Read Los cañones de Navarone Online

Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (28 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
5.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Nos defendemos —concedió Mallory modestamente. Dirigió una mirada alrededor de la habitación y miró a Stevens sonriente.

—¿Estás listo para continuar tus idas y venidas, joven, o encuentras el oficio monótono?

—Estaré listo para cuando usted lo esté, señor. —Tumbado en una camilla que Louki había conseguido milagrosamente, suspiró feliz—. Esta vez el viaje es de primera, como corresponde a un oficial. ¡Puro lujo! ¡No me importa la distancia!

—Habla por ti —gruñó Miller malhumorado.

Le había tocado llevar el extremo más pesado de la camilla. Pero el movimiento de sus cejas limó la aspereza de sus palabras.

—De acuerdo, entonces. En marcha. Una última pregunta,, teniente Turzig. ¿Dónde está la radio del campamento?

—Para destrozarla, ¿verdad?

—Precisamente.

—No tengo ni la menor idea.

—¿Qué ocurriría si le amenazo con hacerle cisco la cabeza?

—No lo hará. —Turzig sonrió, aunque la sonrisa era un poco torcida—. En ciertas circunstancias, me mataría usted como a una mosca. Pero nunca mataría a un hombre por negarse a dar semejante información.

—No tiene usted tanto que aprender como su finado y no lamentado capitán creía —confesó Mallory—. Bueno, no tiene importancia… Siento que tengamos que hacer todo esto. Confío en que no volvamos a encontrarnos… al menos hasta que termine la guerra. ¿Quién sabe? Quizás algún día incluso escalemos juntos. —Hizo señal a Louki de que amordazase al teniente y salió rápidamente de la estancia. Dos minutos después, salían del blocao y se perdían en la protectora oscuridad y en los olivares que se alargaban hacia el sur de Margaritha.

Ya habían dejado atrás los olivares, cuando empezó a amanecer. La negra silueta de Kostos se suavizaba en el tenue gris del día naciente. El viento soplaba del sur y era templado, y la nieve comenzaba a derretirse en las colinas.

C
APÍTULO
XI
MIÉRCOLES

De las 14 a las 16 horas

Permanecieron todo el día escondidos en un algarrobal, un espeso bosque de árboles enanos, retorcidos, torvamente pegado al declive traicionero y sembrado de maleza, lindante con lo que Louki llamó «Parque del Diablo». Era un escondrijo malo e incómodo, pero, en otros sentidos, lleno de ventajas. Les proporcionaba refugio, una posición defensiva de primera, una suave brisa atraída del mar por las rocas situadas al sur, sombra contra el sol que pasaba del alba al oscurecer por un cielo azul inmaculado, y una vista incomparable del soleado y rielante Egeo.

A su izquierda, esfumándose a través de tonos azulados de índigo y violeta, hasta perderse en la nada, se tendían las islas Leradas, la más próxima de las cuales, Maidos, se hallaba tan cerca que podían distinguir las chozas de los pescadores, aisladas, blancas y brillantes bajo el sol. Por el paso del agua que les separaba navegarían los buques de la Real Armada a no tardar mucho. A la derecha, y más lejos aún, teniendo por fondo las ingentes montañas de Anatolia, remotas, sin relieves, la costa de Turquía avanzaba curvándose hacia el norte y oeste como una enorme cimitarra. Al norte, la aguda lanza del cabo Demirci, bordeado de roca, pero salpicado de blancas ensenadas arenosas, se alargaba buscando el plácido azul del Egeo. Y, siempre al norte, más allá del cabo, difuminada por la distancia y por una ligera bruma violeta, se tendía, soñadora, la isla de Kheros.

Era un panorama que cortaba el aliento, por su cautivante belleza y por su gran majestad sobre el mar soleado, Pero Mallory no tenía ojos para él. Apenas le había concedido una mirada fugaz al tocarle la guardia una media hora antes, después de las dos. Después se acomodó junto al tronco de un árbol, y se puso a mirar, a mirar sin descanso hasta que los ojos le dolieron, lo que tanto había estado esperando ver. Lo que había esperado ver y venía a destruir: los cañones de Navarone.

