–He conocido a una chica de San Diego -me dice, distraídamente, quitándose la camiseta de la USC.
Yo sonrío y asiento con la cabeza y me quedo allí tumbado con la copa que está aguada y es espumosa y no es lo que yo pedí, y cuando cierro los ojos pienso que cuando los abra, cuando alce la vista, Tim estará delante de mí, haciéndome gestos de que le acompañe al agua donde hablaremos de cosas sin importancia, pero al abrir los ojos, Tim se sumerge en la rompiente con la chica de San Diego. Un Frisbee aterriza en la arena junto a mis pies. Veo un lagarto.
Más tarde, después de la playa, los dos estamos en el cuarto de baño, preparándonos para cenar. Tim tiene una toalla sujeta alrededor de la cintura y se afeita. Yo estoy en el otro lavabo quitándome el aceite solar de la cara antes de ducharme. Tim se quita la toalla, sin darle importancia, y se limpia la espuma que le queda en la cara.
–¿Te importa que Rachel venga a cenar con nosotros? – pregunta.
Le miro.
–En absoluto. ¿Por qué iba a importarme?
–Estupendo -dice él, saliendo del cuarto de baño.
–Dijiste que era de San Diego, ¿no? – pregunto, secándome la cara.
–Sí, va a la Universidad de California en San Diego.
–¿Con quién está aquí?
–Con sus padres.
–¿No querrán cenar con ella esta noche?
–Han ido a Hilo a pasar la noche -dice él, poniéndose los calzoncillos, buscando una camisa-. Por unos negocios que tiene su padrastro.
–¿Te gusta?
–Sí. – Tim examina atentamente una camisa lisa y blanca, como si fuera un libro que contuviera toda clase de respuestas-. Eso creo.
–¿Lo crees? Pasaste toda la tarde con ella.
Después de una ducha, me dirijo al dormitorio y luego al armario. Tim parece más contento y me alegra que haya conocido a esa chica; me da ánimos que cene con nosotros alguien más. Me pongo un traje de lino y me sirvo una copa del minibar y me siento en la cama, viendo que Tim se echa gel fijador en el pelo.
–¿Te alegra que hayamos venido? – pregunto.
–Claro -dice, sin entonación.
–Creía que no querías venir.
–¿Por qué pensaste eso? – pregunta él. Se echa más gel en los dedos, pasándoselos por su espeso pelo rubio, oscureciéndolo.
–Tu madre dijo que no tenías ganas de venir -le suelto yo, rápidamente, sin pensarlo. Doy un sorbo a la copa.
Me mira desde el espejo, con la cara empañada.
–No. Yo nunca dije eso. Tenía que preparar un trabajo para clase y, bueno… -Se peina, examinándose el cabello con atención. Satisfecho, se aparta del espejo y me mira, y al enfrentarme con aquellos ojos inexpresivos decido no seguir.
Nos encontramos con Rachel en el comedor principal. Está de pie junto al piano hablando con el pianista. Lleva una flor púrpura en el pelo y el pianista se la toca y ella se ríe. Tim y yo nos dirigimos hacia la chica. Ella se vuelve, mostrando unos ojos grandes y azules y nos dirige una sonrisa blanca y perfecta. Se toca el hombro y se acerca a nosotros.
–Rachel -dice Tim, un poco a desgana-. Te presento a mi padre. Les Price.
–Encantada, mister Price -dice Rachel, tendiéndome la mano.
–Hola, Rachel. – Le estrecho la mano, fijándome en que no lleva las uñas pintadas aunque las tiene largas y bien cuidadas. Suelto inmediatamente su mano. Ella se vuelve hacia Tim.
–Los dos tenéis un aspecto estupendo -dice.
–Tú estás muy guapa -dice Tim, sonriéndole.
–Sí -digo yo-. Muy guapa.
Tim me mira, luego a ella.
–Gracias, mister Price -dice Rachel.
