—No me gusta esto. Puede que sea al revés, y sea ella la que tiene a Damir en el bolsillo. ¿No se te ha pasado por la cabeza?
—Podría ser, aunque no lo creo. Ella no le ha buscado, fue él quien le iba detrás.
—¿Y si es pura apariencia? ¿Un efecto óptico? Es suficientemente lista para poner a correr detrás de ella a aquel a quien busca. En cualquier caso, ¿qué hacemos con Zarip?
—Habrá que esperar. Tenemos a un par de hombres disponibles, podría llamarles para que nos ayudasen a buscar a Zarip, pero los únicos que le han visto la cara somos Semión, Damir y yo. Ni siquiera usted le conoce.
—¿Y si a Kaménskaya se le ocurre salir a dar una vuelta por el parque, en la oscuridad, antes de acostarse?
—Es probable que sea para mejor. Si Zarip la ve, le echaremos el guante en ese mismo instante. La seguiremos, faltaría más, no vamos a dejarla sola. Lo importante es que no se dé cuenta de nada.
—Y lo más difícil también. Es muy observadora y creo que tiene buen oído. Haz lo que puedas, Gatito. Eres nuestra única esperanza. ¿Semión y Damir no sospechan que es de la policía?
—No tienen por qué sospecharlo. Mientras a ella misma no se le ocurra contárselo a Damir, claro está.
—Dios no lo quiera, Gatito. Dios no lo quiera.
Incluso después de lavarla a fondo y vestirla con ropa limpia, la niña no se parecía en nada a un ángel inocente. Sus ojos eran los de una lagarta rematada y su vocabulario haría sonrojarse a las piedras. Había vagabundeado lo suyo cuando, un año atrás, sus padres, alcohólicos perdidos, la abandonaron a su suerte. Durante ese año aprendió a procurarse comida pendoneando con los pasajeros en los aseos de estaciones de ferrocarril, tenía tanta maña que la policía nunca la fichó. No permanecía mucho tiempo en la misma estación, pues cambiaba de ciudad viajando de polizón en trenes de cercanías.
En la Ciudad dio con un maromo estupendo, que le prometió comida, dinero y, encima, ropa nueva, a cambio de que atendiese a un amigo, pero no sería en los aseos sucios y apestosos de una estación sino en una habitación bonita y limpia. ¿Qué más le daba? Por supuesto, le había mentido diciendo que había cumplido los catorce, si no, el maromo podía arrugarse al saber que era menor, y se rajaría. En realidad sólo acababa de cumplir los diez, y se había dado cuenta de que el maromo no se lo había creído. Allá él. Lo único que importaba era que aflojase la mosca. El día anterior la había metido en el coche, la llevó a unos baños públicos, le ordenó lavarse bien lavada y luego le permitió nadar en una piscina enorme. ¡Se lo pasó teta! Además, le había prometido comprarle unos leotardos, un jersey rojo larguísimo, que le llegaría hasta las rodillas, y un pasador brillante para el pelo. Pero para «trabajar» la obligó a ponerse un vestido muy raro, todo negro y que le tapaba hasta los talones; sólo había visto algo similar en películas sobre el siglo pasado.
—Ven aquí —la llamó el hombre, alto, guapo, de ojos oscuros y sonrisa bondadosa—. Vamos a interpretar una escena. ¿Ves aquel crucifijo en la pared?
La niña asintió con la cabeza, mirando a su alrededor con curiosidad. La habitación estaba llena de aparatos de lo más variado, extrañas lámparas y cables, pero esto la traía sin cuidado. Si podía hacerlo en las estaciones, en medio de fardos, maletas y papeleras llenas a rebosar de porquería, ¿cómo no iba a poder allí, entre las lámparas y los cables?
—¿Has visto alguna vez cómo se reza? Juntas las manos así, te pones de rodillas, miras al crucifijo y para tus adentros recitas alguna poesía. ¿Has comprendido?
—Claro.
Y acto seguido lo hizo todo tal como se lo habían explicado.
