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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (22 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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—Tienes razón, Casey. Tú lo sabes mejor que nadie. —Mallory le miró con curiosidad—. ¿A qué se debe el equipo extra?

—La manta es para taparme con ella junto con el aparato, y así podré encender la linterna —explicó Brown—. Y ataré la cuerda aquí para ir soltándola por el camino. Me gusta saber cómo volver cuando sea el momento.

—Estamos de acuerdo —aprobó Mallory—. Ten cuidado cuando llegues arriba. La hondonada es estrecha y termina con un profundo barranco.

—No se preocupe por mí, señor —contestó Brown con firmeza—. A Casey Brown no le pasará nada.

Un golpe de viento cargado de nieve, el golpear de la lona, y Brown había desaparecido ya.

—Bueno, si Brown puede hacerlo… —Mallory se puso de pie y se echó la capucha—. Necesitamos leña, amigos… La choza del viejo Leri. ¿Le apetece a alguien un paseíto nocturno?

Andrea y Louki se levantaron a la vez.

—Basta con uno —dijo Mallory—. Tiene que quedarse alguien para cuidar de Stevens.

—Está profundamente dormido —murmuró Andrea—. No le puede pasar nada en el breve tiempo que estaremos ausentes.

—No estaba pensando en eso. Es que no podemos correr el riesgo de que caiga en manos de los alemanes. Le harían hablar de un modo u otro. Él no tendría la culpa…, pero lo harían hablar. El riesgo es demasiado grande.

—¡Bah! —exclamó Louki castañeteando los dedos—. Se preocupa usted sin motivo. No hay un alemán en varias millas a la redonda. Le doy mi palabra.

Mallory vaciló y sus labios dibujaron una sonrisa.

—Tiene razón.

Se inclinó sobre Stevens y le tocó con suavidad. El muchacho se movió y se oyó un quejido. Después, abrió los ojos lentamente.

—Vamos a buscar leña —dijo Mallory—. Volveremos en seguida. ¿No te importa quedarte solo?

—Naturalmente que no, señor. ¿Qué puede pasarme? Déjeme una pistola al alcance de la mano… y apague la vela. —Sonrió—. Avisen antes de entrar.

Mallory se agachó y apagó la vela. Durante un instante la luz brilló. Luego, se apagó y todos los objetos, todas las personas se sumieron en la gran oscuridad de la noche invernal. Seguido de Andrea y de Louki, Mallory giró bruscamente, apartó la lona y salió por entre la nieve que ya llenaba el suelo de la hondonada.

Tardaron diez minutos en encontrar la derruida choza del viejo cabrero; cinco para que Andrea arrancase la puerta de sus goznes y la partiese en largos trozos, fáciles de llevar junto con la madera del banco y de la mesa; y diez para transportar a la cueva cuanto pudieron atar y llevar cómodamente. El viento, soplando del norte del Kostos, les venía ahora de cara, y tenían los rostros, ateridos de frío por el azote de la nieve empujada casi con la fuerza de una galerna. Llegaron con satisfacción a la cueva y se dejaron caer gustosamente entre sus protectoras paredes.

Mallory llamó suavemente a la entrada de la tienda. No hubo respuesta alguna, ningún movimiento en el interior. Volvió a llamar y escuchó durante unos segundos, al cabo de los cuales volvió la cabeza y cambió una breve mirada con Andrea y Louki. Depositó su haz de leña en la nieve, sacó la pistola y la linterna, y apartó la lona. Los seguros de ambas sonaron al unísono.

El haz de luz iluminó el suelo de la entrada, siguió adelante, se detuvo, vaciló, se dirigió hacia el ángulo más apartado y se detuvo con tanta firmeza como si estuviera agarrado con tenazas. En el suelo sólo se veía la vacía bolsa de dormir. Andy Stevens había desaparecido.

