Doña Amparo se emocionó. José resoplaba y miraba la botella de coñac, dispuesto a derribarla de un puñetazo.
Pero se contuvo. Viendo la estúpida sonrisa de doña Amparo, barbotó:
—¡Me asfixio! —Y dio media vuelta en dirección a la puerta. Y sin esperar a Ignacio, desapareció.
* * *
Ignacio le alcanzó ya a mitad de la calle.
—José, chico… Francamente…
—¡Calla, hombre, calla! ¿No te has dado cuenta?
—¿De qué?
—Ese marica es un comunista de marca mayor.
—¿Comunista…?
Ignacio se quedó parado en seco, y todo el discurso que había preparado se le borró de la memoria.
—¡Si los conoceré yo! —añadió José, sin dejar de andar.
Ignacio le alcanzó de nuevo. Aquello era inesperado.
—Pero… ¿por qué crees que lo es?
—No seas imbécil. Ha empleado todos sus argumentos. Enemigo de CNT-FAI, ¿comprendes? El viaje a París… Miedo a que fracase esta República, que les sirve de trampolín. Estadísticas… Ellos a la reserva… Y los brazaletes de su mujer… Es el retrato completo.
Ignacio no podía hablar. Mil pensamientos le asaltaban.
—¡Es curioso! —dijo por fin, olvidando el resto—. Mi madre cree lo mismo.
—¿Tu madre?
—Sí.
José preguntó:
—¿Desde cuándo está ahí el tipo?
—Hace cuatro o cinco años.
—Es un tío listo.
—¡Ya lo creo! —Ignacio añadió—: Y, desde luego, sea como sea… a nosotros nos ha hecho muchos favores.
—Pues id con cuidado. Ésos no quieren a nadie.
Ignacio le preguntó, al cabo de un momento:
—¿Y vosotros sí…?
—¿Nosotros…? Más de lo que te figuras. Lo único cierto que ha dicho ese hombre es que somos unos románticos.
* * *
—¿Es verdad, papá, que los rusos desnudan a las monjas y las tocan? —preguntó Pilar, inesperadamente, a la hora de cenar.
—¡Pilar! —amonestó Carmen Elgazu—. ¡Qué barbaridad es ésa!
José estalló en una risa convulsiva, lo mismo que Ignacio. De nada servía que Carmen Elgazu pusiera cara cada vez más seria. La cosa valía la pena.
—¿Quién te lo ha dicho? ¿Otro sermón de la Madre?
Matías quiso salvar la situación, aun cuando por dentro se reía como el que más, y preguntó:
—Bueno, ya está bien, ya está bien. ¿Qué tal la entrevista con Julio? Todavía no nos habéis explicado nada.
José exclamó:
—¡Ay! Hacía años que no me reía tanto. —Una vez calmado, pudo contestar—: ¿Julio…? ¡Pues muy bien! —Luego añadió—: Tienen ustedes ahí un comunista de los de postín.
A Carmen Elgazu se le pasó el mal humor. Echó a su marido una mirada que valía un Perú.
—¡No digas tonterías! —cortó Matías—. Eres más niño aún que Pilar. ¿Qué quieres que busquen en España los comunistas? ¡Caray! ¡Buen país para la disciplina!
—¿En España? Pues muy sencillo —dijo José—. Lo que buscan en todas partes; entrar en la casa de al lado y llevarse la radio.
—¿O sea que lo que busca Julio es llevarse mi aparato de galena?
—¡No te hagas el tonto! —intervino Carmen Elgazu—. ¡Se entiende muy bien lo que José quiere decir! Y creo que tiene razón.
* * *
La víspera de la huelga, Ignacio y José, después de cenar, salieron al balcón con una silla cada uno y tomaron asiento. Las luces de la Rambla estaban semiapagadas. En las mesas del paseo, gente sentada con indolencia; debajo de un farol dos conocidos de Ignacio jugando, absortos, al ajedrez.
Pilar también salió un momento, pero luego su madre la mandó a la cama. Entonces los dos muchachos quedaron solos. Era una noche clara y dulce, una de las noches dormidas de Gerona.
Hablaron con lentitud, como si cada uno midiera las palabras. Ignacio preguntó, después de un silencio, con la cara vuelta hacia el firmamento:
—¿Te impresiona a ti la noche…?
—¿La noche…? Según.
—¿Cómo te explicas que haya estrellas?
—Pues… allá están.
—Ya, ya, pero… ¿cómo han ido ahí?
—Eso mismo digo yo: ¿cómo?
Al cabo de un rato, José preguntó:
—¿Así que… cuánto te falta?
—¿Para qué?
—Para terminar el Bachi.
—Pues, si en mayo apruebo, me faltará un año.
—Y luego, ¿qué harás?
—Abogado.
—¡Abogado! ¿Pleitos de ricos?
—¿Por qué?
—¡Qué sé yo…! Los pobres…
—Lo que crea justo.
—Habrá que mantener cierta posición social…
—¡Yo no pretendo eso!
—Ya me lo dirás por teléfono…
Más tarde Ignacio dijo:
—¿Te pregunto una cosa?
