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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico

Los desterrados y otros cuentos (5 page)

BOOK: Los desterrados y otros cuentos
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»Contratamos un pozo, no a tanto el metro como se hace ahora, sino por el pozo completo, hasta que diera agua. Debíamos cavar hasta encontrarla.

»Nosotros fuimos los primeros en usar dinamita en los trabajos. En Posadas no hay más que piedra mora; escarbe donde escarbe, aparece al metro la piedra mora. Aquí también hay bastante, después de las ruinas. Es más dura que el fierro, y hace rebotar el pico hasta las narices.

»Llevábamos ocho metros de hondura en ese pozo, cuando un atardecer mi hermano, después de concluir una mina en el fondo, prendió fuego a la mecha y salió del pozo. Mi hermano había trabajado solo esa tarde, porque el milanés andaba paseando borracho con su gorra y su bastón, y yo estaba en el catre con el chucho.

»Al caer el sol fui a ver el trabajo, muerto de frío, y en ese momento mi hermano se puso a gritar al milanés que se había subido al cerco y se estaba cortando con los vidrios. Al acercarme al pozo resbalé sobre el montón de escombros, y tuve apenas tiempo de sujetarme en la misma boca; pero el zapatón de cuero, que yo llevaba sin medias y sin tira, se me salió del pie y cayó adentro. Mi hermano no me vio, y bajé a buscar el zapatón. ¿Usted sabe cómo se baja, no? Con las piernas abiertas en las dos paredes del pozo, y las manos para sostenerse. Si hubiera estado más claro, yo habría visto el agujero del barreno y el polvo de piedra al lado. Pero no veía nada, sino allá arriba un redondel claro, y más abajo chispas de luz en la punta de las piedras. Usted podrá hallar lo que quiera en el fondo de un pozo, grillos que caen de arriba, y cuanto quiera de humedad; pero aire para respirar, eso no va a hallar nunca.

»Bueno; si yo no hubiera tenido las narices tapadas por la fiebre, habría sentido bien pronto el olor de la mecha. Y cuando estuve abajo y lo sentí bien, el olor podrido de la pólvora, sentía más claramente que entre las piernas tenía una mina cargada y prendida.

»Allá arriba apareció la cabeza de mi hermano, gritándome. Y cuanto más gritaba, más disminuía su cabeza y el pozo se estiraba y se estiraba hasta ser un puntito en el cielo, porque tenía chucho y estaba con fiebre.

»De un momento a otro la mina iba a reventar, y encima de la mina estaba yo, pegado a la piedra, para irme también en pedazos hasta la boca del pozo. Mi hermano gritaba cada vez más fuerte hasta parecer una mujer. Pero yo no tenía fuerzas para subir ligero, y me eché en el suelo, aplastado como una barreta. Mi hermano supuso la cosa, porque dejó de gritar.

»Bueno; los cinco segundos que estuve esperando que la mina reventara de una vez, me parecieron cinco o seis años, con meses, semanas, días y minutos, bien seguidos unos tras otros.

»¿Miedo? ¡Bah! Tenía demasiado que hacer siguiendo con la idea la mecha que estaba llegando a la punta… Miedo, no. Era una cuestión de esperar, nada más; esperar a cada instante; ahora… ahora… Con eso tenía para entretenerme.

»Por fin la mina reventó. La dinamita trabaja para abajo; hasta los mensús lo saben. Pero la piedra desecha salta para arriba, y yo, después de saltar contra la pared y caer de narices, con un silbato de locomotora en cada oído, sentí las piedras que volvían a caer en el fondo. Una sola un poco grande me alcanzó aquí en la pantorrilla, cosa blanda. Y además, el sacudón de costado, los gases podridos de la mina, y sobre todo, la cabeza hinchada de picoteos y silbidos, no me dejaron sentir mucho las pedradas. Yo no he visto un milagro nunca, y menos al lado de una mina de dinamita. Sin embargo, salí vivo. Mi hermano bajó enseguida, pude subir con las rodillas flojas, y nos fuimos enseguida a emborracharnos por dos días seguidos.

