—Sí. La gente ha respondido.
—Salarios de paria, ¿no es eso?
El Responsable tomó un pitillo que llevaba entre la gorra y la oreja. El Cojo se lo encendió.
—Hay ferroviarios padres de familia que cobran jornales de seis pesetas.
—¿Y las mujeres?
El Responsable lanzó por la nariz dos larguísimas columnas de humo, que bifurcaron hacia su pies, clavados en el suelo.
—¿Mujeres…? En la fábrica Soler, en la sección de embalaje, las hay que cobran dos cincuenta y tres pesetas. Trabajando de pie las ocho horas; incluso estando embarazadas.
—¿Y cómo es posible que la UGT no haya colaborado?
El Responsable dijo:
—A ésos un día habrá que arreglarles las cuentas.
—¡Dos cincuenta! —A Ignacio aquel dato le había dejado sin respiración.
—¿Hay una Comisión nombrada?
—No. ¿Para qué? Hemos presentado nuestra propuesta.
—¿A la Inspección de Trabajo?
—Claro. Esperamos que nos llamen.
José dijo:
—¿Y si no aceptan…?
—Entonces —contestó el Responsable, enarcando las cejas—, veremos.
José miró a lo largo del puente. ¿Qué podría hacerse sin el apoyo de los demás sindicatos? Trescientos, cuatrocientos camaradas…
Mucha gente salía a los balcones y entraba de nuevo. Hacia las doce, empezaron a salir del Gobierno Civil patrullas de guardias de Asalto. A la vista de los uniformes, los huelguistas se miraron sin decir nada. Caía un sol aplastante, que daba vértigo.
Pasaron unos chavales repartiendo prospectos: «¡Gran audición de sardanas, a las doce!»
Oyóse un rugido.
—¡Quietos! —ordenó el Responsable.
Exactamente frente al Club de los militares, unos empleados del municipio empezaron a instalar el tablado de los músicos.
Las sirenas de las fábricas que trabajaban dieron la hora, despidiendo a la gente. ¡Todo el mundo a la Rambla!
La curiosidad los movía. Pasaban cerca de los huelguistas como diciéndoles: «A ver, a ver si nos dais un espectáculo que valga la pena».
El Responsable se negaba a dar crédito al anuncio de las sardanas. Ni siquiera en aquellos momentos, a pesar de ver que los músicos iban llegando, que se dirigían hacia el tablado llevando sus instrumentos.
—Dejadlos, dejadlos, no se atreverán —decía.
José no comprendía al Responsable.
—¿Cómo que no se atreverán? Soplarán como demonios.
Los curiosos iban dividiéndose en dos mitades. Los que permanecían cerca de los huelguistas, mordiéndose las uñas, y los que se desentendían de ellos y se acercaban a los músicos dispuestos a bailar al primer soplo de la tenora. El café Neutral había instalado en un santiamén dos docenas de mesas que fueron materialmente asaltadas.
El Responsable empezó a comprender que aquello iba en serio. Y a los cinco minutos se convenció de ello. La tenora tronaba en el espacio con alegría y fuerza desbordantes.
No hubo necesidad siquiera de dar la señal. Los huelguistas echaron a correr hacia el tablado capitaneados por José y el Responsable.
La mancha oscura de los monos azules eran tan intensa que la gente les abrió paso. Llegados allí, el Responsable ordenó a los músicos, sin preámbulo:
—¡Fuera! ¡Abajo!
Uno de ellos, el del trombón, se levantó.
—Aquí de la CNT sólo hay ése —y señaló a uno de los triples—. Si quiere hacer huelga, que la haga. Los demás tocaremos.
—Veintidós obreros de metalurgia despedidos.
—Comprendido. Pero si nosotros no soplamos, no comemos. No vamos a perder un jornal porque vosotros estéis de mal humor.
—Tampoco comen los camaradas ferroviarios que cobran seis pesetas.
—Nosotros no somos ferroviarios. Somos músicos.
José no se podía contener.
—¿Hay compañerismo, o no lo hay?
El Responsable parecía dispuesto a agotar los argumentos.
—Esperad la respuesta de la Inspección de Trabajo —dijo—. Si es favorable, podréis tocar.
El del trombón se impacientó.
—A nosotros lo que nos estáis tocando es otra cosa.
El de la tenora no pudo aguantarse. Había permanecido sentado,. Era un hombre de ojos beatíficos que cuando hacía un solo alcanzaban su plenitud. Se puso a tocar, evidentemente dispuesto a cortar, el diálogo.
Algunos sardanistas empezaban a protestar, pataleando. Los acontecimientos se precipitaron. El Responsable miró al Cojo en forma al parecer convenida.
José estimó que había comprendido la señal.
—¡Cantaradas! —gritó, irguiéndose sobre sus pies—. Última tentativa. ¿Hay compañerismo o no lo hay?
Por toda respuesta el del fiscorno hizo: bub, bub.
—¡Camaradas! —gritó de nuevo José—. ¡Como si estuviéramos en Madrid!
Y de un salto subió al tablado, derribó al músico más próximo y empezó a lanzar sillas a cinco metros de distancia.
