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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

Los días oscuros (10 page)

BOOK: Los días oscuros
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Personalmente estaba convencido de que si disparaba aquel arma, la pequeña Pauli saldría disparada hacia atrás por el retroceso, pero con toda seguridad no valía la pena tratar de comprobarlo. Eso, y el hecho de que tanto el piloto como el copiloto, igualmente armados con sendas armas de mano, se habían girado hacia la parte trasera de la cabina, nos convencieron definitivamente para abandonar la relativa seguridad del aparato y saltar a cubierta.

Un viento cálido y con olor a tierra nos asaltó nada más poner los pies sobre la cubierta metálica del Galicia. Sobre la pista de aterrizaje del barco tan sólo estaba el helicóptero que nos había llevado hasta allí y dos pequeños aparatos de cubierta bulbosa y acristalada que no pude reconocer. Helicópteros ligeros de reconocimiento, probablemente. Con ansiedad, eché un vistazo hacia el tope del mástil, tratando de distinguir en el claroscuro del crepúsculo los colores de la bandera que ondeaba. Me quedé estupefacto al comprobar que junto a la bandera española, otra enseña flameaba con la brisa del final del día, un gallardete que me era desconocido. Era una bandera azul oscuro, con el escudo cuartelado de España en el centro, pero con una corona mural en vez de la tradicional. Un rápido vistazo a las otras naves surtas en el puerto me permitió comprobar que en la mayoría de ellas ondeaba la misma combinación de insignias.

Me rasqué la cabeza, tratando de entender aquello, pero pronto tuve algo mejor en lo que pensar. Saliendo en fila de una puerta situada en la base de la superestructura, aparecieron en cubierta una docena de personas enfundadas en trajes de aislamiento bacteriológico. Las viseras que cubrían sus caras estaban polarizadas, así que no podía distinguir sus rostros, sexo o edad. Por la altura y la forma de andar, deduje que la mayor parte de ellos eran hombres, aunque sin duda tres o cuatro eran mujeres. A medida que se iban aproximando hacia nosotros me fui acercando inconscientemente a Prit, que a su vez, y de manera instintiva, cubría mis espaldas.

-Esto no me gusta nada, viejo -me espetó el ucraniano, mientras no perdía de vista al grupo.

-Si ves que las cosas se ponen feas, saltamos por la borda todos a la vez, ¿me oyes? -murmuré-. Tú ocúpate de la monja que yo me encargo de Lucía y del gato.

-No creo que a Lúculo le emocione la idea de ir nadando hasta la costa... Ni a mí tampoco -apuntó el ucraniano con un escalofrío-. Odio nadar en sitios donde no veo el fondo.

-Prefiero agua salada a plomo, Prit -contesté, cortante-. Y creo que tú piensas lo mismo.

-Lo que yo creo es que es mejor que nos quedemos quietos de momento -afirmó el ucraniano. Su mirada de soldado saltaba de un lado a otro, calculando fríamente nuestra situación-. Fíjate dónde queda la borda -me indicó Viktor-. El trecho es demasiado grande para que podamos cubrirlo antes de que nos frían a balazos. Además... -añadió discretamente-, mira allí arriba.

Seguí la dirección que me indicaba el ucraniano con la mirada. Ataviados con el característico traje de combate de la Armada, un par de soldados apostados detrás de una ametralladora pesada en un saliente de la estructura, a unos veinte metros de altura sobre la cubierta, tenían campo de tiro abierto sobre toda la pista. No podríamos ni toser sin que ellos se enterasen.

Lucía había oído perfectamente nuestra conversación y nos miraba con expresión asustada. Suspiré, desalentado. Por lo visto, no quedaba otra salida que aceptar lo que aquella gente quisiera hacer con nosotros.

El primero de los individuos vestidos con traje bacteriológico había llegado a nuestra altura. No podía ver sus ojos a través del cristal polarizado, pero podía adivinar su mirada examinando cada detalle de todos y cada uno de los miembros de mi «familia», incluido el pequeño Lúculo, que no paraba de rebullir en brazos de Lucía. He de reconocer que éramos un grupo muy pintoresco, casi chocante, por lo que supongo que el largo rato que estuvo contemplándonos estaba más que justificado.

Por el rabillo del ojo vi que Pauli, Marcelo y los dos tripulantes del helicóptero se dirigían ordenadamente hacia el interior del buque. Se habían despojado de sus monos de vuelo, que habían introducido en unas saquetas plásticas que les habían facilitado a tal efecto, y ataviados tan sólo con unos pantalones cortos y una camiseta parecían considerar aquella situación lo más normal del mundo.

-No os preocupéis, chicos de la península -dijo la pequeña Pauli al pasar a nuestra altura-. ¡Nos vemos al salir de la cuarentena! -Y con un alegre movimiento de brazos desapareció por la puerta, seguida por un Marcelo con cara de pocos amigos.

Estupendo. «¿Y ahora qué?», pensé.

