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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (23 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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Se estaba apagando el fuego y el frío volvía a invadir la cueva. Mallory, que bajo sus ropas mojadas temblaba de frío, echó leña a la hoguera. La llama se avivó, inundando la cueva de luz. Envuelto en una manta, Brown dormía ya. De espaldas a él, Stevens permanecía inmóvil y su respiración era acelerada y corta. Sólo Dios sabía cuánto tiempo viviría, pero el vocablo «morir» era muy indefinido: cuando una persona mortalmente herida estaba decidida a no morir, se convertía en el ser más fuerte y resistente de la tierra. Mallory lo había comprobado en otras ocasiones. Pero quizá Stevens no quisiera vivir. Vivir, sobreponerse a tan terribles heridas, representaba probarse a sí mismo y a los demás, y, por otra parte, era muy joven y sensible, y había sufrido tanto en el pasado que, para él, podría ser la cosa más importante del mundo. Sabía, además, el estorbo que suponía para ellos. Se lo había oído decir a Mallory. Y sabía también que la principal preocupación de Mallory no era precisamente su bien personal, sino el temor de que fuera capturado y lo contase todo bajo presión. Esto también se lo había oído decir a él. Y sabía que Stevens consideraba que había fallado a sus amigos. Todo ello resultaba difícil. Era imposible predecir cómo se equilibrarían las diversas fuerzas contendientes. Mallory movió la cabeza de arriba abajo, suspiró, encendió otro cigarrillo y se acercó más al fuego.

Andrea y Louki regresaron menos de cinco minutos después, y, pisándoles casi los talones, Miller y Panayis. Aunque a alguna distancia, podían oír a Miller que se acercaba, resbalaba, caía y no dejaba de maldecir mientras ascendía por la hondonada bajo una pesada e incómoda carga. Casi cayó de bruces a la entrada de la cueva, y se desplomó, agotado, junto al fuego. Daba la impresión de ser un hombre que había pasado lo suyo. Mallory le sonrió con lástima.

—¿Cómo fue eso, Dusty? Espero que Panayis no te haya obligado a retrasar demasiado la marcha.

Miller pareció no oírle. Miraba al fuego con incredulidad. Su pronunciada mandíbula bajó cuando se dio cuenta de lo que había oído.

—¡Diablos! ¿Qué te parece? —se puso a maldecir amargamente—. Me paso media cochina noche subiendo la cochina montaña cargando con una estufa y con petróleo suficiente para bañar a un elefante y ¿qué es lo que oigo? —Respiró hondo para repetirles lo que acababa de oír, y luego guardó un irritado silencio.

—Un hombre de tu edad debe tener cuidado con la presión sanguínea —aconsejó Mallory—. ¿Qué tal salió lo demás?

—Supongo que bien. —Miller sostenía en una mano una jarra de
ouzo
y comenzaba a alegrarse de nuevo—. Traemos las sábanas, el botiquín…

—Si me das la ropa de cama, se la pondremos al teniente —interrumpió Andrea.

—¿Y qué hay de los víveres? —preguntó Mallory.

—¡Ah, sí! Los traemos, jefe. A montones. Este Panayis es una maravilla. Pan, vino, queso de cabra, salchichas, arroz…, de todo.

—¿Arroz? —Ahora le correspondía a Mallory mostrarse incrédulo—. ¡Pero si ahora nadie puede conseguir arroz en las islas, Dusty!

—Panayis, sí. —Miller se estaba divirtiendo de lo lindo—. Lo sacó de la cocina del comandante alemán. Un tipo que se llama Skoda.

—¡Del comandante alemán! ¡Estás bromeando!

—Le aseguro que es cierto, jefe. —Miller se tragó la mitad de la jarra de
ouzo
de una vez, y exhaló un suspiro de satisfacción—. El pequeño Miller se quedó junto a la puerta trasera, entrechocándole las rodillas como las castañuelas de Carmen Miranda de miedo que tenía y dispuesto a desaparecer en cualquier dirección, mientras el compañero se introducía en la despensa. En los Estados Unidos haría una fortuna ejerciendo de ladrón. Salió de allí a los diez minutos cargado con esa maleta. —Miller la señaló como sin darle importancia—. No sólo limpia la despensa del comandante, sino que sustrae la maleta para traerlo. Le aseguro, jefe, que andar con este tipo es pasar la vida en un susto.