—Buena chica. Eres una actriz nata —la alabó el tipo de los ojos oscuros—. Ahora escucha lo que tendrás que hacer después. En la habitación entrará un hombre mayor, es tu padre. Tú lo sabes, pero él no. Nadie se lo ha dicho. Para él sólo eres una chica guapa, se ha enamorado de ti y quiere casarse contigo. ¿Sabes que un padre no debe casarse con su hija?
—Claro que lo sé. Si no, tendrán hijos monstruos.
—Correcto. Por eso él te lo va a pedir y tú vas a decirle que no.
—¿Y si le digo que es mi papá? Así se caerá de la higuera —propuso la niña, eficiente.
—No se puede, aquí está el problema. Este juego es así. Tú le dices que no, pero le quieres y te gustaría complacerle. Si no podéis casaros, sí que podéis hacer todo lo demás, ¿verdad?
—Ya lo creo —declaró con aplomo la pequeña vagabunda, que no tenía una idea clara sobre tales categorías como «se puede» y «no se puede»—. Trataré de inderne… indemne… indemnizarlo —pronunció con dificultad la palabra oída recientemente— para que no se ponga triste por lo de no poder casarnos.
—¡Perfecto! —Saltaba a la vista que el hombre estaba muy contento—. Eres una chica asombrosamente inteligente, algo extraordinario. Vamos a comenzar.
La niña lo hizo todo conforme le habían dicho. Se arrodilló, juntó las manos delante de sí, cerró los ojos y en silencio recitó, del principio al fin, la canción sobre Xiusa que tenía falda de pelusa. Luego vino el viejo que interpretaba el papel de su padre y se puso a hablarle de amor. Al principio, para cubrir el expediente, la niña se hizo de rogar, luego se relamió con concupiscencia, se acercó al anciano y empezó a desabrocharle la bragueta. El viejo no era nada repugnante, estaba mucho mejor que aquellos brutos, los borrachos de las estaciones, que siempre apestaban a alcohol y muelas cariadas.
Lo estaba haciendo todo como lo había hecho siempre, y al principio no comprendió por qué el viejo de repente la agarraba del pelo y le pegaba un puñetazo en la boca. ¿Acaso le había hecho daño? ¿Y si por eso se iba a largar sin pagar?
Con dificultad, parpadeando para sacudir las lágrimas, la niña se levantó, se apretó contra el viejo con todo su cuerpo y lo abrazó fuerte.
—¡Zorra! —gritó él—. ¡Pequeña guarra! ¡Eres una tirada!
A continuación, la niña simplemente dejó de comprender lo que estaba ocurriendo. El viejo le gritaba, le asestaba nuevos puñetazos en la cara, le pegaba con un látigo que había aparecido en su mano como por arte de birlibirloque. Lo último que la pequeña vagabunda vio en su corta y desordenada vida fue un cuchillo suspendido en el aire y los ojos enormes, aterradores, del viejo…
—Lleva a la niña al sótano, pasa el trabajo en limpio y añade el sonido —le dijo Semión al joven de las gafas conocido como el Químico—. Por la mañana todo tiene que estar listo para el nuevo rodaje, empezaremos a las ocho. Ahora Damir y yo tenemos que regresar. Hoy deberás arreglártelas sin mí.
—Vale —gruñó el Químico contrariado—. Cuando le llega el turno a la peor basura, siempre me toca apechugar solo.
Semión vino a su lado y lo sujetó por el hombro con firmeza.
—No vuelvas a pitorrearte de esta forma, amigo. Aquí cada uno cobra por lo que pone de su parte: Damir, por el talento; yo, por el riesgo; tú, por la basura. Si algo va mal, la condena que te caerá será más corta. Nosotros, lo que tenemos en perspectiva es el paredón, tú, en cambio, salvarás el pellejo. Somos los organizadores, mientras que tú sólo pasas la bayeta después. ¿Lo has pillado?
—Ya vale —dijo el Químico soltándose con brusquedad del abrazo de Semión—. Eso se te da bien, contar cuentos. Si a ti y a Damir os cae la pena capital, ¿qué pasará con ese Makárov vuestro? No van a meterle una pena más capital aún que la capital.