»Ésta fue la primera vez que me escapé. La segunda fue también en un pozo que había contratado solo. Yo estaba en el fondo, limpiando los escombros de una mina que había reventado la tarde anterior. Allá arriba, mi ayudante subía y volcaba los cascotes. Era un guayno paraguayo, flaco y amarillo como un esqueleto, que tenía el blanco de los ojos casi azul, y no hablaba casi nada. Cada tres días tenía el chucho.

»Al final de la limpiada, sujeté a la soga por encima del balde, la pala y el pico, y el muchacho izó las herramientas que, como acabo de decirle, estaban pasadas por un falso nudo. Siempre se hace así, y no hay cuidado de que se salgan, mientras el que iza no sea un bugre como mi peón.

»El caso es que cuando el balde llegó arriba, en vez de agarrar la soga por encima de las herramientas para tirar afuera, el infeliz agarró el balde. El nudo se aflojó, y el muchacho no tuvo tiempo más que para sujetar la pala.

»Bueno; pare la oreja al tamaño del pozo: tenía en ese momento catorce metros de hondura, y sólo un metro o uno y veinte de ancho. La piedra mora no es cuestión de broma para perder el tiempo haciendo barrancos y, además, cuanto más angosto es el pozo, es más fácil subir y bajar por las paredes.

»El pozo, pues, era como un caño de escopeta; y yo estaba abajo en una punta mirando para arriba, cuando vi venir el pico por la otra.

»¡Bah! Una vez el milanés pisó en falso y me mandó abajo una piedra de veinte kilos. Pero el pozo era playo todavía, y la vi venir a plomo. Al pico lo vi venir también, pero venía dando vueltas, rebotando de pared a pared, y era más fácil considerarse ya difunto con doce pulgadas de fierro dentro de la cabeza, que adivinar dónde iba a caer.

»Al principio comencé a cuerpearlo, con la boca abierta fija en el pico. Después vi enseguida que era inútil y me pegué entonces contra la pared, como un muerto, bien quieto y estirado como si ya estuviera muerto, mientras el pico venía como un loco dando tumbos, y las piedras caían como lluvia.

»Bueno; pegó por última vez a una pulgada de mi cabeza y saltó de lado contra la otra pared; y allí se esquinó, en el piso. Subí entonces, sin enojo contra el bugre que, más amarillo que nunca, había ido al fondo con la barriga en la mano. Yo no estaba enojado con el gusano, porque me consideraba bastante feliz saliendo vivo del pozo como un gusano, con la cabeza llena de arena. Esa tarde y la mañana siguiente no trabajé, pues lo pasamos borrachos con el milanés.

»Ésta fue la segunda vez que me escapé de la muerte, y las dos dentro de un pozo. La tercera vez fue al aire libre, en una cantera de lajas como ésta, y hacía un sol que rajaba la tierra.

»Esta vez no tuve tanta suerte… ¡Bah! Soy duro. El brasileño —le dije al principio que él tuvo la culpa— no había probado nunca su pólvora. Esto lo vi después del experimento. Pero hablaba que daba miedo, y en el almacén me contaba sus historias sin parar, mientras yo probaba la caña nueva. Él no tomaba nunca. Sabía mucha química, y una porción de cosas; pero era un charlatán que se emborrachaba con sus conocimientos. Él mismo había inventado esa pólvora nueva —le daba el nombre de una letra— y acabó por marearme con sus discursos.

»Mi hermano me dijo: “Todas esas son historias. Lo que va a hacer es sacarte plata”. Yo le contesté: “Plata no me va a sacar ninguna”. “Entonces —agregó mi hermano—, los dos van a volar por el aire si usan esa pólvora”.

»Tal me lo dijo, porque lo creía a pie junto, y todavía me lo repitió mientras nos miraba cargar el barreno.

»Como le dije, hacía un sol de fuego, y la cantera quemaba los pies. Mi hermano y otros curiosos se habían echado bajo un árbol, esperando la cosa; pero el brasileño y yo no hacíamos caso, pues los dos estábamos convencidos del negocio. Cuando concluimos el barreno, comencé a atacarlo. Usted sabe que aquí usamos para esto la tierra de los tacurús, que es muy seca. Comencé, pues, de rodillas a dar mazazos, mientras el brasileño, parado a mi lado, se secaba el sudor, y los otros esperaban.

