Los cipreses creen en Dios (48 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Pero en aquel taller, y precisamente por su seriedad las gestiones del sacerdote fracasaron. Trabajaban en él el padre y los dos hijos, y hablarles de alguien ajeno a la familia era hablarles en otro idioma. Nunca lo hubieran consentido.

El otro taller era reciente, se había instalado hacía un par de años en la planta baja de un inmueble del Ensanche, en plena ciudad moderna. Allá la tentativa tuvo éxito. El dueño había puesto aquel negocio como pudo poner otro. Por lo tanto, le importaba poco la procedencia de los obreros. Y como César se ofreció para trabajar durante las vacaciones sin cobrar, pues adelante.

Fue emocionante para César conocer de cerca la parte moderna de Gerona. Aquellos edificios enormes, de ventanas todas iguales, de aceras perfectas, le asustaron. Decían de ellos que eran higiénicos, que daban paso a la luz. ¿A qué luz? César pensaba en la que chocaba, transformándose en mil colores, en los rosetones de la Catedral. En la zona moderna todo le parecía oler a clínica, incluso el taller de paredes encaladas.

Junto al taller había inmensos solares sin edificar, que algún día serían Bancos. Se hablaba de un cine, los garajes florecían. Gerona mordía sobre estas bases la llanura por el oeste.

César entró de aprendiz. Y ya el primer día se enteró de algo que le dejó estupefacto, como siempre le ocurría. Por lo visto, el dueño, al que llamaban simplemente Bernat y al que los propios obreros tuteaban, decía siempre que si había escogido aquella época para fabricar santos era precisamente porque era época anticlerical, lo cual hacía suponer que un día u otro las imágenes serían quemadas. «Y como a los seis meses todo el mundo se habrá arrepentido…»

Fue un argumento que al parecer convenció al director del Banco al que fue a pedir crédito; a César, en cambio, le anonadó. «¿Quién era aquel hombre, Bernat?» Su aspecto era campechano. Uno de los mejores jugadores de bochas de la localidad. Hasta el punto que, cuando sus compañeros de juego le visitaban en la imaginería, al ver tantas figuras rotas por el suelo le preguntaban si utilizaba el taller para entrenarse. Él contestaba:

—¡Bah! Palmo más o menos poco importa.

César no hubiera supuesto jamás tal lenguaje hablando de atributos religiosos. La idea que se había hecho era la de que trabajaría en una especie de templo. ¡Válgame Dios! Si Bernat tenía esa mentalidad, los tres operarios y los dos restantes aprendices eran peores aún. Su trato cotidiano con santos y vírgenes, unido al hecho de haber visto lo que las imágenes tienen por dentro de yeso y harpillera, habían matado en ellos no sólo el respeto, sino incluso la corrección. Se gastaban bromas inauditas sobre los modelos que tenían en las manos. Era un espectáculo que ponía la carne de gallina. Cada santo, mártir, obispo o confesor tenía un mote alusivo a alguno de sus símbolos, otras veces a la actitud o el gesto. Aquella escalera de blasfemias, acrecentada a medida que las imágenes aumentaban de tamaño, tenía un remate que a César, al oírlo por primera vez, casi le hizo llorar: a un modelo de Cristo en la Cruz, que tenía los brazos muy altos y las manos ligeramente adelantadas, le llamaban «el banderillero».

—¡Eh, tú! —le gritaron a César—. ¡Trae aquel banderillero para acá! Hay que pintarle la sangre.

Al seminarista se le heló la suya en las venas. Miró al dueño, y Bernat imprecó:

—¡Anda! ¿No oyes? ¿Eres tonto, o qué?

Enfrente había un garaje, más allá pondrían un cine. César asió la imagen de Cristo. Pesaba horrores, pero consiguió desplazarla. Entonces el operario, Murillo de nombre, que ya le esperaba con un pincel mojado en rojo, se puso a silbar y empezó a rellenar las cinco llagas.

