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Authors: Frederik Pohl

Tags: #ciencia ficción

Los exploradores de Pórtico (12 page)

BOOK: Los exploradores de Pórtico
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Se habían roto una decena de láminas de la pernera del traje, pero habían quedado unas cuantas, suficientes para que no se colase el aire, aunque sí algo de presión. Estaba vivo. Inconsciente, sí, pero respiraba. La fractura de la pierna era múltiple y el hueso asomaba entre la carne ensangrentada. También sangraba por la boca y la nariz, y había vomitado en el interior del casco.

Era el hombre de cien años (o los que fueran) de peor aspecto que había visto en mi vida; quiero decir vivo. Pero no parecía haber soportado tanto calor como para que se le cocieran los sesos. Su corazón —bueno, el corazón de quienquiera que hubiese sido su propietario original— seguía funcionando. Era una buena inversión, porque no dejó de latir ni por un momento. Le aplicamos compresas hechas de todo lo que pudimos encontrar, y casi todas las heridas dejaron de sangrar, excepto la de la pierna.

Para ésa necesitábamos la ayuda de un experto. Dorrie me hizo el favor de llamar a la reserva militar. Atendió la llamada Amanda Rodillitas, que la puso en comunicación con la cirujana de la base, la coronela Eve Marcuse. La doctora Marcuse era amiga de mi matasanos. La había visto un par de veces y sabía desenvolverse en casos como ése.

Al principio la coronela Marcuse se empeñó en que llevase a Cochenour a la base. Me negué. Le di motivos convincentes: yo no me encontraba en condiciones de pilotar, y Cochenour no estaba para tantos trotes. Como es lógico, me callé el verdadero motivo, concretamente que no quería meterme en la reserva para no tener que explicar mi marcha después. Al final, aceptó indicarme paso a paso cómo curar al herido.

Las instrucciones eran sencillas, e hice lo que me indicó: reduje la fractura, recorté el tajo, le inyecté a Cochenour antibióticos de amplio espectro, cerré la herida con Velero quirúrgico y pegamento de carne, pulvericé el vendaje y vertí el yeso. Aquello redujo considerablemente las existencias de nuestro botiquín. En total, tardé una hora. Cochenour habría recuperado el conocimiento durante la cura si no le hubiera inyectado también un somnífero.

Tras eso, se estabilizó. Ya sólo era cuestión de tomarle el pulso y controlarle la respiración y la presión sanguínea para tener contenta a la cirujana. También le prometimos que lo trasladaríamos al Huso tan pronto como nos fuera posible. Cuando la doctora Marcuse se dio por satisfecha, aunque seguía enfadada conmigo porque no le había llevado a Cochenour para que jugara con él —creo que le habría encantado hurgar las entrañas de un hombre reconstruido casi por completo a partir de los órganos de otras personas—, la sargento Rodillitas volvió a entrar en el circuito.

—Oye, cariño... ¿cómo ha sucedido exactamente?

—Un enorme Heechee ha salido de bajo tierra y le ha mordido justo en la pierna —repuse—. Ya sé lo que estás pensando. Tienes una imaginación perversa. Sólo ha sido un accidente.

—Ya, claro —dijo—. Sólo quería que supieses que no te culpo, en absoluto.

Tras estas palabras, cortó la transmisión.

Dorrie estaba limpiando al anciano lo mejor que podía (con gran derroche de sábanas y toallas limpias, pensé, teniendo en cuenta que a bordo del aerotaxi no había lavadora). La dejé ocupada en eso mientras yo me preparaba un café, encendía otro cigarrillo y me sentaba dispuesto a pensar otro plan.

La muchacha terminó de asear a Cochenour, limpió lo peor del desastre y se enfrascó en tareas tan importantes como recomponerse el maquillaje de los ojos. Para entonces, ya se me había ocurrido todo un señor plan.

Como primer paso, le puse a Cochenour una inyección para reanimarlo.

