Read Los cañones de Navarone Online

Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (25 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
9.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Qué es lo que se había preguntado, teniente? —preguntó Andrea.

Pero los ojos de Turzig le miraron fijos y continuó su relato.

—El intérprete que llevaban había muerto en la lucha. Me sonsacaron que hablaba inglés (pasé muchos años en Chipre), me secuestraron, dejaron que mis hijos se llevaran la barca…

—¿Para qué querían un intérprete? —preguntó Turzig desconfiado—. Hay muchos oficiales ingleses que hablan el griego.

—A eso iba —contestó Andrea con impaciencia—. ¿Cómo quiere usted que termine lo que tengo que contar si no hace más que interrumpirme? ¿Dónde estaba? ¡Ah, si! Me obligaron a embarcarme con ellos y se les estropeó la máquina. No sé lo que pasó. Me tuvieron encerrado abajo. Me parece que estuvimos en un río, no sé dónde, reparando la máquina, y luego hubo una juerga de borrachos. Usted nunca podría creer, teniente Turzig, que unos hombres que van en misión tan importante se emborracharan… Luego, nos hicimos otra vez a la mar.

—Al contrario, te creo. —Turzig movía la cabeza en sentido afirmativo, como de secreta comprensión—. Te creo de veras.

—¿Me cree? —Andrea trató de parecer desilusionado—. Pues nos metimos en una tormenta espantosa, se nos estrelló el barco contra el acantilado Sur de esta isla y escalamos…

—¡Cállate! —Turzig se echó hacia atrás bruscamente, y en sus ojos asomó la sospecha—. ¡Por poco te creo! Te creía porque sabemos más de lo que tú te figuras, y hasta hace un segundo, has dicho la verdad. Pero ahora, ya no. Eres listo, gordinflón, pero no tanto como te crees. Has olvidado una cosa… o es posible que no la sepas. Nosotros somos del
Wurttembergische Gebirgsbataülon
. Conocemos las montañas, mejor que ninguna otra tropa en el mundo. Yo soy prusiano, pero he escalado todo lo que hay que escalar en los Alpes y en Transilvania… y te aseguro que ese acantilado no se puede escalar. ¡Es imposible!

—Quizá sea imposible para usted. —Andrea movió la cabeza con tristeza—. Estos malditos aliados todavía les van a vencer. Son listos, teniente Turzig, terriblemente listos.

—¡Explícate! —ordenó Turzig con voz cortante.

—Sólo esto: Sabían que, en la opinión de todos, el acantilado era inescalable. Así que decidieron escalarlo. Jamás hubiera creído usted que pudiera lograrse, que una fuerza expedicionaria pudiera desembarcar en Navarone de este modo. Pero los aliados se arriesgaron y encontraron un hombre que mandara la expedición. No sabía hablar el griego, pero eso era lo de menos, pues lo que buscaban era a un hombre que supiese escalar. Y eligieron para ello al mejor escalador del mundo hoy día. —Andrea se calló buscando un efecto, y tendió su brazo con ademán dramático—. ¡Y éste es el hombre que eligieron, teniente Turzig! Usted que también es montañero ha de conocerle. Se llama Mallory… ¡Keith Mallory, de Nueva Zelanda!

Se escuchó una aguda exclamación a la que hizo eco el chasquido del resorte de una linterna. Turzig avanzó un par de pasos, y acercó la linterna a los ojos de Mallory. Se quedó mirando al neozelandés que procuraba esquivar la luz, durante casi diez segundos, después de los cuales el alemán bajó el brazo. La dura luz dibujaba un cegador círculo blanco en la nieve del suelo. Turzig asintió con la cabeza una, dos, media docena de veces, acusando una lenta comprensión.

