–¿Han visto
Las locas peripecias de un señor Mamá"?
-pregunta la borracha, la cabeza se le cae hacia delante.
–No -dice la gorda, con los brazos cruzados sobre un bolso turquesa que tiene en el regazo.
–Una peliculita encantadora… sencillamente encantadora -dice la borracha, que hace una pausa, esperando algún tipo de respuesta.
Una pareja con pinta de pobres de pedir, acompañada de tres niños pequeños, entra en el vagón restaurante y la madre se pone a jugar con uno de los niños a un juego en el que se utilizan gomas. Observo al niño más pequeño, que se come un paquete de mantequilla. Yo había esperado que no lo hiciera.
–¿No han visto
Las locas peripecias de un señor Mamá?
-vuelve a preguntar la borracha.
La mujer de las turquesas dice que no.
Su marido se toca la corbata de rayas rematada con un pequeño trozo de turquesa y vuelve a cruzar sus enormes piernas.
El ruido que hacen los niños, las preguntas de la borracha, las dos universitarias que sueltan risitas al hablar de Las Vegas, todo eso me molesta pero me quedo en el vagón restaurante porque me da miedo volver al compartimiento y ponerme a recordar mi destino. Otro pitillo, la luz de la llama del encendedor, luego es penumbra. El tren atraviesa un túnel y cuando sale por el otro extremo no hay diferencias tangibles. Uno de los niños grita al jugar:
–Dios te va a agarrar Dios te va a agarrar. – Y luego, más alto-: Padre, padre, padre. – Y el niño que ha comido el paquete de mantequilla señala a su padre, con los ojos muy abiertos, mirándole. El padre eructa, saca otro Parliament, enciende el pitillo y luego me mira y no es una mirada desagradable.
Cuando vuelvo a mi compartimiento, una hora más tarde, hay un mozo de cuerda, negro, que lo está arreglando. Ya ha terminado de hacer la cama, y limpia el pequeño espacio al que llaman cuarto de baño.
–¿Adonde va? – me pregunta.
–A Los Ángeles -le contesto, mirando el pasillo, a la espera de que se vaya.
–¿Y a qué va a Los Ángeles?
–A nada -digo, por fin.
–Ya me han dicho eso antes. – Se ríe ahogadamente, luego añade-: ¿A visitar a alguien?
–Mi padre se casa.
–¿Con una mujer agradable? – El mozo saca una bolsa de la papelera y la ata.
–¿Qué?
–Que si le gusta ella
El tren empieza a detenerse, se oye el sonido de los frenos, el sonido del tren suspirando.
–No.
–Nos volveremos a ver pronto.
Tengo vista a Cheryl por el verano, cuando vuelvo a Los Ángeles sin nada que hacer en particular. En cierto modo ya me ha ido hablando de ella mi padre cuando me llama al colegio mayor los domingos por la noche, pero siempre resulta ambiguo, y en cuanto se da cuenta de que la tiene allí a su lado, se muestra tímido y nunca dice gran cosa. Por lo poco que me ha contado Graham, tiene el pelo moreno con mechas rubias, es delgada, de veintipocos años, con vagas aspiraciones de ser presentadora de televisión. Cuando le insisto a Graham para que me cuente más detalles, Graham, muy pasado como siempre, añade: «Cheryl lee constante, desesperadamente, la
Guía de los Piscis para 1984,
de Sydney Omarr; Cheryl adora la película
Flashdance,
que vio cinco veces el año pasado cuando la estrenaron y tiene diez camisetas destrozadas que llevan pintada la palabra MANIACA; Cheryl hace ejercicios con las cintas de Jane Fonda en el Betamax; William invita a pizza a Cheryl en Spago.» Estas explicaciones siempre vienen seguidas de un: «¿Te haces una idea?», que Graham pronuncia de forma escasamente audible. Cuando pido más detalles, Graham dice:
–¿Es que nunca has salido con un profesor de ski?
No estoy segura de que mis padres ya se hayan divorciado del todo pero en esos días de agosto, después de quedarme en casa de mi madre sin haberme encontrado con ella, voy en coche a la nueva casa de mi padre en Newport Beach y Cheryl sugiere que vayamos de compras las dos juntas. Bullock's, Saks, un Neiman-Marcus que se acaba de inaugurar, donde Cheryl compra una chaqueta verde oliva espantosa, con estampados orientales en la espalda, una prenda que probablemente se pondrá mi padre. Cheryl habla entusiasmada de un libro del que nunca he oído hablar que se titula
Megatrends.
Cheryl y yo tomamos zumo de frutas y té en un café al aire libre del otro lado de un centro comercial que se llama Sunshine donde Cheryl parece conocer a los jóvenes que trabajan en la barra. Tofu endulzado con zumo, tés de hierbas, helado de yogur. Cheryl lleva un jersey rosa neón, roto en el hombro, con la palabra MANIACA escrita en azul cielo, y la camisa me hace saltar de una cosa a la otra. Cheryl habla de la serie de televisión que ve, que es sobre un hombre que intenta comunicarle a su familia que todavía sigue vivo.
