Los desterrados y otros cuentos (8 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico

BOOK: Los desterrados y otros cuentos
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Visto desde abajo, desde las piezas sombrías, el techo aquel de madera oscura ofrecía la particularidad de ser la parte más clara del interior, porque cada tablilla levantada en su extremo ejercía de claraboya. Hallábanse, además, adornado con infinitos redondeles de minio, marcas que Orgaz ponía con caña en las grietas, no por donde goteaba, sino vertía el agua sobre su cama. Pero lo más particular eran los trozos de cuerda con que Orgaz calafateaba su techo, y que ahora, desprendidas y pesadas de alquitrán, pendían inmóviles y reflejaban filetes de luz, como víboras.

Orgaz había probado todo lo posible para remediar su techo. Ensayó cuñas de madera, yeso, portland, cola al bicromato, aserrín alquitranado. En pos de dos años de tanteos en los cuales no alcanzó a conocer, como sus antecesores más remotos, el placer de hallarse de noche al abrigo de la lluvia, Orgaz fijó su atención en el elemento arpillera-bleck. Fue éste un verdadero hallazgo, y el hombre reemplazó entonces todos los innobles remiendos de portland y aserrín-maché por su negro cemento.

Cuantas personas iban a la oficina o pasaban en dirección al puerto nuevo, estaban seguras de ver al funcionario sobre el techo. En pos de cada compostura, Orgaz esperaba una nueva lluvia, y sin muchas ilusiones entraba a observar su eficacia. Las viejas claraboyas se comportaban bien; pero nuevas grietas se habían abierto, que goteaban —naturalmente— en el nuevo lugar donde Orgaz había puesto su cama.

Y en esta lucha constante entre la pobreza de recurso y un hombre que quería a toda costa conquistar el más viejo ideal de la especie humana: un techo que lo resguarde del agua, fue sorprendido Orgaz por donde más había pecado.

Las horas de oficina de Orgaz eran de siete a once. Ya hemos visto cómo atendía en general sus funciones. Cuando el jefe de Registro Civil estaba en el monte o entre su mandioca, el muchacho lo llamaba con la turbina de la máquina de matar hormigas. Orgaz ascendía la ladera con la azada al hombro o el machete pendiente de la mano, deseando con toda el alma que hubiera pasado un solo minuto después de las once. Traspasada esta hora, no había modo de que el funcionario atendiera su oficina.

En una de estas ocasiones, mientras Orgaz bajaba del techo del bungalow, el cencerro del portoncito sonó. Orgaz echó una ojeada al reloj: eran las once y cinco minutos. Fue en consecuencia tranquilo a lavarse las manos en la piedra de afilar, sin prestar atención al muchacho que le decía:

—Hay gente, patrón.

—Que venga mañana.

—Se lo dije, pero dice que es el Inspector de Justicia…

—Esto es otra cosa; que espere un momento —repuso Orgaz; y continuó frotándose con grasa los antebrazos negros de bleck, en tanto que su ceño se fruncía cada vez más.

En efecto, sobrábanle motivos.

Orgaz había solicitado el nombramiento de juez de paz y jefe del Registro Civil para vivir. No tenía amor alguno a sus funciones, bien que administrara justicia —sentado en una esquina de la mesa y con una llave inglesa en las manos— con perfecta equidad. Pero el Registro Civil era su pesadilla. Debía llevar al día, y por partida doble, los libros de actas de nacimientos, de defunciones y de matrimonio. La mitad de las veces era arrancado por la turbina a sus tareas de chacra, y la otra mitad se le interrumpía en pleno estudio, sobre el techo, de algún cemento que iba por fin a depararle cama seca cuando llovía. Apuntaba así a escape los datos demográficos en el primer papel que hallaba a mano, y huía de la oficina.

Luego, la tarea inacabable de llamar a los testigos para firmar las actas, pues cada peón ofrecía como tales a gente rarísima que no salía jamás del monte. De aquí, inquietudes que Orgaz solucionó el primer año del mejor modo posible, pero que lo cansaron del todo de sus funciones.

