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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (26 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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—¡Silencio! —ordenó el centinela en alemán—. ¡Deje de toser al instante!


Hüsten? Hüsten
? ¿Toser? ¡Cómo puedo evitarlo! —protestó Mallory en inglés. Tornó a toser más fuerte aún, con más persistencia que antes—. Es por culpa de su
Oberleutnant
—dijo con voz entrecortada—. Me sacó varios dientes. —Mallory se vio atacado de nuevo por otro acceso de tos, del que se recuperó con esfuerzo—. ¿Es culpa mía que me esté ahogando con mi propia sangre? —preguntó.

Stevens se hallaba a menos de diez pies de distancia, pero sus escasas reservas de resistencia casi se habían consumido. Ya era incapaz de elevarse a la altura de los brazos estirados, y sólo avanzaba un par de lastimosas pulgadas cada vez. Al fin, dejó de avanzar y permaneció inmóvil durante medio minuto. Mallory creyó que había perdido el conocimiento; pero al cabo de un rato reanudó su avance levantándose y arrastrándose como antes; pero al primer movimiento se desplomó pesadamente sobre la nieve. Mallory volvió a toser, pero ya era tarde. El centinela se puso en pie de un salto y giró sobre sí mismo, todo en un solo movimiento, y el cañón de su
Schmeisser
apuntó al cuerpo tendido casi a sus pies. Al darse cuenta de quién se trataba se tranquilizó y bajó el arma.

—¡Vaya! —exclamó suavemente—. El polluelo ha abandonado el nido. ¡Pobrecillo polluelo! —Mallory se estremeció al ver el fusil levantado en el aire, dispuesto a caer sobre la cabeza del indefenso Stevens; pero el centinela no era mala persona y su reacción había sido puramente automática. Detuvo el arma, a modo de maza, a unas pulgadas del torturado rostro, se agachó, y retiró, casi con suavidad, de la mano el clavo que volteando en el aire tiró por el borde de la hondonada. Luego, levantó a Stevens con cuidado por los hombros, colocó la manta doblada a modo de almohada bajo la cabeza inmóvil, protegiéndola contra el frío terrible de la nieve, movió la cabeza con lástima y volvió a sentarse en la caja de municiones.

Hauptmann
Skoda era un hombre pequeño, delgado, rayando en los cuarenta. Tenía un aspecto limpio, elegante y malvado por completo. Había algo congénitamente maligno en su largo pescuezo que se alzaba, flacucho, sobre sus almohadillados hombros, algo repelente en la incongruentemente pequeña cabeza en forma de bala que lo coronaba. Cuando sus labios, delgados y pálidos, se abrían en una sonrisa, lo que ocurría con frecuencia, revelaban una dentadura perfecta. Lejos de iluminar su rostro, aquella sonrisa acentuaba la piel cetrina que se estiraba de modo anormal sobre su aguda nariz y sus pronunciados pómulos, y fruncía la cicatriz de sable que partía la mejilla izquierda desde la ceja al mentón. Y, sonriera o no, las pupilas de sus hundidos ojos permanecían siempre inalterables, inmóviles, negras, vacías. Aun a aquella temprana hora —todavía no eran las seis— estaba inmaculadamente vestido, recién afeitado, y sus cabellos brillantes —escasos, oscuros, con pronunciadas entradas sobre las sienes—, bien peinado hacia atrás. Sentado ante una mesa plana, único mueble que había en la sala de guardia bordeada de bancos, sólo era visible la parte superior de su cuerpo. Incluso así, se adivinaba por instinto que la raya de su pantalón, el brillo de sus botas, no merecerían reproche.

Sonreía con frecuencia, y en aquel momento, mientras el
Oberleutnant
Turzig concluía su informe, estaba sonriendo. Echándose hacia atrás cuanto pudo, acodado en los brazos de su sillón, Skoda colocó sus dedos enlazados en punta bajo su mentón, y sonrió con benevolencia mirando alrededor de la estancia. Sus ojos, perezosos y vacíos, no perdían detalle: el centinela de la puerta, los dos guardas tras los atados prisioneros, Andrea sentado en el banco donde acababan de depositar a Stevens. Una perezosa mirada de aquellos ojos lo abarcaba todo.

