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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

Los días oscuros (3 page)

BOOK: Los días oscuros
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Lucía se movió en sueños, mientras murmuraba algo incomprensible con una expresión de gozo en la cara que me hizo tragar saliva. Necesitaba aire fresco.

Pasando por el estrecho pasillo que comunicaba la zona de carga y pasaje con la cabina me dejé caer en el asiento del copiloto, al lado de Pritchenko. El ucraniano se giró y me dirigió una luminosa sonrisa, al tiempo que me tendía un termo de café que guardaba en una pequeña funda que colgaba a su espalda. Acepté el termo con desmayo y le pegué un largo trago. Unos enormes lagrimones afluyeron a mis ojos, mientras tosía incontrolablemente, tratando de respirar. Aquel café debía llevar casi un cincuenta por ciento de vodka en estado puro.

-Café con gotas -dijo el ucraniano mientras me arrebataba el termo de las manos y le daba un prolongado trago sin pestañear. Tras hacer bajar medio termo de golpe, se dio un puñetazo en el pecho y eructó estruendosamente-. Mucho mejor para pilotar. -A continuación me pasó de nuevo el termo, que cogí de forma mecánica-. Sí señor. Mucho mejor. -Chasqueó la lengua satisfecho y me dedicó otra de sus espléndidas sonrisas-. En Chechenia toda mi escuadrilla tomaba vodka solo... pero allí hacía más frío -remató con una carcajada.

Meneé la cabeza, dejando a Viktor por imposible. Dentro de la cabina hacía calor, mucho calor. El ucraniano vestía unos gastados pantalones militares e iba con el torso descubierto, brillante por el sudor. Completaba su atuendo un imposible sombrero negro de cowboy que había encontrado colgado en la pared de un bar y unas gafas verdes de espejo, bajo las que asomaban sus imponentes bigotones. Recordaba vagamente a un personaje sacado de Apocalipsis Now.

Lo cierto era que Viktor pilotaba admirablemente bien. El primer día, cuando despegamos desde Vigo, fue capaz de levantar el pájaro con los depósitos llenos a rebosar y una red de carga con más de dos toneladas de bidones de combustible colgando de la panza del Sokol como si tal cosa. Era algo admirable.

Las imágenes del viaje no cesaban de pasar una y otra vez ante mis ojos, incansables. Definitivamente, a lo largo de esos últimos días fue cuando habíamos podido darnos cuenta del auténtico alcance del caos que provocaba el Apocalipsis. Por si nos quedaba alguna duda, ya estábamos totalmente seguros de que la civilización humana se había ido al cuerno para siempre.

Las primeras horas habían sido las peores. Mientras nos dirigíamos hacia el sur bordeando la costa portuguesa a unos pocos cientos de metros de altitud, nuestra mirada se paseaba con asombro por todas partes. El caos y la desolación eran generalizados.

Lo primero que llamaba la atención era la luz. La atmósfera estaba inusualmente clara, casi transparente. Teniendo en cuenta que ya hacía meses que las fábricas habían dejado de funcionar y que no había tráfico contaminando el ambiente, se entendía un poco mejor. De todas formas aquel aire límpido tenía un punto de irreal y fantástico. De no ser por el permanente olor a carne descompuesta, basura y restos orgánicos que flotaba por todas partes uno casi podría pensar que estaba en un territorio virgen de hacía cinco mil años. Una breve mirada a los fiambres que se paseaban por todas partes hacía añicos esa ilusión inmediatamente.

Las carreteras, por su parte estaban totalmente intransitables. Cada pocos kilómetros, las líneas negras de asfalto se veían punteadas por restos de vehículos o, en ocasiones, monstruosas colisiones múltiples que obstruían la vía por completo. En un par de ocasiones incluso vimos algunos viaductos que se habían venido abajo o carreteras cubiertas por completo por desprendimientos de tierra. Un tramo especialmente inclinado de la autopista que unía Oporto con Lisboa se había transformado en un espumoso y salvaje torrente a lo largo de unos cuantos kilómetros, en los cuales las aguas provenientes de una presa desbordada corrían libremente, creando cabritillas de espuma contra los restos de vehículos que se habían transformado en sorprendentes escollos.

La naturaleza, poco a poco, iba reclamando su terreno. Las orgullosas construcciones humanas, sus asombrosos y a veces casi increíbles logros de ingeniería civil, estaban siendo lentamente devoradas por la maleza, el agua, la tierra y lo que fuera que Dios quisiera poner en su camino.

Un crujido en los cascos del intercomunicador me sacó de golpe de aquellas ensoñaciones y me llevó de nuevo al Sahara. El jodido aparato había decidido volver a funcionar.

-Estamos casi secos. -La voz de Viktor resonaba metalizada en mis oídos-. Voy a dar una vuelta sobre esta zona. Estate atento. Busca un buen sitio para tomar tierra.

«Y ten los ojos bien abiertos -pensé para mí-. Ni un puto susto más, ahora que falta tan poco.»

Los anteriores repostajes habían transcurrido razonablemente bien, pero cualquier precaución era poca.

Tan sólo había que recordar lo sucedido el día anterior.