El maître nos acomoda en el exterior. Sopla una cálida brisa nocturna. Rachel se sienta frente a mí y parece incluso más guapa a la luz de las velas. Tim, recién afeitado, con un carísimo traje italiano que le compré el verano pasado, con la piel más bronceada aún que la de Rachel, el pelo peinado hacia atrás, complementa a Rachel de un modo desconcertante, casi como si fueran parientes. Tim parece cómodo con esta chica y casi me siento contento por él. Yo pido un Mai Tai y Rachel una Perrier y Tim toma una cerveza. Después de terminar el Mai Tai y de pedir otro y después de escucharlos a los dos parlotear sobre la MTV, la universidad, los vídeos que les gustan, una película sobre una chica deforme que aprende a aceptarse a sí misma, me noto lo suficientemente relajado como para contar un chiste que termina con: «Por favor, ¿podría enjuagarme la boca?» Como los dos confiesan que no lo entienden y se lo tengo que explicar, lo dejo correr.
–¿Qué es eso que te pones en el pelo? – le pregunto a Tim.
–Es Tenax, papá. Es un gel para el pelo. – Me mira con gesto de enfado y luego a Rachel, que me sonríe.
–Era una simple pregunta -le digo, distraídamente.
–¿A qué se dedica, mister Price? – pregunta Rachel.
–Trátame de tú, Rachel -le digo.
–Muy bien ¿A qué te dedicas, Les?
–Me dedico a los negocios inmobiliarios.
–Ya te lo había contado yo -le dice Tim.
–¿Me lo habías contado? – pregunta ella, mirándome sin expresión.
–Sí -dice amargamente Tim-. Te lo conté.
Por fin ella aparta la vista.
–Lo había olvidado.
Una imagen de Rachel, desnuda, con las manos en los pechos, tumbada en mi cama, se impone, y la idea de tirármela me resulta de lo más atractivo. Tim intenta ignorar que la observo tan fijamente, pero sé que no me quita ojo y ve que miro atentamente a Rachel. Rachel coquetea audazmente conmigo y yo no dejo de pensar en si debería coquetear con ella. Traen la cena. La terminamos enseguida. Después pedimos más copas. Por entonces yo me encuentro lo suficientemente borracho para acercarme a Rachel y sonreírle sugerentemente. Tim está tan encogido que parece como si no existiera.
–¿Sabíais que Robert Waters anda por aquí? – nos pregunta Rachel.
–¿Quién? – pregunta Tim, hoscamente.
–Vamos, Tim -digo yo-. Robert Waters. Trabaja en
Patrulla de vuelo,
esa serie de la tele.
–Me parece que no veo demasiado la tele -dice Tim.
–Sí, debe de ser eso -digo yo, resoplando.
–¿No sabes quién es Robert Waters? – le pregunta Rachel.
–No, no lo sé -dice Tim, con tono áspero-. ¿Y tú?
–De hecho, yo le conocí el año pasado en la toma de posesión de Reagan -dice Rachel, y luego-: Dios santo, yo creía que todo el mundo sabía quién es Robert Waters. – Sacude la cabeza, divertida.
–Pues yo no lo sé -dice Tim, evidentemente irritado-. ¿Pasa algo?
–Bueno, resulta un tanto embarazoso. – Rachel sonríe, baja la vista.
–¿Por qué? – pregunta Tim, y parte de su frialdad se le evapora.
–Ha venido con otros tres tipos -digo yo.
–¿Sí? – pregunta Tim.
–Pues sí. – Rachel se ríe. – Uno de ellos trató de ligar con Tim hoy -le cuento a Rachel, temiendo su respuesta porque al principio no la hay, pero luego se echa a reír y entonces yo me río con ella. Tim no se ríe.
–¿Conmigo? – pregunta-. ¿Cuándo?
–En el bar -dice Rachel-. Hoy en la playa.
–¿Aquel tipo? – pregunta Tim, recordando.
–Sí, aquél -digo, poniendo los ojos en blanco.
Tim se ruboriza.