Mientras volvía en sí, Dorrie le daba palmaditas y yo le hablaba. La chica no era rencorosa. En cambio, yo sí, un poco. No soy tan bondadoso como ella. En cuanto pareció recuperado, lo obligué a levantarse y a probar el funcionamiento de sus músculos, mucho antes de lo que él habría querido. Su expresión daba a entender que le dolía todo el cuerpo. Sin embargo, la musculatura respondió, y consiguió tambalearse de un lado a otro.

Incluso fue capaz de sonreír.

—Estos viejos huesos —dijo—. Sabía que tenía que hacerme otra recalcificación. Esto me pasa por querer ahorrarme unos dólares. —Se sentó pesadamente, crispado de dolor, con la pierna extendida ante sí. Arrugó la nariz como si percibiese el olor que despedía su cuerpo—. Siento haber dejado tu precioso aerotaxi hecho unos zorros —añadió.

—Otras veces ha estado peor. ¿Quieres acabar de lavarte?

Pareció sorprendido.

—Bueno, supongo que debería; ahora iré...

—Hazlo sin tardanza. Quiero hablar con vosotros.

No discutió. Se limitó a tender la mano, y Dorrie se la tomó. Con su ayuda avanzó hacia el aseo a trompicones, casi a la pata coja. En realidad Dorrie ya le había limpiado lo peor antes de que se despertase, pero se echó un poco de agua en la cara y se enjuagó la boca. Cuando se volvió para mirarme, parecía bastante repuesto.

—Muy bien, Walthers, ¿de qué se trata? ¿Renunciamos y volvemos ahora mismo?

—No —dije—. Tengo otra idea.

—¡No puede hacer nada, Audee! —exclamó Dorrie—. Míralo. Además, su traje se encuentra en muy mal estado. Ahí fuera no dudaría ni una hora. ¿Cómo quieres que te ayude a excavar?

—Ya lo sé, tendremos que cambiar de planes. Excavaré yo sólo. Vosotros dos os quedaréis en el aerotaxi.

—Vaya, qué valiente —dijo Cochenour en tono de hastío—. ¿Estás loco? Supongo que estarás hablando en broma. Para eso hacen falta dos hombres.

—La primera vez lo hice yo solo, Cochenour.

—Claro, y venías a la nave cada dos por tres para refrescarte. Eso cambia mucho las cosas.

Titubeé.

—Será duro —admití—, pero no imposible. Exploradores solitarios han excavado túneles antes que yo, aunque sus problemas eran otros. Sé que será difícil hacerlo en cuarenta y ocho horas, pero debo intentarlo. No tenemos alternativa.

—Eso no es verdad —dijo Cochenour. Le dio una palmada a Dorrie en el culo—. Esta chica es todo músculo. No es muy corpulenta, pero está fuerte. Ha salido a su abuela. No discutas, Walthers. Piénsalo por un momento. Yo pilotaré la nave y ella se quedará aquí para ayudarte. La tarea será tan arriesgada para ella como para ti, y si estáis los dos para cuidaros mutuamente, tal vez lo consigas antes de palmarla por exceso de calor. ¿Qué posibilidades tienes si lo intentas tú solo?

No respondí. Por algún motivo, su actitud me puso de mal humor.

—Hablas como si ella no tuviera nada que decir al respecto.

—Bueno —apuntó Dorrie con amabilidad—, si nos ponemos así, tú también haces lo mismo, Audee. Boyce tiene razón. Te agradezco tu caballerosidad y el que intentes ponerme las cosas fáciles, pero creo sinceramente que me necesitas. He aprendido mucho. Además, si quieres que te diga la verdad, tienes mucho peor aspecto que yo.

—Olvídalo —dije, con toda la desdeñosa autoridad que logré infundir a mi voz—. Lo haremos a mi modo. Podéis ayudarme los dos durante una hora aproximadamente, mientras hago los preparativos. Después os vais. Sin discusión. En marcha.

Pero cometí dos errores.