C
APÍTULO
IX
MARTES NOCHE

De las 0'15 a las 2 horas

—¡Conque me engañó! —murmuró Andrea—. No estaba dormido…

—No lo estaba —convino Mallory frunciendo el ceño—. También me engañó a mí y oyó lo que dije. —Hizo una mueca—. Ahora sabe por qué nos preocupamos tanto por él. Y que tenía razón al decir lo de la piedra al cuello. No quisiera yo sentirme como ese pobre muchacho debe de sentirse en estos momentos.

Andrea asintió.

—No es fácil adivinar por qué se ha ido.

Mallory dirigió una rápida mirada al reloj y salió de la cueva.

—Veinte minutos…; no puede hacer más de veinte minutos que se haya ido. Menos quizá, para asegurarse de que ya nos habíamos alejado bastante. Sólo puede arrastrarse… unas cincuenta yardas a lo sumo. Lo encontraremos en un par de minutos. Usad las linternas sin pantalla. Con esta tormenta de nieve no nos verá nadie. Abrámonos en abanico…, yo iré por el centro.

—¿Monte arriba? —preguntó Louki con extrañeza, poniéndole la mano en el brazo—. Su pierna…

—He dicho monte arriba —le interrumpió Mallory impaciente—. Stevens tiene cabeza… y más valor del que él imagina que le suponemos. Creyó que pensaríamos que había elegido el camino más fácil. —Mallory hizo una pausa y luego continuó sombríamente—: Ningún moribundo capaz de irse arrastrando en estas circunstancias, tomaría el camino más fácil.

Lo encontraron a los tres minutos. Sospechó que Mallory no se dejaría engañar, o quizá les oyó ascender por el declive, pues había logrado abrirse camino hasta ocultarse detrás de un saliente de nieve que cerraba el espacio bajo un borde situado encima del cerco de la hondonada. Un escondrijo casi perfecto, pero su pierna le traicionaba. Mediante el haz de luz de su linterna, los ojos de Andrea captaron un diminuto reguero de sangre que manchaba la superficie de la nieve. Había perdido el conocimiento cuando lo descubrieron, a causa del frío, del agotamiento, o del dolor de la pierna; o de las tres cosas, probablemente.

De regreso a la cueva, Mallory trató de hacerle tragar un poco de
ouzo
, fortísimo aguardiente del país. Abrigaba una ligera sospecha de que aquello podía ser peligroso, o quizá lo fuera sólo en casos de
shock
. Su memoria estaba un poco confusa sobre este punto. Pero era mejor que nada. Stevens sintió náuseas, escupió y tosió, echándolo casi todo fuera, pero tragó un poco. Con la ayuda de Andrea, Mallory apretó las tablillas sueltas, contuvo la sangre que se le escapaba y tapó y envolvió al chico con cuanta ropa seca pudo encontrar en la cueva. Luego se recostó, lleno de cansancio, y sacó un cigarrillo de su pitillera impermeabilizada. Ya nada más podía hacer hasta que Dusty Miller regresara con Panayis de la aldea. Y empezaba a tener la seguridad de que tampoco Dusty podría hacer nada más por Stevens. En realidad, nadie podría hacer ya nada.

Louki había encendido una hoguera cerca de la entrada, y la madera vieja, reseca, producía una gran llama crepitante, casi sin humo. El calor que despedía comenzó a esparcirse por la cueva y los tres hombres se acercaron a ella. Del techo caían, aumentando de continuo, goteras producidas por la nieve que se derretía, y comenzaron a empapar más aún el suelo de grava. Con esto y el calor de la hoguera, el suelo se convirtió pronto en un cenagal. Pero en lo que respectaba a Mallory y Andrea, aquello suponía muy poco comparado con el privilegio de encontrarse en un lugar caliente por primera vez desde hacía más de treinta horas. Mallory sintió que el calor le envolvía como una bendición, notó que su cuerpo se relajaba y sus párpados comenzaron a pesarle soñolientos.

