Zhenia miró el reloj: faltaba poco para la medianoche. Starkov estaría esperándole a la 1.30, todavía tenía tiempo. Zhenia ocupaba uno de los apartamentos de la pequeña casa de tres plantas destinada a dar alojamiento al personal y que estaba situada dentro del recinto del balneario. Esto les venía bien a todos: a Zhenia, puesto que justificaba su constante presencia en El Valle, y al balneario, que así siempre tenía a mano a un excelente electricista, de día y de noche.
Shajnóvich ordenó los apuntes, volvió a hojearlos, cerró los ojos para recitarlos varias veces y luego, una vez satisfecho, hizo pedazos los papeles escrupulosamente y los quemó en el fregadero de la cocina. Se tomó un café y comió un par de bocadillos, pues detestaba cocinar. Se puso la trenca y salió del apartamento.
Svetlana Kolomíets estaba durmiendo apaciblemente sobre el único diván: al final, el coche que tenía que venir a buscarla no apareció. Vlad, sumiso, le había cedido el confortable lecho y se había acostado en el suelo, pero el sueño no llegaba. Se levantó sin hacer ruido, entró en el cuarto de baño, se puso la inyección; luego se sentó en la cocina y, tras asegurarse de que la puerta de la habitación estaba bien cerrada, enchufó la grabadora. Al principio intentó leer el guión cotejándolo con la música, no dejaban de inquietarle aquellos seis minutos para los que no alcanzaba la acción. Lo miró así y asá, trató de prolongar algunos episodios pero se le «caían» de la imagen sonora. Después simplemente cerró los ojos y escuchó.
Unas dos horas más tarde paró la grabadora. Su ánimo estaba sereno y plácido. Lo había entendido todo.
Volvió a la habitación, se sentó en el borde del diván y acarició la cabeza de Svetlana. Al instante ésta despertó, como si no hubiera estado dormida.
—¿Qué quieres? ¿No puedes dormir? ¿Quieres estar conmigo? —preguntó extendiendo los brazos obsequiosa.
—Sólo quiero que me digas la verdad, Sveta —dijo Vlad despacio—. Es muy importante. Dame la palabra de que no mentirás.
—Vale, te la doy. ¿Qué sucede?
—¿Te han dicho cómo termina la película?
Ella calló. Pobre tonto, ¿para qué quería complicarse la vida? Le había dado la palabra prometiendo que diría la verdad. Pero también había empeñado su palabra con ellos, prometiéndoles su silencio. Ay, Señor, qué chorradas eran éstas, no estaban en los párvulos: la primera palabra empeñada valía más que la segunda.
—Te pregunto, Sveta —la voz de Vlad sonaba espantosamente monótona—, si te han dicho qué ocurrirá en los últimos seis minutos.
—Sí, sí, sí que me lo han dicho —dijo Sveta, a quien el enfado no le dejó callarse la boca—. Vamos a follar, vamos a montar un numerito porno en toda regla. ¿No has podido adivinarlo tú solito? ¡Toma secreto de la corte madrileña!
—No, Sveta, te han engañado. Van a matarte.
Lo dijo con tal sencillez que Sveta le creyó en el acto.
—Te veo alterado —observó Nastia siguiendo dócilmente a Damir por el largo pasillo de la primera planta.
—No hagas caso —dijo él quitándole importancia a la cuestión con un gesto de la mano—. Tenía mucha prisa por volver antes de que te hubieras ido a dormir, le pedí al taxista que corriese más, el imbécil se puso a cien y dos veces estuvimos en un tris de tener un accidente.
—¿Has pasado miedo?
—Algo de eso hay. Hasta ahora sigo sin volver en mí.
Abrió la puerta de la suite, dejó pasar a Nastia y la ayudó a quitarse la cazadora.
—¡El tabaco! —se acordó ella—. Vaya por Dios, creo que me lo he dejado encima del banco. Como tenga que ir a buscarlo…
—Me ofendes, Anastasia. Si me he encargado de conseguir Martini, ¿crees que me habré olvidado de los cigarrillos?
