Después de atravesar las colinas y encontrar la casa y después de que William le deje el coche a un criado y antes de dirigirnos a la entrada principal, vemos a una muchedumbre de fotógrafos alineada detrás de un cordón, y William me dice que sonría.
–Sonríe -me susurra-. O por lo menos inténtalo. No quiero ver otra foto como la última del
Hollywood Reporter
donde tienes esa cara de subnormal.
–Estoy cansada, William. Estoy cansada de ti. Estoy cansada de estas fiestas. Estoy cansada.
–El tono de tu voz podría haberme encandilado -dice él, agarrándome bruscamente del brazo-. Limítate a sonreír, ¿vale? Sólo hasta que hayamos pasado por delante de los fotógrafos. Luego me la suda lo que hagas o dejes de hacer.
–Eres… espantoso -digo yo.
–Tú no eres mucho mejor -dice él, tirando de mí.
William habla con un actor del que estrenan una película la semana que viene y estamos junto a la piscina y junto al actor hay un chico muy joven y muy bronceado que no escucha la conversación. Mira fijamente la piscina, con las manos en los bolsillos. Un viento cálido desciende de los desfiladeros y el pelo rubio del chico se mantiene perfectamente peinado. Desde donde me encuentro distingo los carteles, unos rectángulos débilmente iluminados, de Sunset, con luces fluorescentes. Doy un trago a mi copa y vuelvo a mirar al chico que continúa con la vista clavada en el agua iluminada. Toca un grupo y la suave y cadenciosa música y la luz procedente de la piscina y el chico tan guapo y los toldos a rayas amarillas y blancas que se levantan en una pradera alargada, espaciosa, y el viento cálido y las palmeras, con la Luna destacando sus frondas, actúan como anestésicos. William y el actor hablan de la mujer de una estrella de rock que trató de ahogarse en Malibú y el chico rubio al que miro fijamente aparta la vista que tenía clavada en la piscina y por fin se pone a escuchar.
EN LAS ISLAS
Estoy mirando a mi hijo por el cristal de la ventana del quinto piso del edificio de oficinas del que soy dueño. Hace cola con otra persona para ver
La fuerza del cariño,
una película que proyectan al otro lado de la plaza donde yo trabajo. No deja de alzar la vista hacia la ventana detrás de la cual estoy parapetado. Hablo por teléfono con Lynch, que me relata los términos definitivos de un contrato en el que trabajamos la semana pasada en Nueva York aunque de hecho yo no le escucho. Miro a través del cristal, contento de que Tim no me pueda ver, de que no nos podamos saludar con la mano. Su amigo y él se limitan a hacer cola para entrar. Su amigo, creo que se llama Sam o Graham o algo así, se parece mucho a Tim: alto, rubio y bronceado, los dos con pantalones vaqueros desgastados y camisetas rojas de la USC. Tim vuelve a alzar la vista hacia la ventana. Yo levanto la mano deslizándola por el cristal sorprendentemente frío y la mantengo así. Lynch dice que como es Acción de Gracias a lo mejor me apetece reunirme con O'Brien, Davies y él para ir a Las Cruces de pesca este fin de semana. Le digo a Lynch que me llevo a Tim a pasar cuatro días en Hawai. Graham le susurra algo a Tim en el oído y los movimientos de Graham y la sonrisa que sigue casi me parecen lascivos y se me pasa por la cabeza la idea de que se acuestan juntos y Lynch dice que a lo mejor hablamos otra vez después de que yo vuelva de Hawai. Cuelgo, apartando la mano de la ventana. Tim enciende un pitillo y vuelve a alzar la vista hacia mi ventana. Yo me quedo allí, mirándole fijamente, con ganas de que no fume. Entonces Kay me grita desde su mesa:
–¿Les? Tienes a Fitzhugh en la línea tres.
Le digo a la chica que no estoy y me quedo junto a la ventana hasta que la fila va entrando y Tim desaparece por las puertas del vestíbulo y cuando me marcho pronto del despacho, hacia las cuatro, y estoy en el aparcamiento subterráneo, me apoyo en un Ferrari plateado y me aflojo la corbata, con las manos temblorosas debido al esfuerzo que me exige abrir la puerta del coche, y luego me marcho de Century City.
