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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico

Los desterrados y otros cuentos (7 page)

BOOK: Los desterrados y otros cuentos
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El hombre intentó mover la cabeza, en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia.

La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro.

Pero entre el instante actual y esa postrera espiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!

¿Aún…? No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: se está muriendo.

Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura.

Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevenido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?

Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.

El hombre resiste —¡es tan imprevisto ese horror!— y piensa: Es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal su bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven… Es la calma del mediodía; pronto deben ser las doce.

Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar…

¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?

¡Pero sí! Alguien silba… No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo… Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando… Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.

¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo…

Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: se muere.

El hombre, muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media… El muchacho de todos los días acaba de pasar sobre el puente.

¡Pero no es posible que haya resbalado…! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre.

¿La prueba…? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo, en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Y ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como
ése
, ha visto las mismas cosas.

… Muy fatigado, pero descansa sólo. Deben de haber pasado ya varios minutos… Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!

¿No es eso…? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo…

¡Qué pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido.

… Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos.

Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver, desde el tajamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla, descansando, porque está muy cansado…

Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas —¡Piapiá!— vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido. Que ya ha descansado.

El techo de incienso

En los alrededores y dentro de las ruinas de San Ignacio, la subcapital del Imperio Jesuítico, se levanta en Misiones el pueblo actual del mismo nombre. Lo constituyen una serie de ranchos ocultos unos de los otros por el bosque. A la vera de las ruinas, sobre una loma descubierta, se alzan algunas casas de material, blanqueadas hasta la ceguera por la cal y el sol, pero con magnífica vista al atardecer hacia el valle del Yabebirí. Hay en la colonia almacenes, muchos más de los que se pueden desear, al punto de que no es posible ver abierto un camino vecinal, sin que en el acto un alemán, un español o un sirio se instale en el cruce con un boliche. En el espacio de dos manzanas están ubicadas todas las oficinas públicas: comisaría, juzgado de paz, comisión municipal, y una escuela mixta. Como nota de color, existe en las mismas ruinas —invadidas por el bosque, como es sabido— un bar, creado en los días de fiebre de la yerba mate, cuando los capataces que descendían del Alto Paraná hasta Posadas bajaban ansiosos en San Ignacio a parpadear de ternura ante una botella de whisky. Alguna vez he relatado las características de aquel bar, y no volveremos por hoy a él.

Pero en la época a que nos referimos no todas las oficinas públicas estaban instaladas en el pueblo mismo. Entre las ruinas y el puerto nuevo, a media legua de unas y otro, en una magnífica meseta para goce particular de su habitante, vivía Orgaz, el jefe del Registro Civil, y en su misma casa tenía instalada la oficina pública.

La casita de este funcionario era de madera, con techo de tablillas de incienso dispuestas como pizarras. El dispositivo es excelente si se usa de tablillas secas y barreneadas de antemano. Pero cuando Orgaz montó el techo la madera era recién rajada, y el hombre la afirmó a clavo limpio; con lo cual las tejas de incienso se abrieron y arquearon en su extremidad libre hacia arriba, hasta dar un aspecto de erizo al techo del bungalow. Cuando llovía, Orgaz cambiaba ocho a diez veces de lugar su cama, y sus muebles tenían regueros blancuzcos de agua.

Hemos insistido en este detalle de la casa de Orgaz, porque tal techo erizado absorbió durante cuatro años las fuerzas del jefe del Registro Civil, sin darle apenas tiempo en los días de tregua para sudar a la siesta estirando el alambrado, o perderse en el monte por dos días, para aparecer por fin a la luz con la cabeza llena de hojarasca.

Orgaz era un hombre amigo de la naturaleza, que en sus malos momentos hablaba poco y escuchaba en cambio con profunda atención un poco insolente. En el pueblo no se le quería, pero se le respetaba. Pese a la democracia absoluta de Orgaz y a su fraternidad y aun chacotas con los gentiles hombres de yerbas y autoridades —todos ellos en correctos breeches—, había siempre una barrera de hielo que los separaba. No podía hallarse en ningún acto de Orgaz el menor asomo de orgullo. Y esto precisamente: orgullo, era lo que se le imputaba.

Algo, sin embargo, había dado lugar a esta impresión.

En los primeros tiempos de su llegada a San Ignacio, cuando Orgaz no era aún funcionario y vivía solo en su meseta construyendo su techo erizado, recibió una invitación del director de la escuela para que visitara el establecimiento. El director, naturalmente, se sentía halagado de hacer los honores de su escuela a un individuo de la cultura de Orgaz.

