Cochenour soltó una risita de incredulidad.
—¿Me estás diciendo que si encontrases un auténtico túnel Heechee intacto, harías caso omiso de él sólo para no importunar a unos cuantos soldados?
—Ese problema no se ha planteado —respondí—. Tenemos siete anomalías legales para investigar. Además, los militares nos echarán un vistazo de vez en cuando. Sobre todo durante los primeros días.
—Bueno —insistió Cochenour—, supongamos que excavamos los túneles legales y salimos con las manos vacías. ¿Qué pasará entonces?
—Cada cosa a su tiempo.
—Hipotéticamente.
—¡Maldita sea, Boyce! ¿Y yo qué sé?
Me dejó en paz, pero le guiñó un ojo a Dorrie y rió por lo bajo.
—¿Qué te había dicho, cariño? ¡Es más bandido que yo!
Ella, que me estaba mirando, se limitó a preguntar:
—¿Por qué te has puesto de ese color?
Le contesté lo primero que se me ocurrió, pero al mirarme en el espejo advertí que hasta el blanco de mis ojos estaba adquiriendo un tono amarillento.
Durante las horas siguientes estuvimos demasiado ocupados para plantear hipótesis. Teníamos problemas concretos a los que enfrentarnos. El más importante era evitar que un montón de gas a una temperatura y una presión terribles acabase con nosotros. Para eso servían los trajes térmicos. El mío estaba hecho a medida, por supuesto, y sólo había que comprobar los accesorios y los depósitos. Boyce y la chica llevaban unidades de alquiler.
Había pagado un dineral por ellos y eran buenos, pero ni siquiera lo bueno es perfecto. Les hice ponerse y quitarse los trajes una docena de veces, comprobando la adaptación y haciendo ajustes, antes de darme por satisfecho. Los trajes estaban compuestos de doce láminas y tenían sus propias baterías. Además, contaban con nueve posiciones en las articulaciones principales para facilitar la libertad de movimientos. No fallarían. En realidad no me preocupaban los fallos sino la comodidad, porque el mínimo roce o picor se puede convertir en algo muy grave cuando no tienes posibilidad de aliviarlo.
Por fin estuvieron listos para un ensayo. Nos apiñamos los tres en la antecámara y abrimos la escotilla que conducía a la superficie de Venus.
Aún era de noche, pero el sol brilla tan fuerte en Venus que la oscuridad nunca es completa. Les hice andar alrededor de la nave para practicar, inclinándose contra el viento, sujetándose en los amarres y en el costado de la nave, mientras yo me preparaba para excavar.
Saqué el primer iglú instantáneo, lo arrastré hasta ponerlo en su lugar y le prendí fuego. A medida que ardía iba hinchándose al tiempo que despedía una ceniza ligera pero sólida que crecía alrededor del yacimiento como una cúpula perfecta. Yo ya había colocado la linterna de excavación y el pasadizo de la antecámara. Cuando creció la ceniza, puse la antecámara a pulso para unirla al máximo, y por primera vez me las arreglé para lograr un acoplamiento perfecto.
Dorrie y Cochenour se mantuvieron al margen, junto a la nave, observando por la visera de sus trajes. Encendí la radio.
—¿Queréis entrar y ver cómo empiezo? —grité. Desde el interior de los cascos, ambos asintieron con la cabeza. Yo sólo alcanzaba a ver el gesto de asentimiento a través de sus viseras—. Pues venid —chillé, y me arrastré contoneándome por la gatera. Les hice señales de que la dejaran abierta mientras me seguían al interior.
Con nosotros tres y el equipo de excavación en el interior, el iglú estaba aún más atestado que el aerotaxi. Se alejaron de mí tanto como pudieron, inclinados contra la pared combada del iglú, mientras yo ponía en marcha los barrenos, comprobaba que estuvieran verticales y observaba cómo las primeras virutas empezaban a salir por la abertura.
El iglú de espuma rechaza gran cantidad de sonido y absorbe aún más. El estrépito en su interior era mucho peor que los aullidos del viento del exterior; las barrenas son ruidosas.
Cuando me pareció que habían visto suficiente para darse por satisfechos de momento, les hice señales de que despejaran la gatera, los seguí, la precinté a nuestras espaldas y los conduje de regreso al aerotaxi.
—De momento todo va bien —dije mientras me desenroscaba el casco y aflojaba el traje—. Habrá que perforar unos cuarenta metros, creo. Da igual esperar aquí que ahí fuera.
—¿Tendremos que esperar mucho?
—Quizás una hora. Podéis hacer lo que queráis. En cuanto a mí, voy a ducharme. Después comprobaremos cuánto hemos avanzado.
Aquélla era una de las ventajas de que sólo fuésemos tres personas a bordo: no teníamos que preocuparnos por ahorrar agua. Es sorprendente lo rápido que te reanima una ducha cuando te quitas el traje térmico. Cuando terminé, me sentía dispuesto a todo.