—Anda.
—¿Has matado a alguien?
—¡Tú, a jugar limpio…!
—Es una pregunta.
—¿Por qué te interesa?
—Pues… no lo sé.
Luego José comentó:
—Hablando de otra cosa… ya has visto a la mujer de tu amigo, ¿no?
—¿Qué quieres decir?
—Se te come con los ojos.
—¿A mí…?
—¿Pues a quién, a Romanones?
Por último añadió:
—¿Por qué no me hablas de César?
—¡Bah! No entenderías nada.
—Hoy sí, mira. Hoy estoy de buenas.
—Pues… por el Collell anda, afeitando a los criados.
—¿Cómo…?
—Ya te dije que no entenderías.
—¿Todavía se echa sal en el agua?
—Todavía.
—Los hay de remate.
—Si le miraras de frente, verías que no.
* * *
A Ignacio le gustaba el cariz que tornaba Gerona en un día de huelga. Las tiendas cerradas tenían un encanto especial, como si los comerciantes hubieran dicho: «¡Al diablo el trabajo! Nos vamos al campo y allí viviremos felices». Los trenes, parados; la maquinaria de las fábricas, muda.
El jueves se confirmó la noticia dada por Julio: la huelga empezaría al día siguiente, viernes. Lo anunció la radio y también
El Demócrata
.
El Demócrata
informó que la UGT se había desinteresado de la cuestión, así como Izquierda Republicana y demás partidos, a causa de la intransigencia de los dirigentes de la CNT.
Ello significaba que las Empresas más afectadas serían: la fábrica Soler, la más importante de la ciudad —botones, cintas, artículos de mercería—, la fábrica de Industrias Químicas, situada en los arrabales, y la fundición de los hermanos Costa, diputados. En estas tres empresas el porcentaje de anarquistas era muy crecido, suficiente para paralizar el trabajo. El resto de huelguistas quedaba repartido entre talleres más pequeños, especialmente del ramo de metalurgia, y luego, en bloque, los ferroviarios. Los conductores, revisores y personal administrativo de los ferrocarriles pertenecían a la UGT, de modo que el servicio de trenes quedaba asegurado.
Ignacio no comprendía que los socialistas no se adhirieran a la huelga. No comprendía que, si verdaderamente los ferroviarios y los obreros de las tres grandes fábricas cobraban jornales insuficientes, no se solidarizaran con su causa todos los demás, que prevalecieran rencillas de Partido o Sindicato.
Lo más entusiastas eran los limpiabotas del bar Cataluña. El jueves por la noche le dijeron al patrón del bar: «Guárdanos ese betún, que mañana no trabajamos ni por ésas». Y le entregaron las cajas, los cepillos.
A Ignacio, el sistema de declararse en huelga le parecía un hallazgo comparable al de la elección provincial de diputados, entre otras razones porque la paralización de la industria que ello traía consigo, demostraba irrefutablemente que quienes llevaban el peso de la producción eran los obreros. ¡Si en el Banco el día en que el botones estaba enfermo todo el mundo andaba de coronilla!
Matías Alvear, aunque en Telégrafos no hubieran hecho huelga jamás («nosotros somos como los seminaristas —decía—, tenemos mucha paciencia»), era partidario del derecho de huelga. «Es una de las bases de la democracia.» Carmen Elgazu cada vez que se cerraban las puertas de las fábricas, decía que aquello perjudicaba a las gentes como ellos, a la pacífica clase media.
En la mañana del viernes, Ignacio se levantó más temprano que José. Ardía en deseos de ver el aspecto de las calles. Salió y, como siempre, entró un momento en el Banco y allí la Torre de Babel le dijo, simplemente:
—Hoy habrá tortas.
—¿Por qué?
—La Liga Catalana ha organizado sardanas en la Rambla, a las doce.
—¡No es posible!
—Ya lo verás.
Don Jorge, presidente honorífico; el notario Noguer, vicepresidente… Ignacio consideró aquello de mal gusto. ¡Santo Dios! Pensó en el Responsable y en su séquito. ¿Qué pasaría? En los «limpias» había adivinado que aquello no iba a ser como en otras ocasiones. Había un punto de violencia en el ambiente; bien claro lo demostraba el aire de los limpiabotas. El subdirector dijo: «No creo que la Liga Catalana se atreva a hacer eso».
En cambio, Ignacio supuso en seguida que se atreverían. La gente de la Liga Catalana le parecía impermeable a todo lo que fuera popular. Eran abogados, agentes de Bolsa, accionistas de Sociedades Anónimas, catedráticos a la antigua, la
élite
, en fin, económica e intelectual de la ciudad. El padre de la muchacha de cuello de cisne era de la Liga Catalana… Julio había dicho un día: «Se niegan a admitir que el rumor de las masas sea profundo».
Ignacio salió del Banco y regresó a la Rambla. Los huelguistas habían empezado a hacer acto de presencia. Se veían muchos en el Puente de Piedra, tomando el sol. Sentados en las barandillas, esperaban la llegada de la prensa de Barcelona. Charlaban animadamente; algunos grupos se movían con agitación. Los más vestían su habitual indumentaria de trabajo; pero varios se habían endomingado absurdamente, se habían puesto zapatos relucientes, o una gorra nueva.