2

Fue en una de las últimas paradas, en un lugar perdido entre Portugal y Extremadura. El helicóptero había tomado tierra en el aparcamiento de un polvoriento restaurante de carretera. La explanada de cemento estaba totalmente desierta, excepto por un herrumbroso Volkswagen Polo y un Seat León abandonado que descansaba sobre cuatro neumáticos medio deshinchados. El letrero luminoso del restaurante estaba cubierto por una gruesa capa de polvo y en general todo tenía un aspecto abandonado y solitario. Al parecer, éramos los primeros seres humanos que pasábamos por allí desde hacía más de un año.

El Sokol tomó tierra en medio de una gigantesca nube de arena que se desparramaba en todas las direcciones. Antes de que se empezase a posar Prit y yo ya habíamos saltado a tierra, cada uno por un lado del aparato, con un HK en las manos y con el regusto del miedo en la boca, mientras oteábamos desesperadamente entre los jirones de polvo, tratando de adivinar la figura tambaleante de un No Muerto.

Sólo cuando el polvo se posó y vimos que la explanada seguía desierta se empezó a calmar el ritmo de mi corazón. Cuando las turbinas del Sokol se apagaron, un silencio sepulcral se extendió sobre el aparcamiento. No se oía ni el más mínimo sonido, ni siquiera el piar de los pájaros.

Seguramente todos los bichos con plumas se habían asustado con el estruendo del helicóptero al aterrizar. O a lo peor, me corregí mentalmente, es que no quedaba ni un jodido pájaro vivo en aquella zona. Todo podía ser.

Por un instante tuve la inquietante sensación de que éramos los últimos hombres sobre la faz de la tierra. De repente, Lúculo maulló inquieto rompiendo aquel extraño hechizo. Tocaba moverse.

Rápidamente, Pritchenko se acercó a la red de transporte y ayudado por Lucía desenganchó la argolla superior. La resistente red de carga se deslizó por encima de la pila de barriles amarillos llenos de queroseno CBl-A. Apartando tres o cuatro toneles vacíos, el ucraniano echó a rodar uno de los bidones lleno hasta los topes hacia el helicóptero. Una vez allí, con un gesto diestro, destapó el barril e introdujo dentro un tubo de goma conectado al depósito de combustible del Sokol. Pronto, el queroseno empezó a fluir hacia el interior de los tanques del pájaro.

A partir de ese instante, llenar el depósito era tan sólo una cuestión de minutos, pero durante ese lapso éramos extremadamente vulnerables. Con el pájaro en tierra, la red de carga abierta y un bidón de productos altamente inflamables bombeando hacia los depósitos, un despegue rápido quedaba descartado. Definitivamente, si los No Muertos aparecían por allí de golpe, estaríamos bien jodidos.

Tras asegurarme de que nada se movía por los alrededores, le hice una seña a Prit y abrí uno de los compartimentos de la cabina trasera del Sokol, para coger un cigarrillo. Fruncí el ceño, contrariado. Tan sólo me quedaban un par de Camel arrugados y con olor a humedad. Habíamos conseguido suficientes provisiones y medicamentos en el hospital, pero de tabaco andábamos extremadamente cortos.

Miré hacia el restaurante situado al otro extremo de la explanada, dubitativo. Era un asador de carretera del tres al cuarto, pero me jugaba un millón de euros a que tenían una máquina de tabaco junto a la puerta o al fondo, debajo de la tele. Debería echar un vistazo, pensé. Al fin y al cabo aquello estaba totalmente abandonado.

Me giré hacia el grupo, para avisarles. Lucía y Prit estaban de espaldas, en una discusión acalorada sobre la mejor manera de apilar los barriles vacíos en la red. Sor Cecilia dormía plácidamente, disfrutando de aquellos minutos en tierra lejos de las aterradoras alturas, y Lúculo... bueno, Lúculo estaba aseándose como sólo los gatos saben hacerlo, indiferente al resto del mundo. Me encogí de hombros y me encaminé hacia el restaurante. Sería cuestión de un minuto.

La puerta, naturalmente, estaba cerrada. Miré a mí alrededor. Unas macetas con plantas mustias decoraban la fachada, cubierta por un alero polvoriento. En el suelo, tirado de cualquier manera, yacía un cartel de helados descolorido por el sol. A su lado, una sombrilla hecha jirones, un par de sillas de plástico y una mesa polvorienta completaban el panorama. En una esquina, acumulando tierra, una cazadora vaquera de color indefinido se pudría lentamente, en el mismo sitio donde alguien la había dejado caer de cualquier manera, como si no hubiese tenido tiempo para apoyarla en un lugar mejor.

La puerta parecía resistente, pero no así una de las ventanas de la fachada lateral. Era una vieja ventana, de marco de madera, que daba a la cocina. El paso del tiempo y el calor generado por la parrilla de la carne situada justo a su lado, en el interior, la habían ido arqueando y presentaba una pequeña holgura de un par de centímetros por su parte inferior.