—Estamos lucidos —se decía, mientras concluía de quitarse el bleck y afilaba en el aire, por costumbre—. Si escapo de ésta, tengo suerte…

Fue por fin a la oficina oscura, donde el inspector observaba atentamente la mesa en desorden, las dos únicas sillas, el piso de tierra, y alguna media en los tirantes del techo, llevada allá por las ratas.

El hombre no ignoraba quién era Orgaz, y durante un rato ambos charlaron de cosas bien ajenas a la oficina. Pero cuando el inspector del Registro Civil entró fríamente en funciones, la cosa fue muy distinta.

En aquel tiempo los libros de actas permanecían en las oficinas locales, donde eran inspeccionados cada año. Así por lo menos debía hacerse. Pero en la práctica transcurrían años sin que la inspección se efectuara, y hasta cuatro años, como en el caso de Orgaz. De modo que el inspector cayó sobre veinticuatro libros del Registro Civil, doce de los cuales tenían sus actas sin firmas, y los otros doce estaban totalmente en blanco.

El inspector hojeaba despacio libro tras libro, sin levantar los ojos. Orgaz, sentado en la esquina de la mesa, tampoco decía nada. El visitante no perdonaba una sola página; una por una, iba pasando lentamente las hojas en blanco. Y no había en la pieza otra manifestación de vida —aunque sobrecargada de intención— que el implacable crujido de papel de hilo al voltear, y el vaivén infatigable de la bota de Orgaz.

—Bien —dijo por fin el inspector—. ¿Y las actas correspondientes a estos doce libros en blanco?

Volviéndose a medias, Orgaz cogió una lata de galletitas y la volcó sin decir palabra sobre la mesa, que desbordó de papelitos de todo aspecto y clase, especialmente de estraza, que conservaban huellas de los herbarios de Orgaz. Los papelitos aquellos, escritos con lápices grasos de marcar madera en el monte —amarillos, azules y rojos—, hacían un bonito efecto, que el funcionario inspector consideró un largo momento. Y después consideró otro momento a Orgaz.

—Muy bien —exclamó—. Es la primera vez que veo libros como éstos. Dos años enteros de actas sin firmar. Y el resto en la lata de galletitas. Bien, señor. Nada más me queda por hacer aquí.

Pero ante el aspecto de duro trabajo y las manos lastimadas de Orgaz, reaccionó un tanto.

—¡Magnífico, usted! —le dijo—. No se ha tomado siquiera el trabajo de cambiar cada año la edad de sus dos únicos testigos. Son siempre los mismos en cuatro años y veinticuatro libros de actas. Siempre tienen veinticuatro años el uno, y treinta y seis el otro. Y este carnaval de papelitos… Usted es un funcionario del Estado. El Estado le paga para que desempeñe sus funciones. ¿Es cierto?

—Es cierto —repuso Orgaz.

—Bien. Por la centésima parte de esto, usted merecía no quedar un día más en su oficina. Pero no quiero proceder. Le doy tres días de tiempo —agregó mirando el reloj—. De aquí a tres días estoy en Posadas y duermo a bordo a las once. Le doy tiempo hasta las diez de la noche del sábado para que me lleve los libros en forma. En caso contrario, procedo. ¿Entendido?

—Perfectamente —contestó Orgaz.

Y acompañó hasta el portón a su visitante, que lo saludó desabridamente al partir al galope.

Orgaz ascendió sin prisa el pedregullo volcánico que rodaba bajo sus pies. Negra, más negra que las placas de bleck de su techo caldeado, era la tarea que lo esperaba. Calculó mentalmente, a tantos minutos por acta, el tiempo de que disponía para salvar su puesto, y con él la libertad de proseguir sus problemas hidrófugos. No tenía Orgaz otros recursos que los que el Estado le suministraba por llevar al día sus libros del Registro Civil. Debía, pues, conquistar la buena voluntad del Estado, que acababa de suspender de un finísimo hilo su empleo.