–Era amable. Era un tipo amable. ¿Qué pasa?
–Nada -dice Rachel.
–Estoy seguro de que era amable de veras -digo yo, riendo.
–Amable de veras -repite Rachel, riendo muy tontamente.
Tim la mira y luego me mira bruscamente a mí como si yo tuviera la culpa de algo, y luego de nuevo a Rachel y le cambia la expresión como si hubiera entendido algo que llevaba a otra cosa, y como si darse cuenta de ello le hiciese perder la tensión.
–Al parecer los dos os fijasteis -dice Tim, todavía sonriendo a Rachel, luego a mí con desagrado. Enciende un pitillo, desafiándome. Pero yo le devuelvo la sonrisa y hago como que no me doy cuenta.
–Eso parece -digo yo, dándole un golpecito en el brazo a Rachel.
–Vamos, Tim -dice ella, apartándose un poco-. Le gustas. Probablemente seas el chico más joven de por aquí.
Tim sonríe, da una profunda calada al pitillo.
–No me había fijado en cuántos «jóvenes» había por aquí. Lo siento.
–No deberías fumar -dice Rachel.
–Es lo que yo te digo, Tim -añado yo.
El la mira a ella, luego a mí.
–¿Por qué no? – le pregunta a Rachel.
–Te sienta mal -dice ella, muy seria.
–Eso ya lo sabe -digo yo-. Se lo dije ayer por la noche.
–No. Tú me dijiste que no fumara porque estábamos en Hawai, no porque me sentara mal -dice Tim, furioso.
–Bien, pues te sienta mal y además lo encuentro ofensivo -digo yo sin esfuerzo.
–No te estoy echando el humo a la cara -murmura él. Vuelve a mirar a Rachel para que le eche una mano-. ¿Te molesto a ti? Me refiero, bueno, a que estamos al aire libre.
–No deberías fumar, Tim -le dice ella suavemente.
Él se levanta.
–Bien, pues me voy a terminar este pitillo a otra parte, ¿vale? Como os molesta tanto… -Pausa, luego, a mí-: ¿Se pone bien la cosa esta noche, papá?
–Tim -dice Rachel-. No hace falta que te vayas. Siéntate.
–No -digo yo-. Déjale que se vaya.
Tim empieza a alejarse.
Rachel se da la vuelta en su silla.
–Tim. Dios santo.
Tim pasa junto a un par de macetas de palmeras enanas, por delante del pianista, de uno de los maricas, de una pareja de viejos que bailan entrando y saliendo del comedor.
–¿Qué es lo que le pasa? – pregunta Rachel.
No nos decimos nada más y escuchamos al pianista y las conversaciones apagadas que salen del comedor, el sonido de fondo de las olas que rompen en la orilla. Rachel termina una copa que no recuerdo que haya pedido. Yo firmo la cuenta.
–Buenas noches -dice ella-. Gracias por la cena.
–¿Adonde vas? – le pregunto.
–Por favor, due a Tim que lo siento. – Empieza a alejarse.
–Rachel -digo yo.
–Nos veremos mañana.
–Rachel…
Sale del comedor.
Abro la puerta de nuestra suite. Tim está sentado en su cama, mirando hacia la terraza, con las cortinas ondulando a su alrededor. La habitación está completamente a oscuras si se exceptúa la luz de luna y, aunque están abiertas las puertas de la terraza, apesta a marihuana.
–¿Tim? – digo yo.
–¿Qué? – Se vuelve.
–¿Qué te pasa? – pregunto.
–Nada. – Se pone lentamente de pie y cierra las puertas que dan a la terraza.
–¿Quieres que hablemos? – He estado llorando.
–¿Qué? ¿Me preguntaste si quería que habláramos? – Enciende una luz, sonriéndome con una sonrisa triste.
–Sí.
–¿De qué?
–Tú dirás.
–No tenemos nada de qué hablar -dice él. Pasea junto a la cama, despacio, pensativo, con andar cansado.