Aquélla había sido la equivocación de César: suponer que entraría y ¡zas! empezaría a fabricar imágenes, una copia tras otra. En seguida se dio cuenta de que aquello era un verdadero oficio y que se necesitaba mucho tiempo antes de poner las manos en algo de una manera personal. Había escultor, vaciador, decorador, carpintero. Bernat sabía un poco de cada cosa, pero sobre todo llevaba las cuentas, se cuidaba del embalaje, que era esencial en el negocio, de las compras, recibía a los viajantes, a los compradores.

—Así… ¿cuántas Cármenes queréis?

—Media docena de la talla B.

A César le destinaron a los trabajos subalternos: barrer, preparar la cola, la gelatina, arrancarla luego, llevar bloques de un lado para otro, tirar de carretón. Le dijeron que al cabo de unas semanas podría empezar a frotar los moldes con papel de lija. Él hubiera preferido colocarse en el otro taller, en el fundado en 1720. Sobre todo… porque su máxima ilusión hubiera sido regalar a su hermano, por su santo, un San Ignacio de Loyola elaborado por sus propios dedos. Y tal vez allá se lo hubieran permitido, por lo menos intentarlo, dándole los consejos necesarios.

Cuando Carmen Elgazu se enteró de las condiciones en que todo aquello se desarrollaba, quiso hablar inmediatamente con mosén Alberto, para que dieran orden en la diócesis de que nadie comprara imágenes a Bernat. Mosén Alberto le contestó: «Por desgracia, en casi todas partes ocurre lo mismo. Además, ¿qué se le va a hacer? Por eso luego se las bendice».

Capítulo XXIII

Ignacio, por fin, desistió de ir al baile del Casino, aunque se lo había prometido a Ana María. Imposible resolver lo del
smoking
.

Al día siguiente volvió a dejar la ropa al cuidado de un chico, volvió a internarse en el mar y a cortar en diagonal hacia la zona de pago. Se había propuesto inventar en el camino la excusa que había de dar a Ana María por no haber asistido al baile. Pero pronto se dio cuenta de lo difícil que es pensar mientras se nada. El agua parecía que le entraba por una oreja y le salía por la otra —como en las casas de Gerona cuando había inundación— barriendo todo orden posible en el pensamiento.

Al llegar a la playa, Ana María no estaba aún. «Claro, claro —pensó—. El baile habrá terminado a las cuatro de la madrugada…» Se divirtió como pudo. El balón azul del comandante Martínez de Soria flotaba entre las cabezas; pero sin Ana María se le hacía odioso. David y Olga le habían dicho que el comandante daba lecciones de esgrima en el Casino.

Por fin la muchacha llegó, llevando el albornoz enrollado, colgado a la espalda. Ignacio prefirió esperar a que saliera en traje de baño. Él en
slip
y ella vestida, se hubiera sentido inferior.

Se ocultó en el agua y a poco vio a Ana María aparecer en la puerta de su caseta alquilada, con un
malliot
verde, más ceñido aún que el anterior. Se le acercó sin perder tiempo. Pero era tan grande su emoción que el pecho le latía y no sabía qué le iba a decir. En cuanto ella le vio se detuvo, y quedó mirándole con ojos de infinito reproche. Ignacio llegó a su lado. En el fondo, el silencio creado les satisfacía, tenía algo de complicidad.

Perdona, Ana María…

—No tengo nada que perdonarte. No tenías ninguna obligación.

—La verdad es que… lo que no tenía era
smoking
.

La muchacha empequeñeció sus verdes ojos. Se tocó los moños. Loli estaba allí y soltó una carcajada.

Ignacio se sentía en ridículo, pero Ana María salvó la situación. Con naturalidad le asió de la mano y se lo llevó aparte.

—Deja a ésa, es una tonta.

