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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

Los días oscuros (30 page)

BOOK: Los días oscuros
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La puerta era tan sumamente gruesa que no podía oír los disparos, pero sin embargo sí que podía escuchar el golpeteo sordo de las balas al chocar contra la compuerta estanca. Incrédula, levantó la mirada. Al parecer aquella puerta no era tan sólo estanca, sino que también era blindada. Un feo arañazo en el cristal, justo donde había dado un proyectil, era todo lo que se podía ver. Con mucha cautela, Lucía se incorporó lentamente. Justo en ese instante una fina lluvia de un líquido con un fuerte olor a desinfectante comenzó a caer sobre ella desde unos aspersores situados en el techo. Al mismo tiempo, de unos conductos situados en la pared, otro producto químico vaporizado comenzó a fluir a presión, creando instantáneamente una nube de vapor denso dentro de la sala. Los ojos de Lucía comenzaron a lagrimear al instante, mientras una sensación abrasadora le recorría la garganta.

«Ese cabrón me está gaseando», fue el primer pensamiento que le vino a la cabeza, pero la expresión perpleja de Irisarri al otro lado del cristal indicaba que no tenía nada que ver con aquello.

Parecía ser un sistema automático, que se había activado por sí solo o... «o se ha activado porque alguien ha sido tan estúpida como para apretar el botón de la pared sin pararse a pensar qué sucedería», se corrigió con rapidez.

Con un destello de comprensión, entendió que se había metido dentro de algún tipo de cámara estanca de descontaminación.

Lo siguiente que pensó fue que no llevaba puesto ningún tipo de traje bacteriológico.

Y que lo cierto era que no sabía si aquel gas que estaba respirando la podía matar.

Irisarri estaba al otro lado del cristal, con aspecto de estar a punto de sufrir un infarto. Con gesto irritado, el marinero había arrojado el HK, ya vacío, contra la puerta, mientras se giraba hacia el tipo pelirrojo.

El belga se acercó hasta la puerta y pegó su cara al cristal. Al principio no pudo ver nada excepto un montón de vapor. Finalmente divisó a Lucía, que le contemplaba impotente, acurrucada en el banco metálico de la pared, con los ojos irritados por las sustancias químicas que liberaban los aspersores.

Eric le dedicó una sonrisa que hubiese sido tremendamente tierna, de no haber sido por la expresión muerta y fría como el hielo de sus ojos. El belga sonreía raras veces (y eran pocas las personas que vivían mucho después de ver aquellas escalofriantes sonrisas), pero aquella tarde se lo estaba pasando condenadamente bien. De hecho, en los últimos diez minutos estaba acumulando tantas fantasías que pensaba que iba a poder pasarse días enteros masturbándose sin cesar. Atrapar a aquella gacela sería el colofón perfecto de la jornada.

Excitado, sintió la necesidad de pasar su lengua por el cristal de la puerta estanca. Una pequeña astilla levantada por el balazo se le clavó en la lengua y dejó un pequeño rastro de sangre sobre el vidrio, pero no se dio ni cuenta. Su mirada no se apartaba de Lucía, que hipnotizada como un conejo delante de una serpiente, no podía dejar de observarle, mientras sufría arcadas a causa de los desinfectantes.

Una sirena comenzó a ulular dentro del cuartucho, al tiempo que los aspersores dejaban de rociar líquido. Con los ojos entrecerrados a causa de la irritación, Lucía se levantó apoyándose en el banco. Un cambio de presión en sus oídos le indicó que la sala ya estaba despresurizada. Una de las puertas se había abierto (no la puerta por la que había entrado, afortunadamente), igualando la presión entre el cuarto y la sala adyacente.

Tambaleándose, se acercó a la puerta y penetró en el área interior. Amargamente, se dio cuenta de que ya recordaba el significado del símbolo de la puerta de entrada.

Significaba «peligro biológico».

