Son jóvenes y atractivos, les sobra el dinero y no tienen mucho que hacer, salvo conducir coches de marca, tomar copas en los clubs de moda e ingerir toda clase de píldoras estimulantes o alucinógenas. Viven rodeados de lujos en los barrios residenciales de Los Ángeles. Son crueles y promiscuos. Pueden llegar a practicar un sadismo sin límites.
El talento de Ellis para sumergirse en la depravación más absoluta y contarla desde dentro es algo que pocos escritores tienen. Tras su estilizada prosa, su perpetua ironía y su subterráneo sentido del humor, se encuentra el retrato de una sociedad que permanece ajena al resto del mundo y que vive confortablemente instalada en la vacuidad.
Sin ser la obra más relevante de Bret Easton Ellis, no es en ningún caso una ficción prescindible. La velocidad a la que suceden las cosas en la novela, la dinámica que van sumando explicaciones, recuerdos, diálogos y cartas, parecen un torrente sin freno y, de alguna manera, todo está impregnado por la seña de identidad de su particular narrativa y su vigorosa agresividad.
Bret Easton Ellis
Los confidentes
ePUB v1.0
minicaja24.08.12
Título original:
The informers
Bret Easton Ellis, 1994.
Traducción: Mariano Antolín Rato
Retoque portada: minicaja
Editor original: minicaja (v1.0)
ePub base v2.0
Una noche estaba sentado en la cama de la habitación de mi pensión de Bunker Hill, justo en el centro de Los Ángeles. Era una noche importante de mi vida porque tenía que tomar una decisión con respecto a la pensión. O pagaba o me tenía que ir: era lo que decía la nota, que la casera había deslizado por debajo de la puerta. Un problema tremendo, que merecía toda mi atención. Lo resolví apagando la luz y metiéndome en la cama.
John Fante
Pregúntale al polvo
BRUCE LLAMA DESDE MULHOLLAND
Bruce, colocado y bronceado por el sol, llama desde Los Angeles y me dice que lo siente. Me dice que siente no estar conmigo aquí, en el campus. Me dice que tenía razón yo, que debería haber venido al curso intensivo de este verano, y me dice que siente no estar en New Hampshire y que siente no haberme llamado desde hace una semana y yo le pregunto qué anda haciendo por Los Ángeles y no menciono que han pasado dos meses.
Bruce me dice que las cosas han ido mal desde que Robert dejó el apartamento que compartían en la esquina de la Cincuenta y seis con Park y se fue con su padrastro a hacer un viaje en balsa por aguas bravas, por el río Colorado, dejando a Lauren, su novia, que también vive en el apartamento de la Cincuenta y seis esquina con Park, sola con Bruce, juntos los dos durante un mes. Yo no conozco a Lauren pero sé qué tipo de chicas atrae a Robert y tengo muy claro qué aspecto debe de tener, y luego pienso en las chicas a quienes puede gustarles Robert, guapas, de esas que hacen como que ignoran el hecho de que Robert, a los veintidós años, tiene unos trescientos millones de dólares, e imagino a esa chica, Lauren, tumbada en el futón de Robert, con la cabeza echada hacia atrás, y a Bruce moviéndose lentamente encima de ella, mientras cierra los ojos con fuerza.
Bruce me dice que la cosa empezó una semana después de que se fuera Roben. Bruce y Lauren habían ido al Café Central y después de devolver lo que habían pedido de comer y de decidir tomar sólo unas copas, estuvieron de acuerdo en que lo suyo sería sólo cuestión de sexo. Que aquello pasaba únicamente porque Robert se había ido al Oeste. Se dijeron uno al otro que, de hecho, no existía atracción mutua aparte de la física, y luego volvieron al apartamento de Robert y se acostaron. El asunto siguió así, me dice Bruce, durante una semana, hasta que Lauren empezó a salir con un magnate de la propiedad inmobiliaria, de veintitrés años, que tiene unos dos mil millones de dólares.
