El legionario echó un vistazo a un lado, buscando apoyo, pero el resto de su equipo estaba lejos, ajeno a nuestra discusión. Tragó saliva ruidosamente y levantó las manos, conciliador.
-¡Tranquilo, tío! -dijo-. ¡Sólo espero que sepáis cuidar de vuestro culo, porque yo no pienso mover un dedo por vosotros, ¿vale? -Y dándose la vuelta se dirigió de nuevo hacia la puerta del almacén donde íbamos a entrar, con el rabo entre las piernas.
-¿Qué le ha pasado a tu HK, Prit? -preguntó Pauli, sin prestar atención a lo que acababa de pasar-. ¿Se ha encasquillado este trasto?
Por toda respuesta el ucraniano sacó su cargador y tiró del percutor del HK, haciendo que un brillante proyectil saliese volando. La bala cayó al suelo con un tintineo y Viktor la recogió rápidamente, pasándosela a Pauli.
-¡Oh, mierda! ¡Es de la serie 48! -exclamó la catalana, con cara preocupada, pasándole el proyectil a Marcelo. El argentino examinó la vaina y torció el gesto.
-Está mal calibrado... ¡Coño!
-¿Qué sucede, Marcelo? -pregunté, inquieto. Era evidente que algo no iba bien, pero que me matasen si era capaz de adivinar de qué demonios se trataba.
-Desde que todo se fue al infierno hemos consumido cantidades ingentes de munición enfrentándonos a los No Muertos -me explicó Pauli, mientras revisaba su cargador aprensivamente-. Cada incursión supone el gasto de cientos de cartuchos irreemplazables. Hace seis meses no nos quedó más remedio que empezar a fabricar nuestros propios proyectiles, ya que los polvorines habían alcanzado un nivel crítico. El problema fue que no había en Canarias la maquinaria necesaria para fabricar las vainas con el grado de precisión necesario, así que hubo que construirlas desde cero.
-Pero eso es bueno, ¿no?
-No tanto -respondió Pauli, con gesto cansado-. No todo el material producido supera los estándares de calidad, y de vez en cuando se cuela una partida defectuosa de munición. Perdimos un par de grupos de exploración hasta que descubrimos lo que estaba pasando. Se suponía que nuestra munición había sido testada varias veces antes de ser embarcada en el avión, pero por lo visto no ha sido así.
-¿Un error? -preguntó David Broto, inocentemente. El informático había superado bastante bien su primer contacto con los No Muertos, y se le veía bastante entero, dadas las circunstancias.
-O un sabotaje... -apuntó lúgubremente uno de los sargentos, mientras revisaba otro de sus cargadores-. ¡Éste también es defectuoso! ¡Me cago en su madre!
-¿Los froilos? -inquirió Broto.
-Los froilos, puede ser... ¿Quién sabe? -Marcelo se estiró como un gato, se levantó y empezó a caminar hacia su MG 3-. Lo único que sé es que a Tank no le va a gustar nada todo esto.
¿Sabotaje? La cabeza me daba vueltas... ¿De qué iba todo aquello? Antes de que me diese tiempo a formular cualquier pregunta, Tank cayó como un obús en medio de nuestro grupo, ladrando órdenes.
-¿Qué coño hacen aquí parados? ¡Corran, joder, corran! -Agarró a uno de los legionarios por la tira de su mochila y lo arrastró en dirección al edificio-. ¡Tenemos poco tiempo!
Tropezando con la mochila me incorporé y comencé a seguir al resto del grupo, en dirección a la oxidada escalera de emergencia del almacén que se encontraba a pocos metros.
Con un escalofrío comprendí que si la mayor parte de nuestra munición era defectuosa tendríamos un problema, y muy gordo, además.
Súbitamente tuve el presentimiento de que muy pocos de aquel grupo veríamos la luz del siguiente día.
Tenerife
El corredor en el que estaba Lucía pertenecía a un ala del enorme complejo hospitalario totalmente desconocida para ella. En contraste con el resto del edificio, en aquel pasillo iluminado por un ejército de fluorescentes, no había absolutamente nadie. De hecho, no había ni una sola camilla ni una silla de ruedas, nada... ni siquiera una maldita puerta para esconderse tras ella, pensaba Lucía furiosamente mientras recorría a largas zancadas el corredor. El golpe que había recibido en la cadera unos minutos antes le hacía palpitar la zona, y estaba segura de que en pocas horas luciría un hermoso moratón, pero aquello no le importaba demasiado.
El sonido de los tiroteos le llegaba amortiguado a través de una pesada puerta aislante doble que acababa de franquear, pero podía oír perfectamente las voces excitadas de sus perseguidores. Sudando, redobló su ritmo, deseando que en cualquier momento aquel pasillo desembocase en una zona segura, o, mejor aún, en el exterior.