La población de Navarone, de unos cuatro o cinco mil habitantes, según juzgó Mallory, se extendía a lo largo de la profunda media luna del puerto de naturaleza volcánica. Una media luna tan profunda, tan cerrada, que casi resultaba un círculo con sólo una estrecha entrada al noroeste, un paso dominado a ambos lados por proyectores, morteros y baterías de ametralladoras. A menos de tres millas de distancia del algarrobal, todos los detalles, las construcciones y las calles, los caiques y las barcas del puerto resultaban perfectamente visibles a Mallory, y los pasó y repasó con la vista una vez tras otra hasta conocerlos de memoria; la forma en que el terreno se iba elevando al oeste del puerto hasta los olivares; las calles que ascendían hasta tocar el agua; la forma en que la tierra ascendía, más empinada al sur; las calles que corrían paralelas al mar hasta la vieja población; la forma en que los acantilados del este —acantilados señalados por las bombas de la Escuadrilla Liberadora de Torrance— se alzaban unos ciento cincuenta pies verticales sobre el agua, y luego describían una curva vertiginosa por encima y más arriba del puerto; y el gran montículo de roca volcánica que aún se elevaba más, un montículo separado de la población por la alta muralla que terminaba en el acantilado. Y, por fin, la forma en que las dos hileras gemelas de cañones antiaéreos, la instalación de radar y los cuarteles de la fortaleza, chata, estrecha, construida de grandes bloques de mampostería, lo dominaban todo —incluso el amplio corte negruzco de la roca bajo el fantástico saliente del acantilado.

Casi sin darse cuenta, Mallory asintió para sí mismo. Aquélla era la fortaleza que había desafiado a los aliados durante dieciocho largos meses, la que dominaba toda la estrategia naval de las Esporadas a partir del instante en que los alemanes habían alargado su dominio desde la Grecia continental a las islas, la que había detenido cualquier clase de actividad naval en aquel triángulo de dos mil millas cuadradas entre las Leradas y la costa turca. Y ahora, al verla, comprendía los motivos. Era inexpugnable a un ataque por tierra —de ello se cuidaba la dominadora fortaleza—; inexpugnable al ataque aéreo —Mallory comprendió ahora que mandar la escuadrilla de Torrance contra los potentes cañones protegidos por aquel voladizo natural, contra aquellas erizadas hileras de cañones antiaéreos había constituido un auténtico suicidio—; e inexpugnable a los ataques marítimos —de ella se encargaban las expectantes escuadrillas de la Luftwaffe de Samos. Jensen había acertado—. Sólo una misión de sabotaje con guerrilla podría tener éxito. Una posibilidad remota, casi suicida, pero que existía y Mallory sabía que no podía pedir más.

Bajó los prismáticos pensativamente y se frotó los doloridos ojos con el dorso de la mano. Al fin sabía con qué tenía que enfrentarse, y se sintió satisfecho de saberlo, de la oportunidad que se le había dado con este reconocimiento de largo alcance, con esta posibilidad de familiarizarse con el terreno, con la geografía de la población. Aquél era probablemente el único punto en toda la isla que proporcionaba semejante oportunidad al mismo tiempo que la ocultación y casi la inmunidad. Y no había sido él quien lo había encontrado: había sido idea de Louki.