Desenvainé el cuchillo que llevaba sobre los riñones e inserté la hoja en aquella holgura. Tan sólo tuve que hacer palanca un rato hasta que un apagado «crac» me indicó que el pestillo se había quebrado. La hoja de la ventana, vieja pero perfectamente engrasada, giró silenciosamente sobre sus goznes, dejándome paso franco al interior, fresco y sombrío.

Con cautela me introduje en la cocina, tratando de perforar la penumbra con mis ojos. El cambio del luminoso exterior a la relativa oscuridad del interior me había dejado sin visión por unos segundos. Sin embargo, no podía pensar en eso, porque el olor a podrido allí dentro era sofocante. Con una manga traté de taparme la nariz, mientras los ojos me lagrimeaban y las arcadas me subían por la garganta.

En cuanto me habitué a aquella media luz, pude ver con detalle el interior de la cocina. El olor provenía de una enorme nevera industrial abierta de par en par, donde kilos y kilos de carne de cerdo y ternera se pudrían lentamente desde hacía meses. Sobre la mesa de trabajo, algo que en algún momento había sido un costillar de cerdo bullía cubierto de miles de gusanos blancos, que reptaban incluso sobre el mango del cuchillo apoyado a su lado. Junto a éste, un manojo de tomates putrefactos esperaban eternamente a que alguien los hiciese rodajas para una ensalada que jamás sería servida. Sobre la cocina había una sartén chamuscada, con un enorme cerco negro de humo marcado en el techo. La llave de aquel hornillo estaba abierta, pero el gas se había agotado hacía mucho tiempo, tras mantener la llama encendida durante días, seguramente. Aquel sitio no había ardido hasta los cimientos de milagro.

La imagen general era de una huida apresurada. Con pánico, tanto que ni siquiera se habían detenido en lo más elemental. Podía imaginarme qué era lo que los había asustado tanto.

Abrí con cautela la puerta de la cocina. El comedor, en claroscuro, estaba compuesto por una docena de mesas, varias de las cuales aún tenían restos putrefactos de comida sobre ellas. Un bolso solitario colgaba del respaldo de una silla, abandonado por su dueña en la huida apresurada.

Mi mirada se paseó por la sala desangelada hasta que finalmente se posó en una máquina expendedora de tabaco, situada en una esquina del zaguán, junto a la barra de la cafetería. Un calendario presidía el mostrador, detenido para siempre en febrero del año anterior, entre botellas de coñac y fotos y bufandas del Real Madrid. Me colé detrás de la barra y empecé a revolver cajones, hasta que en el tercero, al lado de un montón de facturas, encontré un manojo de llaves. Sonreí, satisfecho. Alguna de ellas tenía que ser por fuerza la de la máquina de tabaco.

Mientras abría la máquina, desde fuera me llegaba amortiguado el sonido de los bidones vacíos de metal al entrechocar entre sí. Eso significaba que Prit y Lucía debían estar cerrando la red de carga, para despegar de nuevo. Súbitamente me entró una absurda sensación de angustia, al imaginarme que despegaban sin mí y me dejaban olvidado en aquel rincón sucio y perdido de la mano de Dios. El pensamiento era totalmente infundado, pero como todas las ideas estúpidas, en una mente poco descansada como era la mía en aquel momento, tomó forma de realidad. No disponía de demasiado tiempo. Apresuradamente metí en un macuto todas las cajetillas de tabaco que pude, incluso las de peor calidad, derramando varias por el suelo, con las prisas. No sabía dónde podría encontrar el próximo estanco en ese viaje.

Estaba a punto de salir cuando sentí la llamada de la naturaleza. Después de más de siete horas seguidas de vuelo, mi vejiga estaba a punto de explotar. Prit afirmaba sin empacho que era posible orinar en una botella en el helicóptero. No es que dudase de la palabra del ucraniano, pero es que a mí la idea de mear delante de una monja y de una cría de diecisiete años no acababa de convencerme, así que me había aguantado las ganas. Hasta ese momento.

Me tercié el fusil al hombro, y desabrochándome los pantalones por el camino, para ganar tiempo, me dirigí hacia el baño. Me situé delante de uno de los urinarios y pronto sentí una inmensa sensación de alivio.

Cuando me iba a abrochar los pantalones vi una mano reflejada en el pulsador del urinario, justo detrás de mí. Y detrás de la mano, el brazo y el resto de aquella mujer. Era gorda, con el pelo, o lo que quedaba de él, crespo y ensortijado. Algo o alguien le había devorado media cara y arrancado los brazos de cuajo. Fugazmente pude ver uno de los brazos semidevorado en el suelo del baño, en medio de un cuajarón de sangre reseca, mientras el otro, el que había visto al abrir la puerta, le pendía sujeto al hombro tan sólo por un par de tendones, balanceándose de forma macabra cada vez que su propietaria se movía.

Antes de que me diese tiempo a girarme, aquella bestia se me echó encima, aplastándome contra la pared. Noté su aliento en la nuca, mientras oía sus dientes chocando contra el cañón del fusil, cruzado en bandolera en mi espalda. Era enorme, debía de pesar sus buenos ciento y pico kilos, y se movía con la torpeza propia de los No Muertos.

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