—¡Muy bien hecho,
Oberleutnant
Turzig! —ronroneó—. ¡Muy eficiente, eficiente de veras! —Miró pensativo a los tres hombres que se hallaban de pie ante él, sus rostros magullados y llenos de sangre coagulada, y posó al fin la vista sobre Stevens, echado, apenas consciente, en el banco; volvió a sonreír, y se permitió enarcar ligeramente las cejas—. ¿Hubo alguna dificultad, quizás,
Oberleutnant
Turzig? Los prisioneros… ah… ¿no cooperaron?

—No ofrecieron resistencia, señor, ninguna resistencia —respondió Turzig muy rígido. El tono, la forma, eran puntillosos, correctos, pero sus ojos reflejaban aversión, una hostilidad latente—. Mis hombres se sentían, quizás, un tanto entusiastas. No queríamos equivocarnos.

—Con razón, teniente, con razón —murmuró Skoda aprobando—. Son gente peligrosa y uno no puede correr riesgos con este tipo de personas. —Empujó su sillón hacia atrás, se puso de pie con agilidad, dio una vuelta alrededor de la mesa y se detuvo frente a Andrea—. ¿Exceptuando a éste, teniente?

—Ése es sólo peligroso para sus amigos —contestó Turzig—. Es tal como le dije, señor. Sería capaz de traicionar a su propia madre con tal de salvar el pellejo.

—Y dice que es nuestro amigo, ¿eh? —preguntó Skoda pensativo—. Uno de nuestros valientes aliados, teniente. —Skoda tendió una mano y la dejó caer rencorosamente sobre la mejilla de Andrea, arrancando piel y carne con la sortija de sello que llevaba en el dedo corazón. Andrea chilló de dolor, se llevó una mano al rostro que sangraba, y retrocedió acobardado, levantando el brazo derecho sobre su cabeza a modo de defensa.

—Notable adición a las fuerzas armadas del Tercer Reich —murmuró Skoda—. No estaba usted equivocado, teniente. Un cobarde, la reacción instintiva de un hombre golpeado es una prueba inefable. Es curioso —murmuró— cuántas veces resultan así los hombres corpulentos. Al parecer… es parte del proceso de compensación de la naturaleza… ¿Cómo te llamas, mi valiente amigo?

—Papagos —murmuró Andrea con voz hosca—. Peter Papagos.

Quitó la mano de la mejilla, la miró con ojos que se abrían lentamente con terror, y comenzó a frotársela, muy nervioso, contra la pernera del pantalón. Sus precipitados movimientos y la repugnancia que se reflejaba en su rostro resultaban clarísimos para todos. Skoda le miraba divertido.

—No te gusta ver sangre, ¿eh, Papagos? —preguntó—. Sobre todo la tuya, ¿verdad?

Hubo unos segundos de silencio antes de que Andrea levantara la cabeza. Su rostro reflejaba el dolor y parecía que iba a llorar.

—¡Sólo soy un pobre pescador, excelencia! —prorrumpió—. Usted se ríe de mí y dice que no me gusta la sangre, y es verdad. Tampoco me gustan el sufrimiento ni la guerra. ¡No quiero ninguna de estas cosas! —Sus enormes manos se entrelazaron en una súplica inútil, su rostro se contrajo de angustia y su voz se elevó una octava. Era una exhibición maestra de desesperación. Incluso Mallory estuvo casi a punto de creerlo—. ¿Por qué no me dejaron en paz? —siguió diciendo patéticamente—. Sabe Dios que no soy hombre de lucha…

—Una declaración del todo exacta —le interrumpió Skoda secamente—. Salta a la vista a cualquier persona que se halle aquí.

Con mirada pensativa, se daba golpecitos en los dientes con una boquilla de jade.

—¡Lo que sí es, es un cerdo traidor! —interrumpió Mallory. El comandante comenzaba a interesarse por Andrea. De pronto, Skoda giró sobre sí mismo, se enfrentó con Mallory. Con las manos entrelazadas en la espalda, balanceándose sobre sus pies, le examinó de arriba abajo burlonamente.