Incluso me habría comido una de las exquisiteces culinarias de tres mil calorías de Cochenour, pero por suerte no fue necesario. Dorrie se había hecho cargo de la cocina y había preparado algo sencillo, ligero y no muy tóxico. Con una cocina así, podría sobrevivir el tiempo suficiente para cobrar mis honorarios. Se me ocurrió preguntarme por qué le preocupaba tanto el tema de la salud, pero enseguida pensé que, evidentemente, quería que Cochenour siguiese con vida. Con tanto repuesto, sin duda tenía problemas dietéticos peores que los míos. Bueno, no exactamente «peores». Al menos no tenía tantas probabilidades como yo de que acabaran con él.
En aquel lugar, la superficie de Venus era poco más que arena cenicienta. Las barrenas la trituraban rápidamente. En realidad, con demasiada rapidez. Cuando volví al iglú descubrí que estaba lleno de escombros. Me costó un trabajo de mil demonios llegar a las máquinas para hacer girar las barrenas de modo que bombeasen las virutas al exterior por la gatera.
Era un trabajo sucio, pero no tardé mucho.
No me molesté en volver a la nave. Informé por radio a Boyce y a la chica, a quienes veía mirándome por los portillos. Les dije que nos estábamos acercando, pero no especifiqué cuánto.
En realidad nos encontrábamos a un metro aproximadamente de la profundidad indicada de la anomalía, tan cerca que no me molesté en bombear al exterior todas los desechos. Me limité a hacer sitio suficiente para moverme por el interior del iglú.
A continuación volví a cambiar la dirección de las barrenas. Al cabo de cinco minutos, las virutas empezaron a salir con el brillo azulado del metal Heechee, indicio de que realmente había un túnel.
Unos cinco minutos después, encendí el transmisor del casco y grité:
—¡Boyce! ¡Dorrie! ¡Hemos dado con un túnel!
O ya llevaban los trajes puestos, o se vistieron más rápido que cualquier rata de laberinto. Desprecinté la gatera y me arrastré hasta el exterior para ayudarlos... Ya estaban saliendo del aerotaxi, tirando el uno del otro para vencer la resistencia del viento.
Ambos proferían preguntas y felicitaciones, pero los interrumpí.
—¡Adentro! —ordené—. Miradlo vosotros mismos.
De hecho, no tuvieron que llegar tan lejos. En cuanto se arrodillaron para entrar en la gatera, distinguieron el color azul.
Los seguí y precinté el paso exterior de la gatera desde dentro. El motivo es muy simple. Mientras el túnel está intacto, da igual lo que uno haga; pero en el interior de un túnel Heechee que ha permanecido inviolado, la presión sólo supera ligeramente a la de la Tierra. Sin la cúpula precintada del iglú, en cuanto se agrietase la cubierta se colaría la atmósfera de noventa mil milibares de Venus: calor, abrasión, sustancias químicas corrosivas... todo. Si el túnel está vacío o en su interior hay material simple y resistente, quizá no pase nada. No obstante, en los museos he visto dos docenas de cacharros misteriosos que podrían haber sido máquinas muy interesantes... si su descubridor hubiera impedido que la atmósfera los estrujase hasta convertirlos en chatarra. Cuando te toca el gordo, puedes cargarte en un segundo lo que llevaba cientos de miles de años esperando.
Nos apiñamos alrededor del pozo y señalé hacia abajo. Las barrenas habían abierto una boca limpia de unos setenta centímetros por algo más de un metro, con los bordes redondeados. Al fondo se veía el brillo azul y frío de la parte exterior del túnel, algo picado por las barrenas y sucio de las virutas sueltas que no me había molestado en quitar.
—¿Y ahora qué? —preguntó Cochenour, con la voz ronca por la emoción...
—Ahora lo fundiremos para abrirnos paso.
Hice retroceder a mis clientes tanto como fue posible en el interior del iglú, apretados contra el montón de escombros que quedaban. Entonces solté los cohetes de ignición. Ya había colocado el cabrestante sobre el pozo. Los reactores se deslizaron por el cable hasta quedar a pocos centímetros del arco del túnel. Entonces los encendí.
Nadie diría que algo fabricado por el ser humano puede superar las altas temperaturas de Venus, pero los cohetes son algo especial. El calor estalló en el espacio reducido del iglú y nos inundó. Al cabo de un instante, el sistema de refrigeración del traje térmico no daba abasto.
—¡Oh! Cre-creo que me voy a... —jadeó Dorrie.
Cochenour la agarró del brazo.
—Desmáyate si quieres —dijo con vehemencia—, pero no vomites en el interior del traje. ¡Walthers! ¿Cuánto va a durar esto?
Para mí estaba resultando tan duro como para ellos. No hay práctica que valga cuando te toca estar plantado ante un horno a plena potencia cuyas puertas han sido arrancadas.
—Más o menos un minuto. —Jadeé—. Aguantad... todo va bien.
En realidad tuvimos que esperar más, unos noventa segundos. Los chivatos de mi traje estuvieron soltando aullidos de alarma por sobrecarga más de la mitad del tiempo, pero los trajes estaban hechos para soportar aquellos excesos temporales. Mientras no nos cociésemos en el interior, los trajes resistirían.
