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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

Los días oscuros (2 page)

BOOK: Los días oscuros
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Y el abogado, de todas las ideas afortunadas que podía haber tenido, escogió la mejor. No quería ir a un Punto Seguro (le sonaba sospechosamente a algo parecido al gueto de Varsovia), así que cuando el grupo militar de evacuación recorrió su barrio, se escondió en su casa y dejó que se fuese todo el mundo, pero él se quedó voluntariamente atrás.

Solo.

Pero no por mucho tiempo.

En cuestión de días, el mundo empezó a derrumbarse de verdad. La energía y las comunicaciones empezaron a fallar a medida que los empleados encargados del mantenimiento no se presentaban en sus puestos de trabajo o, simplemente, desaparecían sin dejar rastro. Pronto los canales de televisión de todo el mundo tan sólo emitían películas enlatadas interrumpidas por breves noticiarios en los que de forma casi histérica se ordenaba a toda la población que se concentrase en los Puntos Seguros. En aquel momento la censura, ya cuarteada, comenzaba a caer por completo. Se reconocía abiertamente que los infectados, de alguna manera, volvían a la vida después de haber fallecido, animados por algún tipo de impulso que les hacía tremendamente agresivos contra los demás seres vivos. Sonaba a argumento de peli de serie B, y habría sido risible si no hubiera sido verdad. Y que, debido a ello, el mundo entero se estaba derrumbando en cuestión de días.

El pequeño monstruo de la probeta liberado por accidente veinte días antes por fin mostraba su verdadero rostro.

Lo sucedido en las cuarenta y ocho horas siguientes resultaría muy difícil de explicar. El sistema se estaba cayendo a pedazos, la corriente eléctrica comenzaba a fallar en la mayor parte del mundo y nadie tenía una visión global. Los Puntos Seguros demostraron ser una trampa mortal para los refugiados en su interior. El ruido y la presencia de una multitud humana actuaban como un imán para las criaturas No Muertas que ya campaban a sus anchas por todo el mundo. Cuando los puntos comenzaron a verse asediados por hordas de No Muertos, el pánico se desató y muchos de esos centros se vieron aplastados e invadidos por los seres, con el catastrófico resultado de que la mayor parte de los refugiados acabaron convertidos a su vez en No Muertos. El mensaje oficial por los escasos canales supervivientes cambió radicalmente y pasó a ser que nadie debía acercarse a los Puntos Seguros supervivientes.

Pero una vez más, volvía a ser tarde. Demasiado tarde. La situación ya escapaba a cualquier control posible.

El abogado, aislado en su casa, en medio de un barrio abandonado, con la única compañía de Lúculo, un perezoso gato persa, asistió atónito a la debacle. Cuando, finalmente, hasta Internet dejó de funcionar, él comenzó a prepararse para lo peor.

Y esto no tardó en llegar. Menos de cuarenta y ocho después los primeros No Muertos comenzaron a vagar por lo que hasta ese momento había sido la tranquila calle de un suburbio de una pequeña ciudad del norte. Aterrado, se dio cuenta de que era un superviviente atrapado en su propia casa. A lo largo de los siguientes días, contempló con pavor desde la seguridad de su ventana el desfile interminable de No Muertos.

Era el infierno en la tierra.

No fue hasta unos días después cuando tomó la decisión de huir de su casa en dirección al Punto Seguro de Vigo, el más cercano a su ciudad. No sólo le motivaba el hecho de que necesitaba ver otros rostros humanos. Lo cierto era que se había quedado sin comida ni agua. La alternativa era o bien tratar de llegar a un lugar seguro esquivando a los No Muertos o perecer de inanición en su propia casa. Pese a los avisos oficiales, ir hacia el Punto Seguro se había transformado de golpe en su única opción válida.

Así comenzó un azaroso viaje de varios días, jugándose la vida a cada momento, atravesando poblaciones desoladas y carreteras bloqueadas por aparatosos accidentes que nadie había ido a auxiliar. Cuando finalmente consiguió llegar al Punto Seguro de Vigo, costeando en un velero abandonado en el puerto de Pontevedra, su última esperanza se derrumbó. El Punto Seguro de Vigo, la antigua zona franca del puerto, estaba total y absolutamente arrasado. No quedaba nadie con vida allí excepto docenas, miles, de No Muertos vagando sin rumbo.

Cuando se empezaba a plantear seriamente la posibilidad del suicidio, observó que un viejo carguero herrumbroso, el Zaren Kibish, todavía se encontraba fondeado en el puerto y aún mostraba señales de vida. A bordo del barco los tripulantes, que en aquel momento no eran otra cosa que un grupo de supervivientes apiñados, le narraron el horror de las últimas horas del Punto Seguro de Vigo, y su caída frente al asalto de los No Muertos, el hambre y las enfermedades, una historia que se había repetido en miles de lugares del mundo por las mismas fechas.

