Los días oscuros (31 page)

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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Los días oscuros
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Cuando la puerta se abrió, ambos pistoleros salieron en direcciones opuestas, cubriéndose mutuamente las espaldas. La estancia estaba aparentemente desierta. Una larga mesa cubierta de matraces y microscopios atravesaba la sala de una punta a otra. En una es-quina, el parpadeo de un monitor bañaba con una luz tenue todo el cuarto. De fondo tan sólo se oía el suave zumbido de una centrifugadora en marcha, pero de la chica no había ni rastro.

Con un gesto, Basilio le indicó a Eric que comenzase a registrar la punta más alejada del laboratorio, mientras él avanzaba por la otra.

Sabía que la joven aún estaba allí. Lo sabía.

Pero su viejo instinto, que le había salvado la vida en más de una ocasión, le gritaba hasta enronquecer que algo no estaba bien en aquel laboratorio.

37

Madrid

El interior del edificio estaba oscuro, y olía a humedad, polvo y basura en descomposición. En grupos de tres y cuatro fuimos entrando lentamente a través de la puerta acorazada, mientras los focos de las linternas bailoteaban nerviosamente, apuntando en todas direcciones.

-¿Por qué diablos no tendremos gafas de visión nocturna? -gruñó Pauli, mientras se esforzaba en penetrar la oscuridad con sus ojos-. Se supone que somos una unidad de élite, y míranos, más ciegos que topos en un túnel.

-Cállate y vigila -replicó Marcelo, cortante-. Y dale plomo al primer pelotudo que veas.

No hacía falta que el argentino se lo recordase. Todos los miembros del equipo permanecían alerta, atentos al menor movimiento de un No Muerto en las sombras. Alguien tropezó con una papelera y la mandó rodando al otro extremo de la habitación de una patada. El cesto metálico rebotó contra un archivador con un estruendo que retumbó hasta en la última planta de aquel edificio dejado de la mano de Dios. Un siseo furioso surgió de la garganta de Tank, mientras se dirigía con la velocidad de una cobra a la posición del pobre desgraciado que había tropezado. Interiormente, me alegré de no estar en el pellejo de aquel tipo. Si no me equivocaba (y no creía hacerlo), Tank acababa de escoger al «voluntario» que tendría que ir abriendo camino por el interior de las oficinas.

El olor a cerrado era tan intenso que llegaba a ser mareante. Intrigado, observé que la mayor parte de las habitaciones que recorríamos habían sido adaptadas como oficinas. En casi todas ellas se acumulaban escritorios vacíos, ordenadores apagados y montañas de papeles cubiertos por gruesas capas de polvo.

Uno de aquellos despachos resultaba especialmente perturbador. Era un cubículo pequeño, con una mesa, una silla y un archivador, cubiertos casi por completo por pajaritas de papel. Era imposible contarlas, quizá hubiese tres o cuatro mil, de distintos colores y tamaños. En un primer momento me pareció sumamente gracioso (la imagen del funcionario ocioso zanganeando en su puesto de trabajo y haciendo pajaritas de papel todo el día brilló en mi mente durante un segundo), pero de repente sentí un escalofrío. Aquello no era el trabajo de un día, ni el pasatiempo distraído de un burócrata aburrido. Aquello era la obra obsesiva de un maníaco. Casi podía ver a un individuo encorvado a oscuras sobre la mesa, doblando folio tras folio, mientras su mente se sumergía en pozos cada vez más profundos.

Con un estremecimiento me aparté de aquella mesa. Me di la vuelta buscando el punto de luz de la linterna de Viktor, pero no pude ver nada.

Conmocionado, comprendí que me había separado del grupo y que estaba solo.

Procurando dominar el pánico que amenazaba con trepar desde mi estómago, salí de nuevo al corredor. Había llegado por la derecha, pero el corredor de la izquierda se bifurcaba en dos direcciones distintas. Mi sentido de la orientación nunca había sido especialmente bueno, y para ser sinceros, había dejado en manos de Viktor y de los demás legionarios la ruta dentro del edificio, mientras yo me limitaba a contemplar el panorama.

Maldiciendo por lo bajo, me detuve en la intersección. Me pareció oír un ligero ruido proveniente del primer ramal, algo que sonaba como un par de órdenes susurradas con tono imperativo. Tras revisar el seguro de la Glock, me deslicé por el pasillo hacia el punto donde creía haber oído las voces.

Por el camino tuve que sortear varios montones de envoltorios vacíos de raciones de emergencia del ejército. Había encontrado un buen número de ellos desde la misma puerta acorazada, pero cuanto más me internaba en el corazón del edificio, aparecían con mayor frecuencia.

Al doblar una esquina tropecé de golpe con el primer cuerpo. Era el cadáver de un hombre delgado, vestido únicamente con unos pantalones militares y una camiseta negra. En la camiseta llevaba dibujado el escudo de una unidad militar, en el que aparecía un puño sujetando un fajo de rayos y las palabras FIERI POTEST justo debajo.

