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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico

Los desterrados y otros cuentos (4 page)

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Pero como no podían olvidar a su ex patrón, resolvieron jugar entre ellos a la suerte el cobro de sus sueldos, recayendo dicha misión en el negro João Pedro, quien se encaminó por segunda vez a la estancia, montado en una mula.

Felizmente —pues ni uno ni otro desdeñaban la entrevista—, el peón y su patrón se encontraron; éste con su revólver al cinto, aquél con su pistola en la pretina.

Ambos detuvieron sus cabalgaduras a veinte metros.

—Está bien, moreno —dijo el patrón—. ¿Venís a cobrar tu sueldo? Te voy a pagar enseguida.

—Eu vengo —respondió João Pedro— a quitar a você de en medio. Atire você primeiro, e não erre.

—Me gusta, macaco. Sujétate entonces bien las motas…

—Atire.

—¿Pois não? —dijo aquél.

—Pois é —asintió el negro, sacando la pistola.

El estanciero apuntó, pero erró el tiro. Y también esta vez, de los dos hombres regresó uno solo.

El otro tipo pintoresco que alcanzó hasta nosotros era también brasileño, como lo fueron casi todos los primeros pobladores de Misiones. Se le conoció siempre por Tirafogo, sin que nadie haya sabido de él nombre otro alguno, ni aun la policía, cuyo dintel por otro lado nunca llegó a pisar.

Merece este detalle mención, porque a pesar de haber sorbido nuestro hombre más alcohol del que pueden soportar tres jóvenes fuertes, logró siempre esquivar, fresco o borracho, el brazo de los agentes.

Las chacotas que levanta la caña en las bailantas del Alto Paraná no son cosa de broma. Un machete de monte, animado de un revés de muñeca de mensú, parte hasta el bulbo el cráneo de un jabalí; y una vez, tras un mostrador, hemos visto al mismo machete, y del mismo revés, quebrar como una caña el antebrazo de un hombre, después de haber cortado limpiamente en su vuelo el acero de una trampa de ratas, que pendía del techo.

Si en bromas de esta especie o en otras más ligeras, Tirafogo fue alguna vez actor, la policía lo ignora. Viejo ya, esta circunstancia le hacía reír, al recordarla por cualquier motivo:

—¡Eu nunca estive na policia!

Por sobre todas sus actividades, fue domador. En los primeros tiempos del obraje se llevaban allá mulas chúcaras, y Tirafogo iba con ellas. Para domar, no había entonces más espacio que los rozados de la playa, y presto las mulas de Tirafogo partían a estrellarse contra los árboles o caían en los barrancos, con el domador debajo. Sus costillas se habían roto y soldado infinidad de veces, sin que su propietario guardara por ello el menor rencor a las mulas.

—¡Eu gosto mesmo —decía— de lidiar con elas!

El optimismo era su cualidad específica. Hallaba siempre ocasión de manifestar su satisfacción de haber vivido tanto tiempo. Una de sus vanidades era el pertenecer a los antiguos pobladores de la región, que solíamos recordar con agrado.

—¡Eu só antiguo! —exclamaba, riendo y estirando desmesuradamente el cuello adelante—. ¡Antiguo!

En el periodo de las plantaciones se le reconocía desde lejos por sus hábitos para carpir mandioca. Este trabajo, a pleno sol de verano, y en hondonadas a veces donde no llega un soplo de aire, se lleva a cabo en las primeras horas de la mañana y en las últimas de la tarde. Desde las once a las dos, el paisaje se calcina solitario en un vaho de fuego.

Éstas eran las horas que elegía Tirafogo para carpir descalzo la mandioca. Se quitaba la camisa, se arremangaba el calzoncillo por encima de la rodilla, y sin más protección que la de su sombrero orlado entre paño y cinta de puchos de chala, se doblaba a carpir concienzudamente su mandioca, con la espalda deslumbrante de sudor y reflejos.