En consecuencia, Orgaz concluyó de desterrar de sus manos con tabatinga todo rastro de alquitrán, y se sentó a la mesa a llenar doce grandes libros del Registro Civil. Solo, jamás hubiera llevado a cabo su tarea en el tiempo emplazado. Pero su muchacho lo ayudó, dictándole.

Era éste un chico polaco, de doce años, pelirrojo y todo él anaranjado de pecas. Tenía las pestañas tan rubias que ni de perfil se le notaban, y llevaba siempre la gorra sobre los ojos, porque la luz le dañaba la vista. Prestaba sus servicios a Orgaz y le cocinaba siempre un mismo plato que su patrón y él comían juntos bajo el mandarino.

Pero en esos tres días, el horno de ensayo de Orgaz, y que el polaquito usaba de cocina, no funcionó. La madre del muchacho quedó encargada de traer todas las mañanas a la meseta mandioca asada.

Frente a frente en la oficina oscura y caldeada como una barbacuá, Orgaz y su secretario trabajaron sin moverse, el jefe desnudo desde la cintura arriba, y su ayudante con la gorra sobre la nariz, aun allá adentro. Durante tres días no se oyó sino la voz cantante de escuelero del polaquito, y el bajo con que Orgaz afirmaba las últimas palabras. De vez en cuando comían galleta o mandioca, sin interrumpir su tarea. Así hasta la caída de la tarde. Y cuando por fin Orgaz se arrastraba costeando los bambúes a bañarse, sus dos manos en la cintura o levantadas en alto hablaban muy claro de su fatiga.

El viento norte soplaba esos días sin tregua; inmediato al techo de la oficina, el aire ondulaba de calor. Era, sin embargo, aquella pieza de tierra el único rincón sombrío de la meseta; y desde adentro los escribientes veían por bajo el mandarino reverberar un cuadrilátero de arena que vibraba al blanco, y parecía zumbar con la siesta entera.

Tras el baño de Orgaz, la tarea recomenzaba de noche. Llevaban la mesa afuera, bajo la atmósfera quieta y sofocante. Entre las palmeras de la meseta, tan rígidas y negras que alcanzaban a recortarse contra las tinieblas, los escribientes proseguían llenando las hojas del Registro Civil a la luz del farol de viento, entre un nimbo de mariposillas de raso polícromo, que caían en enjambres al pie del farol e irradiaban en tropel sobre las hojas en blanco. Con lo cual la tarea se volvía más pesada, pues si dichas mariposillas vestidas de baile son lo más bello que ofrece Misiones en una noche de asfixia, nada hay también más tenaz que el avance de esas damitas de seda contra la pluma de un hombre que ya no puede sostenerla —ni soltarla.

Orgaz durmió cuatro horas en los últimos dos días, y la última noche no durmió, solo en la meseta con sus palmeras, su farol de viento y sus mariposas. El cielo estaba tan cargado y bajo que Orgaz lo sentía comenzar desde su misma frente. A altas horas, sin embargo, creyó oír a través del silencio un rumor profundo y lejano, el tronar de la lluvia sobre el monte. Esa tarde, en efecto, había visto muy oscuro el horizonte del sudeste.

—Con tal que el Yabebirí no haga de las suyas… —se dijo, mirando a través de las tinieblas.

El alba apuntó por fin, salió el sol, y Orgaz volvió a la oficina con su farol de viento que olvidó prendido en un rincón e iluminaba el piso. Continuaba escribiendo, solo. Y cuando a las diez el polaquito despertó por fin de su fatiga, tuvo aún tiempo de ayudar a su patrón, que a las dos de la tarde, con la cara grasienta y de color tierra, tiró la pluma y se echó literalmente sobre los brazos —en cuya posición quedó largo rato tan inmóvil que no se le veía respirar.