—¡Vaya! —exclamó pensativo—. ¡E1 gran Keith Mallory! Un asunto completamente distinto al de nuestro medroso y grueso amigo que está ahí en el banco, ¿eh, teniente? —No esperó la respuesta—. ¿Qué grado tiene, Mallory?

—Capitán —contestó Mallory con brevedad.

—El capitán Mallory, ¿en? El capitán Keith Mallory, el más grande montañero de nuestro tiempo, el ídolo de la Europa de la anteguerra, el conquistador de los más inaccesibles lugares del mundo. —Skoda movió la cabeza con tristeza—. ¡Y pensar que había de terminar así! Dudo de que la posteridad califique su última escalada entre las mejores. Sólo hay diez escalones hasta el patíbulo de la fortaleza de Navarone. —Skoda sonrió—. No es un pensamiento muy alegre, ¿verdad, capitán Mallory?

—No es eso lo que me preocupa —contestó sonriendo el neozelandés—. Lo único que me preocupa es su cara —añadió frunciendo el ceño—. Juraría que la he visto en algún lugar.

Calló.

—¿De veras? —preguntó Skoda interesado—. ¿Quizás en los Alpes Berneses? Con frecuencia, antes de la guerra…

—¡Ya lo tengo! —exclamó Mallory alegrándosele la cara. Sabía a lo que se arriesgaba, pero cualquier cosa que concentrase la atención sobre sí, excluyendo a Andrea, estaba justificada. Sonrió abiertamente mirando a Skoda—. Hace tres meses, en el Parque Zoológico de El Cairo. Un buitre del desierto que había sido capturado en el Sudán. Era un pajarraco bastante viejo y repugnante —continuó Mallory—, pero tenía el mismo pescuezo huesudo, la misma cara picuda, la cabeza calva…

Mallory se interrumpió bruscamente, y se echó hacia atrás para esquivar a Skoda que, con el rostro lívido y los dientes apretados, le había dirigido un furioso golpe. El golpe llevaba tras de sí toda la fuerza elástica de Skoda, pero la rabia enturbió el cálculo y el puño pasó rozándole, sin causarle el menor daño. Tropezó, se recuperó al momento, y por fin cayó al suelo, exhalando un grito de dolor, cuando la pesada bota de Mallory le golpeó en el muslo, encima de la rodilla. Apenas había tocado el suelo cuando ya estaba otra vez de pie, levantándose con la agilidad de un gato; avanzó un paso y volvió a caer pesadamente al ceder bajo su peso la pierna lastimada.

Hubo un momento de asombrada quietud en toda la habitación; luego Skoda se levantó con dificultad apoyándose en el borde de la fuerte mesa. Su respiración era entrecortada, sus labios dibujaban un gesto duro, pálido, y la gran cicatriz aparecía enrojecida en el rostro cetrino, del que había desaparecido todo rastro de color. No miró a Mallory ni a nadie, pero lenta, deliberadamente, en un silencio casi aterrador, se fue, como pudo, apoyándose, bordeando la mesa, hasta su sitio. El roce de las palmas de sus manos, al deslizarías por el respaldo de cuero, rasgaba los nervios en tensión.

Mallory se había quedado quieto, observándole, sin que apareciera en su rostro expresión alguna y maldiciéndose por su estúpido proceder. Había ido demasiado lejos en su juego. No le cabía duda —ni a ninguno de los que se hallaban presentes— de que Skoda proyectaba matarle y él, Mallory, se negaba a morir. Sólo morirían Skoda y Andrea. Skoda, por el cuchillo que le lanzaría Andrea, que se estaba quitando la sangre de la cara con la parte interior de su manga mientras sus dedos se hallaban a escasas pulgadas de la vaina, y Andrea moriría por tos disparos de los guardas, pues él no tenía otra cosa que el cuchillo. ¡Idiota, imbécil, estúpido!, se repetía una y otra vez Mallory desesperado por la locura que había cometido. Volvió ligeramente la cabeza y miró al centinela que tenía más cerca con el rabillo del ojo. El que tenía más cerca —pero a seis o siete pies de distancia—. «El centinela me mataría —pensó Mallory—. La andanada de su
Schmeisser
me haría trizas antes de que pudiera atajarle.» Pero podía intentarlo. Tenía que intentarlo. Es lo menos que podía hacer por Andrea.