El primero fue que los preparativos no duraron una hora, sino más de dos, y yo estaba sudando la gota gorda —un sudor grasiento y pernicioso— mucho antes de terminar. Me encontraba fatal. Ya había dejado de preocuparme por mi estado, sencillamente me sentía asombrado —y bastante agradecido— cada vez que reparaba en que mi corazón seguía latiendo.

Dorrie trabajó tan duro y con tantas ganas como había prometido. Llevó a cabo más actividad muscular que yo; prendió el iglú y colocó el equipo en su lugar. Entretanto Cochenour revisaba los instrumentos y se aseguraba de conocer los pasos necesarios para poner en marcha el aerotaxi. No obstante, se había negado en redondo a volver al Huso. Dijo que no quería correr el riesgo de retrasarse pudiendo pasar veinticuatro horas en tierra a unos cientos de kilómetros de allí.

Después me tomé dos tazas de café muy cargado con un chorro de mi provisión privada de ginebra, me fumé un último cigarrillo (de momento) y establecí comunicación con la reserva militar.

Amanda Rodillitas coqueteó como siempre pero pareció un poco sorprendida cuando le dije que abandonábamos la zona, sin especificar el destino; no obstante, no discutió.

Después, Dorrie y yo nos dejamos caer por la escotilla y la cerramos a nuestras espaldas. Cochenour se quedó dentro, bien asegurado en el asiento del piloto.

Aquél fue mi segundo error. A pesar de lo mucho que yo había insistido, al final Cochenour se salió con la suya. A mí seguía sin parecerme bien. Simplemente las cosas sucedieron así.

Dorrie se quedó unos instantes parada bajo el cielo ceniciento, con aspecto desamparado, pero enseguida me tomó de la mano y nos abrimos paso entre el aire denso y turbulento hacia el abrigo de nuestro último iglú. Ella no había olvidado mis recomendaciones; sabía que debía mantenerse alejada de los gases del reactor. Ya dentro, se arrojó al suelo y no se movió.

Yo fui menos precavido. No pude evitarlo. Tenía que mirar. Así que, en cuanto calculé por el resplandor que el ángulo de los reactores quedaba bastante alejado de nosotros, asomé la cabeza y vi que Cochenour despegaba entre un aguanieve de ceniza.

No fue un mal despegue. Dadas las circunstancias, cuando digo «malo» estoy hablando de la destrucción total del aerotaxi y de la muerte o mutilación de una o más personas. Se libró de aquello, pero en cuanto abandonó el exiguo refugio de la quebrada, las rachas de viento lo atraparon y el aerotaxi empezó a dar bandazos de mala manera. Iba a pasar un mal rato recorriendo los pocos cientos de kilómetros que lo llevarían fuera del alcance de los sistemas de detección.

Toqué a Dorrie con el pie y ella se levantó pesadamente. Enchufé el cordón intercomunicador a su casco (habíamos apagado la radio para evitar posibles escuchas por parte de las patrullas de perímetro, puesto que no podríamos verlas).

—¿Aún no has cambiado de idea? —inquirí.

Era una pregunta de muy mal gusto, pero se la tomó bien. Soltó una risilla. Lo supe porque estábamos visera contra visera y veía la sombra de su rostro en el interior del casco. Sin embargo, no oí lo que me decía hasta que se acordó de darle al interruptor de la voz, y entonces pude escuchar:

—...romántico, tú y yo solos.

Bueno, no teníamos tiempo para aquel tipo de charla. Enfadado, repliqué:

—No perdamos tiempo. Recuerda lo que te he dicho. Tenemos aire, agua y electricidad para cuarenta y ocho horas, nada más. No cuentes con ningún margen. El agua quizá dure un poco más, pero necesitarás las otras cosas para seguir viva. Procura no hacer muchos esfuerzos. Cuanto menos metabolices, menos tendrá que trabajar tu sistema de evacuación. Si encontramos un túnel y entramos, quizá podamos comer allí alguna ración de emergencia, suponiendo que el túnel esté intacto y no se haya calentado demasiado durante los últimos doscientos mil años. De no ser así, olvídate de la comida. En cuanto a dormir, ni lo sueñes; mientras estén en marcha las barrenas, tal vez podamos echar una siesta, pero...

