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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico

Los desterrados y otros cuentos (10 page)

BOOK: Los desterrados y otros cuentos
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—¡Ah, señor! —cabeceaba—. Llevaba quinientos pesos. ¿Y qué gastó? ¡Nada, señor! ¡Él tenía un corazón lindito! Y trae veinte pesos. ¿Cómo puede ser eso?

Y tornaba a fijar la mirada en mis botas para no subirla hasta los bolsillos del pantalón, donde podía estar el dinero de su yerno. Le hice ver a mi modo la imposibilidad de que yo fuera el ladrón —por simple falta de tiempo—, y la vieja garduña se fue hablando consigo misma.

Todo el resto de esta historia es una pesadilla de diez horas. El entierro debía efectuarse esa misma tarde al caer el sol. Poco antes vino a casa la chica mayor de Elena a rogarme de parte de su madre que fuera a sacar un retrato al juez. Yo no lograba apartar de mis ojos al individuo dejando caer la mandíbula y fijando a perpetuidad la mirada en un costado del techo, para que yo no tuviera dudas de que no podía moverse más porque estaba muerto. Y he aquí que debía verla de nuevo, reconsiderarlo, enfocarlo y revelarlo en mi cámara oscura.

¿Pero cómo privar a Elena del retrato de su marido, el único que tendría de él?

Cargué la máquina con dos placas y me encaminé a la casa mortuoria. Mi carpintero tuerto había construido un cajón todo en ángulos rectos, y dentro estaba metido el juez sin que sobrara un centímetro en la cabeza ni en los pies, las manos verdes cruzadas a la fuerza sobre el pecho.

Hubo que sacar el ataúd de la pieza muy oscura del juzgado y montarlo casi vertical en el corredor lleno de gente, mientras dos peones lo sostenían de la cabecera. De modo que bajo el velo negro tuve que empapar mis nervios sobreexcitados en aquella boca entreabierta, más negra hacia el fondo más que la muerte misma; en la mandíbula retraída hasta dejar el espacio de un dedo entre ambas dentaduras; en los ojos de vidrio opaco bajo las pestañas como glutinosas e hinchadas; en toda la crispación de aquella brutal caricatura de hombre.

La tarde caía ya y se clavó aprisa el cajón. Pero no sin que antes viéramos venir a Elena trayendo a la fuerza a sus hijos para que besaran a su padre. El chico menor se resistía con tremendos alaridos, llevado a la rastra por el suelo. La chica besó a su padre, aunque sostenida y empujada de la espalda; pero con un horror tal ante aquella horrible cosa en que querían viera a su padre, que a estas horas, si aún vive, debe recordarlo con igual horror.

Yo no pensaba ir al cementerio, y lo hice por Elena. La pobre muchacha seguía inmediatamente al carrito de bueyes entre sus hijos, arrastrando de una mano a su chico que gritó en todo el camino, y cargando en el otro brazo a su infante de ocho meses. Como el trayecto era largo y los bueyes trotaban casi, cambió varias veces de brazo rendido con el mismo presuroso valor. Detrás Corazón-Lindito recorría el séquito lloriqueando con cada uno por el robo cometido.

Se bajó el cajón a la tumba recién abierta y poblada de gruesas hormigas que trepaban por las paredes. Los vecinos contribuyeron al paleo de los enterradores con un puñado de tierra húmeda, no faltando quien pusiera en manos de la huérfana una caritativa mota de tierra. Pero Elena, que hamacaba desgreñada a su infante, corrió desesperada a evitarlo:

—¡No, Elenita! ¡No eches tierra sobre tu padre!

La fúnebre ceremonia concluyó; pero no para mí. Dejaba pasar las horas sin decidirme a entrar en el cuarto oscuro. Lo hice por fin, tal vez a medianoche. No había nada de extraordinario para una situación normal de nervios en calma. Solamente que yo debía revivir al individuo ya enterrado que veía en todas partes; debía encerrarme con él, solos los dos en una apretadísima tiniebla; lo sentí surgir poco a poco ante mis ojos y entreabrir la negra boca bajo mis dedos mojados; tuve que balancearlo en la cubeta para que despertara de bajo tierra y se grabara ante mí en la otra placa sensible de mi horror.

Concluí, sin embargo. Al salir afuera, la noche libre me dio la impresión de un amanecer cargado de motivos de vida y de esperanzas que había olvidado. A dos pasos de mí, los bananos cargados de flores dejaban caer sobre la tierra las gotas de sus grandes hojas pesadas de humedad. Más lejos, tras el puente, la mandioca ardida se erguía por fin eréctil, perlada de rocío. Más allá aun, por el valle que descendía hasta el río, una vaga niebla envolvía la plantación de yerba, se alzaba sobre el bosque, para confundirse allá abajo con los espesos vapores que ascendían del Paraná tibio.

Todo esto me era bien conocido, pues era mi vida real. Y caminando de un lado a otro, esperé tranquilo el día para recomenzarla.