Skoda abrió el cajón de la mesa y sacó una pistola. Una automática, observó Mallory con aparente desinterés, un juguetito de metal azulado, chato, pero mortífero, la clase de arma que él hubiera esperado en manos de Skoda. Sin prisa alguna, Skoda abrió el arma para comprobar la carga, volvió a cerrarla con la palma de la mano, corrió el seguro y se quedó mirando a Mallory. Sus ojos no habían cambiado en lo más mínimo; seguían fríos, oscuros, vacíos como siempre. Mallory dirigió una mirada fugaz a Andrea y se preparó para dar un brusco salto atrás. Pensó con fiereza que había llegado el momento y se dijo que así era como los locos como Keith Mallory morían… Y luego, de pronto, y sin darse cuenta, se relajó la tensión, pues sus ojos estaban aún fijos en Andrea y le había visto hacer lo mismo: la enorme manaza se deslizaba despreocupadamente desde el pescuezo, sin que se viera el cuchillo por ningún lado.

Hubo un forcejeo junto a la mesa y Mallory vio cómo Turzig sujetaba la mano armada de Skoda a la superficie del pupitre.

¡Eso no, señor! —replicó Turzig—. ¡Por Dios, señor, así no!

¡Suélteme usted! —murmuró Skoda. Sus ojos no dejaron de mirar ni un momento el rostro de Mallory—. ¡Suelte, si no quiere correr la misma suerte que el capitán Mallory!

¡No puede usted matarlo, señor! —persistió Turzig sin cejar en su empeño—. No puede usted. Las órdenes de
Herr Kommandant
fueron muy claras,
Hauptmann
Skoda. Hay que llevarle vivo al jefe de la expedición.

—Le
fue
aplicada la ley de fuga —insistió con voz fuerte.

—En este caso no vale —dijo Turzig negando con la cabeza—. No podemos matarlos a todos, y los demás hablarán. —Dejó libres las manos de Skoda—. Vivo, ha dicho el
Herr Kommandant
, sí, pero no dijo en qué grado —añadió bajando la voz al tono confidencial—. Quizá tengamos alguna dificultad en hacer hablar al capitán Mallory —sugirió.

—¿Qué? ¿Qué ha dicho usted? —La sonrisa de muerte volvió a brillar, y Skoda recuperó su equilibrio—. Cumple usted con demasiado celo, teniente. Recuérdeme que le hable del asunto en otra ocasión. Usted menosprecia mis actos. Eso era lo que estaba tratando precisamente de hacer: asustar a Mallory para que hablase. Con su conducta ha echado usted a perder mi estratagema. —Seguía sonriente, su voz era alegre, casi zumbona, pero Mallory no se hacía ilusiones. Debía la vida al joven teniente de la W.G.B. ¡Con qué facilidad se hubiera podido respetar a un hombre así, hacer amistad con una persona como Turzig, si no hubiera sido por aquella maldita guerra…! Skoda se hallaba de nuevo ante él. Había dejado la pistola sobre la mesa.

—Basta ya de bromas, capitán Mallory. —Las desnudas bombillas de lo alto hacían brillar más que nunca los dientes del alemán—. No disponemos de la noche entera, ¿verdad?

Mallory le miró, después volvió la cabeza en silencio. En la pequeña estancia hacía bastante calor, estaba demasiado cerrado, pero, a pesar de ello, sintió un repentino escalofrío. Acababa de darse cuenta, sin saber por qué, pero con absoluta seguridad, de que aquel hombre que tenía ante sí era un ser completamente malvado.

—Vaya, vaya, vaya, ya no hablamos tanto, ¿eh, amigo? —Canturreó un poquito para sí, y después levantó la cabeza bruscamente. Su sonrisa era más amplia que nunca—. ¿Dónde están los explosivos, capitán Keith Mallory?

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