—Pero…, pero, ¿y los centinelas?

—Al parecer tenían la noche libre, jefe. El viejo Panayis es como una ostra. No dice una palabra, y cuando la dice, no le entiendo. Supongo que andarán buscándonos por ahí.

—Bien hecho, Dusty. No encontrasteis a nadie ni al ir ni al venir —dijo escanciándole una jarra de vino.

—Es cosa de Panayis, no mía. No hice más que seguirle. Además, nos encontramos con un par de amigos de Panavis. Mejor dicho, los fue a buscar él. Deben de haberle hecho alguna confidencia, porque después del encuentro saltaba de contento y trató de contármelo. —Miller se encogió de hombros tristemente—. No hemos logrado entendernos, jefe.

Mallory asintió desde el lado opuesto de la cueva. Louki y Panayis se hallaban juntos y el primero no hacía otra cosa que escuchar mientras Panayis le hablaba rápidamente y en voz baja, subrayando sus palabras con la gesticulación de ambas manos.

—Parece estar muy nervioso por algún motivo —comentó Mallory pensativo. Levantó la voz en el acto y preguntó—: ¿Qué ocurre, Louki?

—Mucho, mayor —contestó Louki atusándose el bigote, furioso—. Tendremos que irnos pronto. Panayis quiere irse ahora mismo. Dice que oyó decir que los alemanes van a ir de casa en casa esta noche para efectuar comprobación. A eso de las cuatro de la mañana.

—No será una comprobación de rutina, ¿verdad? —preguntó Mallory.

—Hace muchos meses que no lo hacen. Deben de creer que ustedes lograron eludir sus patrullas y que están escondidos en el pueblo. —Louki se rió por lo bajo—. Yo creo que no saben
qué
pensar. A ustedes no les importa. No estarán allí, y aunque estuvieran, no les encontrarían. Lo mejor que pueden hacer es ir a Margaritha. Pero a Panayis y a mí deben encontrarnos en casa. De lo contrario, lo pasaríamos muy mal.

—Claro, claro. No debemos arriesgarnos. Pero hay tiempo de sobra. Se irán ustedes dentro de una hora… Veamos, primero, la fortaleza. —Metió la mano en el bolsillo del pecho, sacó el plano que Vlachos había dibujado para él, se volvió hacia Panayis, y comenzó a hablar con gran soltura en el dialecto de las islas—. Venga, Panayis. Me han dicho que usted conoce la fortaleza como Louki su huertecito. Yo ya sé mucho, pero quiero que usted me lo explique todo, el emplazamiento, los cañones, los depósitos, las centrales eléctricas, los cuarteles, los centinelas, cambios de guardia, salidas, sistema de señales de alarma, incluso dónde hay las sombras más o menos profundas. En resumen, todo. No importa que los detalles le parezcan insignificantes. Debe decírmelo todo. Si, por ejemplo, una puerta se abre hacia fuera o hacia dentro. Todo. Eso puede salvar mil vidas.

—¿Y cómo espera penetrar en la fortaleza? —preguntó Louki.

—Aún no lo sé. No podré decidirlo hasta que la haya visto. —Mallory se dio cuenta de que Andrea le dirigía una mirada penetrante y luego apartó la vista. En el M. T. B. habían trazado sus planes para entrar en la fortaleza. Pero aquello era la clave de que dependía todo, y Mallory pensó que el conocimiento de este plano debería reducirse al menor número posible de personas.

Mallory y los tres griegos permanecieron inclinados sobre el gráfico a la luz de las llamas durante más de media hora. Mallory comprobaba lo que le habían dicho, y apuntaba minuciosamente la nueva información que le daba Panayis. Y, la verdad sea dicha, Panayis tenía muchísimo que decir. Parecía casi imposible que una persona pudiera haber asimilado tantos conocimientos en dos breves visitas a la fortaleza; teniendo en cuenta, además, que se había tratado de visitas clandestinas y a oscuras. Tenía una vista y una capacidad para el detalle increíbles. Y Mallory estaba seguro de que era el odio que sentía contra los alemanes lo que grababa los detalles en su memoria como si fuera una cámara fotográfica. A cada segundo que pasaba, Mallory sentía aumentar sus esperanzas.