Semión lanzó al joven una mirada ácida y se fue sin decir palabra. Debería hablar con él largo y tendido pero otra vez sería. Ahora no tenía tiempo.
Dejaron el coche junto al bungaló y una vez más comprobaron que no había nadie, Zarip no estaba. Lenta, cautelosamente, manteniéndose a buena distancia de las farolas, Semión y Damir Ismaílov se dirigieron hacia el edificio principal. De repente Damir agarró a Semión del brazo.
—¡Mírala, ahí está!
En el porche resplandeció el azul celeste de una cazadora y en seguida desapareció detrás de una esquina.
Nastia tenía ganas de respirar el aire fresco antes de acostarse; además, quería reflexionar sobre el comportamiento a seguir. Por ejemplo, sobre la actitud que debería adoptar si Damir venía a verla. Claro, le tentaba la idea de ceder a sus argumentos, olvidarse de todo y precipitarse a la brava hacia un idilio de corta duración. Pero ¿qué obtendría con eso?
¿Divertirse un rato? Las diversiones no le hacían gracia. Lo que le gustaba, Damir no podía dárselo. ¿La cama? Qué lata. Era probable que fuera buen amante, muy bueno incluso, pero ¿y qué? Un buen amante más en su vida. Vaya adquisición. Nastia pensó que tal vez en según qué cosas su vida no era demasiado afortunada, pero los hombres no eran una de ellas. No había conocido a muchos pero ninguno la decepcionó. En realidad, con Lioska tenía más que suficiente. ¿Qué más podía darle Damir? ¿Bonitas palabras? Lioska no se prodigaba con las palabras, cierto, pero tampoco Nastia las necesitaba, era demasiado racional para confiar en las palabras u otorgarles la menor importancia.
Se sintió incómoda. Como si alguien estuviera mirándola a la espalda. Nastia se estremeció, luego volvió a sus pensamientos.
Por otro lado, conversar con Damir podía resultar interesante. Lástima que no hubiera terminado de ver la película que le había puesto. En la película salía un viejo ciego que se comunicaba con el mundo exterior por medio de sonidos. Su nieto se ponía a describirle objetos, pinturas, fenómenos de la naturaleza, y cada vez el anciano le decía: «No entiendo. Tócamelo.» El nieto aprendió a tocar primero el piano, luego el violín, sus explicaciones musicales fueron cobrando más color y viveza, y al final el viejo declaraba: «Lo veo.» Nastia no llegó a enterarse de lo que ocurrió después, pero había apreciado plenamente el buen oficio del realizador de la película. No se trataba sólo del trabajo de un director con talento sino que también había una música insólita, interesante, y una interpretación magistral. Si fuera posible ceñir los tratos con Damir a la discusión sobre sus obras, sería perfecto, justo lo que ella, Nastia, andaba buscando: analizar, detenerse en cada matiz, identificar el método. Pero iba lista si esperaba que el hombre aceptase sólo eso.
Había algo que le impedía concentrarse. ¿Sonidos extraños tal vez? Se detuvo, aguzó el oído. No, todo estaba en silencio. ¿Por qué sentiría esa inquietud? Delante de ella, a pocos metros de distancia, vio una figura inmóvil sentada sobre un banco. Al acercarse reconoció a su frustrado admirador, aquel que le ofrecía dinero. ¿Cómo le había llamado Pável? Creyó recordar que Nikolai.
—Buenas noches, Nikolai —lo saludó con alegría—. ¿Ha encontrado a quién regalar los cincuenta mil que le sobran?
—Nada de nada —confesó el otro también con alegría, en absoluto cohibido—. Siéntese, fumaremos juntos. Ayer por culpa de usted perdí cien papeles pero hoy los he recuperado. Así que no le guardo rencor.
—¿Y eso? —se extrañó Nastia sentándose a su lado y sacando el tabaco.
