Todo bien, todo perfecto. Las ovaciones se sucedían. Ignacio recorría con la mirada toda la platea y los palcos en busca de gente conocida. Debía de haber muchos curiosos como ellos, pues vio a la Torre de Babel, surgiendo un palmo más que los demás, y a Julio García. Hasta el tercer orador no consiguió localizar a su padre, de pie en el pasillo lateral derecho, con el mismo aire satisfecho de quien asiste a una revista con combinaciones de luces.
—¡Señoras y señores! —empezó de pronto el cuarto orador, con voz dispuesta a levantar a las masas—. ¡Es para mí un honor…!
El orador era un hombre experimentado, que comunicaba, por algo indefinible en el optimismo de su rostro, simpatía a la multitud. No decía nada, pero surtía efecto.
—¿Queréis prestaros al juego de las fuerzas marxistas y extranjerizantes que invaden nuestro suelo…?
—¡Nooooo…!
Luego preguntó, esta vez agitando las manos:
—¿Queréis una Patria próspera, justa y cristiana, donde…?
—¡Sííííí…!
La atmósfera se había caldeado.
—¡Nosotros daremos a los ciudadanos…!
—¿Qué les daréis? —gritó, de pronto, una voz rotunda, que se impuso en la sala—. ¿Un bombón?
Era la voz de José Alvear.
—¿O un pico y una pala?
El escándalo fue fenomenal. Silbidos, murmullos, todo el mundo se puso en pie. Matías Alvear miraba por todos lados, como si hubiera reconocido la voz. La Torre de Babel, erguido en primera fila, intentaba ver a través de sus gafas ahumadas.
José sintió que una mano poderosa se posaba en su hombro izquierdo. Habituado a aquellos lances, con la barbilla dio un golpe rápido y seco a los dedos y luego dijo, con el rostro ladeado:
—Cuidado, nene… que esto quema…
El orador no se había dado por vencido y agitaba sus brazos intentando reconquistar la atención.
—¡No! —gritaba—. ¡Nosotros no prometemos bombones! ¡Es Largo Caballero quien los ha prometido, y no los ha dado! ¡Es Azaña quien los ha prometido! ¡Para bombones, los de Casas Viejas…!
—¡Bravo…!
Un silbido escalofriante cruzó la sala. «¡Fuera, fuera! ¿Y Sanjurjo, qué?»
Esta vez José no tenía nada que ver. Sin embargo, fue él quien recibió un puñetazo en la cabeza. No fue gran cosa, pero lo suficiente para que el agresor recibiera una respuesta que justificaba el «uno, dos, arriba, abajo» de aquella tarde. Ignacio vio al agresor caerse desplomado: Hubo un gran barullo. Mueras, vivas, nuevos gritos de ¡fuera, fuera! De repente Ignacio distinguió a Julio, abriéndose paso hacia ellos, acompañado de dos agentes. José, dócilmente, se dejó expulsar del local. Ignacio le siguió a distancia.
Al llegar afuera, Julio dijo, dirigiéndose a Ignacio:
—¿Es tu primo?
—Sí.
—Mañana le traes a tomar café. Ahora, andando. —Y dio media vuelta con los agentes.
—¡Qué borregos! —comentó José, componiéndose el nudo de la corbata—. ¡En Madrid hubieran salido cincuenta en mi ayuda!
—Aquí nadie te conoce…
—¡Qué tiene que ver! —La cosa estaba clara. Armar camorra…
Disimulando, salió de un café un hombre bajito, sin afeitar, con las manos en los bolsillos, y fue acelerando el paso hasta alcanzarlos y ponerse a su lado.
—¡Mira! —exclamó José—. ¡Ahora aparece el Responsable!
—Buen trabajo, camaradas —dijo éste, guiñando un ojo a José y a Ignacio.
—¿Sí? ¿Te ha gustado?
—Ese bombón lo llevarán en la tripa.
José se paró, y se quedó mirándole, moviendo la cabeza.
—Conque… ¿en la tripa, eh? ¿Y vosotros qué? ¿Tocando el violón?
