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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

Los días oscuros (26 page)

BOOK: Los días oscuros
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¡BANG! El sonido del disparo, como un cañonazo amplificado un millón de veces por el tamaño de aquella inmensa habitación, sacó a Basilio Irisarri de sus pensamientos. Sorprendido, giró la vista hacia Eric, que en aquel momento volvía a disparar la Beretta en una rápida secuencia de tres disparos mientras echaba una rodilla a tierra. En la puerta del fondo de la sala, un médico que entraba a la carrera en aquel momento se detuvo de golpe, como si hubiese chocado contra una pared de cemento y a continuación se derrumbó mientras un surtidor de sangre salía en largas pulsaciones de su cuello. El cuerpo de otra enfermera yacía derrumbado a sus pies, mientras que la ATS que había estado de espaldas atendiendo al paciente de la crisis nerviosa, estaba caída encima de éste en un extraño y obsceno abrazo mortal bañado en sangre y sesos.

-¡Eric! -rugió Basilio, iracundo-. ¿Qué coño estás haciendo?

-¡La enfermera nos había visto! -replicó el belga, de forma extrañamente pausada, con una sonrisa demente asomando a su boca-. ¡Iban a dar la alarma de todos modos, Bas! ¿Qué querías que hiciese, si no? -Y se encogió de hombros, con el gesto universal de «Y-amí-qué-mecuentas».

Basilio sintió que la ira le rezumaba por todos los poros de la piel, pero no se dejó llevar por ella. En su lugar, dos pensamientos titilaban con fuerza en la fría oscuridad de su mente. El primero era que no debía haberse llevado consigo a un maníaco como Eric el Belga a hacer aquel trabajo. El segundo era que tenían que salir de allí cuanto antes. Se oían voces y gritos por todo el hospital y a lo lejos sonaba un timbre insistente y machacón que sólo podía ser una alarma.

-La has cagado a base de bien, ¿sabes, chato? -murmuró Basilio furioso, mientras vaciaba rápidamente el contenido de la jeringuilla en la vía intravenosa de la monja. Se permitió malgastar unos cuantos segundos del precioso y escaso tiempo del que disponían para escapar de allí en contemplar cómo entraba en el organismo de la anciana hasta la última gota de líquido. No disponía de tiempo para observar con calma cómo moría la vieja mientras se fumaba un cigarrillo, como hubiese sido su deseo, pero al menos estaba seguro de que una vez en su organismo semejante cantidad de morfina, no habría nada que hacer para salvarla, y menos en medio de aquella confusión-. Está hecho. -Se guardó la jeringuilla usada en el bolsillo mientras le echaba un último vistazo a la cara pálida de sor Cecilia y enfilaba la puerta-. Vámonos de aquí antes de que...

Las últimas palabras de Irisarri quedaron congeladas en el aire. El antiguo contramaestre abrió los ojos como platos, atónito, mientras observaba a las dos figuras que se recortaban en el quicio de la puerta. Una era una enfermera bajita, con intensos coloretes en la cara y un escote nada reglamentario, pero la otra... Basilio reconocería aquella figura esbelta y aquellos profundos ojos verdosos en cualquier parte del mundo. De hecho, no habían dejado de asaltarle en sueños durante semanas.

-Es ella... es ella... -musitó por lo bajo, incrédulo. De súbito, recuperó el control de sus emociones y se giró gritando hacia Eric-: ¡Es ella! ¡Es la otra zorra! ¡Acaba con ella!

Con una sonrisa demente que hubiese hecho temblar de pavor al mismísimo diablo, el belga levantó la pistola mientras se pasaba la lengua por los labios.

Un segundo después, sonaron en sucesión dos disparos.

29

Madrid

El SuperPuma se posó con una sacudida en la plaza, en medio de remolinos de humo aventados por las aspas. Nada más tocar tierra, se oyó dentro de la cabina algo que sonaba como a metal desgarrado. Al instante una serie de alarmas empezaron a ulular y media docena de luces rojas se encendieron en el tablero de mandos del aparato.