Comenzaba a quedarse dormido, con la espalda apoyada en la pared, fumando aún el primer cigarrillo, cuando de repente entró un soplo de viento, una corriente de nieve, y apareció Brown en la entrada de la cueva, con aspecto de cansancio absoluto, quitándose el transmisor de la espalda. Lúgubres como siempre, sus ojos se animaron momentáneamente al observar la hoguera. Con la cara amoratada y temblando de frío —no era ninguna broma, pensaba Mallory, permanecer inmóvil durante media hora en la helada colina—, se puso en cuclillas al lado de la hoguera, sacó el inevitable cigarrillo y contempló distraídamente la llama, sin importarle ni las nubes de vapor que le envolvieron casi en el acto, ni el acre olor de sus ropas chamuscadas. Parecía completamente desalentado. Mallory alargó el brazo, cogió una botella, escanció un poco de
retsimo
templado —vino fuertemente reforzado con resina— y se lo pasó a Brown.

—Trágatelo de un golpe —le aconsejó Mallory—. Así no notarás el gusto. —Tocó el transmisor con el pie y volvió a mirar a Brown—. ¿Tampoco hubo suerte esta vez?

—No les causé molestias, jefe. —Obligado por el pegajoso dulzor del vino, Brown torció el gesto—. La recepción, de primera, tanto aquí como en El Cairo.

—¡Pudiste comunicar! —Mallory se incorporó y se echó hacia delante ansiosamente—. ¿Les alegró recibir noticias de sus errantes muchachos?

—No dijeron nada. Lo primero que me advirtieron fue que me callara, y que continuara callado. —Brown movió los tizones con su humeante bota—. No me pregunte cómo, señor, pero les han informado que en la última quincena se ha mandado aquí equipo suficiente para dos o tres estaciones monitoras.

Mallory soltó una maldición.

—¡Estaciones monitoras! ¡Menudo inconveniente! —Pensó rápidamente en la existencia nómada, fugitiva, que tales estaciones les habían obligado a llevar a él y a Andrea en las Montañas Blancas de Creta—. ¡Maldita sea, Casey! ¡En una isla como ésta, grande como un plato de sopa, podrán localizarnos con los ojos vendados!

—Así es, señor —asintió Brown con pesar.

—¿Oyó usted algo acerca de estas estaciones, Louki? —preguntó Mallory.

—Nada, mayor, nada —contestó Louki encogiéndose de hombros—. Me temo que ni siquiera sé de qué me está hablando.

—Me lo imagino. No importa…; ya es demasiado tarde. Bueno, veamos el resto de las buenas noticias, Casey.

—Nada más, señor. No pude decir nada…, me lo prohibieron. Me restringieron a abreviaturas de clave… afirmativas, negativas, etcétera. Transmisión continua sólo en caso de urgencia o cuando fuera imposible ocultarse.

—Como en las celdas de los condenados en las horribles mazmorras de Navarone —murmuró Mallory—. Es decir, para comunicar: «Muero con las botas puestas, madre.»

—Con todos los respetos, señor, eso no tiene ninguna gracia —dijo Brown malhumorado—. La flota invasora, en su mayoría caiques y buques E, zarpó del Pireo esta mañana —prosiguió—. A eso de las cuatro de la mañana. El Cairo cree que fondeará en las Cicladas esta noche.

—En El Cairo son muy listos. ¿Dónde demonios iban a esconderse, si no? —Mallory encendió otro cigarrillo y miró el fuego sin ninguna expresión—. De todos modos, siempre es motivo de alegría saber que están en camino. ¿Nada más, Casey?

Brown negó con un movimiento de cabeza.

—Muy bien. Gracias por haber salido a comunicar. Es mejor que te acuestes y duermas algo mientras puedas… Louki cree que deberíamos llegar a Margaritha antes del amanecer y pasar el día escondidos allí. Tiene escogido un pozo abandonado para nosotros. Así podremos avanzar hacia la población de Navarone mañana por la noche.

—¡Dios Santo! —exclamó Brown—. Esta noche, una cueva inundada. Mañana, un pozo abandonado… probablemente mediado de agua. ¿Dónde nos alojaremos en Navarone, señor? ¿En la cripta del cementerio?