—Un par de esas píldoras y van que chutan.
—¿Tú crees? —Y de repente le agarró por la solapa—. Y vosotros ¡qué! ¡Mutis como ratas! Si me cortan el pescuezo, ¿qué pasa? Mala suerte, ¿no es eso? ¡Si estuviéramos en Madrid hablaríamos con calma! —Y le soltó.
El hombre bajito se irguió sobre sus pies. Sus ojos habían ido cobrando el color del acero, y los labios, apretados, le infundían una extraña expresión de energía. Por fin susurró, arrastrando con lentitud las sílabas:
—Nada de ratas, ¿me oyes…? ¡Nada de ratas! Cuando tú mamabas, yo ya me había jugado esto —y se pegó a sí mismo, seco, en la mejilla—. ¡Aquí sabías muy bien que nadie te cortaría el pescuezo! Conque ¡menos chillar!
—Pero el mitin continúa.
—¿Y qué? La CEDA no es peligro aquí. No voy a meterme entre rejas para darte gusto.
—Bonita excusa.
—Esta mañana ya te calé. Un quinto. Cuatro gritos, y en Madrid ya os mandan de inspección. Aquí os querría yo ver… —continuó, volviendo a arrastrar las sílabas— con tanto obispo y tanto obrero lamiendo al patrón.
—Yo querría verte a ti en Madrid —contestó José—. Abres la boca y te encuentras con un chupinazo dentro. ¡Aquí hay mucha confitería, y por las noches todos jugáis juntos al dominó!
—Dominó, ¿eh? ¡Toma! —y escupió en el suelo—. M… para ti y para ése. —Y se fue.
José continuaba arreglándose el nudo de la corbata. Ignacio estaba sobre ascuas. Era la primera vez que le dedicaban «aquello». Estaba furioso porque no se había ofendido. Sin embargo, se sentía arrastrado por una carrera apasionante. Aunque, en realidad, ¿qué pasaba? La postura de José no había quedado muy holgada. Claro que, tal vez fuera él quien tuviese razón. Si bien el otro parecía tener más experiencia. En fin, aquello era vivir.
* * *
La gente estaba acostumbrada a interrupciones de aquel tipo en los mítines. Sin embargo, lo de José tuvo, al parecer, una gracia especial, pues al día siguiente mucha gente hablaba de ello.
El Demócrata
hizo varios comentarios jocosos, ridiculizando al orador.
El Tradicionalista
juzgó un éxito que el único obstructor hubiera resultado «un forastero menor de edad». José exclamó: «¡Aquí envejecería yo en menos de un mes!»
Matías Alvear e Ignacio tenían idéntico temor: que Carmen Elgazu se enterara de lo ocurrido. Era preciso no aludir para nada a ello. Durante la cena hablaron de la familia de Burgos, de la de Bilbao, y luego se repitió la escena del rosario, aunque esta vez José se quedó dormido como un tronco nada más meterse en cama.
Pero a la mañana siguiente Carmen Elgazu lo supo todo de pe a pa. Antes de las diez. Fue en la pescadería donde la informaron.
—¿Merluza, doña Carmen?
La mujer notó algo raro en varias de las vendedoras.
—Pero ¿qué pasa?, ¿por qué me miran así? —Finalmente, una de ellas, que le tenía gran simpatía, se lo contó.
—¡Virgen Santísima! ¡Déme, déme la merluza!
—Hace usted muy buena compra, doña Carmen. Es del Cantábrico.
Carmen Elgazu regresó a casa desorientada. «¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡Y no me dijeron nada! ¡Y esto tiene que durar una semana!» Estaba decidida a provocar un escándalo.
Por desgracia, en el piso ya no había nadie. José se había levantado en plena forma, sin acordarse en absoluto de lo ocurrido, y le había propuesto a Ignacio ir a ver la parte moderna de Gerona.
Ignacio le había seguido, comprendiendo que hay personas cuyos actos impiden pensar. José era una de ellas. A su lado era imposible ordenar las ideas, pues tomaba las decisiones más bruscas e inesperadas.