-Bienvenidos a Tenerife. Soy el doctor Jorge Alonso. -La voz sonaba distorsionada a través del filtro del traje bacteriológico. El que había hablado era el tipo que estaba más cerca de nosotros y que parecía estar al cargo de la situación-. Quiero que se tranquilicen. Si cooperan y siguen las instrucciones todo irá como la seda. Éste es un procedimiento médico rutinario de carácter obligatorio, así que relájense y permítannos hacer nuestro trabajo. Cuanto antes acabemos, antes podrán salir de cuarentena, así que hagámoslo fácil, ¿vale? -Su voz sonaba conciliadora, pero firme, al tiempo que nos indicaba la puerta por donde había pasado la tripulación del helicóptero.

Asentí con la cabeza, por toda respuesta. Estaba demasiado aturdido por todos los acontecimientos del día como para contestar.

Los pasillos del buque estaban pintados del color reglamentario de la Armada, con docenas de tuberías y cables recorriendo el techo en un millón de direcciones distintas. Pasamos por delante de varias compuertas, pero todas estaban escrupulosamente cerradas. Al pasar junto a una de ellas dotada de ojo de buey, pude ver al otro lado del cristal a tres o cuatro marineros que se agolpaban tratando de ver de cerca a los «chicos de la península», como nos había llamado Pauli. Empezaba a preguntarme qué clase de bichos de feria éramos para despertar tanta expectación. Eso podía ser bueno... o malo, muy malo. Ya no sabía qué pensar.

Al llegar a un cruce de pasillos nos detuvimos un momento. El que se había identificado como doctor Alonso volvió a llevar la voz cantante.

-Hombres por aquí, mujeres por allí, por favor.

-Espere -repliqué-, preferimos ir todos juntos. Hemos llegado juntos hasta aquí y pretendemos...

-Me da igual lo que pretendan o dejen de pretender, caballero -me cortó tajante-. Las normas son así. Hombres por este pasillo, mujeres y niños por ese pasillo. Colabore, por favor.

-Escuche, sea razonable -contesté, sacando el picapleitos que llevaba dentro-; comprenda que todo esto es nuevo para nosotros, así que si no le importa, preferiríamos...

-Mire, amigo -un tipo alto, vestido también con un traje bacteriológico habló en ese momento-, esto no es un debate, ni tan siquiera una discusión. Ustedes van a hacer lo que nosotros digamos y punto, ¿de acuerdo? Y si no les gusta, más les vale que sepan nadar, porque hasta África les queda un buen trecho, así que no jodan más y hagan lo que ha dicho el doctor Alonso. ¿Hombres a la derecha, mujeres a la izquierda! ¡VAMOS! -rugió, mientras reforzaba sus palabras esgrimiendo una porra eléctrica en su mano diestra.

Levanté las manos conciliador, y me aparté hacia el pasillo de la derecha. Prit, tras dedicarle una mirada asesina a aquel tipo, se puso a mi lado. Por la expresión del ucraniano, me dije que no me gustaría ser aquel tipo alto y cruzarme con Pritchenko en un callejón oscuro algún día.

Sor Cecilia y Lucía, por su parte, fueron apartadas al pasillo de la izquierda. Súbitamente, Lucía rompió la barrera que nos separaba y se plantó a mi lado, poniendo a Lúculo en mis brazos.

-Tienes que llevarlo tú -me espetó, antes de depositar un fugaz beso en mis labios-. No olvidaré lo que me dijiste en la pista de Lanzarote.

-Estate tranquila -repliqué torpemente-. Todo irá bien.

-Mi tono de voz no acompañaba a aquella afirmación, pero era lo mínimo que le podía decir.

-¡Tenga cuidado de ella, hermana! -le grité a sor Cecilia, mientras se alejaban por el pasillo-. ¡Cuidaos mucho! ¡Nos veremos muy pronto!

-¡No te preocupes, hijo mío! ¡Estamos en las manos de Dios!

«Más bien en manos de esta gente, hermana -pensé para mí-. Y no sé si eso es bueno.»

-¿Adónde las llevan? ¿Qué van a hacer con nosotros? -preguntó en aquel momento Pritchenko con una nota de irritación contenida en la voz.

Por toda respuesta, el que se hacía llamar doctor Alonso se encogió de hombros y respondió con voz dulce y suave, pero que me llenó de escalofríos.

-Ya se lo he dicho, amigo mío -dijo, mientras reemprendía la marcha-. Cuarentena. Y ahora, si no les importa, por aquella puerta, por favor...

13

Basilio Irisarri era alcohólico. Bebedor compulsivo, eran numerosas las ocasiones en las que sus propios compañeros de tripulación lo habían tenido que llevar de nuevo a bordo del buque a rastras. Paradójicamente, aunque Basilio no era consciente de ello, esa pequeña circunstancia le había salvado la vida.

Basilio era un marinero de los de la vieja escuela. Simple, directo, casi bruto, embarcado desde los diecisiete años, experimentado y capaz, había pasado por muchos buques a lo largo de su vida, casi siempre como contramaestre. En unas cuantas ocasiones había sido promovido a suboficial, pero su carácter arisco y polémico, unido a su descontrolada afición a la botella, siempre habían terminado por llevarlo al fondo del sollado de nuevo. Alto, de cuarenta y cinco años, tenía una cintura que empezaba a acumular bastante grasa y un par de brazos que parecían pistones de motor, terminados en unas enormes manos, cuyos nudillos estaban deshechos a fuerza de dar puñetazos en infinitas peleas de puerto a través de todo el mundo.