Y una vez más, la fortuna le sonrió. A bordo del Zaren Kibish conoció a un hombre, un ucraniano bigotudo de cuarenta años, bajito, rubio y con unos increíbles ojos azules que atendía al nombre de Viktor «Prit» Pritchenko. Aquel ucraniano, uno de los pocos supervivientes del Punto Seguro de Vigo, y refugiado como él a bordo del barco, resultó ser uno de los pilotos de helicóptero que todos los veranos acudían a España desde los países del Este, contratados por el gobierno para hacer frente a los incendios forestales. Atrapado por el Apocalipsis en Vigo, lejos de su casa y su familia, el ucraniano Pritchenko pronto trabó amistad con el abogado, otro ser solitario arrastrado por el caos de aquellos días.

Después de unas terroríficas semanas en las que no sólo se tuvieron que enfrentar a los No Muertos, sino también al despótico y desequilibrado capitán del barco, finalmente ambos hombres trazaron un plan. El helicóptero del ucraniano, un Sokol antiincendios, aún estaba en la base forestal situada a pocos kilómetros del puerto, y si llegaban hasta él, podrían conseguir emprender vuelo hasta las islas Canarias, uno de los escasos sitios del mundo que por su aislamiento había conseguido escapar de la pandemia, y donde según las últimas noticias recibidas antes del derrumbe absoluto del sistema, el gobierno y los supervivientes estaban tratando de reunir los escasos trozos que quedaban de la civilización.

El único problema era conseguir burlar la vigilancia del capitán del barco y de sus marineros armados, inmersos en sus propios planes para salvar el pellejo (planes en los que Prit y el abogado eran unos simples peones sacrificables). Cuando, tras un arriesgado plan que les llevó a cruzar toda la ciudad arrasada, finalmente consiguieron huir se las prometían muy felices.

Pero aún les faltaba una nueva prueba por superar.

En un antiguo concesionario de coches abandonado, que habían escogido como refugio provisional para pasar la noche, Viktor Pritchenko, el piloto ucraniano, sufrió un absurdo accidente mientras manejaba un pequeño artefacto pirotécnico. Lo que en condiciones normales no hubiese sido más que un simple accidente doméstico, en aquellas circunstancias suponía una terrible herida que sin tratamiento médico podía conducir al ucraniano a la muerte.

Con su compañero sufriendo quemaduras de segundo grado y la amputación de varios dedos, al abogado no le quedaba más remedio que tratar de llegar con él a un hospital. Era evidente que allí no habría ni un solo médico, y posiblemente estuviese infestado de No Muertos, pero al menos podría encontrar el suficiente material médico para proporcionar a su amigo los cuidados que necesitaba.

Con lo que no contaba era con que aquel inmenso hospital abandonado, con sus docenas de pasillos, salas y escaleras a oscuras podía transformarse en una trampa mortal en la que quedarse atrapado. Se encontraron rodeados de No Muertos y perdidos en las entrañas del edificio, pero cuando la situación parecía más desesperada Lucía apareció al rescate.

Dentro de un edificio cavernoso poblado de No Muertos que parecía una imagen sacada de una pesadilla demente, aquella muchacha era la persona más improbable que uno esperaría encontrarse. De poco más de diecisiete años, alta y esbelta, con una larga melena negra que combinaba admirablemente bien con unos arrebatadores ojos verdes rasgados, la presencia de Lucía en aquellos pasillos oscuros era tan incongruente que al principio el abogado y Pritchenko pensaron que sufrían algún tipo de alucinación. Sólo cuando la chica les contó su historia se dieron cuenta de que, al igual que ellos dos, era una superviviente aterrorizada a la que el destino había dejado misericordiosamente aparcada allí.

El sótano del hospital era una especie de enorme compartimiento estanco reforzado, con tan sólo un par de puertas de acceso fuertemente protegidas. En los días finales del caos, Lucía, separada accidentalmente de su familia, acabó allí por casualidad, mientras trataba de dar con sus padres desaparecidos. No pudo localizar a nadie conocido, como le sucedió a tantas otras miles de personas perdidas en la confusión final, pero durante los últimos días colaboró como auxiliar con los pocos médicos agotados que obstinadamente trataban de mantener en funcionamiento aquel lugar.

Cuando las masas de No Muertos finalmente convergieron en torno al edificio, Lucía pudo refugiarse en la seguridad del sótano con la única compañía de sor Cecilia, una monja enfermera que había decidido permanecer de manera voluntaria en el hospital hasta el final. Desde aquel momento se habían mantenido atrincheradas en el sótano, esperando la llegada de unos grupos de rescate que jamás llegarían. Sólo cuando oyó el sonido de disparos y voces humanas rebotando por los pasillos se atrevió la joven a salir de la seguridad del refugio.

Es de justicia decir que su sorpresa fue igual de grande que la del abogado y el piloto. En vez del aguerrido grupo de rescate que se esperaba encontrar, con lo que se tropezó fue con un par de refugiados, sucios, hambrientos y perdidos, uno de ellos herido de cierta gravedad, y ambos al borde del más absoluto abatimiento.