Otros huelguistas le imitaron. Los músicos se defendieron, pero fueron derribados. Hubo desbandada general. Al otro lado de la Rambla aparecieron los de asalto blandiendo sus porras.
—¡Ignacio, Ignacio! —gritaba Carmen Elgazu desde el balcón—. ¡Sube, sube!
De repente, el viejo del trombón mostró a la multitud el instrumentó magullado y hecho trizas.
—¡Fuera, fuera! —gritó un grupo de jóvenes, con franca hostilidad hacia los anarquistas. Eran estudiantes, que lo que querían era bailar. Otro gritó:
—¡Fuera esos de Murcia! ¡Boicotean las sardanas!
Los de asalto acababan de llegar. José recibió un porrazo en la cabeza. Saltó del tablado al suelo y se parapetó tras un árbol.
Las hijas del Responsable vociferaban:
—¡Viva la CNT!
—¡Fue… ra! ¡Fuera…!
El camarero del café Neutral se subió a una mesa.
—¡Viva Cataluña…! ¡Boicotean las sardanas! ¡Viva Cataluña!
Un hondo rumor se extendió por la Rambla.
—¡Viva España! —contestó alguien. Era un teniente, apoyado en un farol.
Varios se dirigieron a él.
Ignacio comprendió que la cosa tomaba derroteros imprevistos. El camarero había sido un imbécil gritando aquello.
Los que se dirigían hacia el teniente eran personas que hasta entonces habían quedado al margen. Se habían levantado de las mesas.
—¡Cuidado, que lleva armas! —gritó alguien.
El teniente sonrió y, abriendo las dos manos, las levantó a la altura de los hombros.
Pero se había formado otro altercado a pocos metros y la gente retrocedía en desorden. La multitud cayó sobre el teniente, derribándole.
Entonces se oyó un grito y, de pronto, un disparo. O por lo menos lo pareció. En todo caso fue una detonación seca.
Cundió el pánico. Todo el mundo se refugió bajo los arcos, y los más próximos a las casas se introdujeron en ellas. Entonces los de asalto, en magnífico estilo, formaron un cordón impecable.
—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Dispersarse!
A José le dolía horriblemente la cabeza. Continuaba tras el árbol. Un guardia se dirigía hacia él, por lo que optó por dar media vuelta y meterse en la casa. Una vez allá subió al piso.
Ignacio había coincidido con el cajero del Banco bajo los arcos y no parecía estar nada asustado. El cajero le dijo:
—Vete a tu casa. No hagas tonterías.
—¿Por qué? Ya está terminado.
—Te digo que te vayas.
El muchacho obedeció. Cruzó a grandes zancadas la desierta Rambla y se refugió también en su casa.
Otros, en cambio, resistían. El Cojo salió vendado de una farmacia. Al Inspector del Trabajo le había pillado aquello camino de la Comisaría y tuvo que refugiarse también en un portal.
* * *
Al llegar arriba, Ignacio vio en el comedor a José, tendido sobre dos sillas, y a un desconocido con una enorme herida en el mentón. Supuso que se trataba de uno de los huelguistas, que habría seguido a José.
Carmen Elgazu, con expresión elocuente, iba y venía con paños y agua caliente, y Pilar sostenía un espejo entre las manos.
Matías Alvear había encontrado todo aquello lamentable. De pie en la puerta del pasillo, murmuraba: «Anarquistas, músicos, Liga Catalana… ¡Todo menos republicanos!»
José rabiaba de dolor y el desconocido se miraba en el espejo que le presentaba Pilar.
—Gracias, pequeña. Bueno, bueno. —Se tocaba el tafetán que Carmen Elgazu le había pegado en la herida—. Creo que ya estoy bien.
Ignacio era menos optimista, pues el herido tenía la mejilla manchada y muy amoratada.
—Descanse usted un rato y luego le acompañaremos —ofreció.
—¡No, no, muchas gracias! No vale la pena. —Pero se veía que le costaba esfuerzo mantenerse en pie.
Entonces sonó de nuevo el timbre de la puerta. Pilar fue a abrir. Era Julio García.
José, al reconocer su voz, se incorporó. No quiso que el policía le viera tendido sobre las sillas.
Ignacio juzgó aquella visita intempestiva; por el contrario, Matías estimó que era de agradecer. Julio, después de cualquier suceso anormal en la ciudad, subía a verlos, para cerciorarse de que no les había ocurrido nada malo.
—¿Todo tranquilo…? —le preguntó a Pilar al entrar.
—Excepto José.
—¿De veras…? ¿Qué le ha pasado?
—Ha recibido un golpe.
Julio entró en el comedor y, antes de que pudiera preguntar nada, Matías salió a su encuentro.
—¿Qué se dice en la Policía?
Julio se encogió de hombros.
—¡Bah! Todo eso es corriente.
—¿Hay detenidos?
—No. —El policía se volvió hacia José—. El trombón ha presentado una denuncia.
—Por mí —hizo José— como si la presenta el Papa.