Entonces terminó aquel infierno. Una sección circular de medio metro de metal se hundió, se rompió por un lado y se quedó allí, colgando del techo del túnel.
Apagué los cohetes. Todos respiramos con fuerza durante un par de minutos, mientras los refrigeradores de los trajes restablecían los niveles adecuados.
—¡Uf! —exclamó Dorotha—. Ha sido brutal.
A la luz que salía del pozo, advertí que Cochenour tenía el ceño fruncido. No dije nada. Me limité a encender los cohetes durante cinco segundos más para completar la sección circular. Cayó a plomo al interior del túnel. A continuación encendí la radio de mi casco.
—No se advierte diferencial de presión —dije.
Cochenour siguió con el ceño fruncido, sin decir nada.
—Eso significa que este túnel ya ha sido abierto —proseguí—. Alguien entró en él (seguramente lo limpió, si es que alguna vez hubo algo aquí) y no informó del hallazgo. Volvamos a la nave y aseémonos.
—Pero ¿qué dices, Audee? ¡Quiero bajar y ver qué hay ahí dentro!
—Cállate, Dorrie —le espetó Cochenour—. ¿No le has oído? Es un fiasco.
Bueno, siempre existe la posibilidad de que un movimiento sísmico haya abierto el túnel, y no una rata de laberinto con un soplete. De ser así, podría contener algo que valiese la pena, y además me daba pena acabar de golpe con todas las ilusiones de Dorotha. Así que nos columpiamos cable abajo, uno tras otro, hasta el yacimiento Heechee. Miramos alrededor. Como la mayor parte de los túneles, estaba totalmente vacío hasta donde alcanzaba la vista, aunque en realidad eso no significa nada. Los túneles abiertos conllevan un problema adicional: necesitas equipo especial para explorarlos. Después de la sobrecarga que habían sufrido, nuestros trajes aguantarían bien unas cuantas horas, pero no mucho más.
De modo que marchamos túnel abajo por espacio de un kilómetro y sólo encontramos paredes desnudas, puntales tronchados que tal vez en otro tiempo sujetasen algo a aquellos tabiques azules y brillantes, y nada que pudiéramos llevarnos, ni siquiera chatarra.
A esas alturas, ambos estaban deseando volver al aerotaxi. Cochenour subió solo. También Dorrie, aunque yo estaba debajo para ayudarla. Trepó sin ayuda, usando los estribos distribuidos por el cable.
Nos aseamos y preparamos la comida. Cochenour no estaba de humor para mostrar sus habilidades culinarias, de modo que Dorotha arrojó en silencio unas tabletas a la olla y nos alimentamos de esa triste manera.
—Bueno, sólo era el primero —dijo por fin, decidida a tomárselo bien—, y es nuestro segundo día.
—Cállate, Dorrie —replicó Cochenour—. Yo no soy un buen perdedor. —Observaba fijamente el gráfico de las sondas, que aún aparecía en el monitor—. Walthers, ¿hay muchos túneles como éste, sin identificar pero vacíos?
—¿Cómo voy a saberlo? Si nadie los ha registrado, no existe documentación.
—Entonces esas señales no significan nada, ¿verdad? Podríamos abrir los ocho y descubrir que no ha valido la pena.
Asentí.
—Desde luego, Boyce.
Me miró con expresión alerta.
—¿Y?
—Y eso no es lo peor. Al menos esta señal era un túnel de verdad. He acompañado a grupos que se habrían vuelto locos de alegría si hubieran abierto aunque fuera un túnel ya explorado, tras dos semanas desenterrando canales e intrusiones. Es muy posible que los otros siete no sean nada en absoluto. No te cabrees, Boyce. Al menos has conseguido un poco de diversión a cambio de tu dinero.
No me hizo ni caso.
—Tú has escogido este sitio, Walthers. ¿Sabías lo que estabas haciendo?
¿Lo sabía? El único modo de demostrárselo sería encontrar un túnel con sorpresa, claro. Podría haberle hablado de los meses que había pasado examinando los documentos referentes a los primeros aterrizajes. Podría haberle mencionado cuántas molestias me había tomado y cuántas normas había quebrantado para echar un vistazo a los documentos de inspección militares, o haberle contado lo lejos que había viajado para hablar con los equipos de Defensa que se encargaron de explorar los primeros yacimientos. Podría haberle informado de lo mucho que me había costado localizar al viejo Jorolemon Hegramet, que a la sazón enseñaba arqueología exótica en Tennessee, pero me limité a decir:
—El hecho de que haya encontrado un túnel demuestra que conozco mi oficio. Sólo has pagado por eso. De ti depende que sigamos buscando o no.
Se miró la uña del pulgar, meditando mis palabras.
—Anímate, Boyce —dijo Dorrie alegremente—. Piensa que aún quedan muchas posibilidades. Y aunque no lo consigamos, será divertido contarlo en Cincinnati.