Con un gesto teatral, Damir extrajo del minibar la botella, los vasos y una cajetilla de cigarrillos mentolados de buena marca.
—Míralo, qué detalle —sonrió Nastia—. Si dejamos de lado algunas minucias, se podría creer que de veras estás enamorado.
—Nástenka —Damir la cogió cariñosamente de la mano—, ¿qué puedo hacer para convencerte de mi sinceridad? Ya llevo dos días aquí…
—Tres —rectificó con calma Nastia.
—¿Cómo dices?
—No llevas aquí dos días sino tres. Es una de esas menudencias que me impiden admitir que seas sincero. No te pregunto por qué me has mentido sino que lo asumo como un hecho cierto. Ya eres mayorcito, Damir, estás a punto de cumplir los cuarenta, y si mientes, significa que lo haces con algún fin. No se te ocurra explicarme nada. Limítate a aceptar la realidad: no me creo ni una palabra de lo que me dices. Lo cual no obsta para que podamos discutir asuntos que no requieran veracidad. Por ejemplo, tu trabajo. ¿Sabes?, tu película me ha gustado. Quisiera terminar de verla. ¿Es posible?
—Es posible —su voz rezumaba frialdad—. Tu rectitud me mata. ¿Tratas así a todos?
—Así… ¿cómo?
—Nunca sigues el juego. No te basta con poner los puntos sobre las íes sino que tienes que escribir cada frase con todos los signos de puntuación. Estoy seguro de que no tienes amigos, ¿eh?
—No —asintió Nastia—. Pero tengo a un hombre a quien quiero y que para mí vale más que todos los amigos del mundo.
—Anastasia —gimió Damir—, no hay quien te aguante. ¿Cómo diablos me ha dado la perra de interesarme por ti? De acuerdo, termina de ver la película, yo entretanto voy a preparar el café.
… En la pantalla, el nieto hecho ya un hombre está padeciendo la tragedia de la soledad.
—Me has robado el don del habla —le reprocha al abuelo—. Soy incapaz de expresar mis sentimientos como todo el mundo, lo único que sé hacer es tocar música. He perdido a todos mis amigos, las mujeres me abandonan porque con mi lengua de trapo no sé hablarles si no es por medio de la música.
—Pero en cambio has creado una gran música, una música inmortal —le contesta el abuelo ciego desde su lecho de muerte.
—¡No quiero nada de esto! ¡Quiero una mujer, hijos, amigos, quiero ser como todo el mundo!
—Un hombre que compone una gran música no puede ser como todo el mundo —dice el abuelo—. Si tienes un don, olvídate de la vida corriente, de sus reglas y las demás bobadas. No son para ti. Eres un genio.
Poco a poco, el abuelo se va extinguiendo, mientras el nieto, de pie junto a su cama, se queja a voz en grito:
—No quiero ser genio. ¡No quiero, no quiero, no quiero!…
Y de golpe cae en la cuenta de que es incapaz de expresar con palabras todo su dolor, todo su odio hacia el abuelo, hacia sí mismo, hacia la música y coge el violín y se pone a tocar. Fin de la película.
A juicio de Nastia era un trabajo excelente. Sin duda, Damir tenía un talento verdadero. Su don musical quedaba patente en la película, y el argumento no era nada corriente.
—¿Te ha gustado? —le preguntó Damir inclinándose para verle la cara.
—Mucho —declaró con sinceridad Nastia—. ¿Tienes alguna más?
—No, sólo he traído esta cinta, quería enseñársela a Reguina.