Bruce me dice que no se enfadó por culpa de eso. Pero que se sentía «ligeramente molesto» el fin de semana en que se presentó Marshall, el hermano de Lauren, que acababa de graduarse, y se quedó en el apartamento de Robert, de la esquina de la Cincuenta y seis con Park. Bruce me dice que la cosa entre él y Marshall se prolongó sencillamente porque Marshall se quedó más tiempo. Marshall se quedó semana y media. Y luego Marshall volvió al piso que tenía su ex novio en el SoHo, cuando su ex novio, un joven marchante de arte que tiene de unos dos a tres millones, dijo que quería que Marshall pintara tres columnas de adorno en el piso que compartían en Grand Street. Marshall tiene unos cuatro mil dólares y algo suelto.
Eso fue durante el período en que Lauren trasladó todos sus muebles (y algunos de los de Robert) a la casa que tenía en la Trump Tower el magnate de la inmobiliaria, el de veintitrés años. Durante ese período fue también cuando los dos carísimos lagartos egipcios de Robert aparentemente comieron unas cucarachas envenenadas y los encontraron muertos, uno debajo del sofá del cuarto de estar, sin cola, el otro despatarrado encima del Betamax de Robert. El grande costó cinco mil dólares; el pequeño había sido un regalo. Pero como Roben se encontraba en alguna parte del Gran Cañón, no había modo de ponerse en contacto con él. Bruce me cuenta que por eso dejó el apartamento de la Cincuenta y seis esquina con Park y se fue a casa de Reynolds, en Los Angeles, en la parte alta de Mulholland, mientras Reynolds, que más o menos tiene, según Bruce, lo que valen un par de
falafels
en PizzaHut, sin incluir la bebida, está en Las Cruces.
Mientras enciende un canuto, Bruce me pregunta qué he andado haciendo, qué ha pasado por aquí, y me dice otra vez que lo siente. Le hablo de las clases, las recepciones, le cuento que Sam se acuesta con un redactor de la
Paris Review
que vino desde Nueva York el fin de semana dedicado a los editores, que Madison se afeitó la cabeza y Cloris creyó que le estaban dando quimioterapia y mandó todos los relatos que su amiga había escrito a unos redactores que conocía del
Esquire, The New Yorker, Harper's,
y que eso dejó a todo el mundo impresionado. Bruce dice que le diga a Craig que quiere que le devuelva la funda de su guitarra. Pregunta si voy a ir a East Hampton a ver a mis padres. Le digo que, como el curso intensivo está a punto de terminar y casi es septiembre, no veo para qué voy a ir.
El verano pasado Bruce estuvo conmigo en Camden y seguimos juntos el curso intensivo, y ése fue el verano en que Bruce y yo nos bañamos de noche en el lago Parrin y el verano en que él escribió la letra de la canción de
Petticoat Junction
por toda mi puerta porque yo me reía cada vez que él cantaba la canción y no porque la canción fuera graciosa, sólo era por el modo en que la cantaba: con la cara rígida pero completamente inexpresiva. Fue el verano en que fuimos a Saratoga y vimos a los Cars y, en ese mismo agosto, más adelante, a Bryan Metro. El verano fueron borracheras y noches y calor y el lago. Una imagen que no vi jamás: mis manos frías deslizándose por su espalda suave y mojada.
Bruce me dice que me toquetee, ahora mismo, en la cabina telefónica. La residencia en la que estoy se encuentra en silencio. Aparto un mosquito de un manotazo.
–No me puedo toquetear -digo yo. Me dejo resbalar poco a poco hasta el suelo, todavía con el teléfono en la mano.
–Ser rico es cojonudo -dice Bruce.
–Bruce -estoy diciendo yo-. Bruce.
Me habla del verano pasado. Menciona Saratoga, el lago, una noche de la que no me acuerdo en un bar de Pittsfield.
Yo no digo nada.
–¿Me estás escuchando? – pregunta.
–Sí -susurro yo.
–Oye, ¿no hay interferencias? – pregunta.