¡Naturalmente! —murmuró—. ¡Mallory…, Keith Mallory! Claro que le conozco. No existe un nombre en mi
Abteilung
que no haya oído hablar de Keith Mallory. —Volvió a mover la cabeza en sentido afirmativo—. Debí reconocerlo, debí reconocerlo en el acto. —Permaneció largo rato con la cabeza inclinada haciendo con la punta de la bota, sin sentido ninguno, un hoyo en la nieve, y luego alzó la vista bruscamente—. Antes de la guerra, incluso durante ella, me hubiera sentido orgulloso de conocerle, de haberme encontrado con usted. Pero ahora aquí, no. Ya no. Ojalá hubieran enviado a otro en mi lugar. —Vaciló un momento, pareció que iba a continuar hablando, pero cambió de opinión y se volvió fatigado hacia Andrea—. Perdona, gordinflón. Es cierto que estás diciendo la verdad. Prosigue.

¡Ya lo creo que seguiré! —La redonda cara de Andrea era, toda ella, una bobalicona sonrisa de satisfacción—. Como ya he dicho, escalamos el acantilado, aunque el chico que está en la cueva se hallaba malherido, y eliminamos al centinela. Lo mató Mallory —añadió Andrea con todo descaro—. Fue una pelea equitativa, justa. Nos pasamos la mayor parte de la noche cruzando la cresta de la montaña y, antes del alba, encontramos esta cueva. Estamos casi muertos de hambre y frío. Y aquí estamos desde entonces.

—¿Y no ha ocurrido nada mientras tanto?

—¡Al contrario! —Andrea parecía estar divirtiéndose, gozándose en ser el blanco de toda la atención—. Vinieron a vernos dos tipos. No sé quiénes eran. Mantuvieron las caras escondidas todo el tiempo… Tampoco sé de dónde vinieron.

—Has hecho bien en confesar eso —dijo Turzig frunciendo el ceño—. Ya sabía yo que había venido alguien. He reconocido la estufa. ¡Es la del
Hauptmann
Skoda!

—¿De veras? —Andrea arqueó las cejas demostrando una cortés sorpresa—. No lo sabía. Estuvieron hablando un rato y…

—¿Oíste algo de lo que hablaron? —preguntó Turzig interrumpiéndole. La pregunta resultó tan natural, tan espontánea, que Mallory contuvo el aliento. El teniente lo hizo muy bien. Andrea caería en la trampa…, no podía evitarlo. Pero aquella noche Andrea estaba inspirado.

—¿Si oí algo? —Andrea cerró los labios con probada paciencia, y alzó la vista al cielo poniéndolo como testigo—. ¿Cuántas veces he de decirle que soy el intérprete, teniente Turzig? Sin mí no hubieran podido entenderse. Claro que sé de qué hablaron. Piensan volar los grandes cañones del puerto.

—¡Nunca creí que vinieran aquí para hacer salud! —exclamó Turzig con acritud.

—Ah, pero lo que no sabe usted es que tienen los planos de la fortaleza. No sabe que Kheros va a ser invadida el sábado por la mañana. No sabe que están en diario contacto con El Cairo. No sabe que varios destructores ingleses vendrán por el estrecho de Maídos el viernes por la noche, tan pronto como se hayan destruido los grandes cañones. No sabe…

—¡Basta! —Turzig juntó las manos, y su cara reflejó una gran excitación—. La Real Armada, ¿eh? ¡Magnífico, estupendo!
Eso
es lo que queríamos oír. Pero ¡basta ya! Reserve el resto para
Hauptmann
Skoda y el
Kommandant
de la fortaleza. Tenemos que irnos. Pero antes… aún una pregunta. Los explosivos… ¿dónde están?

Los hombros de Andrea se hundieron con abatimiento, y tendió los brazos con las palmas de las manos hacia arriba.

—¡Ay, teniente Turzig, no lo sé! Los sacaron de aquí y fueron a esconderlos. Hablaron de que en la cueva hacía demasiado calor. —Señaló con la mano hacia el paso occidental, en dirección diametralmente opuesta a la choza de Leri—. Creo que por allí.

Pero no puedo estar seguro, no me dijeron nada. —Al decir esto miró con amargura a Mallory—. Estos ingleses todos son lo mismo. No se fían de nadie.