Las mujeres pasaban algo asustadas con sus cestos de compras, un poco más de prisa que de ordinario. Los transportistas hacían sonar en mitad del puente la bocina como diciendo: «¡Paso libre, allá vosotros; nosotros lo que queremos es trabajar!» Los pequeños comerciantes sudaban la gota gorda, pues en la huelga anterior hubo considerable rotura de cristales. Pasaban las monjas veladoras, que se retiraban. Dos gitanas merodeaban por entre los grupos, ofreciéndose para leer la buenaventura.
A las diez y media en punto, el mercado de legumbres y carne empezó a despejarse. Acudieron los barrenderos. Llegaron los periódicos. Algunos ponían: «¡El proletariado gerundense en huelga!» Aquello enardeció los ánimos. El personal de las tires grandes empresas se había concentrado allí, así como todos los empleados menores del tren.
Ignacio se había detenido en la acera del bar Cataluña, junto con unos futbolistas. Y de repente, vieron asomar un entierro por la plaza del Ayuntamiento, viniendo de la iglesia del Carmen. El monaguillo en vanguardia, con la cruz en alto. Detrás del monaguillo seis sacerdotes cantando, perfectamente alineados. Luego los caballos engalanados, dos cocheros con sombrero de copa; y detrás del féretro, solo, el hijo del muerto, al que seguía una larga comitiva, comitiva algo desordenada hacia el final.
Por el número de sacerdotes y coronas y por la calidad de la madera del ataúd, resultaba evidente que se trataba del entierro de alguien de categoría; sin embargo, los huelguistas abrieron sus líneas y todos se quitaron la gorra o la boina. Varios, al pasar el féretro, levantaron el puño.
Pero al hijo del muerto, muchacho de la edad de Ignacio, le acribillaron a miradas amarillas; aunque por fortuna él no lo advirtió.
—Hasta entre «fiambres» hay clases —barbotó alguien—. Si pagas, más curas y más cocheros.
—Pero una vez en el hoyo, se acabó —contestó otro—. Cuando llueve, llueve.
—A mí que no me vengan con coronas.
—Yo sí, yo querré una del Sindicato.
Pasado el entierro apareció, acercándose por la orilla del río, el Responsable. Le escoltaban sus dos hijas y un sobrino suyo, cojo, muy joven, que siempre llevaba un pañuelo rojo en el cuello. Eran las once de la mañana.
Ignacio le vio andar con su paso menudo, decidido, la misma gorra del día del mitin, los mismos ojos de acero. Tenía algo de pequeño general vestido de paisano y recordó que se decía de él que había aprendido a hipnotizar.
Ignacio no pudo resistir la tentación de acercarse al grupo que se formó en torno de aquél. El contacto directo entre el jefe y los suyos le pareció un detalle honrado. Ignacio odiaba con toda su alma «los organizadores de revoluciones desde un despacho».
Tan ensimismado estaba, que no se dio cuenta de que una de las dos hijas del Responsable le había clavado una banderita en la solapa, hasta que la chica hizo tintinear por tercera vez ante él una bolsa llena de calderilla.
—¡Ah, perdón! —se registró los bolsillos hasta dar con unas monedas.
El Responsable decía: «Tenemos que esperar». Y su sobrino, el cojo, muy joven, pero mucho más alto que él, con eternas costras en los labios, se reía frotándose las nalgas con las manos.
Momentos después Ignacio sintió que le tocaban en el hombro: era José, que llegaba con cara de sueño. José, después de cenar, había salido solo, sin dar explicaciones, y regresado muy tarde.
—¿Qué pasa?, ¿cómo está eso? —preguntó.
Ignacio le dijo:
—No sé. El Responsable acaba de llegar.
José echó una mirada de conjunto, con aire experimentado. Movió de arriba abajo la cabeza. Se le veía con ganas de actuar. Ignacio pensó en la absoluta inutilidad de aquella discusión con Julio. Nadie convencería a José. En cuanto veía costras en los labios de alguien, también empezaba a frotarse las nalgas.
Quedó perplejo al ver que, sin preámbulos, José se abría paso entre los grupos.
—¡José…!
José no le oyó. En pocos segundos se plantó audazmente frente al Responsable.
—¡Salud, camaradas! —dijo. Ignacio le había seguido y pronto estuvo a su lado.
El Responsable, al ver a José, permaneció inmóvil. El primo de Ignacio le sostuvo la mirada y le ofreció la mano.
El Responsable dudaba. Miró a su gente, como consultándola. Pero muy pocos conocían a José, aunque todos estaban pendientes de la escena y algunos murmuraban su nombre.
Por fin el Responsable tomó una decisión.
—Salud —dijo, y estrechó la mano a José, dando con aquel ademán por liquidado el asunto del mitin. Y acto seguido se la estrechó a Ignacio.
José no perdió tiempo en explicaciones.
—Parece que esto marcha —dijo.