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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (6 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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—Siempre pasa lo mismo con estos malditos motores M.T.B. —volvió a gruñir Brown—. Tienen temperamento de estrella de cine.

En la pequeña y oscura cabina reinó el silencio durante un rato, silencio sólo quebrado, de vez en cuando, por el choque de vasos. La Armada cumplía con su tradicional hospitalidad.

—Si vamos retrasados —observó Miller al fin—, ¿por qué no acelera la marcha el patrón? Me han dicho que estos trastos pueden alcanzar una velocidad de cuarenta a cincuenta nudos.

—Tu aspecto ya es bastante verdoso —dijo Stevens con escaso tacto—. Se ve claramente que nunca has estado en un M.T.B. navegando en mar gruesa.

Miller guardó silencio durante un momento. Se veía que trataba de olvidar por unos instantes sus internas inquietudes.

—¿Capitán?

—¿Qué ocurre? —respondió Mallory soñoliento. Se hallaba estirado cuan largo era en un estrecho sofá, con un vaso vacío entre las manos.

—Ya sé que no me importa, pero… ¿hubiera usted cumplido la amenaza que le hizo al capitán Briggs?

Mallory rió.

—No te importa nada, pero… bueno… No, cabo, no la hubiera cumplido. No lo hubiera hecho porque no podía. No tengo tanta autoridad como para eso. Y ni siquiera sabía si había un radioteléfono en Castelrosso.

—Ya. Casi lo sospeché, ¿sabe usted? —El cabo Miller se frotó el barbudo mentón—. Y si él se hubiera hecho fuerte, ¿qué habría hecho usted, jefe?

—Hubiera matado a Nicolai —dijo Mallory tranquilamente—. Si me hubiera fallado el coronel, no hubiese tenido otra alternativa.

—También lo sabía. Yo creo que lo hubiera hecho. Empiezo a creer que tenemos una posibilidad de salir airosos… Pero casi deseo que lo hubiera liquidado… junto con El Pequeño Lord. No me gustó la expresión de la cara del viejo Briggs cuando salió por aquella puerta. La palabra vil no la describe. Podría haberle matado a usted en aquel momento. Usted pisoteó su orgullo, jefe… y a un tipo como ése, sólo le importa el orgullo.

Mallory no respondió. Se había quedado profundamente dormido. Se le había caído el vaso de la mano. Ni siquiera el estruendo de los grandes motores a toda marcha mientras entraban en la calma del canal de Rodas podía penetrar en el insondable abismo de su sueño.

C
APÍTULO
III
LUNES

De las 7 a las 17 horas

—Amigo mío, me tiene usted completamente desconcertado. —Con su matamoscas de mango de marfil, el oficial dio displicentemente un golpe sobre su inmaculada pernera, y señaló, con su despectiva, pero reluciente puntera del zapato, el viejo caique de dos palos y ancha manga, amarrado de popa al aún más antiguo y ruinoso muelle de madera sobre el que se hallaban—. Estoy avergonzado de verdad. Le aseguro que los clientes de Rutledge y Compañía sólo están acostumbrados a lo mejor.

Mallory disimuló su sonrisa. El mayor Rutledge, estudiante de los colegios de Buffs, Eton y Sandhurst en cuanto a entonación y acento, peinado y cepillado al milímetro en cuanto al bigote, y vestido en
Savile Row
en cuanto a la perfección sartoriana de su dril color caqui, se hallaba tan por completo fuera de lugar en aquellos rocosos y arbolados farallones del serpenteante río, que su presencia en aquel sitio parecía inevitable. Tanta era la seguridad del mayor, tan dominante su majestuosa indiferencia, que era el arroyo, en todo caso, el que estaba fuera de lugar.

—Parece que ha visto días mejores, es cierto —confesó Mallory—. Sin embargo, señor, es precisamente lo que deseamos.

