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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

Los días oscuros (4 page)

BOOK: Los días oscuros
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Afortunadamente no tenía brazos, ya que de lo contrario me hubiese dejado frito allí mismo. Había resistido el primer asalto, pero la situación seguía siendo terriblemente comprometida. Apoyando las manos en la pared impulsé mi cuerpo hacia atrás, con aquella cosa firmemente agarrada con los dientes al cañón del fusil, mientras mis pies resbalaban espasmódicamente en el suelo del baño.

Nos caímos rodando al suelo. Me libré como pude de aquel peso muerto, y empecé a gatear de espaldas hacia la puerta, contemplando con espanto cómo aquel monstruo hacía presa con sus dientes en una de mis botas y la atacaba con feroces dentelladas. De forma histérica comencé a golpearla con mi otro pie, en medio del agujero rojizo que algún día había sido su cara.

No quería morir. Así no. En los baños de un sucio y perdido bar de carretera, con los pantalones desabrochados y arrastrándome por el suelo. De esa manera, no.

Cogiendo con las dos manos uno de los virotes que siempre llevaba en la funda adosada a la pierna (el arpón había quedado en el helicóptero), lo levanté por encima de mi cabeza y lo clavé con fuerza en el centro de su cráneo. Con un suave sonido viscoso la punta de acero se deslizó dentro de la cabeza de aquella cosa, hasta tocar alguna parte dura del interior, donde quedó encajada.

Apoyándome en la pared me puse en pie, sin perder de vista el cuerpo de la No Muerta ni por un instante. Como siempre me sucedía en esos casos, empezaba a notar un profundo malestar y un intenso sudor frío recorriendo mi cuerpo, una vez que la pelea había acabado. Todo había sucedido muy rápido. Con manos temblorosas traté de encender un cigarrillo, pero tuve que desistir tras un par de intentos. No era capaz ni de hacer girar la rueda del mechero. Había sido un visto y no visto, quince segundos a lo sumo. Cristo bendito, no podía creerlo.

Salí del baño tambaleándome, con el regusto amargo de la bilis en la boca, mientras notaba el bajón de la adrenalina en cada poro de mi piel. No era capaz de acostumbrarme, ni creía que nunca llegase a hacerlo. Cada vez que mataba a uno de esos seres, incluso sabiendo que no estaban vivos, me sentía enfermar. Cada vez que veía mi vida en peligro, la angustia y el terror me paralizaban. Todas las noches, desde hacía meses, pesadillas horribles eran mis compañeras habituales de cama.

No era el único. Veía cómo se movía Lucía por las noches, huyendo en interminables pesadillas. Había visto a Prit despertándose de golpe, bañado en sudor frío y con una mirada enloquecida en los ojos. Después se pasaba horas mirando al infinito, con expresión ausente y pegándole trago tras trago a una botella de vodka. Me imaginaba que cuando yo me despertaba por las noches, mi expresión era la misma. De todas formas, no creía que ninguno de nosotros hubiese sido capaz de dormir más de cinco horas seguidas desde hacía meses.

Encendí uno de los cigarrillos con manos temblorosas, mientras descorría el cerrojo de la puerta principal y salía de nuevo al exterior. La luz del sol me hizo entrecerrar los ojos por un momento, mientras miraba a mí alrededor, algo desorientado. Giré la cabeza hacia el Sokol, cuyas enormes aspas ya empezaban a trazar lentamente enormes círculos en el aire. Desde la ventanilla del copiloto, Lucía me observaba con aire escrutador, mientras Pritchenko se afanaba en comprobar todos los niveles antes de iniciar el vuelo.

Me acerqué hacia el helicóptero, arrastrando los pies por el polvo, notando cómo la intensa mirada de Lucía me taladraba, adivinando que algo me había sucedido en el interior de aquel polvoriento restaurante abandonado. Me sentía cansado, cansadísimo, y agotado emocionalmente. Aquel pequeño episodio era un resumen de lo que era mi existencia en ese momento.

Aquella pesadilla era interminable.

3

-¡Responde! Dabai!, Dabai! ¿Me oyes? -La voz de Prit resonaba entre crepitaciones y crujidos por el intercomunicador. Perdido en mis pensamientos no le había oído hasta ese momento. Sacudí la cabeza, alejando los recuerdos de pesadilla de mi mente y volviendo al Sokol que volaba como una flecha sobre el Sahara.

-Dime, Prit -grité a través del micrófono, por encima del aullido de las turbinas, mientras el helicóptero trazaba una amplia espiral en torno a un punto por debajo de nosotros.

-Creo que ése podría ser un buen punto para tomar tierra -me dijo el ucraniano cuando me deslicé como una anguila en la cabina de pilotaje.

Seguí la dirección que me indicaba el pequeño piloto con el dedo. Estábamos volando sobre un villorrio de mala muerte recostado a la orilla del océano Atlántico, justo donde las arenas del Sahara se hundían bajo las frías aguas del mar. Aquel sitio no tenía más de quince o veinte casas, una mezquita de adobe encalada, media docena de largas pateras de pesca apoyadas en la playa y unos raquíticos campos de cultivo alrededor del poblado. Una carretera polvorienta que corría de norte a sur atravesaba el poblado, perdiéndose en la distancia.