—Un alojamiento singularmente adecuado, tal como se desarrollan los acontecimientos —dijo Mallory secamente—. Esperemos lo mejor. Saldremos antes de las cinco. —Vio cómo Brown se tumbaba junto a Stevens, y dedicó entonces su atención a Louki. El hombrecillo estaba sentado en una caja situada al lado opuesto de la hoguera, dando vueltas de vez en cuando a una pesada piedra para envolverla en un paño y colocarla a los helados pies de Stevens, y calentándose gustosamente a las llamas. Al cabo de un rato advirtió la persistente mirada de Mallory, y alzó la vista hacia él.

—Parece preocupado, mayor. —Louki parecía desazonado—. No le satisface mi plan, ¿verdad? Creí que estaba conforme…

—No me preocupa su plan —contestó Mallory con franqueza—. Ni siquiera me preocupa usted. En esa caja donde permanece sentado, hay suficiente explosivo para volar un acorazado… y sólo está usted a tres pies del fuego. No resulta saludable, Louki.

Louki se movió inquieto en su asiento, y se atusó una guía del bigote.

—He oído decir que se puede tirar en una hoguera y que quema tranquilamente como si fuera un pino lleno de resina.

—Es cierto —convino Mallory—. También puede usted doblarlo, romperlo, amasarlo, limarlo, aserrarlo, pisarlo y darle martillazos, sin conseguir otra cosa que hacer ejercicio. Pero si empieza a sudar, en una atmósfera caliente y húmeda… y luego se cristaliza la exudación… ¡Ay, entonces! Y este dichoso agujero se está caldeando demasiado.

—¡Saquémoslo fuera! —Louki se había puesto de pie, retrocedió hacia el fondo de la cueva—. ¡Fuera con ella! —Vaciló un momento—. A no ser que la nieve… la humedad…

—También puede dejarse sumergido en agua salada durante diez años sin que se descomponga —interrumpió Mallory, didáctico—. Pero hay unos fulminantes que podrían ocasionar un trastorno, eso sin mencionar la caja de detonadores que está junto a Andrea. Lo llevaremos todo afuera, al abrigo de un capote.

—¡Bah! Louki tiene una idea mucho mejor. —El hombrecillo ya se estaba poniendo la capa—. ¡La choza del viejo Leri! Un sitio ideal. Podemos recogerla cuando se nos antoje, y si se tiene que abandonar este refugio de prisa, no hay por qué preocuparse de ella. —Antes de que Mallory pudiera protestar, Louki se había inclinado sobre la caja, la había levantado no sin dificultad, y bordeando la hoguera a trompicones se dirigió hacia la entrada. Apenas había dado tres pasos cuando ya Andrea estaba a su lado. Y le quitaba la caja, metiéndosela debajo del brazo.

—Si usted me permite…

—¡No, no! —Louki se sintió vejado—. La puedo llevar muy bien. No es nada.

—Lo sé, lo sé —contestó Andrea pacíficamente—. Pero estos explosivos… hay que llevarlos de cierto modo. Yo estoy acostumbrado —explicó.

—Ah, ¿sí? No lo sabía. Claro que debe ser como usted dice. Entonces yo llevaré los detonadores. —Satisfecho el honor, Louki abandonó agradecido la discusión, cogió la cajita de detonadores y salió de la cueva pisándole los talones a Andrea.

Mallory consultó su reloj. Era la una en punto. Miller y Panayis no podían tardar en volver. El viento había cedido un poco y había cesado de nevar. La marcha sería más fácil ahora, pero sus huellas quedarían en la nieve. Suponía un contratiempo, pero no fatal. De todos modos se irían antes del amanecer, cortando terreno colina abajo, hacia el fondo del valle. Allí no cuajaría la nieve, y si hubiese algún tramo nevado, irían por la orilla del río que serpenteaba por el valle y no dejarían rastro.

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