Cuando los peones volvían de nuevo al trabajo a favor del ambiente ya respirable, Tirafogo había concluido el suyo. Recogía la azada, quitaba un pucho de su sombrero, y se retiraba fumando y satisfecho.

—¡Eu gosto —decía— de poner os yuyos pés arriba ao sol!

En la época en que yo llegué allá, solíamos hallar al paso a un negro muy viejo y flaquísimo que caminaba con dificultad y saludaba siempre con un trémulo «Bon día, patrón» quitándose humildemente el sombrero ante cualquiera.

Era João Pedro.

Vivía en un rancho, lo más pequeño y lamentable que puede verse en el género, aun en un país de obrajes, al borde de un terrenito anegadizo de propiedad ajena. Todas las primaveras sembraba un poco de arroz —que todos los veranos perdía— y las cuatro mandiocas indispensables para subsistir, y cuyo cuidado le llevaba todo el año, arrastrando las piernas.

Sus fuerzas no daban para más.

En el mismo tiempo, Tirafogo no carpía más para los vecinos. Aceptaba todavía algún trabajo de lonja que demoraba meses en entregar, y no se vanagloriaba ya de ser antiguo en un país totalmente transformado.

Las costumbres, en efecto, la población y el aspecto mismo del país, distaban, como la realidad de un sueño, de los primeros tiempos vírgenes, cuando no había límite para la extensión de los rozados, y éstos se efectuaban entre todos y para todos, por el sistema cooperativo. No se conocía entonces la moneda, ni el Código Rural, ni las tranqueras con candado, ni los breeches. Desde el Pequirí al Paraná, todo era Brasil y lengua materna, hasta con los
francéis
de Posadas.

Ahora el país era distinto, nuevo, extraño y difícil. Y ellos, Tirafogo y João Pedro, estaban ya muy viejos para reconocerse en él.

El primero había alcanzado los ochenta años, y João Pedro sobrepasaba esa edad.

El enfriamiento del uno, a quien el primer día nublado relegaba a quemarse las rodillas y las manos junto al fuego, y las articulaciones endurecidas del otro, les hicieron acordarse por fin, en aquel medio hostil, del dulce calor de la madre patria.

—É —decía João Pedro a su compatriota, mientras se resguardaban ambos del humo con la mano—. Estemos lejos de nossa terra, seu Tirá… E un día temos de morrer.

—É —asentía Tirafogo, moviendo a su vez la cabeza—. Temos de morrer, seu João… E longe da terra…

Se visitaban ahora con frecuencia, y tomaban mate en silencio, enmudecidos por aquella tardía sed de la patria. Algún recuerdo, nimio por lo común, subía a veces a los labios de alguno de ellos, suscitado por el calor del hogar.

—Havíamos na casa dois vacas… —decía el uno muy lentamente—. E eu brinqué mesmo con os cachorros de papãe…

—Pois não, seu João… —apoyaba el otro, manteniendo fijos en el fuego sus ojos en que sonreía una ternura casi infantil.

—E eu me lembro de todo… E de mamãe… A mamãe moça…

Las tardes pasaban de este modo, perdidos ambos de extrañeza en la flamante Misiones.

Para mayor extravío, se iniciaba en aquellos días el movimiento obrero, en una región que no conserva del pasado jesuítico sino dos dogmas: la esclavitud del trabajo, para el nativo, y la inviolabilidad del patrón. Se vieron huelgas de peones que esperaban a Boycott como a un personaje de Posadas, y manifestaciones encabezadas por un bolichero a caballo que llevaba la bandera roja, mientras los peones analfabetos cantaban apretándose alrededor de uno de ellos, para poder leer la Internacional que aquél mantenía en alto. Se vieron detenciones sin que la caña fuera su motivo, y hasta se vio la muerte de un sahib.

João Pedro, vecino del pueblo, comprendió de todo esto menos aún que el bolichero de trapo rojo, y aterido por el otoño ya avanzado, se encaminó a la costa del Paraná.