»Bueno; al tercer o cuarto golpe sentí en la mano el rebote de la mina que reventaba, y no sentí nada más porque caí a dos metros desmayado.

»Cuando volví en mí, no podía ni mover un dedo, pero oía bien. Y por lo que me decían, me di cuenta de que todavía estaba al lado de la mina, y que en la cara no tenía más que sangre y carne deshecha. Y oí a uno que decía: “Lo que es éste, se fue del otro lado”.

»¡Bah…! Soy duro. Estuve dos meses entre si perdía o no el ojo, y al fin me lo sacaron. Y quedé bien, ya ve. Nunca más volví a ver al brasileño, porque pasó el río la misma noche; no había recibido ninguna herida. Todo fue para mí, y él era el que había inventado la pólvora.

»Ya ve —concluyó por fin levantándose y secándose el sudor—. No es así como así que van a acabar con Van-Houten. ¡Pero bah…! (con una sacudida de hombros final). De todos modos, poco se pierde si uno se va al hoyo…»

Y escupió.

Por una lóbrega noche de otoño descendía yo en mi canoa sobre un Paraná tan exhausto, que en la misma canal el agua límpida y sin fuerzas parecía detenida a depurarse aún más. Las costas se internaban en el cauce del río cuanto éste perdía de aquél, y el litoral, habitualmente de bosque refrescándose en las aguas, constituíanlo ahora dos anchas y paralelas playas de arcilla rodada y cenagosa, donde apenas se podía marchar. Los bajofondos de las restingas, delatados por el color umbrío de agua, manchaban el Paraná con largos conos de sombra, cuyos vértices penetraban agudamente en la canal. Bancos de arena y negros islotes de basalto habían surgido donde un mes atrás las quillas cortaban sin riesgo el agua profunda. Las chalanas y guabirobas que remontan el río fielmente adheridos a la costa, raspaban con las palas el fondo pedregoso de las restingas, un kilómetro río adentro.

Para una canoa los escollos descubiertos no ofrecen peligro alguno, aun de noche. Pueden ofrecerlo, en cambio, los bajofondos disimulados en la misma canal, pues ellos son por lo común cúspide de cerros a pico, a cuyo alrededor la profunda sima del agua no da fondo a setenta metros. Si la canoa encalla en alguna de esas cumbres sumergidas, no hay modo de arrancarla de allí; girará horas enteras sobre la proa o la popa, o más habitualmente sobre su mismo centro.

Por la extrema liviandad de mi canoa yo estaba apenas expuesto a este percance. Tranquilo, pues, descendía sobre las aguas negras, cuando un inusitado pestañear de faroles de viento hacia la playa de Itahú llamó mi atención.

A tal hora de una noche lóbrega, el Alto Paraná, su bosque y su río son una sola mancha de tinta donde nada se ve. El remero se orienta por el pulso de la corriente en las palas; por la mayor densidad de las tinieblas al abordar las costas; por el cambio de temperatura del ambiente; por los remolinos y remansos; por una serie, en fin, de indicios casi indefinibles.

Abordé en consecuencia a la playa de Itahú, y guiado hasta el rancho de Van-Houten por los faroles que se dirigían allá, lo vi a él mismo, tendido de espaldas sobre el catre con el ojo más abierto y vidrioso de lo que se debía esperar.

Estaba muerto. Su pantalón y camisa goteando todavía, y la hinchazón de su vientre, delataban bien a las claras la causa de su muerte.

Paolo hacía los honores del accidente, relatándolo a todos los vecinos, conforme iban entrando. No variaba las expresiones ni los ademanes del caso, vuelto siempre hacia el difunto, como si lo tomara de testigo.

—Ah, usted vio —se dirigió a mí al verme entrar—. ¿Qué le había dicho yo siempre? Que se iba a ahogar con su canoa. Ahí lo tiene, duro. Desde esta mañana estaba duro, y quería todavía llevar una botella de caña. Yo le dije:

»—Para mí, don Luis, que si usted lleva la caña va a fondear la cabeza en el río.