Yo estoy mirando fijamente un dibujo: una taza de
capuccino
rebosante de espuma y debajo de ella dos palabras garabateadas en negro:
el futuro.
–Tranqui -dice Bruce, finalmente, con un suspiro.
Después de colgar vuelvo a mi habitación y me cambio. Reynolds me recoge a las siete y mientras vamos en coche a un pequeño restaurante chino de las afueras de Camden, baja el volumen de la radio después de que yo le diga que ha llamado Bruce; Reynolds pregunta:
–¿Se lo contaste?
Yo no digo nada. Hoy mientras comíamos me enteré de que Reynolds anda enrollado con uno de la ciudad que se llama Brandy. En lo único en que puedo pensar es en Robert que todavía sigue en una balsa, en algún sitio de Arizona, mirando una pequeña foto de Lauren, aunque es probable que no. Reynolds vuelve a subir el volumen de la radio después de que yo niegue con la cabeza. Miro por la ventanilla. Termina el verano, 1982.
UN MOMENTO DE CALMA
–Hace un año -dice Raymond-. Exactamente.
Yo esperaba que nadie lo fuera a mencionar, pero según transcurría la noche me daba cuenta de que alguien diría algo. Lo que pasa es que no creí que fuese Raymond. Estamos los cuatro en Mario's, un pequeño restaurante italiano de Westwood Village, y es jueves y a finales de agosto. Aunque las clases no empiezan hasta principios de octubre, todo el mundo puede asegurar que se termina el verano, que ya ha terminado. No hay gran cosa que hacer. Una fiesta en Bel Air a la que nadie tiene demasiado interés en ir. Ningún concierto. Ninguno de nosotros tiene cita. De hecho, exceptuando a Raymond, no me parece que ninguno salga con nadie. Conque los cuatro -Raymond, Graham, Dirk y yo- decidimos salir a cenar. Ni siquiera me daba cuenta de que hacía «exactamente» un año hasta que me encuentro en el aparcamiento, al lado del restaurante, y casi me alcanza un rastrojo volante que pasa por delante de mí con demasiada rapidez. Aparco y sigo sentado en mi coche, dándome cuenta de la fecha que es y camino muy despacio, con mucho cuidado, hasta la puerta del restaurante y me detengo un momento antes de entrar: me quedo mirando el menú enmarcado en un cristal. Soy el último en llegar. Ninguno les está contando demasiadas cosas a los otros. Trato de llevar la charla hacia otros asuntos: el nuevo vídeo de Fixx, Vanessa Williams, cuánto dinero está recaudando
Cazafantasmas,
qué cursos vamos a seguir, qué tal si al día siguiente vamos a hacer
surf.
Dirk se dedica a contar chistes malos que todos nos sabemos y que a nadie hacen gracia. Pedimos. El camarero se marcha. Raymond habla.
–Hace un año. Exactamente -dice Raymond.
–¿De qué? – pregunta Dirk, sin el menor interés.
Graham alza la vista hacia mí, luego la baja.
Nadie dice nada, ni siquiera Raymond, durante largo rato.
–Ya lo sabes -dice, por fin.
–No -dice Dirk-. No lo sé.
–Sí que lo sabes -dicen Graham y Raymond al mismo tiempo.
–No, de verdad que no lo sé -dice Dirk.
–Déjalo, Raymond -digo yo.
–No, nada de «déjalo, Raymond». ¿Qué tal «déjalo, Dirk»? – dice Raymond, mirando a Dirk, que no nos está mirando a ninguno de nosotros. Se limita a estar allí sentado, con la vista clavada en el vaso de agua, que tiene mucho hielo.
–No seas gilipollas -dice, con suavidad.
Raymond se echa hacia atrás, con aire de satisfacción pero algo triste. Graham me vuelve a mirar. Yo aparto la vista.
–No parecía que hiciese tanto -murmura Raymond-. ¿No crees, Tim?
–Déjalo, Raymond -vuelvo a decir yo. – ¿De
qué
hace un año? – dice Dirk, mirando por fin a Raymond.