Había concluido. Después de sesenta y tres horas, una tras otra, ante el cuadrilátero de arena caldeada al blanco o en la mesa lóbrega, sus veinticuatro libros del Registro Civil quedaban en forma. Pero había perdido la lancha a Posadas que salía a la una y no le quedaba ahora otro recurso que ir hasta allá a caballo.

Orgaz observó el tiempo mientras ensillaba su animal. El cielo estaba blanco, y el sol, aunque velado por los vapores, quemaba como fuego. Desde las sierras escalonadas del Paraguay, desde la cuenca fluvial del sudeste, llegaba una impresión de humedad, de selva mojada y caliente. Pero mientras en todos los confines del horizonte los golpes de agua lívida rayaban el cielo, San Ignacio continuaba calcinándose ahogado.

Bajo tal tiempo, pues, Orgaz trotó y galopó cuanto pudo en dirección a Posadas. Descendió la loma del cementerio nuevo y entró en el valle de Yabebirí, ante cuyo río tuvo la primera sorpresa mientras esperaba la balsa: una fimbria de palitos burbujeantes se adhería a la playa.

—Creciendo —dijo al viajero el hombre de la balsa—. Llovió grande este día y anoche por las nacientes…

—¿Y más abajo? —preguntó Orgaz.

—Llovió grande también…

Orgaz no se había equivocado, pues, al oír la noche anterior el tronido de la lluvia sobre el bosque lejano. Intranquilo ahora por el paso del Garupá, cuyas crecidas súbitas sólo pueden compararse con las del Yabebirí, Orgaz ascendió al galope las faldas de Loreto, destrozando en sus pedregales de basalto los cascos de su caballo. Desde la altiplanicie que tendía ante su vista un inmenso país, vio todo el sector de cielo, desde el este hasta el sur, hinchado de agua azul, y el bosque, ahogado de lluvia, diluido tras la blanca humareda de vapores. No había ya sol, y una imperceptible brisa se infiltraba por momentos en la calma asfixiante. Se sentía el contacto del agua, el diluvio subsiguiente a las grandes sequías. Y Orgaz pasó al galope por Santa Ana, y llegó a Candelarias.

Tuvo allí la segunda sorpresa, si bien prevista: el Garupá bajaba cargado con cuatro días de temporal y no daba paso. Ni vado ni balsa; sólo basura fermentada ondulando entre las pajas, y en la canal, palos y agua estirada a toda velocidad.

¿Qué hacer? Eran las cinco de la tarde. Otras cinco horas más, y el inspector subía a dormir a bordo. No quedaba a Orgaz otro recurso que alcanzar el Paraná y meter los pies en la primera guabiroba que hallara embicada en la playa.

Fue lo que hizo; y cuando la tarde comenzaba a oscurecer bajo la mayor amenaza de tempestad que haya ofrecido cielo alguno, Orgaz descendía del Paraná en una canoa tronchada en su tercio, rematada con una lata, y por cuyos agujeros el agua entraba en bigotes.

Durante un rato el dueño de la canoa paleó perezosamente por el medio del río; pero como llevaba caña adquirida con el anticipo de Orgaz, pronto prefirió filosofar a medias palabras con una y otra costa. Por lo cual Orgaz se apoderó de la pala, a tiempo que un brusco golpe de viento fresco, casi invernal, erizaba como un rallador todo el río. La lluvia llegaba, no se veía ya la costa argentina. Y con las primeras gotas macizas Orgaz pensó en sus libros, apenas resguardados por la tela de la maleta. Quitose el saco y la camisa, cubrió con ellos sus libros y empuñó el remo de proa. El indio trabajaba también, inquieto ante la tormenta. Y bajo el diluvio que cribaba el agua, los dos individuos sostuvieron la canoa en la canal, remando vigorosamente, con el horizonte a veinte metros y encerrados en un círculo blanco.

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