—No puedo entenderlo. De verdad que no puedo entenderlo. —Con su irritado, pero bien calculado golpe de matamoscas, el mayor derribó un inofensivo insecto que pasaba—. He estado proporcionando toda clase de embarcaciones durante los últimos ocho o nueve meses, caiques, lanchas, yates, barcas de pesca, todo, pero jamás se ha presentado nadie pidiendo el barcucho más viejo y deteriorado que pueda encontrarse. Y trabajo costó encontrarlo, se lo aseguro. —Una expresión de dolor cruzó por su semblante—. La gente sabe que no suelo tratar en esta clase de trastos.

—¿Qué gente? —preguntó Mallory con curiosidad.

—Oh, esos de las islas. —Con un vago ademán, Rutledge señaló el Norte y el Oeste.

—Pero… son tierras enemigas…

—Igual que ésta. Uno tiene que fijar su Cuartel General en algún sitio —explicó Rutledge con paciencia. De pronto, su semblante se alegró—. Oiga, amigo, ya tengo exactamente lo que usted quiere. Un barco para evitar la observación y la investigación. Eso es lo que El Cairo insistió que buscara. ¿Qué hay de un E alemán, en estado absolutamente perfecto? Pertenece a un propietario muy cuidadoso. Me darían diez mil libras por él en nuestra tierra. En treinta y seis horas. Un amigo mío que está en Bodrum…

—¿Bodrum? —preguntó Mallory—; ¿Bodrum? Pero… pero eso está en Turquía, ¿no?

—¿En Turquía? Pues bien, sí, realmente, creo que allí está —confesó Rutledge—. Uno tiene que recibir las cosas de algún sitio, claro —añadió a la defensiva.

—Gracias de todos modos —dijo Mallory sonriente—, pero es exactamente lo que queremos. Además, no podemos esperar.

—¡Que la responsabilidad caiga sobre su propia cabeza! —exclamó Rutledge al levantar las manos dándose por vencido—. Ordenaré a un par de mis hombres que suban su equipaje a bordo.

—Prefiero que lo hagamos nosotros, señor. Es… bueno; se trata de carga muy especial.

—De acuerdo —aceptó el mayor—. Me llaman Rutledge «El mudo». ¿Se va pronto?

Mallory miró el reloj.

—Dentro de media hora, señor.

—¿Quieren huevos con bacón y café dentro de diez minutos?

—Muchas gracias. —Mallory sonrió—. Estamos encantados de aceptar su oferta.

Y al decir esto giró sobre sus talones y se dirigió lentamente hacia el extremo del muelle. Aspiró profundamente, paladeando el aire preñado de aromas del alba egea: el salado gustillo del aire del mar, el perfume dulzón de la madreselva, la fragancia más delicada, pero más picante, de la menta, todo ello sutilmente mezclado en un tono embriagador, indefinible, inolvidable. A ambos lados, las empinadas laderas, recubiertas aún de verdes pinos, nogales y acebos, se estiraban hacia los pastos de los altos marjales, de los que llegaba, traído por la suave brisa perfumada, el sonido distante, melodioso de las esquilas de las cabras, música nostálgica, obsesionante, auténtico símbolo de la paz que el Egeo ya no conocía.

Casi sin advertirlo, Mallory, pesaroso, movió la cabeza y avivó el paso hacia el final del muelle. Los demás se hallaban sentados aún en el mismo sitio donde el torpedero los había dejado antes de amanecer. Como de costumbre, Miller se hallaba tumbado cuan largo era, con el sombrero echado sobre la frente para protegerse de los dorados rayos del sol naciente.

—Lamento tener que molestar, pero zarpamos dentro de media hora. El desayuno se servirá dentro de diez minutos. Vamos a cargar las cosas. —Y volviéndose hacia Brown sugirió—: Quizá quieras echar un vistazo a la máquina.

Brown se puso en pie y miró sin entusiasmo al caique despintado y deteriorado por el tiempo.

—Tiene razón, señor. Pero si la máquina está al nivel de este maldito trasto… —Movió la cabeza sombrío y saltó con ligereza del muelle al barco.