También Tirafogo había sacudido la cabeza ante los nuevos acontecimientos. Y bajo su influjo, y el del viento frío que rechazaba el humo, los dos proscritos sintieron por fin concretarse los recuerdos natales que acudían a sus mentes con la facilidad y transparencia de los de una criatura.

Sí; la patria lejana, olvidada durante ochenta años. Y que nunca, nunca…

—¡Seu Tirá! —dijo de pronto João Pedro, con lágrimas fluidísimas a lo largo de sus viejos carrillos—. ¡Eu não quero morrer sin ver a minha terra!… É muito longe o que eu tengo vivido…

A lo que Tirafogo respondió:

—Agora mesmo eu tenía pensado proponer a você… Agora mesmo, seu João Pedro… eu vía na ceniza a casinha… O pinto bataraz de que eu só cuidei…

Y con un puchero, tan fluido como las lágrimas de su compatriota, balbuceó:

—¡Eu quero ir lá!… ¡A nossa terra é lá, seu João Pedro!… A mamãe do velho Tirafogo…

El viaje, de este modo, quedó resuelto. Y no hubo en cruzado alguno mayor fe y entusiasmo que los de aquellos dos desterrados casi caducos, en viaje hacia su tierra natal.

Los preparativos fueron breves, pues breve era lo que dejaban y lo que podían llevar consigo. Plan, en verdad, no poseían ninguno, si no es el marchar perseverante, ciego y luminoso a la vez, como de sonámbulos, y que los acercaba día a día a la ansiada patria. Los recuerdos de la edad infantil subían a sus mentes con exclusión de la gravedad del momento. Y caminando, y sobre todo cuando acampaban de noche, uno y otro partían en detalles de la memoria que parecían dulces novedades, a juzgar por el temblor de la voz.

—Eu nunca dije para você, seu Tirá… ¡O meu irmão más piqueno estuvo uma vez muito doente!

O, si no, junto al fuego, con una sonrisa que había acudido ya a los labios desde largo rato:

—O mate de papãe cayose uma vez de mim… ¡E batiome, seu João!

Iban así, riquísimos de ternura y cansancio, pues la sierra central de Misiones no es propicia al paso de los viejos desterrados. Su instinto y conocimiento del bosque les proporcionaban el sustento y el rumbo por los senderos menos escarpados.

Pronto, sin embargo, debieron internarse en el monte cerrado, pues había comenzado uno de esos periodos de grandes lluvias que inundan la selva de vapores entre uno y otro chaparrón, y transforman las picadas en sonantes torrenteras de agua roja.

Aunque bajo el bosque virgen, y por violentos que sean los diluvios, el agua no corre jamás sobre la capa de humus, la miseria y la humedad ambiente no favorecen tampoco el bienestar de los que avanzan por él. Llegó pues una mañana en que los dos viejos proscritos, abatidos por la consunción y la fiebre, no pudieron ponerse de pie.

Desde la cumbre en que se hallaban, y al primer rayo de sol que rompía tardísimo la niebla, Tirafogo, con un resto más de vida que su compañero, alzó los ojos, reconociendo los pinares nativos. Allá lejos vio en el valle, por entre los altos pinos, un viejo rozado cuyo dulce verde se llenaba de luz entre las sombrías araucarias.

—¡Seu João! —murmuró, sosteniéndose apenas sobre los puños—. ¡É a terra o que você pode ver lá! ¡Temos chegado, seu João Pedro!

Al oír esto, João Pedro abrió los ojos, fijándolos inmóviles en el vacío, por largo rato.

—Eu cheguei ya, meu compatricio… —dijo.

Tirafogo no apartaba la vista del rozado.

—Eu vi a terra… É lá… —murmuraba.

—Eu cheguei —respondió todavía el moribundo—. Você viu a terra. E eu estó lá.

—O que é… seu João Pedro —dijo Tirafogo—, o que é, é que você está de morrer… ¡Você não chegou!

João Pedro no respondió esta vez. Ya había llegado.