Y luego explicó que había sido una lástima, pues ella, para bailar con él, se había puesto un vestido largo, de color de cielo mediterráneo… Y una flor en el pelo.

Luego añadió que se había pasado la velada entera mirando a la puerta, como una tonta… Que a medianoche incluso bebió champaña, «para olvidar».

Ignacio sentía tal odio hacia Loli, que ello le impedía saborear la exquisitez de aquellas palabras. En otras circunstancias se hubiera desmayado de felicidad.

—Déjala, déjala. Es una nueva rica.

Ignacio se quedó mirando a la arena.

Ana María dijo de pronto:

—Anda. Vamos a bañarnos. Dejemos eso. —Se levantó, se puso aquel gorro que le minimizaba la cabeza y echando a correr entró en el agua como un delfín.

Ignacio la siguió. Y al encontrarse en el fondo del mar se sintió otro. Al rozar la arena y mirar hacia arriba y ver las piernas de Ana María pataleando como si estuviera en el aire tuvo ganas de asirle un pie, de tirar de él y ahogarse los dos juntos, o darle un beso de agua que no se terminara nunca.

Surgió inesperadamente a la superficie, frente por frente a la muchacha y entonces fue ella la que desapareció. Y así anduvieron jugando, inundándose de espuma, de sol. También los ojos de Ana María tenían color de cielo mediterráneo.

Era la alegría del mar, de verano, de su juventud desbordante. Era el encuentro con el alma gemela que despertaba las posibilidades latentes de la vida.

Las horas pasaban volando y llegó el momento de separarse. Ignacio desapareció hacia la zona de los pobres después de haber quedado con la muchacha en que se encontrarían «en la barca de siempre», hacia el atardecer.

Y así lo hicieron. Aquel día, y el siguiente y todos los atardeceres. Era un momento inolvidable para Ignacio. Se decía a sí mismo que en San Feliu se había concentrado todo lo que el mundo podía dar de sí. Nada hermoso faltaba ni en la bahía ni en su corazón. Con asir el dedo meñique de Ana María le bastaba para ser feliz.

En realidad, se preguntaban pocas cosas uno a otro. Andaban juntos y les bastaba. Se reían por cualquier tontería. Al tropezarse con alguien de Gerona, Ignacio le decía: «Ése es de Gerona». Y si se encontraban un conocido de Ana María decía ésta: «Es un amigo de casa».

Pero con frecuencia buscaban, sin darse cuenta, la soledad. «A mí llévame al aire libre. Y si puede ser, subir a una montaña.»

Era maravillosa la capacidad de Ana María para trepar por las rocas y luego enfrentarse con los grandes espacios sin sentir vértigo. Podía asomarse a un acantilado y ver la caída vertical de la piedra y la lengua de mar al fondo sin sentir vértigo. Podía subirse a la ermita de Sant Elm, desde la que se divisaba un panorama inmenso de agua, desde Francia hasta la costa barcelonesa, con un horizonte lejanísimo, sin sentir vértigo. Ignacio la admiraba. Era una criatura serena. Dondequiera que se encontrase, ella era el centro de sí misma. Hubiérase dicho que los rodetes, uno a cada lado, le defendían las sienes, se las apretaban impidiendo la dispersión.

Recorrían todos los alrededores del pueblo. Y tan pronto descubrían, en lo hondo, playas pequeñas y escondidas como se encaramaban cada uno a un árbol y desde arriba, ocultándose entre el follaje, se llamaban y se hacían señas. A veces se encontraban por la mañana y asistían a la llegada de las barcas de pesca, con los peces plateados y rojos coleando; otras veces, después de cenar, Ana María se zafaba de sus padres y de su grupo de amigos y se iban al rompeolas, que les gustaba porque les daba un poco de miedo.