Me gustaría saber qué le has mostrado. ¿Qué trabajo fue aquel que ella censuró tan despiadadamente, llamándote chapucero? ¿Éste? Si la memoria no me engaña, esta tarde has dicho a las claras que Reguina Arkádievna no había visto aún esta película. Otra vez mientes, Damir Ismaílov. Pero no voy a señalártelo, no voy a acusarte de mentiroso. Estoy de vacaciones. Supongamos que te haga quedar en mal lugar, que te demuestre que tú no sabes mentir y que yo soy muy perspicaz. ¿Y luego? No estoy aquí para atar ni desatar. Si te da por mentir, adelante, miente todo lo que el alma te pida. Esto a mí no me concierne.
A continuación Damir se puso a besar a Nastia larga y tiernamente, acariciándole la espalda y jugando cariñosamente con su larga melena, mientras el metrónomo interior de Nastia marcaba el compás de la situación poniendo en evidencia su cinismo, su frialdad y una total carencia de espíritu romántico. Soy un monstruo moral, se repetía ella por enésima vez en esos últimos días. ¿Por qué no consigo relajarme y disfrutar con los galanteos de un hombre guapo y con talento? ¿Por qué me aburre tanto? Esta vez le dio un poco de cuartel a Damir y contó hasta veinte. Luego se levantó, le dio las buenas noches y se marchó a su habitación.
A lo largo de los años Pável Dobrynin se había forjado una regla inamovible: no quedarse nunca con una mujer hasta la mañana. Su concepto de la «mañana» no estaba relacionado con una determinada posición de las agujas del reloj. El criterio definitorio era el ritual matutino: asearse, charlar, desayunar juntos, en una palabra, todo aquello que de un modo u otro podía recordar los esquemas de la vida familiar. Incluso si se despertara en una cama extraña a las diez de la mañana, se vestiría y se iría de estampida. Le resultaba más fácil.
Pável se despegó del cuerpo portentoso de una morena y echó una ojeada al reloj. Eran casi las tres y media. Podía dar los doscientos mil por embolsados, pensó con satisfacción. Ya era hora de replegarse a los cuarteles y descabezar un sueñecito.
La morena se mostró comprensiva y no trató de retenerle. Al parecer, era su alma gemela y no buscaba compañía permanente sino diversión esporádica.
Al acercarse a la habitación 240, Pável llamó con los nudillos, delicadamente. Como al otro lado de la puerta no se oyó ningún sonido indicativo de que el otro ocupante estuviera despierto y fuera a abrirle de un momento a otro, llamó más fuerte. Silencio. Presionó levemente el picaporte. La puerta cedió con facilidad. Será tonto, se enfadó Dobrynin, está clapando y no ha echado la llave. Cuántas veces tengo que decirle que no se puede dejar la puerta abierta: mi chaqueta de piel, mi cámara de fotos, el casete de doble pletina y los demás avíos cuestan un ojo de la cara, y para más inri, la caja común, aquella en la que guardamos las puestas no sólo yo y Nikolai, sino también Zhenia, también está en la habitación. Una dejadez increíble.
Pável encendió la luz del techo y se dispuso a darle la bronca al compañero. Estaba echado en la cama, bien arropado con la manta, inmóvil, de cara a la pared.
—¡Eh, Koliánich! —le gritó—. ¡Venga, arriba! Nos han robado.
Su compañero de habitación no se movió. Pável se puso a su lado, lo cogió del hombro y lo zarandeó. Un grito nuevo se le atravesó en la garganta.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Svetlana Kolomíets, confusa.
Estaba sentada sobre el diván, los pies descalzos rozando el suelo, los hombros cubiertos por la manta.
—Tenemos que marcharnos antes de que vengan a buscarnos. Nos quedan cuatro horas más o menos.
Vlad estaba dando vueltas por la habitación, los escalofríos le recorrían la piel y no conseguía entrar en calor.
—Lo malo es que no tenemos adónde ir. Nos encontrarán en un santiamén: una chica guapa acompañada por un enano. Una pareja que dará la nota, fijo.
—¿Y si nos largamos de aquí antes de que nos echen de menos y nos apalancamos en algún agujero? —propuso Sveta—. ¿Nos buscamos un desván o una casa abandonada y esperamos allí?