Por primera vez en aquel largo día, se preguntó cuánto tiempo le quedaría de vida.

35

Madrid

-Eso... ¿Qué coño es eso? -murmuró Pauli a mi espalda, repitiendo la pregunta que le acababa de formular al ucraniano.

Las luces vacilantes de nuestras linternas iluminaban una sala que tendría unos treinta metros cuadrados. Esparcidos por el suelo yacían los restos de la escayola del techo, algunos medio enterrados en la gruesa capa de ceniza que cubría hasta el último rincón de la sala. Hundí la mano en aquella capa y deshice un poco entre los dedos. Era papel quemado, sin duda. Incluso en algunos puntos quedaban restos de hojas a medio carbonizar, aunque absolutamente ilegibles.

-Parece que aquí han quemado media Biblioteca Nacional, por lo menos -murmuré, mientras mi mirada se paseaba por las paredes, ennegrecidas por el humo, y los bidones metálicos esparcidos por la sala, donde sin duda alguien había llevado a cabo aquella tarea.

-Más bien da la sensación de una destrucción apresurada de documentos. De muchos documentos -apuntó Broto, mientras removía con el pie un montón de cenizas apiladas en una esquina-. O pasaban mucho frío, o alguien no quería que estos papeles quedasen al alcance del primero que pasase por aquí.

-No creo que a los No Muertos les interese mucho lo que pone un papel -apunté-. Ni creo que esos condenados sepan leer ni una sola letra, si a eso vamos.

-Supongo que quien haya quemado estos papeles pensaría que los No Muertos no serían los únicos que podrían pasar por aquí -replicó Pauli, incorporándose-. Y por lo visto, estaba en lo cierto. Nosotros hemos llegado hasta aquí, ¿no es verdad?

-Cierto. Hemos llegado hasta aquí -asintió Prit, y añadió en voz baja-: Otra cosa es que consigamos salir de una pieza.

-O que consigamos entrar -dije, mientras señalaba la enorme puerta de acero que se levantaba al fondo de aquella sala.

Era una puerta gigantesca, de más de dos metros y medio de altura y otro tanto de ancho, cruzada por unas barras de acero transversalmente. Parecía la puerta de una cámara acorazada («es la jodida puerta de una cámara acorazada», me corregí) que, de alguna forma, alguien había arrancado de la bóveda de un banco y había plantado allí, en medio de una gruesa pared de hormigón. Arrumbados de cualquier manera en una esquina, varios sacos de cemento y unos maderos abandonados parecían indicar que la pared de hormigón se había construido de forma precipitada poco antes de instalar la puerta.

-Convirtieron este edificio en un fortín. Me apuesto lo que quieras a que el resto de los accesos originales del edificio, o está tapiado por completo o tiene una puerta parecida a ésta.

Frente a la puerta, montando guardia a ambos lados, había dos nidos de ametralladoras abandonados, con sendas MG 3 idénticas a la que cargaba Marcelo apostadas entre sacos terreros. Los nidos estaban dispuestos de tal manera que cubrían a la perfección la puerta exterior por donde habíamos entrado. Era una enfilada perfecta. De haber estado defendida aquella puerta, habría sido casi imposible llegar hasta ella.

Tank se encontraba arrodillado en el suelo, con un plano del edificio iluminado por una linterna y desplegado frente a él. El alemán parecía tenso, pero con aire de tener la situación bajo control.

-Estamos aquí -decía en aquel momento a dos sargentos que le escuchaban atentamente en cuclillas-. Según los registros del Punto Seguro, el almacén de medicamentos está justo dos plantas más abajo. Las escaleras de acceso están aquí, aquí y aquí. -Su dedo bailó sobre tres puntos del mapa-. Dos de esos accesos están cerrados con media tonelada de hormigón, pero el otro sólo tiene una puerta.

-¿Y cuál es el de la puerta, mi comandante? -preguntó uno de los sargentos.