Al doblar una esquina, Lucía se detuvo de golpe ante un puesto de seguridad atravesado con un amplio arco detector de metales. El puesto estaba abandonado, y no se veía un alma.
Sobre una mesa estaba apoyado un periódico, y a su lado una taza de sucedáneo de café medio llena aún humeante. Una radio colocada sobre una pila de carpetas emitía una música ligera a un volumen muy bajo. Daba la sensación de que los vigilantes apostados en aquel puesto de control habían salido corriendo hacia el pasillo principal cuando las alarmas sonaron. Probablemente era uno de los grupos que se estaban tiroteando entre ellos al lado de la puerta.
Apresuradamente, pasó su mano por encima de la mesa en busca de algún arma, arrojando una montaña de papeles al suelo. Lo único que encontró fue un cargador de pistola y un cortaplumas diminuto.
«Maldita sea -se dijo mientras trataba de abrir infructuosamente los cajones de la mesa-. Piensa algo rápido, Lucía, o estás jodida. Jodida de verdad.»
Su mirada se detuvo en un colorido póster dentro del área de control, que mostraba a un puñado de soldados sonrientes, repartiendo raciones de emergencia del ejército desde un camión, bajo la leyenda «La Tercera República Española vela por ti». Justo debajo del póster había un archivador con el cajón superior abierto. Al parecer, los guardias del puesto habían salido de forma tan apresurada que se habían olvidado de echarle la llave a aquel cajón.
Con el corazón en un puño, Lucía inspeccionó el cajón. Con desánimo comprobó que sólo había un puñado de tarjetas magnéticas, y una tablilla de control donde alguien había anotado a mano una serie de nombres y de horas. Lucía supuso que era un registro de a quién se le había entregado las tarjetas. Justo cuando iba a apoyar la tablilla se fijó en que una mano distinta había anotado algo en la parte superior.
71410NK
Con un gesto rápido, arrancó la hoja y se la metió en un bolsillo mientras echaba de nuevo a correr por el pasillo. Los pasos de sus perseguidores ya sonaban más cerca.
Al cabo de unos pocos metros se detuvo con gesto vacilante al borde de unas escaleras, mientras tragaba saliva. Durante todo el tiempo había confiado en que aquel pasillo desembocase en el exterior, y sin embargo, lo único que tenía ante ella eran unas escaleras que descendían. Sabía perfectamente que estaba en la planta baja del edificio, así que aquellos escalones sólo podían llevar al sótano del edificio.
«Oh, no, joder. Otra vez al sótano de un hospital no, por favor. -La situación, pensaba, era tan absurda que resultaba cómica-. ¿Qué posibilidades existen de que tenga que refugiarme dos jodidas veces en el sótano de un hospital para salvar mi vida?»
Pocas, supuso. Posiblemente menos de que te tocase la lotería. Quizá las mismas de que te cayese un rayo. A quién carajo le importaba. Lo cierto era que si no iba allí abajo, aquellos dos maníacos iban a atraparla. Y la mirada de aquel tipo pelirrojo le había hecho sentirse terriblemente asustada... y sucia. No quería quedarse a discutir con él.
Con resignación, comenzó a bajar las escaleras. Era un tramo amplio, escrupulosamente limpio y muy bien iluminado. Un tenue olor a jabón hospitalario flotaba en el aire, y si no fuese por la total ausencia de ventanas («y de personas», se anotó mentalmente) serían unas escaleras totalmente anodinas.
Bajó tramo tras tramo hasta llegar a la parte inferior. Aquella zona tenía un tipo de azulejo distinto en suelo y paredes, de un color verdoso claro bastante feo, pero por lo demás no se diferenciaba en nada del pasillo superior. Tan sólo unas flechas rojas dibujadas en la pared y un símbolo que Lucía no supo identificar daban un aire especial a aquella zona.
Jadeando, Lucía se detuvo por unos segundos tratando de recuperar el aliento. Un doloroso punto en un costado la estaba atenazando desde hacía unos minutos y sentía que si no paraba un momento el corazón le iba a estallar. El ruido de pasos bajando por las escaleras a toda velocidad la convenció de que tenía que seguir adelante. Sin dudarlo, comenzó a seguir las flechas del pasillo mientras una vocecita en su mente le preguntaba insistentemente qué diablos tenía pensado hacer si se encontraba en un callejón sin salida.
Finalmente desembocó en una especie de sala cuadrada presidida por una pesada puerta de acero que llevaba dibujado el mismo símbolo que había visto en el pasillo. A Lucía aquel emblema le recordaba algo que había visto en alguna ocasión, pero estaba tan asustada que su cabeza se negaba a facilitar el maldito dato.