En la entrada sur del pueblo había una amplia explanada, a más de doscientos metros de las casas más cercanas, rodeada por una cerca ruinosa de maderas y arbustos espinosos. Aquello debía haber sido un corral de cabras en su momento, pero ya no había ni rastro de las mismas. Era un sitio perfecto para tomar tierra.

Con una graciosa pirueta final Prit zambulló el aparato en una prolongada ese, hasta que nos mantuvimos estáticos a unos cinco o seis metros sobre el nivel del suelo, justo encima del antiguo corral. Los barriles, en su mayor parte vacíos, entrechocaron entre sí con un sonido metálico al posarse la enorme malla de carga sobre la superficie. Con un ligero toque a uno de los mandos, el ucraniano niveló el aparato justo al lado de la red de carga. Al cabo de unos segundos el Sokol tomó tierra una vez más, levantando un auténtico huracán de arena a nuestro alrededor y deshaciendo a medias el enramado que componía la empalizada.

Cuando la tormenta de arena se aclaró, pudimos vislumbrar con más calma el espacio que nos rodeaba. Sólo el sonido del viento al colarse entre las casas de adobe rompía el silencio sepulcral que reinaba en la aldea. Casi al instante notamos el calor sofocante. Debíamos estar por lo menos a unos cuarenta y cinco grados centígrados. El aire era denso, espeso como un caldo caliente, de tal manera que incluso costaba esfuerzo respirar. Aquel villorrio, situado justo a las puertas del desierto, no debía haber sido nunca un lugar agradable para vivir, ni siquiera en sus mejores tiempos, y en aquel momento, en ruinas y deshabitado, ofrecía un aspecto hostil.

Con los sentidos alerta, Prit y yo salimos del recinto cerrado para echar un breve vistazo al exterior, y de paso estirar un poco las piernas, algo necesario tras varias horas de vuelo. La calle principal del pueblo, una miserable carretera donde los trozos de asfalto desaparecían entre enormes baches cubiertos de arena, parecía no haber sido hollada en meses.

Nos dirigimos con cautela hacia la población, caminando por el centro de la calzada, y fijándonos muy bien dónde pisábamos. Aquel villorrio estaba muy cerca de la zona donde actuaba el Frente Polisario antes de que se desencadenase el Apocalipsis y muchas de las cunetas de las escasas carreteras de la zona aún estaban sembradas de minas polisarias o del ejército marroquí. Hubiese sido una ironía absurda morir despanzurrado por una mina cuando nos quedaba tan poco para llegar a las Canarias.

Al aproximarnos a una de las primeras casas nos asaltó un fuerte olor agrio, como a leche cortada. Nos miramos, profundamente extrañados. No era el típico olor a putrefacción que nos había acompañado desde que comenzamos nuestro viaje. Era más suave, distinto, algo picante, incluso.

Viktor y yo asentimos, y sin mediar palabra amartillamos silenciosamente nuestras armas, el ucraniano con mucha más decisión que yo. Con una profunda inspiración giramos de golpe la esquina de la casa, mientras apuntábamos descontroladamente hacia todas partes.

-Pero... -La expresión de Pritchenko era de total desconcierto-. ¿Qué demonios es esto?

-Ni puñetera idea, Prit -respondí mientras bajaba el arma y me rascaba la cabeza, intrigado-, pero no me hubiese gustado estar aquí cuando sucedió.

Frente a nosotros, en un estrecho callejón, se apilaban una buena docena y media de cuerpos tirados de cualquier manera sobre el suelo, como tantos otros que habíamos visto a lo largo del camino.

La diferencia era que aquellos cuerpos -indudablemente muertos, por otra parte- no estaban descompuestos como cabría esperar. El calor extremo, la suma sequedad del ambiente y el aire tórrido del desierto habían hecho un trabajo de momificación perfecto. Los restos harapientos de ropa apenas podían cubrir unas extremidades esqueléticas de color caoba profundo, renegridas y chamuscadas por el sol. La piel tirante como el parche de un tambor cubría aquellos despojos, apilados en el fondo del callejón.

Con precaución nos acercamos un poco a los cuerpos, que desprendían un característico olor agrio que ahora reconocía perfectamente. Aquellos cadáveres recordaban a las momias de los faraones que se podían ver en el Museo de El Cairo. Le di una patada al que tenía más cerca. Sonó como si hubiese pateado un trozo de leña. Estaban secos, totalmente deshidratados.

Casi todos los cadáveres presentaban heridas de bala en la cabeza y restos de sangre acartonada en la ropa, además de numerosas heridas y mutilaciones. Después de tantos meses viviendo entre No Muertos, para nosotros estaba claro lo que habían sido aquellos seres en otro momento, antes de que alguien los liquidase.

Prit se agachó para recoger un brillante casquillo de cobre caído en el suelo.

-5,56 OTAN -dijo tras echarle un breve vistazo-. Posiblemente de un HK como el que llevas colgado a la espalda -añadió. Después guardó silencio. No hacía falta que dijese nada más.