–¿Te encuentras bien? – pregunta Cheryl.
–Sí. Estoy bien -digo yo, hoscamente.
–Pues no tienes buena cara -dice Cheryl-. Me refiero a que estás morena pero no pareces contenta.
–Estoy perfectamente.
–¿Has tomado alguna vez tabletas de óxido de zinc?
–Sí -digo-. Las he tomado.
–Pero todavía fumas.
–No mucho.
–Tu padre me prometió que lo iba a dejar -dice Cheryl, metiéndose una cucharada de yogur en la boca.
–Ya veremos.
–¿Fuma Graham?
–Sí. Y también en pipa.
–En pipa, no puede ser -dice Cheryl, horrorizada.
–A veces. Depende.
–¿De qué?
–De que le dé por usar papel de fumar -digo yo, y luego, cuando a este comentario recibo una mirada de incomprensión, añado-: O si no encuentra su pipa de agua.
–¿Quieres venir conmigo a esa clase de aerobic de la plaza?
–¿Una clase de aerobic?
–Has dicho la palabra como si nunca la hubieras oído.
–Estoy cansada -digo-. Creo que me apetece irme.
–Esto es tofu con kiwi -dice ella-. Suena a locura total, pero está muy rico. No te burles.
–Lo siento de verdad.
Después, en el nuevo Jaguar de mi padre, Cheryl me pregunta:
–¿Te caigo bien?
–Eso creo. – Hago una pausa-. No lo sé.
–No resulta demasiado agradable, cariño.
–Pues es todo lo que te puedo decir.
El tren llega a Los Ángeles al oscurecer. La ciudad parece desierta. A lo lejos están las colmas y los cañones de Pasadena y los pequeños rectángulos azules de las piscinas iluminadas. El tren pasa junto a depósitos de agua secos y a enormes aparcamientos vacíos, corre en paralelo con la autopista y luego pasa delante de lo que parece una hilera interminable de almacenes desocupados, pandillas de jóvenes que se apoyan en las palmeras o se reúnen en los callejones traseros o en torno a coches con los faros encendidos, tomando cervezas; suenan los Motels. El tren avanza lentamente cuando enfila hacia Union Station, como si dudara, pasando junto a iglesias mexicanas y bares y un autocine donde ponen una película de terror con subtítulos. Las palmeras destacan ante una masa púrpura, un cielo color caramelo, una mujer pasa delante de mi puerta, murmurándole en voz alta a alguien, puede que a sí misma:
–Esto no es Silver Streak.
Al otro lado de la ventanilla un chico mexicano en una camioneta Chevrolet roja canta acompañando a la radio y me encuentro lo suficientemente cerca de él como para tocar su inexpresiva cara, tan seria, que mira fijamente hacia delante.
Estoy en una cabina telefónica de Union Station. Hace calor, incluso para ser diciembre y de noche. Tres chicos negros bailan
break
junto a la cabina. Me siento y saco mi agenda y marco el número de mi madre con cuidado, utilizando el número de la tarjeta de crédito de mi padre. Cuelgo el teléfono inmediatamente y observo a los que bailan
break.
Enciendo un pitillo, lo termino, luego vuelvo a marcar el número. Suena trece veces.
–¿Diga? – Por fin mi madre contesta.
–Hola… soy yo.
–Oh. – Mi madre parece nerviosa pero a cámara lenta, con una voz sin cuerpo, monótona.
Al cabo de un rato yo repito lo que he dicho.
–¿Dónde estás? – pregunta ella, vacilante.
–¿Estabas dormida?
–¿Qué hora es?
–Las siete -y luego-: de la tarde.
–No puede ser -dice ella, confusa.
–Acabo de llegar a Los Ángeles.
–Bien y… -Mi madre hace una pausa-. ¿Por qué?
–Porque he venido en tren.
–¿Y qué tal en… el tren? – pregunta mi madre, al cabo de mucho tiempo.
–Me gustó.
–¿Por qué demonios no has venido en avión? – pregunta cansinamente mi madre.
El chico venezolano pasa por delante, me ve y sonríe, pero cuando ve que estoy llorando, se asusta y se aleja rápidamente. Afuera espera una limusina, aparcada junto al bordillo. Un chófer lleva un cartel con mi nombre escrito.
–Bien, me alegra que estés de vuelta, ya sabes -dice mi madre-. Desde luego que sí. – Pausa-. Vienes a pasar las Navidades, ¿verdad?
–¿No has hablado con papá? – pregunto por fin.
–¿Por qué… iba a hablar… con él? – pregunta ella.
–Entonces, ¿no lo sabes?
–No. No lo sé.
Estoy sentada en el vagón restaurante del tren que empieza a alejarse de Los Ángeles. Tomo una copa, hojeo un
Vanity Fair,
tomo un Valium. Entra una pareja de surfistas en el salón y toman cerveza con las dos universitarias que hablaban de Las Vegas. Una mujer mayor se sienta junto a mí, cansada, bronceada.
–¿Vas al norte? – me pregunta.
–Sí -digo yo.
–¿A San Francisco?
–Cerca.
–Es un sitio muy bonito. – Suspira, luego añade-: Supongo.