-¡Prit! ¿Qué hostia ha sido eso? ¡Viktor! -grité por el interfono, sin poder controlar el tono de temor en mi voz.

-¡No lo sé! -se limitó a replicar el ucraniano, sin decir una palabra más. Todos sus esfuerzos se concentraban en controlar el aparato que, con sus dos ruedas delanteras posadas en el suelo, giraba como una peonza sin control. Todo lo que no estaba atado o atornillado dentro de la cabina salió volando por los aires, entre gritos de los pasajeros, que se sujetaban a los asientos con todas sus fuerzas.

Tras un interminable minuto, los giros se fueron reduciendo hasta que el SuperPuma se detuvo por completo. Por un largo instante no se oyó ni un ruido en el interior de la cabina.

-¿Está todo el mundo bien? -preguntó al cabo de un rato una voz. Un coro de gruñidos le contestó, mientras nos incorporábamos con cautela, como si temiésemos que Prit decidiese obsequiarnos con otra alocada vuelta extra. Estábamos magullados, pero al menos estábamos enteros.

-¿Alguien me puede decir qué demonios ha pasado? -preguntó Tank.

-Pregúntele al piloto, mi comandante -replicó ácidamente un sargento-. Yo aún estoy tratando de encontrar mi estómago.

Pero Tank no se lo pudo preguntar al piloto, porque éste, tras soltar sus arneses de sujeción, había saltado al exterior y se dirigía hacia la parte trasera del aparato saltando entre los cuerpos carbonizados. Al cabo de unos segundos que se me hicieron eternos, la familiar cara bigotuda del ucraniano volvió a colarse dentro de la cabina.

-El rotor de cola se ha desprendido -dijo con calma, mientras desenroscaba su petaca-. No podemos despegar.

-¿Qué significa que no podemos despegar? -preguntó un soldado con voz queda-. ¿Hasta cuándo no podemos despegar?

-Hasta nunca -replicó tranquilamente el ucraniano, con el mismo tono de voz que utilizaría para hablar del partido del domingo-. La explosión del napalm, o un escombro disparado, ha arrancado el rotor de cola de cuajo. O puede que se haya caído solo. Este Puma llevaba meses abandonado a la intemperie, así que es difícil de decir. -Se rascó la cabeza, pensativo-. Lo que sí sé es que el pájaro está kaputt. Muerto.

-¿No puede repararlo? -le interpeló Tank.

-Podría -contestó Viktor, tras meditarlo unos instantes-. Si tuviese una hélice nueva, un juego completo de diferenciales, una caja de cervezas, dos mecánicos expertos que me ayudasen y unas veinte horas en un taller. Así que creo que no, que no puedo -concluyó, flemático.

-¿Y qué vamos a hacer? -se oyó una voz que no podía disimular el temor-. ¿Cómo vamos a volver?

-Buscando otro medio de transporte, supongo -replicó Pritchenko encogiéndose de hombros-. No quedan muchas alternativas.

Una sensación gélida recorrió todo el aparato. No hacía falta ser demasiado listo para darse cuenta de que nuestras posibilidades de supervivencia se habían reducido en un altísimo porcentaje.

-Prit -le dije de pronto, con voz asustada-, eso significa que tenemos que acompañar-los. Tenemos que ir con ellos allí adentro...

-Lo sé -replicó plácidamente el ucraniano, como si le estuviese hablando de dar un paseo por la playa.

-¿Cómo diablos puedes estar tan tranquilo? -exploté, indignado.

-Fatalizm -dijo con una sonrisa triste-. Fatalismo.

-¿De qué coño hablas, hombre?

-Pues mira, por un lado -repuso mientras daba un largo trago de su petaca-, el helicóptero está averiado y no va a despegar. Por otro lado, quedarnos aquí no va a hacer que se arregle solo. Es el destino, panjemajo? Esto es lo que es, y lo que es, tiene que ser, y lamentarse no vale de nada, niet?