Mallory y Andrea le siguieron, recogiendo el equipo que les pasaron los otros. Primero guardaron una caja llena de ropas viejas, luego los víveres, la estufa a presión y el combustible, las pesadas botas, los estribos, los martillos, los picos y rollos de cuerda con alma de acero para escalar; y luego, con más cuidado, el aparato receptor-transmisor y el generador, con su anticuada manija. Siguieron las armas —dos
Schmeissers
, dos
Brens
, un
Mauser
y una
Colt
—, y una caja llena de una extraña, pero cuidadosamente elegida, mezcolanza de antorchas, espejos, dos juegos de documentos de identificación y, por último, algo increíble: botellas de Hock, mosela,
ouzo
y
reísima
.

Por fin, y con extraordinario cuidado, colocaron en la proa dos cajas de madera, una de color verde, de tamaño medio y flejada con cinta de latón, y otra, pequeña y negra. La verde contenía potentes explosivos. T.N.T., amatol y unos cuantos cartuchos de dinamita corrientes, junto con granadas, fulminantes y mangueras de lona. En un rincón de la caja había un saco de polvo de esmeril, otro de polvo de vidrio y un tarro de potasa herméticamente cerrado. Estos tres últimos elementos habían sido incluidos ante la posibilidad de que Dusty Miller encontrara oportunidad de ejercitar su especial talento de saboteador. La caja negra sólo contenía detonadores, de percusión y eléctricos, detonadores con fulminantes tan inestables que podían quedarse sin pólvora al leve contacto de una pluma.

Habían guardado ya la última caja cuando la cabeza de Casey Brown apareció por la escotilla de máquinas. Examinó lentamente el palo mayor, que se elevaba sobre su cabeza, y con la misma lentitud se volvió hacia proa para examinar el trinquete. Evitando que su rostro expresara nada, miró a Mallory.

—¿Tenemos velas para estos palos, señor?

—Supongo que sí. ¿Por qué?

—¡Porque sabe Dios que vamos a necesitarlas! —contestó Brown con desaliento—. «Quizá quieras echar un vistazo a la máquina», dijo usted. Pero eso no es una sala de máquinas. ¡Es un almacén de chatarra! Y el pedazo de chatarra mayor y más oxidado es el que va pegado al eje de la hélice. ¿Y qué le parece a usted que es? Un trasto viejo, un
Kelvin
de dos cilindros, más o menos de fabricación casera… de hace unos treinta años. —Brown movió la cabeza con desesperación, y su rostro reflejó tanto disgusto como el de un ingeniero de Clydeside viendo a alguien abusar de una máquina querida—. Hace años que se está cayendo a pedazos, señor. Todo aquello está lleno de piezas de repuesto descartadas. En Gallowgate he visto montones de chatarra que parecían joyas comparadas con este cacharro.

—El mayor Rutledge me aseguró que ayer aún funcionaba —dijo Mallory suavemente—. De todos modos vente a desayunar. Recuérdame que hemos de recoger unas cuantas piedras cuando volvamos, ¿quieres?

—¡Piedras! —Miller le miró horrorizado—. ¿A bordo de esta cafetera? ¿Para qué? Mallory asintió, sonriendo.

—¡Pero si ese maldito trasto ya se está hundiendo! —protestó Miller—. ¿Para qué quiere las piedras?

—Espera y lo verás.

Tres horas más tarde Miller vio lo que quería. El caique navegaba lenta, pero firmemente hacia el Norte en un mar cristalino, sin viento, a menos de una milla de la costa turca, y él acababa de hacer, tristemente, un bulto con su uniforme azul y lo había echado por la borda apesadumbrado. El bulto, arrastrado por una pesada piedra de las que habían llevado a bordo, desapareció en un segundo.

Malhumorado, Miller se miró al espejo colocado en la parte delantera de la caseta del timón. Aparte de la faja de color violeta oscura que llevaba enrollada en su delgada cintura y un chaleco caprichosamente bordado de antigua gloria piadosamente desvaída, el resto de su atuendo era totalmente negro. Un par de fuertes botas de cordones negras, bombachos negros, camisa negra y chaqueta negra. Hasta sus rubicundos cabellos habían sido teñidos de negro. Se estremeció y giró sobre sus talones.