–¿Adonde vas tú?
–A Portland.
–¿Es adonde va este tren? – pregunto yo.
–Eso espero -dice ella.
–¿Eres de Los Ángeles? – pregunto, atontada por el Valium, el Tanqueray.
–De Reseda.
–Un bonito sitio -murmuro, hojeando la revista, tranquila, sin tener idea de dónde se encuentra exactamente Reseda. Paso páginas de anuncios que presentan el mejor modo de vida posible-. Mira qué bonito. – Le tiendo lentamente la revista a la mujer, que la coge con el mismo espíritu con que le es ofrecida, aunque parezca como si no le apeteciera hacerlo.
AGUA DEL SOL
Danny está en mi cama y está deprimido porque a Ricky se lo ligó uno que bailaba
break
en el Odyssey la noche del concurso de quién se parece más a Duran Duran y lo mató. Al parecer Biff, el actual amante de Ricky, llamó a Danny, después de conseguir mi número por medio de alguien de la emisora y le dio la noticia.
Entro y lo único que dice Danny es:
–Ricky ha muerto. Lo degollaron. Se desangró. Llamó Biff.
Danny no se mueve ni explica el tono en el que Biff le dio la noticia y tampoco se quita las gafas de sol Wayfarer que lleva puestas aunque está dentro de casa y son casi las ocho. Se limita a estar allí viendo un programa religioso en la televisión por cable y yo no sé qué decir. Me reconforta que todavía siga allí, que no se haya marchado.
Ahora, en el cuarto de baño, mientras me desabrocho la blusa y me bajo la cremallera de la falda, grito:
–¿Grabaste el noticiario?
–No -dice Danny.
–¿Por qué no? – pregunto, haciendo una pausa antes de ponerme una bata.
–Quería grabar
The Jetsons
-dice sin entonación.
Yo no digo nada cuando salgo del cuarto de baño. Me dirijo a la cama. Danny lleva puestos unos shorts caquis y una camiseta de FOOTLOOSE que le dieron la noche de la fiesta del estreno en los estudios en los que trabaja su padre de ejecutivo encargado de la producción. Le miro, veo mi reflejo, distorsionado, en los cristales de las gafas de sol y luego, con la blusa y la falda en la mano, entro en el armario y las dejo en una cesta. Cierro la puerta del armario y luego me quedo parada delante de la cama.
–Levántate -le digo.
Él no se levanta, se limita a quedarse allí.
–Ricky está muerto. Se desangró. Parecía un negro. Llamó Biff -vuelve a decir, fríamente.
–Creí que te había dicho que mantuvieras el teléfono descolgado o desconectado o algo -digo, sentándome-. Creí que te había dicho que recibiría todas mis llamadas en la emisora.
–Ricky ha muerto -murmura Danny.
–Por algún motivo, hoy me han roto los limpiaparabrisas del coche -digo yo, al cabo de un rato, quitándole el mando a distancia y cambiando de canal-. Dejaron una nota. Decía
Mi hermana.
–Biff. – Suspira y luego añade-: ¿Y tú qué hiciste? ¿Atracaste un Taco Bell?
–¿Me rompió Biff los limpiaparabrisas?
Nada.
–¿Por qué no grabaste las noticias esta noche? – pregunto, suavemente, tratando de no presionarle demasiado.
–Porque Ricky ha muerto.
–Pero grabaste
The Jeffersons
-digo yo en tono de acusación, tratando de no perder la paciencia. Cambio al canal de la MTV, un tímido intento por agradarle. Por desgracia, ponen un vídeo de Duran Duran.
-The Jetsons
-dice él-. No
The Jeffersons.
Grabé
The Jetsons.
Quita eso.
–Pero tú siempre grabas las noticias -estoy gimoteando, aunque trato de no hacerlo-. Sabes que me gusta verlas. – Una pausa-. Creía que habías visto todos los episodios de
The Jetsons.
Danny no dice nada, se limita a volver a cruzar sus largas y esculturales piernas.
–¿Y qué hacía el teléfono colgado? – pregunto, tratando de que parezca un chiste.
Se levanta de la cama tan de repente que me sobresalta. Se dirige a las cristaleras que dan a la terraza y mira los desfiladeros. Fuera hay luz y calor y todavía es posible distinguir más allá de Danny el calor que se alza de las colinas y entonces digo:
–No te vayas.
–Ni siquiera sé lo que estoy haciendo aquí -dice él.
–Entonces, ¿por qué estás aquí? – pregunto yo, casi con aire obediente.
–Porque mi padre me echó de casa -dice él.
–¿Por qué? – pregunto yo.
–Porque mi padre me preguntó: «¿Por qué no consigues un trabajo?», y yo le contesté: «¿Por qué no me chupas la polla?» -dice Danny. Hace una pausa y, habiendo leído cosas sobre Edward, me pregunto si lo habrá dicho de verdad, pero entonces Danny añade-: Estoy harto de esta conversación. Ya hemos hablado de esto muchísimas veces.
–No creo que hayamos hablado ni una sola vez -digo yo, en voz bastante baja.