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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

Los días oscuros (7 page)

BOOK: Los días oscuros
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Aquel tableteo no era de un arma de fuego. Era de un rotor de helicóptero. Y se acercaba.

6

-¡Allí! -gritó el ucraniano, señalando un minúsculo punto en el horizonte, que iba creciendo por momentos-. ¡Viene directo hacia nosotros!

Decir que sentimos renacer la esperanza es quedarse muy corto. Sin embargo, el helicóptero, fuera quien fuese su piloto, aún tardaría al menos un par de minutos en llegar hasta alcanzarnos.

Y los No Muertos ya se agolpaban ante nosotros, a menos de cien metros. No nos iba a dar tiempo, de ninguna manera.

-¡Rápido! ¡Hacia la torre de control! -gritó el ucraniano-. ¡Corred, cojones, corred!

-¡Espera! -repliqué mientras insertaba el último cargador que me quedaba en el HK. Los primeros No Muertos ya estaban a menos de cien metros de nuestra posición-. ¡Tengo que recoger a Lúculo!

Mi pobre gato, asustado por el estruendo de los disparos, maullaba lastimeramente dentro de su cesta, abandonada en la cabina de pasajeros del Sokol. Pasé el fusil a Pritchenko y me dirigí a la carrera hacia el helicóptero, mientras hacía malabarismos para colocar un virote en el arpón que llevaba colgado a la espalda. Sólo tenía seis proyectiles, pero menos era nada.

Al llegar al aparato, me colé dentro como una exhalación, golpeándome una espinilla contra el montante de acero del lateral. Solté un juramento, mientras echaba una mano hacia la cesta de Lúculo, a la vez que con la que me quedaba libre palpaba a tientas detrás de los macutos apilados al fondo, en busca del otro HK que sabía que tenía que estar allí.

De repente, mis dedos tropezaron con el tacto frío y metálico del cañón del arma. De un tirón, la saqué del montón de bártulos, mientras pensaba a toda velocidad dónde demonios habíamos colocado la caja de municiones de reserva. Como un fogonazo, la imagen de sor Cecilia y Lucía cargando con el pesado arcón y resoplando por el esfuerzo, me vino a la mente. La habían puesto debajo de todo, justo detrás de las cajas de medicamentos.

Empecé a apartar fardos, pero un breve vistazo a través del plexiglás de la cabina me hizo abandonar el esfuerzo. Un grupo de unos ocho No Muertos, atraídos por mi presencia, estaba a menos de diez metros del helicóptero. Si me pillaban allí dentro, sin espacio para moverme, estaba sentenciado.

Sin mirar atrás, salí del helicóptero, maldiciendo por lo bajo. En aquel momento, el sonido de los rotores del aparato desconocido ahogaba casi por completo los disparos amortiguados de Prit, que con una asombrosa sangre fría retrocedía lentamente hacia la torre de control, mientras cubría la huida apresurada de sor Cecilia y Lucía. El ucraniano, haciendo gala de una flema británica, sostenía su fusil a la altura de los ojos, mientras caminaba parsimoniosamente de espaldas. De vez en cuando se detenía, apuntaba con más calma hacia la marea que se le acercaba por momentos y hacía fuego. Casi todos sus disparos terminaban con un No Muerto hecho un guiñapo en el asfalto, pero en aquel momento ya debía de estar extremadamente corto de munición y los No Muertos estaban a menos de quince metros de él.

Me alejé del Sokol, sin perder de vista a los ocho tipos tambaleantes que en aquel momento rodeaban el aparato. Un bufido de furia de Lúculo me alertó a tiempo. Me giré de golpe, y me di casi de bruces con un grupo de cuatro No Muertos a los que no había visto hasta ese momento. Debían de haber rodeado la parte trasera del helicóptero y ahora me cortaban el paso hacia la torre de control. Pasándome la cesta de Lúculo a la mano izquierda, apunte al más próximo con el arpón y apreté el gatillo. El virote le entró por la parte inferior del cuello, en ángulo ascendente, produciendo un suave «choop». Casi al instante el No Muerto comenzó a sufrir convulsiones y se derrumbó como si sufriese un ataque epiléptico. Solté rápidamente el arpón descargado y me encaré con los otros tres tipos, que ya estaban casi al alcance de mi brazo.

