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Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico
Los desterrados
, libro publicado en 1926, es considerado el más logrado y orgánico de Horacio Quiroga, verdadera cima de su trayectoria narrativa. Recoge ocho relatos, de ambientación agreste, cuyo tema central es la lucha entre la naturaleza y el hombre, la antítesis de civilización y barbarie.
La crítica lo ha ponderado como un «contario»: un conjunto de cuentos que se relacionan y se complementan entre sí. Exceptuando el primero —única pieza fantástica del volumen—, los relatos comparten tiempo, escenarios y personajes; es decir, elementos de una historia reaparecen en otras con mayor o menor jerarquía, lo que otorga una fuerte coherencia a este mundo autobiográfico-ficcional.
Horacio Quiroga
Los desterrados
y otros cuentos
ePUB v1.0
jugaor04.08.12
Título original:
Los desterrados
Horacio Quiroga, 1926.
Diseño de portada: Shammael
Editor original: jugaor
ePub base v2.0
Cuando Anaconda, en complicidad con los elementos nativos del trópico, meditó y planeó la reconquista del río, acababa de cumplir treinta años.
Era entonces una joven serpiente de diez metros, en la plenitud de su vigor. No había en su vasto campo de caza, tigre o ciervo capaz de sobrellevar con aliento un abrazo suyo. Bajo la contracción de sus músculos toda vida se escurría, adelgazada hasta la muerte. Ante el balanceo de las pajas que delataban el paso de la gran boa con hambre, el juncal, todo alrededor, se empenachaba de altas orejas aterradas. Y cuando al caer el crepúsculo en las horas mansas, Anaconda bañaba en el río de fuego sus diez metros de oscuro terciopelo, el silencio la circundaba como un halo.
Pero siempre la presencia de Anaconda desalojaba ante sí la vida, como un gas mortífero. Su expresión y movimientos de paz, insensibles para el hombre, la denunciaban desde lejos a los animales. De este modo:
—Buen día —decía Anaconda a los yacarés, a su paso por los fangales.
—Buen día —respondían mansamente las bestias al sol, rompiendo dificultosamente con sus párpados globosos el barro que los soldaba.
—¡Hoy hará mucho calor! —la saludaban los monos trepados, al reconocer en la flexión de los arbustos a la gran serpiente en desliz.
—Sí, mucho calor… —respondía Anaconda, arrastrando consigo la cháchara y las cabezas torcidas de los monos, tranquilos sólo a medias.
Porque mono y serpiente, pájaro y culebra, ratón y víbora, son conjunciones fatales que apenas el pavor de los grandes huracanes y la extenuación de las interminables sequías logran retardar. Sólo la adaptación común a un mismo medio, vivido y propagado desde el remoto inmemorial de la especie, puede sobreponerse en los grandes cataclismos a esta fatalidad del hambre. Así, ante una gran sequía, las angustias del flamenco, de las tortugas, de las ratas y de las anacondas, formarán un solo desolado lamento por una gota de agua.
Cuando encontramos a nuestra Anaconda, la selva se hallaba próxima a precipitar en su miseria esta sombría fraternidad.
Desde dos meses atrás, no tronaba la lluvia sobre las polvorientas hojas. El rocío mismo, vida y consuelo de la flora abrasada, había desaparecido. Noche a noche, de un crepúsculo a otro, el país continuaba desecándose como si todo él fuera un horno. De lo que había sido cauce de umbríos arroyos sólo quedaban piedras lisas y quemantes; y los esteros densísimos de agua negra y camalotes, se hallaban convertidos en páramos de arcilla surcada de rastros durísimos que entrecubría una red de filamentos deshilachados como estopa, y que era cuanto quedaba de la gran flora acuática. A toda la vera del bosque, los cactus, enhiestos como candelabros, aparecían ahora doblados a tierra, con sus brazos caídos hacia la extrema sequedad del suelo, tan duro que resonaba al menor choque.
Los días, unos tras otros, se deslizaban ahumados por la bruma de las lejanas quemazones, bajo el fuego de un cielo blanco hasta enceguecer, y a través del cual se movía un sol amarillo y sin rayos, que al llegar la tarde comenzaba a caer envuelto en vapores como una enorme masa asfixiada.