Los destiladores de naranja

El hombre apareció un mediodía, sin que se sepa cómo ni por dónde. Fue visto en todos los boliches de Iviraromí, bebiendo como no se había visto beber a nadie, si se exceptúan Rivet y Juan Brown. Vestía bombachas de soldado paraguayo, zapatillas sin medias y una mugrienta boina blanca terciada sobre el ojo. Fuera de beber, el hombre no hizo otra cosa que cantar alabanzas a su bastón —un nudoso palo sin cáscara—, que ofrecía a todos los peones para que trataran de romperlo. Uno tras otro los peones probaron sobre las baldosas de piedra el bastón milagroso que, en efecto, resistía a todos los golpes. Su dueño, recostado de espaldas al mostrador y cruzado de piernas, sonreía satisfecho.

Al día siguiente el hombre fue visto a la misma hora y en los mismos boliches, con su famoso bastón. Desapareció luego, hasta que un mes más tarde se lo vio desde el bar avanzar al crepúsculo por entre las ruinas, en compañía del químico Rivet. Pero esta vez supimos quién era.

Hacia 1800, el gobierno del Paraguay contrató a un buen número de sabios europeos, profesores de universidad, los menos, e industriales, los más. Para organizar sus hospitales, el Paraguay solicitó los servicios del doctor Else, joven y brillante biólogo sueco que en aquel país nuevo halló ancho campo para sus grandes fuerzas de acción. Dotó en cinco años a los hospitales y sus laboratorios de una organización que en veinte años no hubieran conseguido otros tantos profesionales. Luego, sus bríos se aduermen. El ilustre sabio paga al país tropical el pesado tributo que quema como en alcohol la actividad de tantos extranjeros, y el derrumbe no se detiene ya. Durante quince o veinte años nada se sabe de él. Hasta que por fin se lo halla en Misiones, con sus bombachas de soldado y su boina terciada, exhibiendo como única finalidad de su vida el hacer comprobar a todo el mundo la resistencia de su palo.

Éste es el hombre cuya presencia decidió al manco a realizar el sueño de sus últimos meses: la destilación alcohólica de naranjas.

El manco, que ya hemos conocido con Rivet en otro relato, tenía simultáneamente en el cerebro tres proyectos para enriquecerse, y uno o dos para su diversión. Jamás había poseído un centavo ni un bien particular, faltándole además un brazo que había perdido en Buenos Aires con una manivela de auto. Pero con su solo brazo, dos mandiocas cocidas, y el soldador bajo el muñón, se consideraba el hombre más feliz del mundo.

—¿Qué me falta? —solía decir con alegría, agitando su solo brazo.

Su orgullo, en verdad, consistía en un conocimiento más o menos hondo de todas las artes y oficios, en su sobriedad ascética, y en dos tomos de
L’Encyclopédie
. Fuera de esto, de su eterno optimismo y su soldador, nada poseía. Pero su pobre cabeza era en cambio una marmita bullente de ilusiones, en que los inventos industriales le hervían con más frenesí que las mandiocas de su olla. No alcanzándole sus medios para aspirar a grandes cosas, planeaba siempre pequeñas industrias de consumo local, o bien dispositivos asombrosos para remontar el agua por filtración, desde el bañado del Horqueta hasta su casa.

En el espacio de tres años, el manco había ensayado sucesivamente la fabricación de maíz quebrado, siempre escaso en la localidad; de mosaicos de bleck y arena ferruginosa; de turrón de maní y miel de abejas; de resina de incienso por destilación seca; de cáscaras abrillantadas de apepú, cuyas muestras habían enloquecido de gula a los mensús; de tintura de lapacho, precipitada por la potasa; y de aceite esencial de naranja, industria en cuyo estudio lo hallamos absorbido cuando Else apareció en su horizonte.

Preciso es observar que ninguna de las anteriores industrias había enriquecido a su inventor, por la sencilla razón de que nunca llegaron a instalarse en forma.

—¿Qué me falta? —repetía contento, agitando el muñón—. Doscientos pesos. ¿Pero de dónde los voy a sacar?

Sus inventos, cierto es, no prosperaban por la falta de esos miserables pesos. Y bien se sabe que es más fácil hallar en Iviraromí un brazo de más, que diez pesos prestados. Pero el hombre no perdía jamás su optimismo, y de sus contrastes brotaban, más locas aún, nuevas ilusiones para nuevas industrias.

La fábrica de esencia de naranja fue, sin embargo, una realidad. Llegó a instalarse de un modo tan inesperado como la aparición de Else, sin que para ello se hubiera visto corretear al manco por los talleres yerbateros más de lo acostumbrado. El manco no tenía más material mecánico que cinco o seis herramientas esenciales, fuera de su soldador. Las piezas todas de sus máquinas salían de la casa del uno, del galón del otro, como las palas de su rueda Pelton, para cuya confección utilizó todos los cucharones viejos de la localidad. Tenía que trotar sin descanso tras un metro de caño o una chapa oxidada de cinc, que él, con su solo brazo y ayudado del muñón, cortaba, torcía, retorcía y soldaba con su enérgica fe de optimista. Así sabemos que la bomba de su caldera provino del pistón de una vieja locomotora de juguete, que el manco llegó a conquistar de su infantil dueño contándole cien veces cómo había perdido el brazo, y que los platos del alambique (su alambique no tenía refrigerante vulgar de serpentín, sino de gran estilo, de platos) nacieron de las planchas de cinc puro con que un naturalista fabricaba tambores para guardar víboras.