Por una fracción de segundo me quedé asombrado al comprobar que eran marroquíes, ataviados con el uniforme de la Gendarmería de ese país, aunque tan jodidamente No Muertos como el resto de la pandilla. El otro era una chica joven, ataviada con unos shorts y la parte de arriba de un bikini amarillo que, descolocado, le dejaba un pecho al aire. Sería algo incluso agradable de ver, si no fuese por el enorme boquete hirviente de gusanos blancos que tenía en su abdomen.

Los dos marroquíes avanzaban muy juntos, casi hombro con hombro, extendiendo sus manos hacia mí. A situaciones desesperadas, ideas desesperadas, pensé. Agachándome como un jugador de fútbol americano los embestí, soltando un alarido digno de un comanche, aunque teñido de pánico. Los No Muertos, sorprendidos por aquel súbito movimiento, cayeron como bolos cuando impacté contra ellos. Sin embargo, trastabillé a causa del impulso y aterricé a los pies de la chica que con una expresión ansiosa se inclinaba hacia mi garganta.

En un acto reflejo levanté mi brazo izquierdo y lancé con toda la fuerza posible la cesta de Lúculo contra su cara. Un espantoso crujido sonó sobre la pista, mientras la cesta y la mandíbula de la chica saltaban hechas pedazos. Sin perder un segundo, traté de incorporarme, mientras notaba las manos ansiosas de uno de los marroquíes resbalando por la pernera lisa de mi neopreno. Una vez más, bendije la idea de aquella indumentaria. Si hubiera llevado otro tipo de ropa, aquel cabrón habría hecho presa en mí y entonces no habría tenido ninguna posibilidad, pues los otros ocho ya estaban prácticamente sobre nosotros.

Una vez de pie comprobé con pavor que la cesta de Lúculo había quedado hecha pedazos. Mi pequeño amigo, de pie en la pista, aún algo atontado por el golpe, miraba alternativamente hacia mí y hacia los No Muertos que se incorporaban en ese momento.

-Vamos, Lúculo -dije suavemente, mientras amartillaba el HK-. ¡Corre!

No sé si los gatos entienden las órdenes de sus amos, pero de lo que no me cabe duda es de que tienen un aguzado instinto de supervivencia. Ante mi grito (o más bien, ante la presencia de nuestros cazadores) Lúculo salió disparado hacia Lucía, cuya figura, empequeñecida por la distancia, se recortaba contra la base de la torre de control.

No me quedé a contemplar el panorama. Agarrando con fuerza el HK, comencé a correr como si me fuera la vida en ello. Y nunca mejor dicho.

7

Jaime no era un mal tipo. Joven, de unos veinticinco años, alto y fornido, era una persona muy apreciada por sus amigos. Tenía una novia, un trabajo, jugaba al balonmano en un equipo aficionado y los fines de semana salía por ahí, como todo el mundo. Incluso acababa de sacarse el carnet de conducir y se había comprado un coche. Se estaba dejando crecer la barba y llevaba el pelo bastante largo, más de lo que le sentaría bien, pero a él le gustaba, como el tatuaje tribal que se había hecho unos cuantos años atrás, sobre un omóplato. En definitiva, un buen chaval, un chico normal, como tantos otros.

El único problema era que Jaime ya no se acordaba de nada de aquello. Porque en aquel momento, Jaime se tambaleaba entre otras docenas de seres como él bajo el sol abrasador que se derramaba sobre la pista del aeropuerto de Lanzarote.

