecesarias… Si ello representa tanto para usted. —El intento de bramar, de remendar las rasgadas vestiduras de su dignidad, resultaba patético por su transparencia—. Llama a la guardia, Matthews.

El torpedero, sus grandes máquinas aéreas estranguladas a media velocidad, se hundía y se elevaba, una y otra vez, con monótona regularidad al enfilar el largo y suave ondear del mar en dirección noroeste. Por centésima vez aquella noche, Mallory miró su reloj.

—¿Vamos retrasados, señor? —sugirió Stevens.

Mallory asintió.

—Deberíamos haber transbordado directamente a este cacharro desde el
Sunderland
. Y hubo retraso. Brown gruñó:

—Avería de máquina, por un billete de cinco libras. —Su acento de Clydeside era muy marcado.

—Sí, así es. —Mallory levantó la vista sorprendido—. ¿Cómo lo sabías?

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