—¡Gracias a Dios que los chicos de mi pueblo no pueden verme! —dijo con sinceridad. Dirigió una mirada crítica a los demás, vestidos, con ligeras variaciones, como él—. Vaya, no está tan mal, después de todo ¿a qué viene este cambio tan rápido, jefe?

—Me han dicho que has estado dos veces tras las líneas alemanas, una vez vestido de labrador y otra de mecánico. —A su vez, Mallory echó su uniforme por la borda con la consabida piedra—. Bueno, ahora ya ves cómo viste el navaronés elegante.

—Me refería al doble cambio. Uno en el avión y el otro ahora.

—Ah, ya veo. ¿Caqui militar y blanco naval en Alejandría, uniforme de batalla en Castelrosso y ropas griegas ahora? Puede haber habido algún espía —y es casi seguro que los había— en Alejandría o Castelrosso o en la isla del mayor Rutledge. Y hemos pasado del barco al avión y del M.T.B. al caique. Eso se llama cubrir el rastro, cabo. No podemos exponernos.

Miller asintió; sus ojos se posaron en las ropas blancas que yacían a sus pies, arrugó el entrecejo con extrañeza, se agachó y las arrastró. Luego, levantó la larga y voluminosa vestimenta para examinarla.

—Para ponérnosla al pasar por los cementerios que encontraremos, supongo. —Hablaba con marcado acento irónico—. Disfraces de fantasmas.

—Camuflaje —aclaró Mallory sucintamente—. Túnicas de nieve.

—¡Qué!

—Nieve. Esa cosa blanca. Existen montañas bastante altas en Navarone, y quizá tengamos que pasarlas. De ahí las túnicas de nieve.

Miller permaneció como aturdido. Sin decir nada se estiró cuan largo era sobre la cubierta, acomodó la cabeza y cerró los ojos. Mallory miró a Andrea sonriente.

—Retrato de un hombre soleándose a conciencia antes de luchar con los desiertos árticos… No es mala idea. Quizá también tú debieras dormir un poco. Yo haré de centinela durante un par de horas.

El caique continuó su marcha paralela al litoral turco durante cinco horas, ligeramente al nornoroeste, y rara vez a más de dos millas de la costa. Descansado y templado bajo el amable sol de noviembre, Mallory permanecía sentado entre las amuradas de la proa, que encuadraban el cielo y el horizonte. En el centro del barco dormían Andrea y Miller. Casey Brown seguía resistiéndose a todo intento de arrancarle de la sala de máquinas. De vez en cuando —muy de vez en cuando— salía para respirar un poco de aire fresco, pero los intervalos entre aparición se iban alargando progresivamente a medida que se concentraba más y más en el estado del viejo
Kelvin
, regulando su errática lubricación a gotas, y ajustando la toma de aire sin cesar. Siendo ingeniero de los pies a la cabeza, se sentía desgraciado ante el estado de la máquina. Además, estaba amodorrado y le dolía la cabeza, ya que la estrecha escotilla apenas le proporcionaba ventilación.

Solo en la timonera —desusado atributo en tan pequeño caique— el teniente Andy Stevens veía lentamente deslizarse la costa turca. Como los ojos de Mallory, los suyos se movían sin cesar, pero sin el mismo errar controlado. Pasaban de la costa a la carta de navegación; de la carta a las islas que se hallaban delante, a babor, islas cuya posición y relación entre sí cambiaba continuamente y engañosamente, islas que surgían del mar poco a poco y se definían a través de la bruma de refracción azulada; de las islas a la vieja brújula de alcohol que se balanceaba de un modo casi imperceptible sobre desgastados aros de suspensión, y de la brújula nuevamente a la costa. De vez en cuando escudriñaba el cielo o lanzaba una rápida ojeada al horizonte a través del segmento de 180 grados. Pero había una cosa que sus ojos siempre evitaban: el astillado espejo lleno de manchitas de mosca que había sido colocado de nuevo en la timonera. Era como si sus ojos y el espejo fueran de polos magnéticos opuestos. No se atrevía a mirarlo.

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