»Él me contestó:

»—Fondear, eso no lo ha visto nadie hacer a Van-Houten… Y si fondeo, bah, tanto da.

»Y escupió. Usted sabe que siempre hablaba así, y se fue a la playa. Pero yo no tenía nada que ver con él, porque yo trabajo a un tanto. Así es que le dije:

»—Hasta mañana entonces, y deje la caña acá.

»Él me respondió:

»—Lo que es la caña, no la dejo.

»Y subió tambaleando en la canoa.

»Ahí está ahora, más duro que esta mañana. Romualdo el bizco y Josesinho lo trajeron hace un rato y lo dejaron en la playa, más hinchado que un barril. Lo encontraron en la piedra frente a Puerto Chuño. Allí estaba la guabiroba arrimada al islote, y a don Luis lo pescaron con la liña en diez brazas de fondo.

—Pero el accidente —lo interrumpí— ¿cómo fue?

—Yo no lo vi, Josesinho tampoco lo vio, pero lo oyó a don Luis, porque pasaba con Romualdo a poner el espinel en el otro lado. Don Luis gritaba, cantaba y hacía fuerza al mismo tiempo, y Josesinho conoció que había varado, y le gritó que no paleara de popa, porque en cuanto zafara la canoa, se iba a ir de lomo al agua. Después Josesinho y Romualdo oyeron el tumbo en el río, y sintieron a don Luis que hablaba como si tragara agua. Lo que es tragar agua… Véalo, tiene el cinto en la ingle, y eso que ahora está vacío. Pero cuando lo acostamos en la playa, echaba agua como un yacaré. Yo le pisaba la barriga, y a cada pisotón echaba un chorro alto por la boca. Hombre guapo para la piedra y duro para morir en la mina, lo era. Tomaba demasiado, es cierto, y yo puedo decirlo. Pero a él nunca le dije nada, porque usted sabe que yo trabajaba con él a un tanto…

Continué mi viaje. Desde el río en tinieblas vi brillar todavía por largo rato la ventana iluminada, tan baja que parecía parpadear sobre la misma agua. Después la distancia la apagó. Pero pasó un tiempo antes de que dejara de ver a Van-Houten tendido en la playa y convertido en un surtidor, bajo el pie de su socio que le pisaba el vientre.

Tacuara-Mansión

Frente al rancho de don Juan Brown, en Misiones, se levanta un árbol de gran diámetro y ramas retorcidas, que presta a aquél frondosísimo amparo. Bajo este árbol murió, mientras esperaba el día para irse a su casa, Santiago Rivet, en circunstancias bastante singulares para que merezcan ser contadas.

Misiones, colocada a la vera de un bosque que comienza allí y termina en el Amazonas, guarece a una serie de tipos a quienes podría lógicamente imputarse cualquier cosa menos el ser aburridos. La vida más desprovista de interés al norte de Posadas, encierra dos o tres pequeñas epopeyas de trabajo o de carácter, si no de sangre. Pues bien se comprende que no son tímidos gatitos de civilización los tipos que del primer chapuzón o en el reflujo final de sus vidas han ido a encallar allá.

Sin alcanzar los contornos pintorescos de un João Pedro, por ser otros los tiempos y otro el carácter del personaje, don Juan Brown merece mención especial entre los tipos de aquel ambiente.

Brown era argentino y totalmente criollo, a despecho de una gran reserva británica. Había cursado en La Plata dos o tres brillantes años de ingeniería. Un día, sin que sepamos por qué, cortó sus estudios y derivó hasta Misiones. Creo haberle oído decir que llegó a Iviraromí por un par de horas, asunto de ver las ruinas. Mandó más tarde buscar sus valijas a Posadas para quedarse dos días más, y allí lo encontré yo quince años después, sin que en todo ese tiempo hubiera abandonado una sola hora el lugar. No le interesaba mayormente el país; se quedaba allí, simplemente por no valer sin duda la pena hacer otra cosa.

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