Por las particularidades de su vida vagabunda, Anaconda, de haberlo querido, no hubiera sentido mayormente los efectos de la sequía. Más allá de la laguna y sus bañados enjutos, hacia el sol naciente, estaba el gran río natal, el Paranahyba refrescante, que podía alcanzar en media jornada.
Pero ya no iba la boa a su río. Antes, hasta donde alcanzaba la memoria de sus antepasados, el río había sido suyo. Aguas, cachoeiras, lobos, tormentas y soledad, todo le pertenecía.
Ahora, no. Un hombre, primero, con su miserable ansia de ver, tocar y cortar había emergido tras el cabo de arena con su larga piragua. Luego otros hombres, con otros más, cada vez más frecuentes. Y todos ellos sucios de olor, sucios de machetes y quemazones incesantes. Y siempre remontando el río, desde el sur…
A muchas jornadas de allí, el Paranahyba cobraba otro nombre, ella lo sabía bien. Pero más allá todavía, hacia ese abismo incomprensible del agua bajando siempre, ¿no habría un término, una inmensa restinga de través que contuviera las aguas eternamente en descenso?
De allí, sin duda, llegaban los hombres, y las alzaprimas, y las mulas sueltas que infectan la selva. ¡Si ella pudiera cerrar el Paranahyba, devolverle su salvaje silencio, para reencontrar el deleite de antaño, cuando cruzaba el río silbando en las noches oscuras, con la cabeza a tres metros del agua humeante!…
Sí; crear una barrera que cegara el río y bruscamente pensó en los camalotes.
La vida de Anaconda era breve aún; pero ella sabía de dos o tres crecidas que habían precipitado en el Paraná millones de troncos desarraigados, y plantas acuáticas y espumosas y fango. ¿Adónde había ido a pudrirse todo eso? ¿Qué cementerio vegetal sería capaz de contener el desagüe de todos los camalotes que un desborde sin precedentes vaciara en la sima de ese abismo desconocido?
Ella recordaba bien: crecida de 1883; inundación de 1894… Y con los once años transcurridos sin grandes lluvias, el régimen tropical debía sentir como ella en las fauces, sed de diluvio.
Su sensibilidad ofídica a la atmósfera le rizaba las escamas de esperanza. Sentía el diluvio inminente. Y como otro Pedro el Ermitaño, Anaconda se lanzó a predicar la cruzada a lo largo de los riachos y fuentes fluviales.
La sequía de su hábitat no era, como bien se comprende, general a la vasta cuenca. De modo que tras largas jornadas, sus narices se expandieron ante la densa humedad de los esteros, plenos de victorias regias, y al vaho de formol de las pequeñas hormigas que amasaban sus túneles sobre ellas.
Muy poco costó a Anaconda convencer a los animales. El hombre ha sido, es y será el más cruel enemigo de la selva.
—… Cegando, pues, el río —concluyó Anaconda después de exponer largamente su plan—, los hombres no podrán más llegar hasta aquí.
—¿Pero las lluvias necesarias? —objetaron las ratas de agua, que no podían ocultar sus dudas—. ¡No sabemos si van a venir!
—¡Vendrán!, y antes de lo que imaginan. ¡Yo lo sé!
—Ella lo sabe —confirmaron las víboras—. Ella ha vivido entre los hombres. Ella los conoce.
—Sí, los conozco y sé que un solo camalote, uno solo, arrastra, a la deriva de una gran creciente, la tumba de un hombre.
—¡Ya lo creo! —sonrieron suavemente las víboras—. Tal vez de dos…
—O de cinco… —bostezó un viejo tigre desde el fondo de sus ijares—. Pero dime —se desperezó directamente hacia Anaconda—: ¿estás segura de que los camalotes alcanzarán a cegar el río? Lo pregunto por preguntar.