—¡Dios sabe que hacen muy bien en desconfiar! —exclamó Turzig con énfasis. Miró a Andrea con repugnancia—. ¡Ojalá pudiera verte colgado del patíbulo más alto de Navarone! Pero
Herr Kommandant
es hombre bondadoso y premia a los delatores. Quizá sigas viviendo para delatar a otros compañeros.

¡Gracias, gracias, gracias! Ya sabía yo que usted era justo. Le prometo, teniente Turzig…

¡Cállate! —le ordenó Turzig con desprecio. Se volvió a su sargento diciendo—: ¡Aten a estos hombres! ¡Y no se olvide del gordinflón! Después lo desataremos y puede llevar al herido al puesto. Deje uno de guardia aquí. Los demás que me acompañen. Tenemos que encontrar los explosivos.

—¿No podría obligar a uno a decirnos dónde están, señor? —preguntó el sargento.

—El único que podría decírnoslo no puede. Nos ha dicho cuanto sabe. En cuanto a los demás… Estaba equivocado respecto a ellos, sargento. —Se volvió hacia Mallory, hizo una breve inclinación de cabeza y le dijo en inglés—: Error de juicio,
Herr
Mallory. Todos estamos muy cansados. Casi lamento haberle pegado. —Giró bruscamente sobre sus talones y ascendió por el declive a toda prisa. Dos minutos más tarde un solo soldado quedaba de guardia en el lugar.

Por décima vez, Mallory se revolvió en su incómoda postura, y trató de aflojar la cuerda que ataba sus manos a la espalda, y por décima vez se dio cuenta de la futilidad de sus esfuerzos. No importaba cuántas veces se revolvió; la nieve se filtraba a través de sus ropas y se encontraba helado hasta los huesos y temblando de frío. El que le había atado sabía perfectamente su oficio. Mallory se preguntaba irritado si Turzig y sus hombres pensarían pasarse toda la noche buscando los explosivos. Ya hacía media hora que se habían ido.

Se dejó abandonar, volvió a echarse de lado en la blanda nieve de la hondonada, y miró pensativo a Andrea que se hallaba sentado ante él. Había estado observando cómo Andrea, con la cabeza inclinada y los hombros encorvados, hacía un titánico esfuerzo para librarse de sus ligaduras en cuanto el guarda les había ordenado con un gesto que se sentaran. Y había observado también cómo la cuerda se hundía, mordiente, en la carne, y el imperceptible movimiento de hombros de Andrea al darse por vencido. Desde entonces el monumental griego había permanecido quieto, contentándose con mirar ceñudamente al centinela como aquel de quien se ha recibido un tremendo agravio. La única prueba a que había sometido su fuerza era suficiente. El
Oberleutnant
Turzig tenía la mirada viva, y comprendería que unas muñecas hinchadas, rozadas y ensangrentadas, no encajarían con el carácter que Andrea había creado para sí.

Y había sido una creación maestra, pensaba Mallory, y mucho más notable aún por su espontaneidad e improvisación. Andrea había dicho tanto de la verdad, tanto que era comprobable con facilidad, que el resto de su relato tenía que creerse automáticamente. Y al mismo tiempo no le había dicho a Turzig nada de importancia, nada que los alemanes mismos no hubieran podido averiguar sin dificultad… a excepción hecha de la evacuación de Kheros por la Armada. Contrariado, Mallory recordó su propia desilusión, su asombrada incredulidad cuando oyó hablar de ello a Andrea; pero Andrea iba muy por delante de él en su plan. De todos modos, existía la posibilidad de que los alemanes lo hubieran adivinado. Podrían haber razonado, quizá, que un ataque de los británicos sobre los cañones de Navarone al mismo tiempo que el de los alemanes sobre Kheros, sería demasiada coincidencia. Además, su huida dependía del modo más o menos perfecto con que Andrea pudiera convencer a sus enemigos de que él, Andrea, era lo que aparentaba ser, y también de la relativa libertad de acción que pudieran darle por ello. Y no cabía duda de que la noticia del plan de evacuación propuesto había inclinado la balanza por parte de Turzig. También había influido en ello el hecho de que Andrea diera el sábado como fecha de la invasión; y pensaría tanto más en su espíritu, puesto que aquélla había sido la fecha primitiva, fijada por Jensen, información falsa, a ojos vistas, dada a sus agentes por la Contrainteligencia alemana, que sabía que era imposible ocultar los preparativos de invasión. Y, por fin, si Andrea no hubiera dicho nada de los destructores a Turzig, aparte de que no le hubiera convencido, podían haber ido a parar todos al patíbulo de la fortaleza, quedando los cañones intactos y la fuerza naval invasora destruida.