Y aún le debía más a aquel hombrecillo de ojos tristes. Había sido Louki a quien se le había ocurrido la idea de subir por el valle desde Margaritha; de dar a Andrea tiempo suficiente para recuperar la trilita escondida en la choza de Leri, y asegurarse de que no habría alboroto inmediato ni persecución. Podrían haber sostenido una acción de retaguardia olivar arriba hasta perderse en la falda del Kostos. Fue él quien les guió, marcha atrás, pasando por Margaritha, cuando tuvieron que desandar lo andado; quien les había hecho detenerse al otro lado del poblado, mientras él y Panayis se deslizaban, protegidos por el crepúsculo, en busca de ropas de campo para ellos; y de regreso, habían entrado en el garaje
Abteilung
, y arrancado las bobinas de la ignición del coche y del camión del mando alemán —el único medio de transporte de Margaritha—. De propina, destrozaron también la transmisión. Fue Louki quien les llevó por una profunda zanja hasta el puesto de guardia que cerraba el camino a la entrada del valle; había resultado casi ridículamente fácil desarmar a los centinelas, uno de los cuales estaba dormido; y, por fin, fue Louki quien insistió en que bajaran por el enfangado centro del valle hasta llegar al camino firme, a menos de dos millas de la población misma. A una distancia de cien yardas por este camino, había entrado, a la izquierda, por un campo de lava en declive para no dejar huellas, hasta introducirse en el algarrobal a la salida del sol.

Y había salido bien. Todas estas etapas cuidadosamente planeadas, puntos que el más escéptico podría haber ignorado o negado, habían resultado perfectas. Miller y Andrea, que habían compartido la guardia de la mañana, vieron cómo la guarnición de Navarone pasaba horas y horas buscando de casa en casa por toda la ciudad. El resultado sería una seguridad doble o triple al día siguiente, pensaba Mallory. No era probable que repitiesen la búsqueda, y menos aún que, si así ocurriera, fuera llevada a cabo con el mismo entusiasmo. Louki había ejecutado bien su obra. Mallory se volvió para fijarse en él. El hombrecillo dormía aún. Echado en el declive, detrás de un par de troncos, no se había movido en cinco horas. Muerto de cansancio, él mismo con las piernas doloridas y los ojos irritados por no haber dormido, Mallory carecía de valor para disputarle un momento de descanso. Se lo había ganado a pulso, y además la noche anterior no había dormido nada. Lo mismo le había ocurrido a Panayis, pero éste ya estaba despertando, y Mallory vio cómo apartaba de los ojos sus largos y negros cabellos. Mejor dicho, estaba ya despierto, pues su transición del sueño al más completo despertar fue inmediata, tan rápida como la de un gato. Un hombre peligroso, casi desesperado, tuvo que reconocer Mallory, y un encarnizado enemigo; pero no sabía nada de Panayis, absolutamente nada. Y dudaba de llegar a saberlo nunca.

Casi en el centro del bosquecillo, Andrea había construido una alta plataforma de ramas rotas y ramaje apoyada en un par de troncos de algarrobo, a unos cinco pies de distancia, y había llenado el espacio entre el declive y los árboles hasta una medida de cuatro pies de ancho y lo más nivelado que pudo. Echado en ella estaba Andy Stevens, en la camilla aún, y consciente todavía. Según Mallory había podido comprobar personalmente, Stevens no había cerrado los ojos desde que Turzig los había sacado de su cueva en el monte. Parecía haber superado ya la necesidad del sueño, o quizás había destruido el deseo de dormir. El hedor que exhalaba la pierna gangrenada era nauseabundo, repulsivo, y envenenaba el aire circundante. Mallory y Miller habían examinado la pierna poco antes de su llegada al bosquecillo, habían intercambiado una sonrisa, y después de vendársela otra vez, le aseguraron que la herida se cerraba ya. La pierna estaba casi ennegrecida de la rodilla para abajo.

Mallory se llevó los prismáticos a los ojos para echar otro vistazo a la población, pero se los quitó en el acto al oír que alguien bajaba corriendo y resbalando declive abajo y le tocaba el brazo. Era Panayis, excitado, ansioso, casi enfurecido, que gesticulaba señalando el sol que caminaba hacia el oeste.

—¿Qué hora es, capitán Mallory? —preguntó en griego, con voz baja, silbante, urgente… Una voz que Mallory consideraba inevitable en aquel hombre seco, oscuramente misterioso—. ¿Qué hora es? —insistió.

—Más o menos las dos. —Mallory enarcó las cejas, como interrogando—. Está usted preocupado, Panayis. ¿Por qué?

—Debió usted despertarme. ¡Debió despertarme ya hace horas! —Mallory se confirmó en su opinión de que
estaba
verdaderamente enfadado—. Era mi turno de guardia.