—Claro que no alcanzarán los de aquí, ni todos los que puedan desprenderse en doscientas leguas a la redonda… Pero te confieso que acabas de hacer la única pregunta capaz de inquietarme. ¡No, hermanos! Todos los camalotes de la cuenca del Paranahyba y del Río Grande con todos sus afluentes, no alcanzarían a formar una barra de diez leguas de largo a través del río. Si no contara más que con ellos, hace tiempo que me hubiera tendido a los pies del primer caipira con machete… Pero tengo grandes esperanzas de que las lluvias sean generales e inunden también la cuenca del Paraguay. Ustedes no lo conocen… Es un gran río. Si llueve allá, como indefectiblemente lloverá aquí, nuestra victoria es segura. Hermanos: ¡hay allá esteros de camalotes que no alcanzaríamos a recorrer nunca, sumando nuestras vidas!
—Muy bien… —asintieron los yacarés con pesada modorra—. Es aquél un hermoso país… ¿Pero cómo sabremos si ha llovido también allá? Nosotros tenemos las patitas débiles…
—No, pobrecitos —sonrió Anaconda, cambiando una irónica mirada con los carpinchos, sentados a diez prudenciales metros—. No los haremos ir tan lejos… Yo creo que un pájaro cualquiera puede venir desde allá en tres volidos a traernos la buena nueva…
—Nosotros no somos pájaros cualesquiera —dijeron los tucanes—, y vendremos en cien volidos, porque volamos muy mal. Y no tenemos miedo a nadie. Y vendremos volando, porque nadie nos obliga a ello, y queremos hacerlo así. Y a nadie tenemos miedo.
Y concluido su aliento, los tucanes miraron impávidos a todos, con sus grandes ojos de oro cercados de azul.
—Somos nosotros quienes tenemos miedo… —chilló a la sordina una arpía plomiza esponjándose de sueño.
—Ni a ustedes, ni a nadie. Tenemos el vuelo corto; pero miedo, no —insistieron los tucanes, volviendo a poner a todos de testigos.
—Bien, bien… —intervino Anaconda, al ver que el debate se agriaba, como eternamente se ha agriado en la selva toda exposición de méritos—. Nadie tiene miedo a nadie, ya lo sabemos… y los admirables tucanes vendrán, pues, a informarnos del tiempo que reine en la cuenca aliada.
—Lo haremos así porque nos gusta: pero nadie nos obliga a hacerlo —tornaron los tucanes.
De continuar así, el plan de lucha iba a ser muy pronto olvidado, y Anaconda lo comprendió.
—¡Hermanos! —se irguió con vibrante silbido—. Estamos perdiendo el tiempo estérilmente. Todos somos iguales, pero juntos. Cada uno de nosotros, de por sí, no vale gran cosa. Aliados, somos toda la zona tropical. ¡Lancémosla contra el hombre, hermanos! ¡Él todo lo destruye! ¡Nada hay que no corte y ensucie! ¡Echemos por el río nuestra zona entera, con sus lluvias, su fauna, sus camalotes, sus fiebres y sus víboras! ¡Lancemos el bosque por el río, hasta cegarlo! ¡Arranquémonos todos, desarraiguémonos a muerte, si es preciso, pero lancemos el trópico aguas abajo!
El acento de las serpientes fue siempre seductor. La selva, enardecida, se alzó en una sola voz:
—¡Sí, Anaconda! ¡Tienes razón! ¡Precipitemos la zona por el río! ¡Bajemos, bajemos!
Anaconda respiró por fin libremente: la batalla estaba ganada. El alma —diríamos— de una zona entera, con su clima, su fauna y su flora, es difícil de conmover; pero cuando sus nervios se han puesto tirantes en la prueba de una atroz sequía, no cabe entonces mayor certidumbre que su resolución bienhechora en un gran diluvio.
Pero en su hábitat, al que la gran boa regresaba, la sequía llegaba ya a límites extremos.
—¿Y bien? —preguntaron las bestias angustiadas—. ¿Están allá de acuerdo con nosotros? ¿Volverá a llover otra vez, dinos? ¿Estás segura, Anaconda?
—Lo estoy. Antes de que concluya esta luna oiremos tronar de agua el monte. ¡Agua, hermanos, y que no cesará tan pronto!