He vuelto a hacer y deshacer muchas veces la maleta más grande que tengo, inseguro de qué llevar aunque he estado con frecuencia en el Mauna Kea, pero esta noche, en este preciso momento, estoy teniendo problemas.
Debería comer algo -ya son más de las nueve-, pero no tengo demasiado apetito por culpa del Valium que tomé a primera hora de la tarde. En la cocina encuentro una caja de Triscuits y desganadamente tomo tres. Suena el teléfono mientras estoy volviendo a hacer la maleta, doblando una vez más un par de camisas.
–Tim no quiere ir -dice Elena.
–¿Qué quieres decir con eso de que Tim no quiere ir? – pregunto.
–No quiere ir, Les.
–Déjame hablar con él.
–No está en casa.
–Déjame hablar con él, Elena -repito.
–No está en casa.
–Ya he hecho las reservas. ¿Es que no sabes lo difícil que resulta conseguir habitaciones en el puñetero Mauna Kea durante el Día de Acción de Gracias?
–Sí, lo sé.
–Va a venir, Elena, tanto si quiere como si no.
–Oh, Les, por el amor de Dios…
–¿Por qué no quiere venir? – pregunto.
Elena hace una pausa.
–No cree que lo vaya a pasar bien.
–No quiere porque yo no le gusto.
–Maldita sea, Les, deja de sentir compasión por ti mismo -dice ella, aburrida-. Eso no es… verdad.
–¿Entonces qué es lo que pasa?
–Lo que pasa es…
–¿Lo que pasa qué es? ¿Qué demonios es lo que pasa, Elena?
–Lo que pasa es que… probablemente se sienta incómodo porque… -Elena pronuncia el resto de la frase con mucho cuidado- vayáis solos los dos cuando nunca habéis estado fuera de aquí solos.
–Quiero llevarme a mi hijo a Hawai un par de días, sin sus hermanas, sin su madre -digo yo, y luego-: Por Dios, Elena, nunca nos vemos.
–Me hago cargo, Les, pero ya tiene diecinueve años, por el amor de Dios -dice ella-. Si no quiere ir contigo yo no puedo obligarle a…
–No quiere ir porque yo no le gusto -digo, en voz muy alta, interrumpiéndola-. Lo sabes perfectamente. Yo también lo sé perfectamente. Y estoy completamente seguro de que fue él quien te obligó a que llamaras.
–Si crees eso de verdad, ¿entonces por qué le quieres llevar? – pregunta Elena-. ¿Crees que tres días van a cambiar algo entre vosotros?
Vuelvo a doblar otra camisa y la meto en la maleta, luego me siento en la cama.
–Me molesta mucho tener que intervenir en este asunto -dice por fin ella.
–Maldita sea -grito yo-. No debió haberte metido en esto.
–No grites.
–Me la suda. Mañana iré a recogerle a las diez y media tanto si ese hijoputa quiere ir como si no.
–Les, no chilles.
–Bien, pues no me saques de mis casillas.
–No quiero… -Elena vacila-. Todo esto no me hace ninguna gracia. Preferiría mantenerme al margen. Me molesta mucho tener que intervenir.
–Elena -le advierto-. Dile que va a venir. Sé que está ahí. Dile que va a venir.
–Les, ¿qué piensas hacer si decide que no va a ir? – pregunta ella-. ¿Matarle?
En el fondo de su casa, en su dormitorio, cierran de un portazo. Oigo suspirar a Elena.
–No me gusta tener que hacer esto. No me gusta tener que intervenir. ¿Quieres hablar con las chicas?
–No -murmuro yo.
Cuelgo el teléfono, luego salgo a la terraza del ático con la caja de Triscuits y me quedo junto a un naranjo. Circulan coches por la autopista, una hilera de color rojo, otra hilera de luces blancas, y cuando se me ha pasado el enfado, me queda una sensación de inquietud que parece extraña y desesperadamente artificial. Llamo a Lynch para decirle que me reuniré con él y O'Brien y Davies en Las Cruces pero contesta la novia de Lynch y cuelgo.