Durante largo tiempo Tirafogo quedó tendido de cara contra el suelo mojado, removiendo de tarde en tarde los labios. Al fin abrió los ojos, y sus facciones se agrandaron de pronto en una expresión de infantil alborozo:

—¡Ya cheguei, mamãe!… O João Pedro tinha razão… ¡Vou com ele!…

Van-Houten

Lo encontré una siesta de fuego a cien metros de su rancho, calafateando una guabiroba que acababa de concluir.

—Ya ve —me dijo, pasándose el antebrazo mojado por la cara aún más mojada— que hice la canoa. Timbó estacionado, y puede cargar cien arrobas. No es como esa suya, que apenas lo aguanta a usted. Ahora quiero divertirme.

—Cuando don Luis quiere divertirse —apoyó Paolo cambiando el pico por la pala—, hay que dejarlo. El trabajo es para mí entonces; pero yo trabajo a un tanto, y me arreglo solo.

Y prosiguió paleando el cascote de la cantera, desnudo desde la cintura hasta la cabeza, como su socio Van-Houten.

Tenía éste por asociado a Paolo, sujeto de hombros y brazos de gorila, cuya única preocupación había sido y era no trabajar nunca a las órdenes de nadie, y ni siquiera por día. Percibía tanto por metro de losas de laja entregadas, y aquí concluían sus deberes y privilegios. Preciábase de ello en toda ocasión, al punto de que parecía haber ajustado la norma moral de su vida a esta independencia de su trabajo. Tenía por hábito particular, cuando regresaba los sábados de noche del pueblo, solo y a pie como siempre, hacer sus cuentas en voz alta por el camino.

Van-Houten, su socio, era belga, flamenco de origen, y se le llamaba, alguna vez Lo-que-queda-de-Van-Houten, en razón de que le faltaba un ojo, una oreja, y tres dedos de la mano derecha. Tenía la cuenca entera de su ojo vacío quemado en azul por la pólvora. En el resto era un hombre bajo y muy robusto, con barba roja e hirsuta. El pelo, de fuego también, caíale sobre una frente muy estrecha en mechones constantemente sudados. Cedía de hombro a hombro al caminar y era sobre todo muy feo, a lo Verlaine, de quien compartía casi la patria, pues Van-Houten había nacido en Charleroi.

Su origen flamenco revelábase en su flema para soportar adversidades. Se encogía de hombros y escupía, por todo comentario. Era asimismo el hombre más desinteresado del mundo, no preocupándose en absoluto de que le devolvieran el dinero prestado, o de que una súbita crecida del Paraná le llevara sus pocas vacas. Escupía, y eso era todo. Tenía un solo amigo íntimo, con el cual se veía solamente los sábados de noche, cuando partían juntos y a caballo hacia el pueblo. Por veinticuatro horas continuas, recorrían uno a uno los boliches, borrachos e inseparables. La noche del domingo sus respectivos caballos los llevaban por la fuerza del hábito a sus casas, y allí concluía la amistad de los socios. En el resto de la semana no se veían jamás.

Yo siempre había tenido curiosidad de conocer de primera fuente qué había pasado con el ojo y los dedos de Van-Houten. Esa siesta, llevándolo insidiosamente a su terreno con preguntas sobre barrenos, canteras y dinamitas, logré lo que ansiaba, y que es tal como va:

«La culpa de todo la tuvo un brasileño que me echó a perder la cabeza con su pólvora. Mi hermano no creía en esa pólvora, y yo sí; lo que me costó un ojo. Yo no creía tampoco que me fuera a costar nada, porque ya había escapado vivo dos veces.

»La primera fue en Posadas. Yo acababa de llegar, y mi hermano estaba allí hacía cinco años. Teníamos un compañero, un milanés fumador, con gorra y bastón que no dejaba nunca. Cuando bajaba a trabajar, metía el bastón dentro del saco. Cuando no estaba borracho, era un hombre duro para el trabajo.

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