Orgaz se encaminó allá a la mañana siguiente con su pantalón azul, sus botas y su camisa de lienzo habitual. Pero lo hizo atravesando el monte, donde halló un lagarto de gran tamaño que quiso conservar vivo, para lo cual le ató una liana al vientre. Salió por fin del monte, e hizo de este modo su entrada en la escuela, ante cuyo portón el director y los maestros lo aguardaban, con una manga partida en dos, y arrastrando a su lagarto de la cola.

También en esos días los burros de Bouix ayudaron a fomentar la opinión que sobre Orgaz se creaba.

Bouix era un francés que durante treinta años vivió en el país considerándolo suyo, y cuyos animales vagaban libres devastando las míseras plantaciones de los vecinos. La ternera menos hábil de las hordas de Bouix era ya bastante astuta para cabecear horas enteras entre los hilos del alambrado, hasta aflojarlos. Entonces no se conocía allá el alambre de púa. Pero cuando se le conoció, quedaron los burritos de Bouix, que se echaban bajo el último alambre, y allí bailaban de costado hasta pasar del otro lado. Nadie se quejaba: Bouix era el juez de paz de San Ignacio.

Cuando Orgaz llegó allá, Bouix no era más juez. Pero sus burritos lo ignoraban, y proseguían trotando por los caminos al atardecer en busca de una plantación tierna que examinaban por sobre los alambres con los belfos trémulos y las orejas paradas.

Al llegarle su turno de devastación, Orgaz soportó pacientemente; estiró algunos alambres, y se levantó algunas noches a correr desnudo por el rocío a los burritos que entraban hasta en su carpa. Fue, por fin, a quejarse a Bouix, el cual llamó afanoso a todos sus hijos para recomendarles que cuidaran a los burros que iban a molestar al «pobrecito señor Orgaz». Los burritos continuaron libres y Orgaz tornó un par de veces a ver al francés cazurro, que se lamentó y llamó de nuevo a palmadas a todos sus hijos, con el resultado anterior.

Orgaz puso entonces un letrero en el camino real, que decía:

¡Ojo! Los pastos de este potrero están envenenados.

Y por diez días descansó. Pero a la noche subsiguiente tornaba a oír el pasito sigiloso de los burros que ascendían la meseta, y un poco más tarde oyó el
rac-rac
de las hojas de sus palmeras arrancadas. Orgaz perdió la paciencia, y saliendo desnudo fusiló al primer burro que halló por delante.

Con un muchacho mandó al día siguiente avisar a Bouix que en su casa había amanecido muerto un burro. No fue el mismo Bouix a comprobar el inverosímil suceso, sino su hijo mayor, un hombre tan alto como trigueño y tan trigueño como sombrío. El hosco muchacho leyó el letrero al pasar el portón, y ascendió de mal talante a la meseta, donde Orgaz lo esperaba con las manos en los bolsillos. Sin saludar apenas, el delegado de Bouix se aproximó al burro muerto, y Orgaz hizo lo mismo. El muchachón giró un par de veces alrededor del burro, mirándolo por todos lados.

—De cierto ha muerto anoche… —murmuró por fin—. Y de qué puede haber muerto…

En mitad del pescuezo, más flagrante que el día mismo, gritaba al sol la enorme herida de bala.

—Quién sabe… Seguramente envenenado —repuso tranquilo Orgaz, sin quitar las manos de los bolsillos.

Pero los burritos desaparecieron para siempre de la chacra de Orgaz.

Durante el primer año de sus funciones como jefe del Registro Civil, todo San Ignacio protestó contra Orgaz, que arrasando con las disposiciones en rigor, había instalado la oficina a media legua del pueblo. Allá, en el bungalow, en una piecita con piso de tierra, muy oscurecida por la galería y por un gran mandarino que interceptaba casi la entrada, los clientes esperaban indefectiblemente diez minutos, pues Orgaz no estaba o estaba con las manos llenas de bleck. Por fin el funcionario anotaba a escape los datos en un papelito cualquiera, y salía de la oficina antes que su cliente, a trepar de nuevo al techo.

En verdad, no fue otro el principal quehacer de Orgaz durante sus primeros cuatro años de Misiones. En Misiones llueve, puede creerse, hasta poner a prueba dos chapas de cinc superpuestas. Y Orgaz había construido su techo con tablillas empapadas por todo un otoño de diluvio. Las planchas de Orgaz se estiraron literalmente; pero las tablillas del techo sometidas a ese trabajo de sol y humedad levantaron todas sus extremos libres, con el aspecto de erizo que hemos apuntado.

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