La limusina me recoge en mi oficina de Century City a las diez en punto. El chófer, Chuck, mete mis dos bolsas en el maletero después de abrirme la puerta. Camino de Encino para recoger a Tim, me sirvo un Stolichnaya, solo, con hielo, y me sorprende lo rápido que lo termino. Me sirvo otro medio vaso con mucho hielo y meto una cinta de Sondheim en el estéreo y luego me echo hacia atrás en el asiento y miro por las ventanillas de cristales ahumados de la limusina mientras ésta avanza por Beverly Glen hacia la casa de Encino donde Tim pasa unos días mientras está de vacaciones en la USC.
La limusina se detiene delante de la gran casa de piedra y distingo el Porsche negro de Tim que le compré cuando consiguió graduarse a duras penas en Buckley, aparcado junto al garaje. Tim abre la puerta principal de la casa, seguido por Elena, que saluda insegura con la mano en dirección a los cristales ahumados de la limusina y luego vuelve a meterse rápidamente en la casa y cierra la puerta.
Tim, que lleva una chaqueta de sport a cuadros, vaqueros y un polo blanco, tiene dos bolsas en las manos, se dirige a Chuck, que agarra el equipaje y le abre la puerta. Tim sonríe nerviosamente cuando entra.
–Hola -dice.
–Hola, Tim, ¿cómo te va? – pregunto, dándole una palmada en la rodilla.
Se retuerce, continúa sonriendo, con aspecto de cansado, intentando no parecer cansado, lo que le hace parecer todavía más cansado.
–Bien, bien, estoy estupendamente. – Se interrumpe durante un momento y luego pregunta, con desgana-: ¿Y cómo te va a ti?
–Bueno, estoy perfectamente. – Huelo a algo extraño, como a hierbas, que despide su chaqueta y me imagino a Tim en su habitación, sentado en la cama, esta mañana, fumando marihuana con una pipa, para reunir el valor suficiente. Espero que no lleve marihuana encima.
–Esto es… estupendo -dice él, paseando la vista por la limusina.
No sé qué decir de modo que le pregunto si quiere una copa.
–No, no me hace falta -dice.
–Venga, chico, toma una copa. – Me sirvo otro vodka con hielo.
–No me hace falta -dice él, esta vez con menos firmeza.
–De todos modos te serviré una.
Sin preguntarle lo que quiere le sirvo un Stolichnaya con hielo.
–Gracias -dice él, cogiendo el vaso, y dando un sorbo con mucho cuidado, como si estuviera envenenado.
Subo el volumen del estéreo y me retrepo en el respaldo y pongo los pies en el asiento de enfrente.
–¿Te van bien las cosas? – pregunto.
–No demasiado.
–¿No?
–Más o menos. ¿Cuándo sale el avión?
–A las doce en punto -digo yo, como quien no quiere la cosa.
–Oh -dice él.
–¿Qué tal anda el Porsche? – pregunto, al cabo de un rato.
–Bien, bien. Anda bien -concede, encogiéndose de hombros.
–Estupendo.
–¿Y qué tal… el Ferrari?
–Bien, aunque ya sabes, Tim, es una pena usarlo en la ciudad -digo yo, agitando mi vaso y haciendo tintinear el hielo-. No lo puedo conducir tan rápido como quisiera.
–Claro. – Piensa en eso, asintiendo con la cabeza.
La limusina entra en la autopista y empieza a tomar velocidad. La cinta de Sondheim termina.
–¿Quieres oír algo? – pregunto.
–¿Cómo? – pregunta, nervioso.
–Que si quieres oír algo de música.
–Oh. – Piensa en ello, todavía más nervioso-. Bueno, como tú quieras.
Sé que quiere oír algo de modo que enciendo la radio y encuentro una emisora de rock duro.
–¿Te apetece oír esto? – pregunto, sonriendo, subiendo el volumen…
–Da lo mismo -dice él, mirando por la ventanilla-. Está bien.