Un año y medio atrás Basilio formaba parte de la tripulación del Marqués de la Ensenada, un petrolero de la Armada española, fondeado en el puerto de Cartagena de Indias, en Colombia. A las seis horas de haber desembarcado, Basilio y un par de compañeros de tripulación ya estaban totalmente bebidos y les había dado tiempo a arrasar una taberna, partir una silla en la cabeza de un proxeneta y pelearse con la policía colombiana un par de veces. Finalmente, la Policía Militar les detuvo y les mandó de vuelta a su buque, donde fueron confinados bajo arresto indefinido en sus camarotes.

Las siguientes cuarenta y ocho horas Basilio las pasó sumido en una resaca espantosa, pero aun así pudo sentir desde dentro de su camarote una serie de voces, carreras y gritos inexplicables a bordo del barco. Por el estrecho ojo de buey pudo ver cómo todo el puerto militar de Cartagena de Indias se transformaba rápidamente en un hormiguero.

Numerosos buques, atestados de gente hasta el tope del palo mayor, levaban anclas precipitadamente y se agolpaban en la bocana del puerto, tratando de salir, mientras en tierra cientos, miles de personas, sobre todo civiles, trataban de alcanzar algún artefacto flotante a cualquier coste. Por lo visto las autoridades habían decidido evacuar la ciudad por mar, pero era de todo punto evidente que se habían visto desbordados por los acontecimientos. Era demasiada gente y muy pocos buques. Desde su pequeño ojo de buey Basilio podía ver cómo los militares colombianos correteaban apresuradamente de un lado a otro, tratando de poner orden en aquel caos, pero la multitud parecía totalmente aterrorizada y fuera de control.

Basilio no leía la prensa, y hacía bastantes días que no escuchaba ni la radio ni la televisión, por lo que no tenía la menor idea del caos que se estaba desatando sobre la faz de la tierra durante aquellos días previos al Apocalipsis. Su primer pensamiento fue que se había producido algún tipo de guerra civil o revolución en el país, pero pronto lo descartó. Aunque se oían numerosos disparos provenientes de las partes más alejadas de la ciudad, apenas se oían explosiones y algo en el movimiento de los uniformados le daba a entender que era otra cosa.

En la rada estaban fondeados, aparte del Marqués de la Ensenada, un destructor estadounidense y una fragata francesa. Nutridos destacamentos de sus tripulaciones (excepto los enfermos o los que, como Basilio, estaban arrestados) habían bajado a tierra, para colaborar con los desbordados colombianos en la imposible tarea de controlar aquella muchedumbre presa del pánico. Basilio fue testigo, con horror, de cómo una avalancha de varios miles de personas arrollaba una línea de soldados (entre ellos, la práctica totalidad de la tripulación de la fragata francesa) y se precipitaba al mar.

La orilla de los muelles se transformó en unos minutos en un hervidero de miles de personas, hombres, mujeres y niños chapoteando y golpeándose, tratando de evitar morir ahogadas o aplastadas por los que seguían cayendo sobre ellos. El agua hervía con furia, sacudida por miles de brazos y piernas, y las cabezas de los que se sacudían mientras trataban de tomar un poco de aire en medio de aquel marasmo.

Alguien perdió el control y comenzó a disparar alocadamente en medio de la multitud. Pronto fueron docenas, cientos, los que cruzaban disparos, en busca de un lugar seguro a bordo de uno de los pocos barcos que aún quedaban en el puerto. Oscuras columnas de humo negro empezaban a levantarse mientras tanto, aquí y allá, a lo largo de la ciudad. El sistema se derrumbaba por momentos y nadie podía evitarlo.

Basilio notaba la boca totalmente seca. Desesperado, se pasaba la mano por la cara rasposa, deseando que todo aquel infierno fuese producto del delírium trémens, pero dolorosamente consciente de que todo lo que estaba viendo era realidad. Finalmente, incapaz de soportar aquel espectáculo, se apartó del ojo de buey. Sin embargo, nada podía hacer para apartar de sus oídos los gritos de miles de moribundos ahogándose a pocos metros. Los golpes y arañazos de docenas de personas contra el casco del barco, incapaces de trepar por su lisa y elevada borda, eran como golpes en su cabeza. Basilio, sin embargo, no lloró. Al fin y al cabo, él estaba a salvo. Que cada palo aguante su vela, ésa era su máxima.

Seis horas más tarde, uno de los tenientes del buque abrió la puerta de su celda. Su uniforme estaba empapado y rasgado, y de una enorme brecha en su cabeza manaba abundante sangre. Era, junto con un cabo, el único superviviente de la dotación que había bajado a tierra. En el petrolero, más de setecientas personas, civiles en su inmensa mayoría, se hacinaban aprovechando hasta el último rincón de espacio disponible. Tan sólo cuatro miembros de la tripulación original, incluido Basilio, habían sobrevivido al caos del puerto.

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