Todo ello resultaba muy complicado, demasiado complicado para el estado de confusión en que se hallaba su cerebro. Mallory suspiró y apartó la vista de Andrea para dirigirla a los otros dos, Brown y Miller. Este último recuperado ya. Se hallaban sentados, con las manos atadas a la espalda, mirando la nieve fijamente y moviendo sus despeinadas cabezas de lado a lado con frecuencia. Mallory se daba cuenta del estado de ambos con excesiva facilidad. El lado derecho de su cara no cesaba de dolerle intensamente. No había más que cabezas descalabradas y doloridas, pensaba Mallory con amargura. Se preguntaba también cómo se sentiría Andy Stevens; miró sin darle importancia, detrás del centinela, hacia la entrada de la cueva. Al hacerlo experimentó una brusca sacudida.

Lentamente, con infinito y estudiado descuido, sus ojos se apartaron de la entrada y se posaron indiferentes en el centinela, que se hallaba sentado en el transmisor de Brown, agachado, vigilante, sobre el
Schmeisser
que tenía cruzado sobre las rodillas, con el índice puesto en el gatillo. Mallory pidió silenciosamente a Dios que el centinela no se volviese, que permaneciese sentado tal como estaba durante un ratito, sólo unos momentos más. A pesar de sí mismo, los ojos de Mallory se volvieron, atraídos, hacia la entrada de la cueva.

Porque Andy Stevens estaba saliendo de la cueva. A la escasa luz de las estrellas, todos sus movimientos eran terriblemente visibles mientras avanzaba pulgada a pulgada, arrastrándose de un modo agotador sobre el pecho y el vientre, arrastrando igualmente tras él su destrozada pierna. Colocaba las manos bajo el pecho, se alzaba un poco y avanzaba, con la cabeza colgando entre sus hombros, por el dolor y el agotamiento; luego se dejaba caer lentamente sobre la blanda y sucia nieve. Y una y otra vez repetía el mismo movimiento agotador.

Por agotado y dolorido que el chico estuviera, su cerebro funcionaba aún: Llevaba una sábana blanca cubriéndole los hombros y la espalda a modo de camuflaje para la nieve, y empuñaba en su mano derecha un clavo de escalar. Debió oír al menos parte de lo dicho por Turzig. Había dos o tres armas de fuego en la cueva, y pudo haber matado al guarda sin salir de ella; pero debió darse cuenta de que el ruido del disparo atraería a los alemanes corriendo y de que hubieran llegado a la cueva mucho antes de que él pudiese arrastrarse a través de la hondonada y pudiese cortar las cuerdas que ataban a sus compañeros.

Mallory juzgó que le faltaban a Stevens unas cinco yardas a lo sumo. En lo profundo de la cañada donde estaban, el viento que les rozaba al pasar era sólo un leve murmullo en la noche. Aparte de éste, no se oía el menor ruido, sólo su propia respiración y el roce de algún miembro entumecido o helado que se estiraba para que volviese a la circulación. Y Mallory pensaba con desesperación que el centinela no tenía más remedio que oírle si se acercaba más, incluso en aquella nieve suave y mullida.

Mallory inclinó la cabeza y comenzó a toser fuerte.

BOOK: Los cañones de Navarone
9.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Deeper Into the Void by Mitchell A. Duncan
Amethyst Destiny by Pamela Montgomerie
Dying to Be Me by Anita Moorjani
In the House On Lakeside Drive by Corie L. Calcutt
First to Dance by Writes, Sonya
Dr. O by Robert W. Walker