—Pero es que anoche no durmió usted nada —razonó Mallory—. No me pareció justo…

—¡Le digo que es mi turno de guardia! —insistió el hombre con terquedad.

—Bueno, bueno… como quiera. —Mallory conocía demasiado el tremendo orgullo de los isleños para tratar de discutir—. Sólo el cielo sabe lo que hubiéramos hecho sin Louki y sin usted… Yo me quedaré a hacerle compañía un rato.

—¡Ah, por eso dejó usted que siguiera durmiendo! —Ni la voz ni los ojos podían disimular la ofensa—. No se fía de Panayis…

—¡No diga tonterías! —Mallory comenzaba a impacientarse, pero logró contenerse y sonrió—. Naturalmente que me fío de usted. Nos fiamos todos. Bueno, de todos modos necesito dormir un poco. Le agradezco que me proporcione esa oportunidad de descanso. Me llamará dentro de dos horas, ¿eh?

—¡Claro, claro! —afirmó Panayis casi radiante—. No dejaré de hacerlo.

Mallory trepó hasta el centro del bosquecillo y se tiró perezosamente sobre una especie de lecho que se había arreglado. Durante unos momentos observó a Panayis que no hacía otra cosa que ir y venir, nerviosamente, dentro del perímetro del algarrobal. Después, al ver que se encaramaba ágilmente entre las ramas de un árbol, buscando adecuada atalaya, perdió el interés en sus movimientos y decidió que lo mejor que podía hacer era seguir su propio consejo y echar un sueñecito ahora que se le presentaba la oportunidad de hacerlo.

—¡Capitán Mallory! ¡Capitán Mallory! —Una mano premiosa, enérgica, le sacudía—. ¡Despierte, despierte!

Mallory se movió, rodó sobre su espalda, se incorporó de golpe y abrió los ojos al mismo tiempo. Panayis se inclinaba sobre él, llena de ansiedad su oscura cara saturnina. Mallory sacudió la cabeza para despejar las telarañas del sueño, y al momento se halló de pie de un ágil salto.

—¿Qué ocurre, Panayis?

—¡Aviones! —contestó rápidamente—. ¡Viene hacia acá una escuadrilla de aviones!

—¿Aviones? ¿Qué aviones? ¿De qué nacionalidad?

—No lo sé, capitán Mallory. Aún están muy lejos. Pero…

—¿De dónde vienen? —La pregunta fue como un latigazo.

—Del norte.

Corrieron juntos hacia el borde del bosque. Panayis señaló hacia el norte, y Mallory los vio en el acto. La luz del sol del atardecer rebotaba en el recortado diedro de las alas.
Stukas
, pensó Mallory sombrío. Siete… no, ocho, a menos de tres millas de distancia, volando en dos formaciones de cuatro y tan sólo a unos dos mil o dos mil quinientos pies de altura… De pronto, se dio cuenta de que Panayis le tiraba de la manga nerviosamente.

—¡Venga, capitán Mallory! —dijo presa de gran excitación—. ¡No tenemos tiempo que perder! —Hizo que Mallory diese media vuelta, y señaló con el brazo tendido los débiles y quebradizos acantilados que se elevaban tras ellos, hendidos por quebradas y barrancos con rocas hacinadas que abrían un incierto camino hacia el interior… o se detenían tan bruscamente como comenzaban—. ¡Al Parque del Diablo! ¡Tenemos que meternos allí en seguida! ¡Inmediatamente, capitán Mallory!

BOOK: Los cañones de Navarone
5.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Starlight's Edge by Susan Waggoner
TEXAS BORN by Diana Palmer - LONG TALL TEXANS 46 - TEXAS BORN
SG1-16 Four Dragons by Botsford, Diana
Elogio de la vejez by Hermann Hesse
Secret Fire by Johanna Lindsey
Regeneration (Czerneda) by Czerneda, Julie E.
When Will I See You Again by Julie Lynn Hayes
Off The Clock by Kenzie Michaels