Ana María en todos sus actos y movimientos era mujer. Desde el de sentarse en el suelo con la falda temblorosa rodeándole, hasta la serie ininterrumpida de mentiras que estaba contando en casa para que todo aquello le fuera permitido. Y si por un lado le gustaba andar, andar en silencio y reírse y mirar con picardía, como ocultando un secreto, por otro lado se detenía de repente y acercándose a Ignacio le decía: «¡Puedo confesarte una cosa! Me gustas». Y echaba a correr. Un día añadió: «Sobre todo tu voz. Tienes una voz —te lo digo en serio— que me vuelve algo loca».

Si el viento los azotaba, hablaban de cosas grandes: cuando hallaban un abrigo, en un recodo o tras unas rocas, hablaban de trivialidades, y con frecuencia de recuerdos infantiles. Lo más lejano que Ana María recordaba era un pulpo. Un pulpo, que siendo ella muy niña vio, en la playa, a punto de salir del agua. Se asustó y huyó en busca de su niñera. Ignacio lo más lejano que recordaba era cuando su madre, Carmen Elgazu, los sábados, en Málaga, le sentaba dentro de una palangana, desnudo, con las piernas fuera, y con una esponja le frotaba todo el cuerpo. Ana María gozaba lo suyo imaginando las gotas resbalando por la diminuta columna vertebral de Ignacio.

—¿Te gustaba, si…?

—Sí, sí. Me gustaba.

Un día Ignacio le preparó una sorpresa. Avisó a las alumnas de la Colonia y le dijo a Ana María: «Hoy vamos a ir por el lado de S'Agaró, bajaremos bordeando el Salvamento de Náufragos». Así lo hicieron y en cuanto las niñas, que estaban a la escucha, los vieron aparecer, se levantaron como un enjambre de pájaros y salieron a su encuentro gritando y saltando. Les rodearon como si fueran dos novios, y una de las alumnas, la mayor, le ofreció a Ana María una muñeca de trapo con dos moños uno a cada lado… Ana María se emocionó y dijo que la guardaría en su corazón. En el momento de despedirse, oyeron que de un matorral brotaban unos rasgueos de guitarra. Era el maestro local, amigo de David y Olga, que se había escondido allí. Luego el sol les dedicó una de las más hermosas agonías del año.

A veces se cruzaban con el grupo de veraneantes pertenecientes a la pandilla de la chica. Eran muchachos vanidosos, que llevaban el jersey anudado al cuello a modo de bufanda, con estudiado desgarbo. Hijos de fabricantes. Miraban a Ignacio con cierta insolente curiosidad, pues les había secuestrado a Ana María. Al chico le ponía nervioso verlos. Ana María le decía: «Déjales. ¿No ves que se aburren?»

Una de las cosas que les gustaba era asistir a las reuniones de los esperantistas, en la plaza de la iglesia… ¡Porque en el pueblo había muchos esperantistas! Era un pueblo de escondidas y escalofriantes imaginaciones, lo cual Julio ya había advertido. Gente que soñaba en sociedades universales. Anarquistas sin saberlo, demasiado sentimentales para ofrecer sus servicios al Responsable.

Ignacio descubrió otra sociedad: «Los amigos de la Atlántida». Un grupo de taponeros que creía en la existencia de la Atlántida, y que consideraba prueba irrefutable de ello el hecho de que todos los años emigraban de las costas de África occidental unas bandadas de pájaros y que al llegar a un punto determinado del océano empezaban a buscar y a dar vueltas sobre sí mismos y chillar con desesperación. Uno de los taponeros le dijo un día a Ana María: «Y si no… ¿cómo Colón habría encontrado habitantes en América?» El hombre escribía un poema inmenso titulado «La Atlántida», y les recitó gratis unas estrofas, que se parecían a las que Jaime recitaba en Telégrafos a Matías Alvear, pero con mucha más sinceridad.

La hora de las confidencias era siempre la misma: el atardecer. Y el lugar siempre el mismo: la barca a la que fueron el primer día. Allí Ana María le rogaba que le contara cosas de su familia.

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