No me gusta nada este tipo de música y me cuesta mucho esfuerzo y otro vaso de vodka no poner de nuevo la cinta de Sondheim. El vodka no me está haciendo el efecto esperado.
–¿Quiénes son? – pregunto, haciendo un gesto hacia la radio.
–Bueno, creo que son Devo -dice Tim.
–¿Quiénes? – Le he oído.
–Un grupo que se llama Devo.
–¿Devo?
–Sí.
–Devo.
–Eso es -dice él, mirándome como si yo fuera idiota.
–Muy bien. – Me echo hacia atrás en el asiento.
Devo termina. Suena otra canción todavía más estruendosa.
–¿Quiénes son? – pregunto.
Él me mira, se pone las gafas de sol y dice:
–Missing Persons.
–¿Missing Persons? ¿Personas desaparecidas, quieres decir? – pregunto.
–Sí. – Se ríe un poco.
Asiento con la cabeza y bajo uno de los cristales ahumados.
Tim da un sorbo a su vaso y luego lo vuelve a dejar en el regazo.
–¿Estuviste ayer en Century City? – le pregunto.
–No. No estuve -dice sin entonación, sin emoción.
–Oh -digo yo, terminando mi copa.
Por fin se acaba la canción de Missing Persons. Interviene el locutor, que hace una broma, diciendo tonterías sobre unas entradas gratis para el concierto de fin de año que tendrá lugar en Anaheim.
–¿Trajiste tu raqueta? – pregunto, sabiendo que la traía, pues había visto que Chuck la metía en el maletero.
–Sí. Traje mi raqueta -dice Tim, llevándose el vaso a la boca y haciendo como que bebe.
Una vez en el avión, en primera clase, yo en el pasillo, Tim en el lado de la ventanilla, me noto un poco menos tenso. Tomo un poco de champán, Tim tiene un vaso de naranjada. Lleva el walkman puesto, lee un GQ que compró en el aeropuerto. Yo me pongo a leer el ejemplar de
Hawai
de James Michener que llevo al Mauna Kea siempre que voy y pongo mis auriculares en «Música hawaiana» y oigo cantar a Don Ho
Tiny Bubbles
una vez y otra y otra mientras volamos hacia las islas.
Después del almuerzo le pido a la azafata una baraja de cartas y Tim y yo jugamos unas cuantas manos de gin y le gano las cuatro partidas. Él mira por la ventanilla hasta que empieza la película. Mira la película y yo leo
Hawai
y tomo ron y Coca-Cola y después de la película Tim hojea el GQ, mira por la ventanilla la extensión de mar por debajo de nosotros. Me levanto y voy tambaleándome un poco borracho a la parte de arriba y tomo un Valium y vuelvo a bajar cuando nos disponemos a aterrizar en Hilo y cuando tomamos tierra Tim agarra con fuerza el GQ hasta que lo arruga y el avión se acerca a la puerta de embarque hasta detenerse.
Cuando nos bajamos del avión, una chica hawaiana de rostro dulce nos pone dos
lei
de color púrpura alrededor del cuello y nos encontramos con el chófer a la salida y se hace cargo de nuestro equipaje y nos sentamos en la limusina, sin hablar mucho, mirándonos apenas el uno al otro, y mientras vamos en el vehículo atravesando la humedad de la tarde a lo largo de la costa, Tim juguetea con la radio y sólo consigue encontrar una emisora de Hilo que pone antiguas canciones de los años 60. Miro a Tim y Mary Wells empieza a cantar
Mi chico
y él se limita a seguir allí sentado con el
lei
púrpura, que ya empieza a ponerse marrón, colgándole del cuello, con unos ojos inexpresivos que miran tristemente por las ventanillas de cristales ahumados, que observan la tierra verde, mientras sigue todavía agarrando con fuerza el GQ y me pregunto si estoy haciendo bien las cosas. Tim me devuelve la mirada y yo aparto la vista y una imaginaria sensación de paz nos invade tranquilamente a los dos, respondiendo a mi pregunta.