Julio se dirigió de nuevo a Matías e hizo un ademán de impotencia. Luego añadió, señalando con la cabeza en dirección a la Rambla:
—Bueno… ¿Tú habías visto en tu vida algo tan insensato?
—¿A qué te refieres…?
—Atacar una cobla de sardanas… ¡en Cataluña!
—¡Ah, claro! —admitió Matías—. ¿Quieres decir que se habrán ganado antipatías?
—¡Cómo antipatías…! Los sardanistas les jurarán odio eterno.
José se puso en pie —llevaba una toalla en la frente— y dijo que ellos no estaban dispuestos a pedir adeptos como quien pide limosna, y que siempre que se tratase de una huelga justa se llevarían por delante cuantas coblas de sardanas se opusieran.
—Queremos que se nos escuche, eso es todo.
Matías no pudo reprimir una respuesta dura.
—¡Si por lo menos supierais lo que queréis! —dijo. Era la primera vez que el hombre censuraba la conducta de su sobrino.
La sorpresa de éste fue total. Se puso muy nervioso buscando un cigarrillo.
Julio, entonces, tomó asiento. Se dirigió a José, a pesar de todo.
—Ya sabe usted que soy el primero en admitir que la huelga era justa. Pero lo que digo… es que la habéis llevado con los pies.
—¿Ah, sí…?
—Naturalmente. —Luego añadió—: Lo que teníais que haber hecho era mandar subir al tablado de los músicos, de una manera pacífica, a los veinte obreros despedidos. Gorra en mano, a saludar a la multitud. —Ante el asombro de todos explicó—: A la gente lo que la emociona es conocer directamente a las víctimas, verlas de carne y hueso.
José se mordió los labios. La toalla empapada en agua fría le bailoteaba en la cabeza. Se disponía a barbotar algo, pero el desconocido de la herida en el mentón intervino inesperadamente:
—Eso hubiera sido humillante.
El policía hizo otro gesto de impotencia.
—Pero eficaz.
José pegó un puñetazo en la mesa. Entonces sintió sobre sí la mirada de Carmen Elgazu. Con un esfuerzo sobrehumano consiguió dominarse y, cruzando el comedor en dos zancadas, se retiró a su cuarto.
Carmen Elgazu estaba indignada. El espectáculo que en la Rambla había dado José la había trastornado. No podía salir sin que le dijeran: «Caramba, doña Carmen, se ve que su familia tiene el genio vivo». Se estaba preguntando si podría resistir por más tiempo semejante situación.
Por fortuna, José pareció querer facilitar las cosas. A la hora de cenar no dijo nada, a la mañana siguiente tampoco. Pero en cuanto vio que el chichón de la cabeza no era nada importante, decidió marcharse. Había comprendido que la cosa se ponía mal. La visible hostilidad de Carmen Elgazu no le importaba; pero que su propio tío le dijera: «Si por lo menos supierais lo que queréis…»
Una cosa sentía: separarse de Ignacio. Le había tomado afecto. Creía que había en él madera de anarquista. Con muchos resabios que pulir, naturalmente, y una extraña soberbia personal. Sería necesario darle a leer mucho Bakunin y muchos Manuales Bergua. Y menos crucifijo en la cabecera de la cama… Pero, en fin, el chico sentía que el mundo era injusto y esto era un gran paso.
Pero era preciso marcharse. Esto les dijo a todos, a la hora de comer. Matías quedó perplejo. «¿No quedamos que ocho días? Todavía faltan dos…» No fue posible convencerle.
—Sentiría haberte molestado ayer, pero creí que era mi deber.
Ignacio tampoco consiguió nada.
—¡Nada, nada! ¡Ahora vente tú por Madrid!
El tren salía a las cinco y media. Ignacio aprovechó aquellas tres horas para estar con su primo. Hablaron mucho, con gran cordialidad.
—¡Te veo casado con la niña esa del abogado!
—No lo creas.
Ignacio preguntó:
—¿Qué harás ahora en Madrid?
—Como siempre.
—¿Trabajas en algo?
—Lo que cae.
Luego hablaron de la familia de Burgos, e Ignacio se enteró de que su prima, «hija de tío Dionisio», era guapísima y que hacía de secretaria en el despacho de la UGT.
—Todo Burgos se hará socialista —rió José.
—¿Y el chico? —preguntó Ignacio.
—Pues… un poco tonto. Pero ya aprenderá.
Matías le dio varios puros para su hermano Santiago. Carmen Elgazu le preparó una sólida merienda. Pilar salió de las monjas media hora antes para poder darle un beso de despedida. La maleta extraña, de madera —rebajado su contenido— volvió a salir del cuarto y fue llevada a la estación.
Antes que el tren arrancara, Matías dijo, con sorna:
—Recuerdos a mi cuñada, la mecanógrafa.
Al arrancar el tren, Ignacio le gritó:
—¡Escribe! ¡Cuenta cosas de Madrid!
José estaba menos alegre que cuando llegó. Era un sentimental. Le dolía irse. Hubiera vuelto a bajar.
—¡Si no fuera por tantos campanarios!
—¡Déjalos en paz!