—¿Y ahora quién está perdiendo tiempo? Todo eso ya me lo has explicado. —Pese a sus palabras, seguía utilizando un tono jovial.

Tenía razón. Entré en el iglú y me puse a trabajar.

En primer lugar, tenía que retirar parte de los escombros que se habían empezado a acumular junto a la barrena. Normalmente, basta con cambiar la dirección de las barrenas, pero para hacerlo habríamos tenido que dejar de excavar, y no podíamos perder tiempo de perforación gratuitamente. Nos iba a tocar hacerlo de la manera más complicada, esto es, a mano.

Fue muy duro, desde luego. Los trajes térmicos siempre son incómodos, pero cuando tienes que trabajar con ellos puestos se convierten en una tortura. Si el trabajo, además de ser duro físicamente, se complica porque lo estás llevando a cabo en el interior de un iglú donde hay dos personas moviéndose de un lado a otro y una barrena en marcha, resulta poco menos que imposible. De todos modos, lo hicimos.

Cochenour no había mentido al hablar de Dorrie. Valía tanto como cualquier hombre con el que hubiera trabajado. Lo que quedaba por ver era si yo estaría a la altura, porque había algo que cada vez me tenía más preocupado: no sabía cuánto podría aguantar.

Dios diría, porque no me encontraba nada bien. El dolor de cabeza me estaba matando, y cuando me movía demasiado deprisa, me sentía al borde del desmayo.

Mi estado empezaba a recordar sospechosamente al pronóstico de los matasanos. Me habían garantizado tres semanas de tranquilidad antes de la insuficiencia hepática aguda, pero no contaban con que iba a deslomarme trabajando. Según mis cálculos, ya estaba viviendo de prestado. Una apreciación desconcertante. Sobre todo cuando transcurrieron las primeras diez horas... Comprendí que ya habíamos sobrepasado la profundidad a la cual, según la sonda, se encontraba el túnel... y no se veían por ninguna parte las virutas de azul luminoso.

Estábamos perforando un pozo vacío.

Si nos hubiera sobrado el tiempo y el aerotaxi hubiese estado cerca, aquello habría resultado sencillamente molesto. Quizá muy molesto, desde luego, pero no un desastre. Habría bastado con regresar a la nave, asearnos, echar un sueño reparador, comer algo y volver a comprobar la señal. Seguramente nos habríamos equivocado de emplazamiento, y el siguiente paso sería excavar en el correcto. Estudiar el terreno, escoger un punto, disponer otro iglú, poner en marcha la barrena y volver a intentarlo. Eso es lo que habríamos hecho. Pero todo aquello quedaba fuera de nuestro alcance. No teníamos el aerotaxi. Nos resultaba imposible conseguir comida o echar un sueño decente. Se nos habían acabado los iglús. No podíamos consultar los gráficos. El tiempo se nos echaba encima, y yo me encontraba cada vez peor.

Salí a gatas del iglú, me senté en lo primero que encontré situado al abrigo del viento y me quedé mirando aquel cielo revuelto, de un amarillo verdoso.

Tenía que haber alguna solución. Bastaba con encontrarla.

Me obligué a pensar.

¿Podría arrancar el iglú y trasladarlo a otro sitio?

No. Por ahí no iba a ninguna parte. Podría desenganchar el iglú con ayuda de las barrenas, pero en cuanto lo hubiese soltado, los vientos lo atraparían y nunca volvería a verlo. Además, ¿cómo me las arreglaría para volver a cerrarlo herméticamente?

En ese caso, ¿qué tal excavar sin iglú?

Consideré que sería posible, pero inútil. Supongamos que daba con el sitio y excavaba. Sin un iglú hermético para dejar fuera aquellos noventa mil milibares de aire caliente y destructivo, nos cargaríamos cualquier objeto frágil que hubiese en el interior, sin tener tiempo siquiera de echarle un vistazo.

BOOK: Los exploradores de Pórtico
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