-Ni idea -replicó Tank-. No ha sobrevivido nadie que trabajase en este sector del edificio, así que no tenemos manera de saberlo.

-¿Qué había aquí? -dijo el otro sargento, mientras señalaba por encima de su hombro la enorme puerta de acero.

-En esta planta estaba reunido lo que quedaba del gobierno de la Comunidad de Madrid, junto con algunas unidades del 2.° Regimiento de Transmisiones del ejército -dijo Tank, tras revisar las anotaciones del plano-. Teóricamente fueron todos evacuados tres días antes de la caída del Punto Seguro, pero su convoy no llegó jamás a Barajas. Seguramente, están todos muertos.

-Mientras estaban aquí se protegieron rematadamente bien -replicó el mayor de los dos sargentos legionarios, un duro veterano que parecía tener bastante confianza con Tank-. ¿Cómo vamos a cruzar esa condenada puerta, mi comandante?

-Para eso está el chico -fue la respuesta de Tank, mientras señalaba al informático-. ¡Señor Broto! Señor Broto, la puerta no se va a abrir sola. Comience usted cuanto antes, por favor.

David Broto tragó saliva y se levantó respirando trabajosamente. Nervioso, se pasó una mano por la cara, dejando con sus dedos un rastro de ceniza que le hacía tener una cómica expresión de mapache. Acto seguido, extrajo de su mochila un ordenador portátil, junto con un largo cable y una caja de herramientas. Con gesto experto, desmontó con un pequeño taladro una tapa acoplada en la base de la puerta e introdujo por ella el cable conectado al portátil.

Una serie de caracteres comenzaron a correr por la pantalla a medida que Broto iba activando los programas del disco duro. Para mi sorpresa, en una esquina de la pantalla apareció de golpe una imagen de la maquinaria del interior de la puerta. «Es una cámara de fibra óptica», me dije, pasmado al contemplar cómo el «informático» la manejaba con una destreza fuera de lo común.

-¿Quién es este tipo, realmente? -le pregunté a Marcelo, dándole un codazo.

El argentino se encogió de hombros por toda respuesta, tan pasmado como yo. La voz de Tank, teñida de ironía, sonó a nuestras espaldas, sacándonos de dudas.

-El señor Broto es un auténtico experto en abrir puertas y romper sistemas supuestamente infranqueables. Era bastante probable que nos encontrásemos con esto -señaló con un gesto displicente la enorme puerta blindada-, así que pensamos que sería una buena idea «invitarle» a que viniese con nosotros. Es una suerte que estuviese viviendo en Tenerife, ¿verdad, señor Broto?

David enrojeció intensamente al oír esto, y agachó la cabeza un poco más, hasta quedar oculto tras la pantalla del ordenador. En aquella postura parecía una grulla a punto de poner un huevo demasiado grande.

-¿Y qué hacías exactamente en Tenerife, Broto? -preguntó Prit, con tono inocente. Viktor tenía el extraño don de hacer preguntas incómodas con una naturalidad pasmosa. Cualquiera pensaría al oírlo que lo suyo era simple curiosidad mezclada con muy poco tacto, pero yo sabía que el ucraniano estaba tomando nota mental de hasta el último detalle de todo. Era un perro demasiado viejo.

-El señor Broto llevaba viviendo en Tenerife desde hacía dos años y medio... En la prisión Tenerife II, concretamente -dijo Tank con voz pausada-. El último trabajo del señor Broto no salió todo lo bien que había planeado y bueno... El resto es mejor que se lo cuente él mismo, si tanto le interesa.

David Broto agachó la cabeza y farfulló algo incomprensible, mientras desviaba la mirada de nuevo hacia la pantalla del ordenador. Sonreí, pensando que en el fondo Prit y yo no éramos los únicos «voluntarios» que estaban allí a disgusto.