Conteniendo la respiración, me agaché para revisar el cuerpo. A juzgar por el grado de descomposición, debía de llevar varios meses muerto. En la mano derecha sostenía un vaso de papel arrugado, y en su izquierda algo que no podía distinguir bien. Tratando de evitar las arcadas, le arranqué aquel objeto de la mano semidisecada. Era la foto de dos críos de unos cinco o seis años, que miraban sonrientes a la cámara mientras el viento les revolvía el cabello, en una brillante mañana en la playa.

Levanté la mirada y observé de nuevo el cadáver. No presentaba heridas de bala, ni cortes aparentes, aunque el estado del cuerpo era tan asqueroso que mi examen podría haber pasado algo por alto fácilmente. De lo que estaba casi seguro era de que el último pensamiento de aquel hombre no había sido para un oscuro pasillo, sino que antes de morir su mente había estado corriendo por una playa en una luminosa mañana de verano.

Apreté con fuerza la foto. Casi podía sentir el olor del mar y los chillidos de las gaviotas. Con un gesto reflejo me metí la fotografía en el bolsillo de la pernera, y continué caminando, procurando no perturbar el descanso de aquel cuerpo al pasar por encima de él.

Cinco metros más adelante, me encontré dos cuerpos más, también con ropa militar. Éstos se encontraban sentados a una mesa. Uno de ellos llevaba la camiseta con el mismo logo que el primer cuerpo, y también sostenía un vaso de papel en su puño, pero el otro llevaba puesto un uniforme completo de coronel. Sobre su pecho brillaban tres medallas, como joyas olvidadas en la tumba saqueada de un faraón. En su mano derecha reposaba una pistola reglamentaria, con el cañón aún manchado de la sangre que había volado contra la pared del fondo cuando aquel hombre se había saltado la tapa de los sesos.

Unas voces a lo lejos me sacaron de mi estupor. Me alejé de aquella escena macabra, siguiendo el reflejo de unas linternas al otro lado del enorme hueco central de ventilación del edificio. Con un suspiro de alivio, me di cuenta de que tan sólo me había equivocado en un giro. Avanzaba en paralelo al resto del grupo, pero por el lado opuesto del hueco de ventilación. Únicamente tenía que seguir avanzando pegado a aquella pared y girar a la derecha en el momento en que se terminase, y me tropezaría con mi grupo de frente.

Obsesionado con aquella idea, apreté el paso. No resulta agradable caminar a solas en plena oscuridad, pero esa sensación, en un edificio abandonado y lleno de cadáveres, era mil veces peor. Era como caminar por una casa encantada.

La imaginación comenzaba a jugarme malas pasadas, y por un par de veces estuve a punto de disparar contra mi propia sombra reflejada en las paredes. Cada poco rato oía susurros y roces de pasos, siguiéndome. En mi mente enfebrecida podía ver al soldado de las medallas levantándose de la mesa y siguiéndome a través de las habitaciones, con sus condecoraciones tintineando suavemente en su pecho, mientras estiraba sus manos descarnadas para agarrarme del cuello y arrastrarme de nuevo a la sala de la mesa, donde me obligaría a sentarme y tendría que permanecer con ellos para siempre...

El pánico comenzaba a invadirme. En aquel momento ya no andaba, sino que iba corriendo. Hasta entonces, había tratado de mantener el control de mi miedo, por una sencilla cuestión de orgullo. No quería quedar como un estúpido delante de todo el grupo («Mira, el gilipollas que se perdió nada más entrar en el edificio... un inútil que no es capaz de dar diez pasos sin cagarla. Tendrías que ver cómo gritaba de miedo cuando le encontramos»), pero en aquel momento ya me daba igual. Mientras corría empecé a llamar a voces a Pritchenko, a Tank, a Broto y a todos y cada uno de los miembros del grupo de los que podía recordar el nombre. Ya no me importaba quedar como un cobarde. Lo único que quería era no estar solo en medio de aquella oscuridad que olía a muerte, miedo y desesperación.

Si me hubiese fijado más, habría podido evitar el cuerpo, pero aturdido como me encontraba, no pude esquivarlo y tropecé con él. La puntera de mi bota izquierda se hundió en algo blando, que se pinchó con un suave «choooofff» al tiempo que un olor indescriptiblemente nauseabundo me quemaba las fosas nasales. Caí sobre un costado, mientras el aire se escapaba de mis pulmones. La linterna salió disparada de mis manos, y resbaló dos metros antes de detenerse boca abajo junto a un montón de ropa apilada en el suelo.

Por unos segundos permanecí tumbado en el suelo, tal y como había caído, tratando de recuperar la respiración. Finalmente, me puse a gatas y arrastrándome me acerqué hasta la linterna, que sólo emitía unos breves rayos de brillo espectral. Mientras la recogía y la agitaba, musité una plegaria silenciosa, rogando a todos los dioses que no se hubiese roto.