Donde otros se hubiesen rendido, sin embargo, la joven actuó como una mujer de mucha más experiencia y edad. Arrastró a los dos nuevos supervivientes y su peludo gato naranja al sótano, donde sor Cecilia, posiblemente la única enfermera viva en cientos de kilómetros a la redonda, pudo hacerse cargo del ucraniano herido, y donde por fin, después de tantas semanas de terror, el abogado y su amigo encontraron un refugio cómodo, cálido y seguro.

Los meses siguientes transcurrieron como un sueño. Confortablemente instalados en la seguridad de aquel sótano, profusamente surtido de víveres para cientos de personas, y con generadores autónomos de electricidad, los cuatro supervivientes se entregaron a una existencia tranquila y subterránea, esperando que sucediese algo que les permitiese salir de allí y volver al exterior.

Pero de nuevo fue un imprevisto lo que les obligó a abandonar su cómoda madriguera y retomar el plan de alcanzar las Canarias. Una potente tormenta eléctrica de verano originó un incendio a pocos kilómetros del hospital. En un mundo abandonado, lleno de restos inflamables y maleza, el fuego avanzó sin control y sin que nadie le hiciese frente casi hasta las puertas de lo que un día había sido un modernísimo hospital. Sólo por fortuna los cuatro supervivientes fueron conscientes del huracán de fuego que se les venía encima antes de que fuese demasiado tarde. Lograron salir del edificio cuando las primeras llamas lamían las paredes, pero con apenas tiempo para preparar su equipo.

Así, dos días antes se habían subido en aquel helicóptero, y tras cargar hasta los topes el depósito de combustible y colgar de una red de carga cuantos barriles suplementarios de gasolina pudieron llevar, levantaron vuelo hacia las Canarias, uno de los pocos lugares donde suponían que aún podrían encontrar algún resto de la humanidad, con una única idea en mente.

Sobrevivir.

1

-¡Prit! ¡Prit! ¿Me oyes? ¡Jodido ucraniano psicópata!

Maldije por lo bajo. El puñetero intercomunicador del helicóptero se había estropeado una vez más. Era la tercera vez que sucedía desde que habíamos despegado de las cercanías de Vigo. De repente, tuve que agarrarme con fuerza al soporte lateral mientras el pesado helicóptero daba un nuevo tumbo al cruzar una bolsa de aire caliente. Prit, indiferente a las sacudidas, continuaba pilotando alegremente a toda velocidad, mientras tarareaba una espantosa versión eslava de James Brown que me martilleaba inmisericorde los oídos.

Apoyé a Lúculo en su cesta, observando con envidia a aquella enorme bola de pelo naranja, que tras desperezarse como sólo los felinos saben hacer, se volvió a dormir plácidamente, indiferente al terrible estruendo que producían los motores de nuestro pájaro. Tras cinco días consecutivos de vuelo, aquel sonido, incluso filtrado a través de los cascos protectores, me estaba volviendo loco. Me pregunté cómo demonios hacía Lúculo para soportarlo. Capacidad de adaptación de los gatos, supongo.

Me giré hacia el interior de la cabina de pasajeros. Sor Cecilia estaba fuertemente amarrada a uno de los sillones, rezando monótonamente por lo bajo mientras desgranaba de forma mecánica las cuentas del rosario con la mano derecha. La pequeña monja, con su hábito impoluto y unos enormes cascos de color rojo sobre la cabeza, ofrecía una estampa chocante. La única pega era el ligero color verdoso de su cara y la expresión de angustia que se le dibujaba cada vez que el helicóptero atravesaba una zona de turbulencias. Estaba claro que lo de volar no iba en absoluto con la monja, aunque había que reconocer que había aguantado todo el viaje estoicamente. Ni una sola queja había salido de sus labios en aquellos cinco días.

Justo en la bancada de enfrente, estirada voluptuosamente a lo largo, estaba Lucía. Vestía unos cortos pantaloncitos beige ceñidos y una camiseta de tirantes manchada con grasa del rotor del helicóptero (se había empeñado en ayudar a Prit a revisar las hélices en la última parada). En aquel momento estaba profundamente dormida y un mechón rebelde de cabellos le resbalaba sobre los ojos. Estiré la mano y se lo aparté de la cara, procurando no despertarla.

Suspiré. Tenía un problema con aquella muchacha y no sabía cómo resolverlo. A lo largo de aquellos cinco últimos días Lucía había estado permanentemente pegada a mí... y yo a ella. Estaba claro que ella me deseaba y se había propuesto seducirme por todos los medios. Yo, por mi parte, no podía negar que me sentía también profundamente atraído por aquella morena de interminables piernas, curvas voluptuosas y ojos de gata, pero al mismo tiempo trataba de mantener la cabeza fría.

En primer lugar, no era el momento ni el lugar para iniciar un romance y por otra parte, y no menos importante, estaba la diferencia de edad. Ella era una adolescente de tan sólo dieciséis años (ya diecisiete, me corregí mentalmente) y yo un hombre de treinta. Eran casi catorce años de diferencia, por Dios.

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