Porque ahora él era uno de ellos.

Jaime era un No Muerto.

La mente de Jaime, o lo que los seres humanos denominamos raciocinio, había desaparecido casi un año atrás, cuando había pasado a ser un No Muerto. Si un médico hubiera podido examinar en aquel momento su cerebro con un escáner o un TAC se habría quedado enormemente asombrado, al comprobar que la totalidad de la actividad neuronal tenía lugar en el tallo encefálico y el cerebelo, lo que académicamente se denomina «cerebro reptiliano», la parte más antigua, básica y primitiva de un cerebro. En ese hipotético escáner, ese cerebro reptiliano habría brillado con alegres y vivos colores, inundado por una actividad fuera de lo normal, mientras que el resto del cerebro se vería inundado por una negrura absoluta, como una ciudad bajo los efectos de un apagón.

Jaime no se acordaba de cómo había llegado allí, ni de dónde venía ni adónde iba. Por su indumentaria, hecha pedazos por el paso del tiempo, se podría adivinar que llevaba en aquel estado al menos unos cuantos meses. Unas feas quemaduras en su brazo derecho indicaban que en algún momento había estado demasiado cerca de un fuego abrasador, que de ser todavía humano le hubiese provocado unos dolores terribles.

Pero ahora Jaime no sentía nada de eso. De hecho, no era consciente ni siquiera del enorme desgarrón de su muslo derecho, provocado por el mordisco de otro No Muerto, que le hacía cojear cuando apoyaba ese pie, y que había sido su billete de entrada al Averno.

Jaime tampoco podía hablar, ni razonar. Su mente ni siquiera era capaz de efectuar razonamientos complejos, ya que esa parte de su cerebro llevaba muerta desde hacía bastante tiempo. Sin embargo, aún era capaz de sentir emociones primarias, como hambre, excitación... o ira.

Ira. Una enorme y anegadora ola de ira, mezclada con deseo y un apetito feroz, envolvía cada uno de los poros de la piel cérea de Jaime, cada vez que veía algún ser vivo cruzarse en su camino, sobre todo si eran humanos. Sobre todo con los humanos.

Eran la presa más suculenta. Por lo general, corrían y gritaban mucho cada vez que veían a Jaime o a sus compañeros de pesadilla y en ocasiones incluso eran capaces no sólo de huir, sino incluso de hacer que la cabeza de algún No Muerto volase en mil pedazos, gracias a los instrumentos de metal y fuego que llevaba alguno de ellos en sus manos. Pero eso era la excepción. Normalmente, no tenían ninguna oportunidad.

Jaime no sabía a cuántos humanos había cazado desde que era un No Muerto. Tampoco sabía que llevaba dos balas alojadas en sus pulmones, que de haber sido un ser vivo, le hubiesen provocado un fallo respiratorio mortal. Tampoco sabía que su aspecto, para un humano, era terrorífico, con su largo pelo despeinado al viento, sus ropas de turista acartonadas y cubiertas de sangre (alguna suya, la restante de otros), su piel cubierta de venas reventadas y sobre todo su mirada perdida y apagada, pero llena de odio.

No sabía cómo había llegado hasta allí, ni quiénes eran los que caminaban a su lado (probablemente, ni siquiera fuera consciente de su presencia). Lo único que sabía Jaime era que estaba vagando sin rumbo dentro de aquel edificio cuando un estruendo que venía del cielo le atrajo hacia el exterior como un imán a unas virutas de hierro. Y ahora, en aquel momento, había un puñado de humanos corriendo justo delante de él, huyendo, como siempre. Y hasta la última célula de su cuerpo gemía con el ansia de sentir aquella carne caliente, viva y palpitante al alcance de su piel, para a continuación poder morder-la, masticarla, sentir su sangre caliente resbalando por su boca...

Era algo superior a él. Aquello era el sentido de su vida (o mejor dicho, de su no vida).