Casey Brown se había despertado otra vez. Aunque estaba muy cansado, aquella babel de voces había roto su intranquilo sueño. Se acercó a Stevens, entonces medio despierto, apoyado contra la pared y hablando a veces irracionalmente, y a veces con incoherencia. Brown vio que no podía hacer nada allí. Para la desinfección y vendaje de las heridas, Miller había contado con la eficiente ayuda de Andrea. Se acercó a la entrada de la cueva, escuchó sin entenderlos a los cuatro hombres que hablaban en griego, y salió de la cueva para respirar un poco de aire fresco de la noche. Con siete hombres, el fuego ardiendo continuamente y la falta casi absoluta de ventilación, en la cueva hacía un calor incómodo. Treinta segundos después Brown entraba precipitadamente en el recinto dejando caer la lona a toda prisa.

—¡Quieto todo el mundo! —murmuró, señalando la entrada a su espalda con un ademán—. Ahí afuera en el declive, se mueve algo. Oí rumores dos veces, señor.

Panayis maldijo por lo bajo y se levantó con la elasticidad de un gato montes. En su mano brilló malignamente un cuchillo de doble filo y de dos pies de largo, y antes de que nadie pudiera hablar, se había precipitado hacia la entrada y salido de la cueva. Andrea trató de seguirle, pero Mallory le detuvo con la mano.

—Quédate donde estás, Andrea. El amigo Panayis es un poquito precipitado —dijo en voz muy baja—. Puede no ser nada… o puede ser un plan para despistarnos… ¡Maldita sea! —exclamó al oír a Stevens delirar en voz alta—. Tenía que empezar a delirar ahora. ¿No se puede hacer nada para…?

Pero ya Andrea se hallaba junto al herido, y cogiéndole una mano y pasándole la otra por la ardiente frente, le hablaba suavemente. Al principio, el chico no le hizo caso y continuó delirando. Sin embargo, poco a poco, el efecto hipnótico de la mano que le acariciaba y el murmullo de la voz hicieron su efecto, y su delirio fue desapareciendo, esfumándose en un rumor casi inaudible, hasta que cesó. De pronto abrió los ojos y se halló despierto y consciente por completo.

—¿Qué ocurre, Andrea? ¿Por qué está usted…?

—¡Chitón! —Mallory levantó la mano pidiendo silencio—. Me parece oír algo.

—Es Panayis, señor —observó Brown, que estaba mirando por una rendija de la lona—. Sube por la hondonada.

Segundos más tarde, Panayis entraba en la cueva y se acurrucaba junto al fuego. Parecía mortificado.

—No había nadie —informó—, unas cuantas cabras, nada más.

Mallory tradujo la noticia a los demás.

—No me pareció ruido de cabras —dijo Brown con obstinación—. Era un sonido completamente distinto.

—Iré a ver —ofreció Andrea—. Quiero asegurarme. Pero no creo que Panayis se equivocara. —Y salió, antes de que Mallory pudiera decir nada, con la misma ligereza y silencio que Panayis. Al cabo de tres minutos estaba de vuelta moviendo la cabeza negativamente—. Panayis tiene razón. No hay nadie. Ni siquiera he visto las cabras.

—Entonces debió de ser eso, Casey —afirmó Mallory—. Sin embargo, no me gusta. Ha cesado de nevar, el viento ha disminuido mucho, y el valle debe de estar invadido de patrullas alemanas… Creo que ha llegado la hora de que ustedes dos se vayan. Pero, por Dios, mucho cuidado. Si alguien trata de detenerles, disparen a matar. De todos modos nos echarán la culpa a nosotros.

—¡Disparen a matar! —repitió Louki secamente—. El consejo es innecesario, mayor, cuando Panayis nos acompaña. Nunca dispara de otro modo.