Al lado de la puerta había un panel con una serie de botones insertados, y una ranura. Lucía se acercó a examinar el panel. Era un teclado alfanumérico, muy parecido al de un móvil, donde cada tecla correspondía a varias letras y números. Sin dudarlo ni un minuto, extrajo la tarjeta magnética del bolsillo y la insertó en la ranura. Al instante, una pantalla se iluminó y mostró un mensaje de bienvenida, junto con la foto digitalizada de un doctor joven, canoso y de aire despistado tras sus gafas.
BUENAS TARDES, DOCTOR JURADO. INTRODUZCA
CÓDIGO DE PASE, POR FAVOR
Lucía se quedó paralizada por un momento. De repente, recordó el garabato dibujado en la tablilla de control. Con dedos temblorosos, lo sacó de su bolsillo y lo introdujo en el teclado. La pantalla se quedó en blanco por un milisegundo y a continuación apareció un nuevo mensaje.
CÓDIGO ERRÓNEO. LE QUEDAN DOS (2) INTENTOS
ANTES DE BLOQUEO. INTRODUZCA EL CÓDIGO
DE PASE, POR FAVOR
Lucía se pasó una mano por la frente, para apartar un mechón sudoroso de sus ojos. «Joder, no eres capaz de teclear bien ni un maldito código. Tranquilízate de una vez, coño.»
Volvió a hacerlo, con toda la calma que le fue posible, cerciorándose de que esta vez lo tecleaba correctamente. Una vez que apretó el ENTER, la pantalla volvió a quedarse en blanco.
CÓDIGO ERRÓNEO. LE QUEDAN UN (1) INTENTOS
ANTES DE BLOQUEO. INTRODUZCA EL CÓDIGO
DE PASE, POR FAVOR
Por un instante sintió un puño de hielo formándose en su estómago. Si aquella anotación de la tablilla no era el código, entonces estaba acabada. Aquella puñetera máquina no le daría más oportunidades, y por otro lado, no le quedaba mucho tiempo. Los pasos ya sonaban muy cerca. De repente dio un puñetazo contra la puerta. Qué estúpida había sido. El antepenúltimo carácter del código no era una «O», sino un cero. Volvió a teclear por tercera vez, esta vez con sus dedos volando sobre el teclado, mientras Basilio Irisarri, respirando como un fuelle, aparecía doblando una esquina. La pantalla centelleó por tercera vez y apareció un nuevo mensaje.
CÓDIGO CORRECTO. BIENVENIDO AL ZOO™,
DOCTOR JURADO. QUE TENGA UN BUEN DÍA
La puerta se abrió con un siseo. A Lucía le dio el tiempo justo de colarse dentro antes de que una ráfaga de HK hiciese saltar nubes de yeso de la pared donde había estado apoyada. Una de las balas impactó sobre el tablero de control, que explotó con un petardazo apagado y un leve olor a circuito chamuscado. Lucía trató de cerrar la puerta, pero el sistema mecánico había quedado absolutamente frito al reventar el tablero. Sintiendo la muerte en sus talones, Lucía se giró hacia el interior de aquella sala. Mientras lo hacía, una parte remota de su mente, que se esforzaba en recordar el significado del símbolo que campeaba sobre la puerta de seguridad, hacía sonar un timbre de alarma.
Madrid
Las escaleras de caracol temblaban bajo nuestros pies, a medida que íbamos subiendo hacia el tercer piso, en medio de crujidos nada tranquilizadores. Pequeños chorretones de óxido caían de las junturas a medida que los miembros del equipo íbamos subiendo tramo tras tramo. Daba la sensación de que aquella escalera ya era poco utilizada antes incluso del Apocalipsis, posiblemente a causa de su mal estado. Todas las superficies, hasta donde alcanzaba la vista, estaban cubiertas de una espesa capa de ceniza y polvo, que se levantaba a nuestro paso en forma de nubes blancas que nos hacían estornudar y que le daba un aspecto irreal y un tanto siniestro a la atmósfera. Alguien, un par de puestos por detrás, iba silbando entre dientes, nervioso. Era agobiante.
Finalmente llegamos a la tercera planta. Una puerta de emergencia, reforzada por una cadena de gruesos eslabones, nos cortaba el paso en aquel punto. Me dejé caer, sin resuello, sobre uno de los últimos escalones, al igual que la mayoría del grupo. El aire extremadamente seco, el calor generado por la bola de napalm y el polvo que se arremolinaba a nuestro alrededor nos provocaban una sed terrorífica.
Con manos torpes desenrosqué la cantimplora y pegué un par de tragos largos. Resoplando, le pasé la cantimplora a Broto, que había desplomado sus buenos ciento y pico kilos de peso a mi lado, haciendo trepidar toda la estructura. El informático bebió durante un largo rato. Fascinado, era incapaz de apartar mi mirada de su nuez, que subía y bajaba mientras se trasegaba media cantimplora como quien bebe un chupito. Finalmente tomó aire y me tendió de nuevo el recipiente, con un largo eructo y un sentido «gracias».