Carmen Elgazu pensó incluso en ir a Telégrafos y comunicar a Matías lo que había decidido. Pero le pareció demasiado espectacular. Por lo demás, Matías se pondría furioso. ¡Durante la cena se estuvo comiendo con los ojos a su sobrino! Cuan cierto era lo de los «resabios» de que hablaba mosén Alberto.
«Señor, Señor —pensaba Carmen Elgazu—. Dios me perdone, pero ojalá le hubiera venido un calambre al tomar el billete en la estación. ¡Si es que tomó el billete!», exclamó para sí.
Carmen Elgazu tampoco lo podía remediar: sentía repugnancia por varias personas. Toda la familia de su marido… Cuando los tenía cerca, no era la misma. A esto se refería cuando le decía a Ignacio: «¿Yo perfecta? También tengo mis celos y mis cosas, hijo». Ella había dudado menos que mosén Alberto y se lo había dicho al confesor habitual, un viejo canónigo de una paciencia infinita; y el canónigo le aconsejó: «No se torture, hija mía. Procure tener caridad. Contra esto… no podemos nada».
Ahora hubiera podido aprovecharse de esta última frase, que en cierto modo le daba carta blanca; pero no debía disgustar a Matías. Recordó que éste, en Bilbao, tuvo mucha paciencia con sus hermanas, algunas de las cuales le ponían nervioso. Mientras hacía la cama de José, iba pensando: «Caridad». Pero consideraba que para Ignacio todo aquello no era bueno. Al hacer la cama de éste, contempló un momento su pijama. «¡Ignacio!» Lo dobló con cuidado, con mucho cuidado, sintiendo que del de José se había desprendido lo antes posible. «Contra esto no podemos nada. ¡Qué le voy a hacer!»
La maleta de José estaba allí. Sentía deseos de abrirla. Pero no lo hizo. Al regresar al comedor vio que el Sagrado Corazón, sentado en su trono, sostenía en la palma de la mano el globo que representaba el mundo. Había una gran quietud matinal en toda la casa. Todo aquello la tranquilizó. «¡Si Vos protegéis a mi hijo, Señor, me río yo de la CEDA y de los mítines!» Luego pensó que, en el fondo, cinco días que faltaban no eran mucho.
Las andanzas de Ignacio y José eran diversas. Primero habían ido a la barbería. A la de Ignacio, situada en la arteria comercial de la ciudad, calle del Progreso. Los Costa, los jefes de Izquierda Catalana, la habían hecho prosperar. Arrastraron a mucha gente y además impusieron la moda de las lociones y de las propinas crecidas.
Allí tuvieron la gran sorpresa. El patrón, al verlos entrar, lo reconoció en seguida: «Amigo, le reconozco a usted del mitin. Pida usted el masaje que quiera». José quedó estupefacto. «¡Sí, sí, usted!» Ignacio soltó una carcajada, divertido. «Curioso —pensó— que un grito anticedista pueda valer un masaje.»
Aquello puso definitivamente de buen humor a José. Recorrieron la Gerona moderna, que a José le pareció espantosa. A las doce dijo, de repente: «Ahora me doy cuenta de que desde que salí de casa no les he mandado ni una postal».
—Mándales un telegrama —propuso Ignacio.
—¡Hombre! —exclamó José—. Es una idea. —Y alegres, pensando en Matías, echaron a andar hacia Telégrafos.
Matías no pudo atenderlos como hubiera deseado. Tenía mucho trabajo.
—Habrá huelga —les dijo— y todo el mundo manda telegramas.
—¿Cómo huelga?
—Sí. No se sabe si huelga general, o sólo de la CNT.