—Bueno, váyanse ya. Siento mucho que se hayan metido en este jaleo, pero ya que lo están, mil gracias por lo que han hecho. Nos veremos a las seis y media.

—A las seis y media —repitió Louki—. En el olivar que hay a la orilla del río, al sur del pueblo. Les esperaremos allí.

Dos minutos más tarde se habían perdido de vista y en el interior de la cueva volvía a reinar el silencio. Sólo se oía el crepitar de los tizones de la hoguera que se apagaba. Brown había salido a hacer la guardia y Stevens dormía un sueño inquieto y dolorido. Miller se inclinó sobre él durante un momento, y luego cruzó el recinto para hablar con Mallory. En su mano llevaba un puñado de vendajes manchados de sangre. Se los tendió a Mallory.

—Huela usted eso, jefe —pidió en voz baja—. Con cuidado.

Mallory inclinó la cabeza y la apartó al instante con la nariz arrugada. Todo su rostro expresaba un asco incontenible.

—¡Santo Dios, Dusty! ¡Qué olor tan espantoso! —Hizo una pausa, una pausa llena de certeza, pues conocía la contestación antes de formular la pregunta—. ¿Qué rayos es eso?

—Gangrena. —Miller se dejó caer pesadamente a su lado y arrojó los vendajes al fuego. Cuando habló, su voz dejó traslucir el cansancio, la derrota—. Gangrena gaseosa. Se extiende como un incendio en el bosque y…, de todos modos, hubiera muerto. Estoy perdiendo el tiempo.

C
APÍTULO
X
MARTES NOCHE

De las 4 a las 6 horas

Los alemanes los sorprendieron hacia las cuatro de la mañana, mientras aún dormían. Cansados como estaban, casi drogados por el sueño, no les cupo la menor posibilidad, ni siquiera la más ligera esperanza de oponer resistencia. La concepción, el cálculo y la ejecución del golpe fueron perfectos. La sorpresa, total.

Andrea fue el primero en despertar. Algún extraño susurro había llegado a las profundidades de aquella parte de su ser que nunca dormía y le hizo revolverse, apoyando un codo en tierra, con la misma silenciosa rapidez que su mano se alargaba para coger el máuser que tenía ya preparado. Pero el blanco haz de la potente linterna que atravesó la negrura de la cueva le había cegado, y su mano se detuvo antes de que sonara la cortante orden del que sostenía la linterna.

—¡Quietos! ¡Quietos todos! —dijo en un inglés perfecto, casi sin rastro de acento, una voz amenazadoramente glacial—. ¡Un solo movimiento, y sois muertos!

Se encendió otra linterna, y luego una tercera, la cueva quedó inundada de luz. Mallory, ya completamente despierto, inmóvil, dirigió los ojos semicerrados a los cegadores haces de luz, y por el rebote de éstos en la pared, pudo discernir las vagas formas agachadas a la entrada de la cueva, inclinadas sobre los opacos cañones de sus fusiles ametralladores.

—¡Levantad las manos, cruzadlas sobre la cabeza, y poneos de espaldas a la pared! —Había en la voz una certeza de mando absoluta que obligaba a obedecer—. Fíjese bien en ellos, sargento. —El tono era tranquilo, lleno de confianza, pero ni la linterna ni el arma que empuñaba oscilaron un ápice—. Ni la más ligera expresión en sus rostros, ni siquiera pestañean. Son hombres peligrosos, sargento. ¡Los ingleses saben escoger bien a sus asesinos!

Mallory se sintió invadido por una ola casi tangible de derrota. Una derrota amarga, gris, que le llegaba agria a la garganta. Durante unos breves instantes se permitió pensar en lo que inevitablemente tenía que ocurrir, y tan pronto como el pensamiento surgió lo desechó con rabia. Todo, acción, pensamiento, impulso, tenía que dedicarse al presente. La esperanza se había esfumado, pero no de un modo irrevocable; eso nunca, mientras Andrea viviese. Se preguntó si Casey Brown los había visto u oído llegar, y qué habría sido de él. Iba a preguntarlo, pero supo contenerse a tiempo. Quizás estuviese aún en libertad.

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