Tras quince minutos de tensa espera, durante los cuales Broto tan sólo se levantó para introducir un segundo cable por la abertura, finalmente el «informático» emitió un gruñido satisfecho y se incorporó. Con su mano derecha apartó el equipo de la puerta y con la izquierda tecleó una rápida sucesión de cifras en el panel de acceso de la puerta acorazada. Después, simplemente se apartó a un lado.

-Ya está abierta -dijo con voz calmada, pero en la que era inevitable percibir el tono de orgullo de un artista satisfecho por un trabajo bien ejecutado.

-¿Ya? -Tank se levantó-. Estupendo. Díez, Huerga, ustedes dos abran esa puerta. El resto, cobertura. Vamos a entrar.

Los dos soldados indicados se apresuraron a sujetar las enormes ruedas giratorias de la puerta y las movieron al mismo tiempo. Suavemente, y sin emitir más que un ligero maullido, la pesada puerta acorazada giró sobre sus goznes engrasados y nos dejó paso libre al interior de la última fortaleza del Punto Seguro Madrid Tres.

36

Tenerife

-¡Maldita sea! ¡No puedo ver a esa perra! -Basilio escrutaba el cristal, tratando de adivinar la figura de su presa. «¿Dónde cojones te has metido?», se preguntó, furioso, mientras su cabeza trabajaba a toda velocidad. Aquella situación no le gustaba nada. El plan, tan cuidadosamente organizado, se estaba yendo al carajo por momentos.

Quizá fuese porque estaban a bastantes metros de profundidad, pero ya hacía unos minutos que no se oían disparos en la planta superior. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que alguien había conseguido finalmente poner orden en el caos y tranquilizar los gatillos fáciles. Sólo era cuestión de tiempo que el cuerpo de guardia del control que habían pasado bajase hasta allí a echar un vistazo y entonces estarían atrapados sin remedio. La luz situada encima de la puerta se puso en verde de golpe, acompañada de un pitido prolongado. Basilio cogió uno de los trajes bacteriológicos colgados a un lado de la esclusa y se lo arrojó a Eric.

-Toma, ponte uno de éstos, y cuando acabes, ayúdame a abrochar el mío -dijo mientras descolgaba otro-. Vamos a entrar a por ella.

-¿Son realmente necesarios estos chismes? -preguntó Eric, con expresión recelosa en la cara-. ¿Qué diablos hay ahí dentro para tener que ponerse esto?

-Vacunas de la gripe y cosas de ese estilo -aventuró Basilio, mientras metía las piernas en su traje-. Aquí es donde fabrican medicamentos y hay todo tipo de mierdas químicas que pueden resultar peligrosas. Ya sabes. Ácidos, y todo eso.

-La zorra ha entrado sin traje -objetó Eric, aún no del todo convencido-. Y no he visto que haya caído desplomada al entrar.

-Haz lo que quieras -replicó Basilio, encogiéndose de hombros-. Pero si luego se te cae la polla a cachos, no digas que no te avisé.

Aquello pareció convencer definitivamente al belga, que con gesto resignado cogió el traje que estaba a sus pies. Sin una palabra más, los dos pistoleros se colocaron los engorrosos trajes de aislamiento. La estrecha visera del casco tan sólo les permitía tener un reducido campo visual, y además amortiguaba aún más el sonido. En el pecho llevaban un bolsillo adosado para colocar las baterías de los intercomunicadores, pero por más que buscaron no pudieron hallar las pilas en ninguna parte.

Por gestos, Basilio le indicó a Eric que entrarían sin ellas. No podían perder más tiempo. Una vez dentro de la esclusa de descontaminación, pulsaron el botón rojo adosado a la pared. En pocos segundos, la fina lluvia de productos desinfectantes los envolvió en una neblina de olor dulzón y pesado. Eric manoseaba nerviosamente la Beretta, mientras Basilio se lamentaba amargamente de no haber llevado más armas consigo.

BOOK: Los días oscuros
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