—Te olvidas de lo más importante. Soy drogata. ¿Tienes alguna idea de cómo estaré mañana? ¿Cuánto dinero tenemos?
—Yo tengo unos doscientos mil, nada más. ¿Y tú?
—Lo justo para volver a casa.
—A lo mejor, nos da tiempo para marcharnos de la Ciudad antes de que amanezca. Vamos a intentarlo. ¿Sabes dónde está la estación?
—No tengo ni idea, he venido en avión. ¿Y tú?
—Yo también. A esta hora no hay autobuses, las calles están vacías, no encontraremos a nadie a quien preguntar el camino. ¿Un taxi?
—Descartado. En estos tiempos que corren, en las ciudades normales los simples taxistas no trabajan de noche. Sólo los mafiosos. Caeremos justo en sus garras.
—Oye, Vlad, si tenemos suerte, podemos parar a un particular.
—¿Estás chalada? ¿Qué particular dejará que unos desconocidos suban en su coche a las cuatro de la madrugada? Y si alguien nos llevara, sólo sería con un fin: conducir hasta un descampado y atracarnos.
—Pero cómo puedes decir eso, Vládichek —sollozó la muchacha quejumbrosa—, si empezamos a ver criminales en todo quisquí, entonces no nos queda nada, ninguna salida. Pero tiene que haberla, ¿me oyes? Tiene que haber algún modo de salir. No quiero morir. Vlad, eres un hombre, piensa algo.
—Vamos a ver, bonita… —Vlad se detuvo por un instante, luego reanudó su caminar arriba y abajo por el cuarto—. Si no salimos de aquí antes de amanecer, estamos acabados. Tratar de abandonar la Ciudad es demasiado arriesgado, podemos salir de la sartén para caer en las brasas. No hay más que una opción, quedarnos aquí. Para esto tenemos que cambiarnos de ropa, tanto tú como yo. Tu vestidito de los años cincuenta llama demasiado la atención. En cuanto a mí, ni qué decir tiene, colegial de segundo con traje de adulto. Además, necesitamos dinero para el papeo y para la morfina. Sólo que no acabo de ver dónde podemos conseguir todo esto, aquí no conozco a nadie. Pero si resolvemos el problema de la ropa, el dinero y mi dosis, hay posibilidad de que salgamos de ésta. Por favor, calla la boca cinco minutos, tengo que pensar.
Sveta se inmovilizó, encogida en un rincón del diván. ¡Dios mío, en qué historia tan espeluznante se había metido! No comprendía qué le dio a Vlad la idea de que iban a matarla, pero le creía a pie juntillas. No se lo había inventado para gastarle una broma. ¿Y si avisaban a la policía? Si se lo contaban todo, sin tapujos… Tendría que confesar que era prostituta y que había venido a rodar una película pornográfica. Era un delito, ya lo sabía, pero se lo confesaría voluntariamente, y la confesión voluntaria eximía de la responsabilidad penal. Pero ¿qué iba a ser de Vlad? Los meterían en el calabozo a los dos, esto estaba cantado, a pesar de que eran inocentes. Y una vez en el trullo, podía esperar sentado a que le sirviesen su dosis en bandeja. ¡Pobre pequeñajo! En la trena la palmaría.
Sveta consideró las posibilidades de conseguir dinero. ¿Vender su chaqueta de ante gris, la cadena de oro y la sortija? Dada la situación, no le importaría. Pero ¿cómo hacerlo de noche, en una ciudad desconocida y rápidamente? No sacaría más de una tercera parte de su valor. Ni siquiera sabía dónde estaba el «mercadillo» nocturno de allí, ni si lo había. Podría intentar ganar dinero por el procedimiento habitual, el de siempre, pero existía el peligro de topar con la mafia local, que controlaba a las fulanas. Entonces sí que no habría forma de escurrir el bulto. ¿Qué hacer entonces?