–Por favor, Tim.
–¿Qué? – Levanta los brazos, sonriendo, con los ojos muy abiertos e inyectados en sangre. Se quita la chaqueta y la deja caer al suelo-. No hay nada de qué hablar.
Lo único que puedo decir es:
–Dame una oportunidad. No me eches a perder todas las oportunidades.
–Tú no tienes ya ninguna oportunidad que se pueda echar a perder, colega. – Se ríe y luego vuelve a decir-: Colega.
–¿Qué quieres decir con eso?
–Nada. Nada de nada -dice Tim, menos cortante que antes. Deja de pasear y luego se sienta en la cama, dándome la espalda.
–Olvídalo -dice, bostezando-. No hay nada… de nada.
Me quedo allí de pie.
–Nada -dice otra vez-.
Nada.
Paseo por los alrededores del hotel durante largo rato y por fin termino sentado en un pequeño banco que da al mar, junto a un foco que brilla en el agua. Dos mantas, atraídas por la intensa luz, nadan trazando círculos, formando olas con sus aletas. No hay nadie más mirando las mantas y yo clavo fijamente la vista en ellas durante lo que parece mucho tiempo. La Luna está alta y es pálida y brillante. Un loro grazna en el hotel. Estoy a punto de ir a recepción para que me cambien a otra habitación cuando oigo una voz a mis espaldas.
–
Manta birostris,
llamada también manta a secas. – Rachel sale de la oscuridad, lleva una ajustada camiseta con las palabras LOS ÁNGELES, y la flor de antes todavía en el pelo-. Son parientes de los tiburones y las rayas. Viven en las aguas cálidas del océano. Pasan la vida parcialmente enterradas en el barro del fondo o en la arena o bien nadando por las profundidades.
Se acerca al banco y se apoya en el poste del foco y contempla los dos grandes monstruos grises.
–Avanzan haciendo ondular sus grandes aletas pectorales y usan de timón sus largas colas. Se alimentan fundamentalmente de crustáceos, moluscos, gusanos marinos. – Hace una pausa, me mira-. Algunas mantas pesan más de ciento cincuenta kilos y se han capturado algunas que miden seis metros. Son muy temidas debido a su tamaño. – Sigue mirando el agua y continúa hablando, como si le leyera a un ciego-. De hecho son bastante huidizas. Sólo hacen naufragar barcos y cuando las atacan matan a los seres humanos. – Me mira-. Dejan unas huevas enormes de un color verde oscuro, casi negro, con pequeños zarcillos con los que quedan sujetas a las algas. Cuando los peces han salido de las huevas, éstas son arrastradas a la orilla. – Se interrumpe, luego suspira profundamente.
–¿Dónde aprendiste todo eso?
–Saqué sobresaliente en oceanografía.
–Oh. – Suspiro, borracho-. Eso es… muy interesante.
–Eso creo. – Vuelve a mirar a las mantas.
–¿Dónde has estado? – pregunto.
–Por ahí -dice ella, apartando la vista, como si la atrajera algo invisible-. ¿Hablaste con Tim?
–Sí. – Me encojo de hombros-. Está bien.
–¿No os lleváis bien? – pregunta.
–Tan bien como la mayoría de los padres y los hijos -digo.
–Es una pena -dice ella, mirándome. Se aparta del foco y se sienta en el banco junto a mí-. A lo mejor no te quiere. – Se quita la flor del pelo y la huele-. Pero supongo que es lo justo, porque tú tampoco le quieres.
–¿Crees que mi hijo es guapo? – pregunto.
–Sí. Mucho -dice-. ¿Por qué?
–Sólo quería saberlo. – Me encojo de hombros. Una de las mantas sube a la superficie y salpica agua con la aleta.
–¿De qué hablasteis esta tarde? – pregunto.
–No hablamos mucho. ¿Por qué?
–Sólo quería saberlo.
–De algunas cosas.
–¿De qué cosas? – la animo-. Rachel.