Pero lo más ingenioso de su nueva industria era la prensa para extraer jugo de naranja. La constituía un barril perforado con clavos de tres pulgadas, que giraba alrededor de un eje horizontal de madera. Dentro de ese erizo, las naranjas rodaban, tropezaban con los clavos y se deshacían brincando; hasta que, transformadas en una pulpa amarilla sobrenadada de aceite, iban a la caldera.

El único brazo del manco valía en el tambor medio caballo de fuerza, aun a pleno sol de Misiones, y bajo la gruesísima y negra camiseta de marinero que el manco no abandonaba ni en el verano. Pero como la ridícula bomba de juguete requería asistencia casi continua, el destilador solicitó la ayuda de un aficionado que desde los primeros días pasaba desde lejos las horas observando la fábrica, semioculto tras un árbol.

Se llamaba este aficionado Malaquías Ruvidarte. Era un muchachote de veinte años, brasileño y perfectamente negro, a quien suponíamos virgen —y lo era—, y que habiendo ido una mañana a caballo a casarse a Corpus, regresó a los tres días de noche cerrada, borracho y con dos mujeres en anca.

Vivía con su abuela en un edificio curiosísimo, conglomerado de casillas hechas con cajones de kerosene, y que el negro arpista iba extendiendo y modificando de acuerdo con las novedades arquitectónicas que advertía en los tres o cuatro chalets que se construían entonces. Con cada novedad, Malaquías agregaba o alzaba un ala de su edificio, y en mucho menor escala. Al punto que las galerías de sus chalets de alto tenían cincuenta centímetros de luz, y por las puertas apenas podía entrar un perro. Pero el negro satisfacía así sus aspiraciones de arte, sordo a las bromas de siempre.

Tal artista no era el ayudante por dos mandiocas que precisaba el manco. Malaquías dio vueltas al tambor una mañana entera sin decir una palabra, pero a la tarde no volvió. Y la mañana siguiente estaba otra vez instalado observando tras el árbol.

Resumamos esta fase: el manco obtuvo muestras de aceite esencial de naranja dulce y agria, que logró remitir a Buenos Aires. De aquí le informaron que su esencia no podía competir con la similar importada, a causa de la alta temperatura a que se la había obtenido. Que sólo con nuevas muestras por presión podrían entenderse con él, vistas las deficiencias de la destilación, etc., etc.

El manco no se desanimó por esto.

—¡Pero es lo que yo decía! —nos contaba a todos alegremente, cogiéndose el muñón tras la espalda—. ¡No se puede obtener nada a fuego directo! ¡Y qué voy a hacer con la falta de plata!

Otro cualquiera, con más dinero y menos generosidad intelectual que el manco, hubiera apagado los fuegos de su alambique. Pero mientras miraba melancólico su máquina remendada, en que cada pieza eficaz había sido reemplazada por otra sucedánea, el manco pensó de pronto que aquel cáustico barro amarillento que se vertía del tambor, podía servir para fabricar alcohol de naranja. Él no era fuerte en fermentación; pero dificultades más grandes había vencido en su vida. Además, Rivet lo ayudaría.

Fue en este momento preciso cuando el doctor Else hizo su aparición en Iviraromí.

El manco había sido el único individuo de la zona que, como había acaecido con Rivet, respetó al nuevo caído. Pese al abismo en que habían rodado uno y otro, el devoto de la gran
Encyclopédie
no podía olvidar lo que ambos ex hombres fueran un día. Cuantas chanzas (¡y cuán duras en aquellos analfabetos de rapiña!) se hicieron al manco sobre sus dos ex hombres, lo hallaron siempre de pie.

—La caña los perdió —respondía con seriedad sacudiendo la cabeza—. Pero saben mucho…

Debemos mencionar aquí un incidente que no facilitó el respeto local hacia el ilustre médico.

En los primeros días de su presencia en Iviraromí un vecino había llegado hasta el mostrador del boliche a rogarle un remedio para su mujer que sufría de tal y cual cosa. Else lo oyó con suma atención, y volviéndose al cuadernillo de estraza sobre el mostrador, comenzó a recetar con mano terriblemente pesada. La pluma se rompía. Else se echó a reír, más pesadamente aún, y estrujó el papel, sin que se le pudiera obtener una palabra más.

—¡Yo no entiendo de esto! —repetía tan sólo.

El manco fue algo más feliz cuando acompañándolo esa misma siesta hasta el Horqueta, bajo un cielo blanco de calor, lo consultó sobre las probabilidades de aclimatar la levadura de caña al caldo de naranja, en cuánto tiempo podría aclimatarse, y en qué porcentaje mínimo.

—Rivet conoce esto mejor que yo —murmuró Else.

—Con todo —insistió el manco—. Yo me acuerdo bien de que los sacaromices iniciales…

Y el buen manco se despachó a su gusto.

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