CNT… José volvió a pensar en el Responsable. Lo mismo que Ignacio. A éste le había parecido que el gesto del jefe anarquista de pegarse, seco, en la mejilla, tuvo una gran dignidad. Todavía no había digerido su encuentro rapidísimo con aquel personaje. Los ojos de acero del Responsable los tenía clavados en la memoria. Y su gorra calada hasta las cejas. Bajito, sin afeitar…
A José le hubiera gustado olfatear por Telégrafos y, sobre todo, por la Sección de Correos. Le gustaba ver montones de cartas. Nunca había comprendido por qué la gente se escribía tanto. «Ya ves, yo todavía ni una postal.» Aquel pensamiento le envaneció tanto que decidió no mandar el telegrama. «¡Nada! Cuando llegue, ya me verán.»
Matías se despidió de ellos.
Luego fueron a la Rambla comentando lo de la huelga. Ignacio ya había oído hablar de ello. Los ferroviarios cobraban un salario ínfimo, y además había habido varios despidos, al parecer injustificados. Lo mismo entre los camareros. Pero los camareros eran menos decididos y por otra parte pertenecían a la Unión General de Trabajadores.
José le preguntó:
—¿Así… que la CNT pita, a pesar de todo?
Ignacio no estaba muy bien informado, porque en el Banco le habían afiliado a la UGT. Pero desde luego el Responsable abría brecha. Tenía poca ayuda, al parecer, pero era de una tenacidad implacable. «Ya lo viste.»
José le preguntó:
—¿Y me dijiste que se reúnen en un gimnasio?
—Sí. Eso cuentan.
Ignacio le explicó entonces que el cajero del Banco Arús vivía enfrente y siempre les contaba el pintoresco efecto que hacía ver a unos hombres muy serios, discutiendo de salarios y demás, rodeados de poleas, paralelas, cuerdas con anillos, etc.
—Si la sesión se prolonga —añadió— sin darse cuenta empiezan a Utilizar los objetos. —Ignacio se animó hablando de ello—. Al parecer a veces terminan como si todos fueran atletas. El Responsable sentado en el potro y éste haciéndole dar tumbos, y sus hijas rubias haciendo bíceps con dos bolas de hierro.
José también se divertía.
—¿Sus hijas también asisten a las reuniones?
—¡Cómo! No abandonan nunca a su padre.
—¡Caray! Como si dijéramos, una familia modelo…
—Es así.
A José le entraron unas ganas inmensas de conocer todos los locales políticos de la ciudad.
—¿Y la CEDA?
—¡Uf! Es una especie de Balneario.
—¿Y Liga Catalana?
—¿Liga Catalana…? Un despacho de notario… ¡Bueno, no! También saben divertirse, cuando quieren.
—¿Y los comunistas?
—¡Oh! Ésos… peor que la CNT. Se reúnen en una barbería.
—¡Vaya! Con el retrato de Stalin y demás.
—No sé. No lo he visto nunca.
—Pero… ¿y qué sabe el barbero de comunismo?
—No sé. Ya te digo. —Ignacio se echó a reír—. Ahora recuerdo que la Torre de Babel un día fue allá y se encontró en pleno jaleo. Miraban una revista antigua en que se veían unos oficiales rusos y el barbero decía: «¡Eso es pelo bien cortado y no lo que hacemos aquí!» Y todos los clientes asentían con la cabeza.
José no reaccionó como Ignacio había supuesto. Se detuvo un momento en el centro de la Rambla, precisamente frente al café de los militares, y le dijo:
—Aquí tomáis a los comunistas un poco a broma, ¿no?
Ignacio se detuvo a su vez.
—¿A broma? Chico, no sé. A mí me parece que si peco por algo es por tomarlo todo demasiado en serio.
José continuó mirándole e insistió:
—¿Tú conoces algún comunista?
—Pues… no. Creo que no. Conozco uno… que desde luego siempre lee a Marx y cosas por el estilo. Pero no sé si está afiliado o no.
—¿Y qué tal?
—Es un compañero de trabajo. Del Banco.
—¡Vamos!
Ignacio añadió:
—Desde luego, allí es el que tiene más personalidad.
José sonrió:
—¿Más que el subdirector…?
Ignacio reflexionó.
—Entiéndeme… Según lo que entiendas por personalidad.