El ejército marroquí todavía usaba el viejo Cetme español de 7,62 milímetros que España le había vendido por miles cuando habían renovado su arsenal en los noventa. Eso significaba que aquello no lo habían hecho los marroquíes, al menos elementos regulares. Quién y cuándo había sido, era una incógnita.

De repente, un gruñido profundo surgió desde el montón de cadáveres de la derecha. El ucraniano y yo pegamos un salto como si nos hubiesen pegado una descarga eléctrica. El gruñido se repitió una vez más, profundo y rasposo, pero ni un movimiento alteró la quietud del montón de despojos.

Nervioso, manoseé el seguro del HK, mientras miraba interrogante a Prit. El ucraniano se pasó la lengua por los labios resecos, dubitativo. Finalmente se acercó al montón, con tanta cautela como si hubiese una bomba atómica.

El gruñido se repitió una tercera vez, y en esta ocasión localizamos su origen. Salía de un cuerpo que tenía la espalda apoyada contra una pared, con las piernas extendidas a lo largo del suelo, los brazos caídos a los lados y la cabeza inclinada sobre el pecho, atravesado por varios agujeros de bala. Una sucia mancha de sangre reseca adornaba la pared, allí por donde había resbalado el torso hasta caer en aquella posición. Ambas rodillas estaban totalmente destrozadas por disparos, y de hecho una de las piernas tan sólo estaba unida al resto del cuerpo por unos tendones resecos.

Silbé por lo bajo, atónito. Aquel No Muerto había tenido la mala pata de que lo dejasen lisiado por los disparos y que ninguna de las heridas fuese en la cabeza. Incapaz de desplazarse, dado definitivamente por muerto por sus ejecutores, aquel desgraciado había quedado abandonado a su suerte en un callejón olvidado, durante meses, secándose al sol del desierto, incapaz de morir.

Acerqué mi cara a su cuerpo. Sus extremidades, totalmente deshidratadas, habían perdido su elasticidad, y su carne, lentamente, se había ido consumiendo hasta convertirse en algo parecido a la cecina o la madera. Aquel bicho era incapaz de mover ni un solo músculo, pero en el fondo de sus glóbulos oculares marchitos aún latía una chispa de vida (o de No Vida, me corregí mentalmente). Por primera vez, desde el principio de todo aquello, sentí auténtica lástima por uno de aquellos seres. No sabía si tenía conciencia de sí mismo o no, pero no era capaz de imaginar el infierno que podía suponer habitar dentro de un cuerpo convertido en un trozo de madera. En algún lugar dentro de aquel cráneo reseco, anidaba una esencia, furiosa por estar allí atrapada para siempre, posiblemente loca de atar a causa de aquella situación.

Un puto No Muerto loco como una cabra. Qué bien.

Sin embargo aquel descubrimiento nos relajó ostensiblemente. Si aquel ser se encontraba en ese estado lamentable eso implicaba que cualquier No Muerto que llevase por la zona más de un par de semanas tendría que estar reseco como el esparto e igualmente incapaz de moverse.

No dejaba de ser irónico. Las únicas zonas seguras del mundo para los seres humanos habían pasado a ser las más inhabitables, los desiertos. Evidentemente, el mismo hecho de que fuesen inhabitables los descartaba por completo como lugar donde asentarse a vivir. Era una difícil alternativa.

Prit llevaba un rato silencioso, contemplando a aquella bestia. Algo pasaba por la cabeza del piloto, no me cabía la menor duda.

-Viktor... ¿qué pasa, amigo? -le pregunté, poniendo una mano en su hombro. El ucraniano pegó un respingo, al volver a la realidad.

-Estaba pensando... -Se pasó la lengua por los labios, dubitativo, antes de continuar-. Estaba pensando que si el calor extremo puede hacer esto con estas cosas, entonces supongo que el frío también las congelará. ¿Me sigues? -preguntó.

-No sé adónde quieres ir a parar, Prit, pero no creo que...

-El invierno en Alemania es duro, muy duro. -Los ojos le brillaban por la emoción-. Mi mujer y mi hijo estaban en Dusseldorf y allí en invierno las temperaturas rondan los diez grados bajo cero. ¡Si todos los No Muertos quedaron congelados, entonces cabe la posibilidad de que mi familia esté bien! -Ahora el pequeño ucraniano casi pegaba saltos de la excitación-. ¡Quizá deberíamos ir hasta allí!

Miré consternado a mi amigo. Se agarraba a la esperanza de que su familia estuviese viva como si fuese un clavo ardiendo.

-Prit, creo que te confundes, y lo sabes -lo contradije suavemente, tratando de no herir sus sentimientos-. El calor extremo y el frío extremo no son lo mismo. Estos seres, estos No Muertos, no pueden morir congelados, y mientras se estén moviendo dudo mucho que se puedan helar por completo. Supongo que en zonas que estén a cincuenta o sesenta bajo cero sí podrían congelarse, pero allí la vida humana es casi imposible -añadí, observando la expresión ansiosa de mi amigo.

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