-¿Sabes? -respondí, exasperado, mientras ponía los ojos en blanco-. En ocasiones tu mentalidad es demasiado rusa para mí. ¡Me pones de los nervios!

-Ucraniana -puntualizó Prit con una sonrisa imperturbable-. Mentalidad ucraniana. Los rusos están más hacia el norte.

-Lo que tú digas, Viktor, lo que tú digas -contesté, desalentado, mientras lo dejaba por imposible. En ocasiones como aquélla, al igual que habían hecho sus antepasados a lo largo de los siglos, Prit sacaba a relucir su alma de campesino eslavo, y aceptaba con resignación las adversidades. Su única respuesta en esos casos era apretar los dientes y seguir hacia delante... porque no había ningún lugar hacia donde retroceder.

Algunos de los miembros del equipo ya habían abierto la puerta lateral del aparato y estaban a punto de saltar al exterior. Miré hacia el portón, dubitativo. De repente sentía frío, mucho frío, aunque el sudor me resbalaba por la espalda.

Traté de tragar saliva, pero mi garganta estaba seca como un desierto. Eché la mano a un bolsillo, para sacar un Chester. Horrorizado, comprobé que me temblaba tanto el pulso que no era capaz ni siquiera de soltar el botón de la solapa. La angustia empezó a consumirme, mientras sentía cómo una mano invisible me oprimía el corazón. En aquel estado no sería capaz de dar ni siquiera dos pasos en el exterior antes de cagarla. Tuve una revelación. Iba a morir allí. La vista se me nublaba, me mareaba, oh, Dios mío...

-¡Eh! Tranquilo. -La familiar y alentadora voz de Viktor Pritchenko en mi oído me devolvió a la realidad. El ucraniano había apoyado una mano en mi hombro y me miraba fijamente, a pocos centímetros de distancia de mi cara. Con parsimonia sacó el paquete de cigarrillos de mi bolsillo, encendió uno y me lo puso en los labios.

-Prit, no puedo salir ahí fuera. -Mi voz sonaba como un graznido-. Me matarán, me cogerán en menos que canta un gallo. Oh, joder, no sé qué diablos hacemos aquí...

-Lo vas a hacer bien. -El pequeño eslavo me ayudó a levantarme, mientras que con la otra mano se colocaba el fusil en el hombro-. Lo has hecho estupendamente antes y lo harás estupendamente bien ahora, así que no te preocupes. Hemos estado en sitios pe-ores, tú y yo solos, y hemos conseguido salir adelante. ¿No es cierto?

Asentí, dubitativo. Ya habían salido casi todos del aparato y se oían gritos nerviosos en el exterior. Tank nos estaba llamando a voces mientras el resto del equipo se repartía en sus posiciones.

-¿Te acuerdas de la tiendecita de Vigo, la de los paquistaníes? -Una sonrisa afloró en la cara de Viktor-. Allí sí que estábamos metidos en la mierda más absoluta, solos, sin vehículos, sin armas y rodeados de esas bestias, metidos en aquel jodido armario... Creo que si salimos de aquello, esto está... ¿Cómo se dice en español? Chupado. ¡Eso es!

Asentí, con una sonrisa temblorosa en mi cara a mi pesar. Lo cierto es que, mirándolo bien, Pritchenko tenía razón. Cuando nos habían catalogado como «veteranos» me había extrañado, pero seguramente habría poca gente que hubiese estado tanto tiempo entre los No Muertos como nosotros y que aún estuviese en condiciones de contarlo.

De todas formas suspiré, desalentado. Si éramos de lo mejor que podía ofrecer la especie humana para su salvación, entonces el panorama estaba más jodido de lo que pensaba en un principio.