—Ayer la puesta era de cien mil, los que perdí vergonzosamente. Pero hoy había subido a doscientos. Pasha ha pinchado, y yo y otro socio nos hemos repartido sus doscientos mil.
—No está mal. —Nastia lanzó un breve silbido—. ¿Y si mañana se presenta un nuevo kamikaze dispuesto a domarme a mí, la fierecilla?
—Para el siguiente la puesta sube a cuatrocientos. El incremento del precio es proporcional a la dificultad de la tarea. Creo que es justo.
—Yo también lo creo. ¿Y a quién se le ha ocurrido este sistema genial? ¿A Zhenia? ¿O a Pável?
—A Zhenia. Aguarde un momento. ¿Acaso conoce a Zhenia?
—Cómo no. Había tratado de ligar conmigo incluso antes de meterlos a ustedes en la apuesta. No se amargue, Nikolai, él tampoco lo consiguió.
—Ahora entiendo por qué no quiere jugar aunque no para de hacernos preguntas sobre usted. Nos está tocando las narices con eso, que cómo se ha girado, que a quién ha mirado, que qué ha dicho. ¡Qué mamón, qué pájaro! Y todo esto sin decir esta boca es mía.
Algo disparó la máquina analítica y un intenso destello recorrió los cables poniendo en movimiento discos y engranajes. Nastia se levantó como movida por un resorte.
—Perdón, tengo que irme. Buenas noches, Nikolai.
Enfiló por la alameda a paso ligero. En ese mismo instante, una sombra incorpórea salió corriendo detrás de los árboles y se precipitó detrás de ella pero Kolia Alferov no se percató de nada. Tanteó el banco a su lado en busca de los guantes que había dejado allí y su mano tropezó con la cajetilla de tabaco de Nastia. La cogió, corrió en la dirección en que la mujer había desaparecido y ya estaba abriendo la boca para llamarla cuando vio en lejanía, al otro extremo de la alameda, la silueta de un hombre alto. Quien, a voz en grito, llamó agitando las manos:
—¡Nastia! ¡Anastasia!
Kolia vio la cazadora azul celeste acercarse a la silueta masculina, que la cogió por los hombros con gesto autoritario, la atrajo hacia sí y la condujo hacia el bloque de tratamientos. De un movimiento automático metió el tabaco de la mujer en el bolsillo y en ese instante oyó un sonido raro, entre ronquido y tos contenida, y una respiración entrecortada. Alferov se precipitó hacia el sonido, se abrió paso entre los matorrales y se encontró cara a cara con el hombre al que menos esperaba ver.
—¡Tú! ¿Qué haces tú aquí…?
Zhenia Shajnóvich estaba preparando su informe diario para Starkov. Por fin tenía algo que contarle. Los cuatro meses de espera no habían pasado en vano. Empezaba a vislumbrar algo.
Estaba contento de haber «calado» correctamente a la pequeña pelirroja con pecas. El Valle contaba con diez suites de dos habitaciones, controlarlas todas era físicamente imposible pero el misterioso Makárov, si finalmente se dejase caer por allí algún día, se instalaría en los aposentos de máximo lujo. La pelirroja se alojaba al lado mismo de una de las suites de la primera planta, precisamente aquella que había visitado la sigilosa Kaménskaya, quien rehuía el bullicio de la gente y no se trataba con nadie. Por lo tanto, estaba en buen camino.
Aparte de esto, anoche habían llegado por fin los coches de matrículas forasteras. Zhenia había anotado diligentemente todos los números, así como las marcas de los automóviles. Pero al cabo de una hora todos los coches menos uno se marcharon. Todo estaba ocurriendo de forma distinta a como se lo había descrito Starkov al asignarle la misión. Aunque era comprensible, al propio Starkov la información le había llegado de segunda mano. Lo extraño hubiera sido si por el camino no hubiese sufrido alteraciones. En cambio, ahora Zhenia sabía con todo detalle cómo ocurría lo que estaba ocurriendo. No estaría de más enterarse también de qué estaba ocurriendo. Bueno, todo a su tiempo.