Jaime podía ver al menos a cuatro humanos. Dos de ellos, con un aspecto más frágil (Jaime no recordaba la diferencia entre hombre y mujer), estaban prácticamente al pie de la destrozada torre de control del aeropuerto. Otro de ellos acababa de esquivar a un grupo de No Muertos, acompañado de un pequeño animal de pelo anaranjado que no paraba de brincar alocadamente entre sus piernas. El último, un tipo pequeño, de poblado mostacho rubio y fríos ojos azules, caminaba lentamente hacia atrás, sin perder de vista al grupo en el que avanzaba Jaime. De vez en cuando se echaba a la cara un extraño artilugio metálico y una llamarada salía de la punta del mismo con un gran estruendo (el cerebro muerto de Jaime sí que sabía lo que era el fuego, y lo temía).

Cada vez que salía una de aquellas llamaradas, un pesado zumbido pasaba cerca de la cabeza de Jaime, seguido normalmente de un chasquido, y una explosión de astillas y sangre. Jaime era consciente de que de vez en cuando alguno de los No Muertos que estaban más cerca caía al suelo y no se volvía a levantar, pero eso no le importaba. Nada le importaba. Sólo quería alcanzar a aquellos seres y poder sentir su vida entre sus manos.

Los dos humanos más pequeños ya habían atravesado las puertas situadas al pie de la torre, cubiertas de escombros, y estaban tratando de desbloquearlas. Pronto les alcanzó el otro humano, ataviado con un traje de submarinismo, acompañado de aquel pequeño animal naranja, que sumó sus esfuerzos para tratar de cerrar aquel acceso. El otro humano, el del bigote amarillento, estaba mucho más cerca, a tan sólo unos cuantos pasos del grupo de Jaime. Éste ya podía sentir su olor, penetrante y cálido, vivo, humano.

Una vez más, el pequeño humano levantó su arma, pero esta vez no hubo llamarada, sino que sólo un chasquido acompañó al gesto. Por un instante el humano contempló con aire preocupado aquel fusil, para a continuación arrojarlo con furia contra el grupo de Jaime y tras eso, salir corriendo como un gamo hacia la torre.

Desde el pie de la torre, el resto de los humanos emitían sonidos articulados con sus bocas, algo de lo que Jaime, como el resto de los No Muertos, era totalmente incapaz. Por otra parte, Jaime no entendía nada de aquellos sonidos, pero su mera existencia servía como un acicate para su deseo, le excitaba, le hacía sentir con más fuerza sus ansias de cazador. Aquel sonido espoleó a todo el grupo de No Muertos, que aumentó su velocidad, encaminándose hacia el pie de la torre.

Cuando llegaron hasta ésta se encontraron con el obstáculo de una pesada puerta metálica cerrada. En condiciones normales, una puerta como aquélla hubiese supuesto un obstáculo insalvable para Jaime y sus acompañantes, pero ésta en particular, reventada por una explosión desde dentro, ni siquiera estaba bien encajada en el marco.

Pronto Jaime, presa de la furia, estaba golpeando con todas sus fuerzas el metal de la puerta, casi aplastado por la multitud que se congregaba a su alrededor y que tenía el mismo objetivo. Podía sentir que estaban al otro lado, detrás de aquella puerta. Una idea fija se encalló en su mente, como un piñón mal encajado de una bicicleta: tenía que llegar a ellos... tenía que llegar a ellos, tenía que llegar a ellos, tenía que...

Las puertas, ya desencajadas, no soportaron por mucho tiempo el peso de aquella multitud que las presionaba desde el exterior y de repente, con un espantoso crujido, los anclajes laterales cedieron, cayendo con estruendo al suelo. El paso estaba libre.

Jaime, por estar delante, fue uno de los primeros en abalanzarse por las escaleras que ascendían hasta la cima de la torre. Sabía que ellos estaban allí arriba. Lo podía sentir.

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