En fin. Le di una profunda calada al cigarrillo, mientras observaba cómo el argentino colocaba la MG 3 sobre su trípode con el gesto experto y cansado de quien ya lo ha hecho un millón de veces. De acuerdo, pensé, puede que estuviésemos de nuevo en medio de aquella mierda, pero al menos en esa ocasión teníamos un plan, y estábamos rodeados de gente que parecía bastante competente en lo que hacía. Y además, Viktor y yo nos teníamos el uno al otro, que no era poco. Y podía ser que los chicos del napalm decidiesen darse otra pasadita por allí, para despejar el terreno. Quizá tuviésemos alguna posibilidad de salir con el pellejo intacto. Podría ser.

-¿Listo? -preguntó el ucraniano, mientras amartillaba ruidosamente su HK.

-Listo, colega -respondí, desenfundando mi Glock con cautela-. No pierdas de vista mi culo, ¿vale?

-Descuida. Lucía me mataría si te pasase algo y no tengo ganas de cargar con tu gato -replicó con una sonrisa-. En marcha.

Saltamos a la superficie de la plaza, o a lo que yo pensaba que era la superficie de la plaza. Nada más apoyar los pies fuera del helicóptero una de mis piernas pareció hundirse en un agujero salido de la nada. Una vaharada putrefacta asaltó mi nariz, mientras Pauli me observaba entre preocupada y divertida.

-Ten cuidado -me indicó con un gesto travieso-. ¡Le acabas de plantar un pie en los pulmones a ese pobre diablo!

Comprobé con horror que lo que había tomado por una superficie chamuscada de la plaza era en realidad un tapete de cuerpos carbonizados y humeantes. Al saltar del aparato mi pierna derecha había atravesado el torso calcinado de un cadáver, y tras hacer trizas sus costillas, reposaba sobre algo que posiblemente fuesen los restos de su columna. Asqueado, di un paso atrás para liberar mi bota, lo cual casi me hizo caer al perder el equilibrio.

El brazo de acero de Tank me sujetó con fuerza por un costado, evitando que cayese entre los restos carbonizados.

-Vaya con su equipo -me dijo secamente, mientras me clavaba sus ojos de tiburón-. Y proteja al informático. Sin él, todo esto es inútil.

Me desasí, preguntándome qué demonios era lo que sabía aquel tal Broto para ser tan importante. Con un encogimiento de hombros me acerqué a Prit, sorteando los cuerpos chamuscados del suelo.

-Nosotros vamos con ésos -me indicó el eslavo, señalando hacia Pauli y Marcelo-. Por lo visto, tenemos que cuidar del informático grandote con cara de susto.

-¿Sabes por qué?

-No tengo ni idea -me respondió Viktor, con un suspiro-. Pero supongo que en pocos minutos... ¡Cuidado!

El ucraniano pegó un bote hacia un lado, mientras me apartaba de su línea de tiro. Aturdido, me giré, justo a tiempo para ver cómo a mis espaldas, a menos de tres metros, dos No Muertos horriblemente chamuscados se acercaban hacia nosotros. Era imposible distinguir su edad o sexo, pues estaban abrasados, pero sus movimientos eran tremendamente ágiles, para estar en aquel estado.

Viktor levantó su HK y abrió fuego contra el que estaba a la derecha. El tableteo de su fusil se fundió casi en el mismo segundo con las ráfagas de otras armas. Nuestra presencia allí estaba atrayendo la atención de todos los No Muertos que aún permanecían en pie en la plaza.

El napalm había acabado con la mayoría, pero aún quedaban unas buenas tres o cuatro docenas de engendros que poco a poco se iban acercando, cerrando un círculo de muerte en torno al helicóptero. El rugido de los HK se mezclaba con el ladrido seco de las Glock, todo ello punteado de fondo por los hipidos cadenciosos de la MG 3, que el argentino disparaba en ráfagas cortas y espaciadas.

Nuestros dos No Muertos estaban terriblemente cerca, y tan sólo Viktor y yo les hacíamos frente. El resto del equipo estaba igual de apurado que nosotros, disparando en otras direcciones, y nadie prestaba atención más que a su sector inmediato. El estruendo era ensordecedor, y eso atraía a más y más No Muertos, a medida que iban cayendo los primeros.

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