Para mi satisfacción, el rayo de luz permanecía brillante y estable. Enfoqué al cuerpo con el que había tropezado. Era el cadáver de una mujer vestida de civil, enormemente hinchado por los gases de la descomposición. Mi bota izquierda había perforado su abdomen al tropezar con ella, y en aquel instante se vaciaba a ojos vista. Tenía un aspecto grotesco, como el de la muñeca hinchable de un perturbado mental. Asqueado, aparté la mirada, y al pasear el foco de luz por el resto de la habitación, el grito de horror que hasta aquel momento había conseguido contener, surgió de mi garganta de forma incontrolable.

38

Tenerife

Lucía no podía ver absolutamente nada. Sin traje protector, los productos químicos de la cámara de descontaminación le habían irritado tanto los ojos que apenas podía abrirlos un poco. «Quizá incluso me haya quemado las córneas -pensó aprensivamente, mientras caminaba entre brumas-, como si no tuviese ya suficientes problemas.»

Lo primero que percibió fue un tenue olor a ozono y el zumbido de fondo de las máquinas de reciclado de aire. Palpando, más que viendo, consiguió encontrar un fregadero en una de las paredes. Tras abrir el grifo se lavó los ojos con abundante agua. El ardor había disminuido bastante, y finalmente la joven llegó a la conclusión de que probablemente no se iba a quedar ciega, pero desde luego se había ganado a pulso una conjuntivitis de campeonato para los siguientes días.

Con la cara chorreando, levantó la cabeza. La esclusa estaba cerrada de nuevo, con la luz roja sobre la puerta encendida. Entre el vapor desinfectante, Lucía pudo adivinar dos figuras. Aquellos cabrones no se daban por vencidos.

El proceso de desinfección duraba apenas un par de minutos. Lucía había empleado algo menos de la mitad de ese tiempo en lavarse los ojos, así que no disponía de demasiado margen para decidir su siguiente movimiento. Con desesperación, descolgó un telé-fono fijado en un soporte de la pared. El aparato, que no tenía botones, dio línea en cuanto lo descolgó, pero dondequiera que estuviese el terminal al otro lado no había nadie que lo atendiese en aquel momento. Frustrada, lo dejó a un lado, y su mirada se detuvo sobre una bandeja cubierta de material quirúrgico. De entre todo el material cogió un pequeño bisturí. No más grande que un cuchillo de postre, no parecía constituir una gran defensa, pero al menos era mejor que nada. Con él en la mano se sentía mucho mejor.

Una puerta al fondo de la sala le llamó la atención. Al abrirla, notó una suave corriente de aire hacia el interior. Un técnico de laboratorio le podría haber dicho que era una esclusa de presión osmótica, y que la diferencia de presión entre las habitaciones hacía que el aire siempre circulase hacia el interior, para evitar fugas. Sin embargo, Lucía no sabía nada de esclusas de presión y pensó erróneamente que aquello era su señal de salida.

«La corriente de aire debe significar que por alguna parte tiene que haber una ventana al exterior -se dijo, animada-. Otra salida.»

Confiada, cruzó el umbral. Un pasillo alumbrado por una serie de lámparas de luz ultravioleta se abría ante sus ojos, dando acceso a una serie de cuartos acristalados a uno de sus lados. En el primero de los cuartos, una persona sin traje de aislamiento estaba inclinada afanosamente sobre una mesa, moviéndose de forma torpe alrededor de algo que quedaba oculto por su cuerpo.

-¡Eh! ¡Oiga! ¡Necesito ayuda! -Lucía aporreó furiosamente la mampara de vidrio, mientras trataba de llamar la atención del técnico-. ¡Oiga! ¿Puede oírme?

El hombre de dentro de la sala se dio la vuelta al oír los golpes y a Lucía se le congeló la sonrisa en la cara. El tipo tenía el rostro cubierto por una miríada de venas reventadas y una expresión vacía en los ojos que Lucía conocía demasiado bien. Era el rostro de un No Muerto.

Con un gemido, el No Muerto se abalanzó sobre el cristal con tanta fuerza que toda la estructura tembló. Aterrorizada, Lucía dio un paso atrás, esperando que el cristal cediese de un momento a otro, pero los diseñadores de aquel cubículo habían hecho un trabajo concienzudo, y la ventana resistió la andanada de puñetazos.

Una sirena comenzó a ulular muy cerca. La esclusa de entrada se acababa de abrir y sus dos perseguidores ya estaban en la sala contigua. Pasando de largo frente a los cuartos acristalados, Lucía siguió avanzando por el pasillo. Fascinada, observó que dentro de cada cubículo había uno o dos No Muertos en diverso estado de deterioro. En uno de los habitáculos había un No Muerto atado a una camilla que tan sólo tenía la cabeza y el torso. En otro, media docena de cabezas flotaban en botes de formol sobre una repisa. Para su espanto, al pasar por delante de aquellos botes, las cabezas abrieron los ojos y la siguieron con miradas furiosas y movimientos inconexos de las mandíbulas.

La puerta del fondo daba paso a otro laboratorio similar al del primer cuarto. Con el corazón palpitando salvajemente Lucía se dio cuenta de que aquella última puerta disponía de un cerrojo por su parte interior. Empujando con todas sus fuerzas, cerró la puerta tras ella y a continuación echó el cerrojo.

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