Los exploradores de Pórtico (10 page)

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Authors: Frederik Pohl

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Los exploradores de Pórtico
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Pronto habría que cambiar las cabezas de las barrenas, pero no pensaba reemplazarlas; íbamos cortos de repuestos. Había ido allí por una razón: los compartimientos estaban tan lejos de la cocina como era posible, sin salir de la nave.

Tenía la esperanza de que Dorrie me siguiese, como así fue.

—¿Te ayudo, Audee?

—Encantado —le dije—. Mira, sujétame esto. No te manches la ropa de grasa.

No esperaba que me preguntase para qué tenía que sujetarlo, y no lo hizo. Se limitó a reír ante la idea de mancharse la ropa de grasa.

—No creo que notase un poco más de grasa, con lo sucia que voy. Creo que me alegraré de volver a la civilización.

Cochenour estaba concentrado en los gráficos de las sondas y no nos prestaba atención.

—¿A qué civilización te refieres? —pregunté—. ¿Al Huso o a la lejana Tierra?

Mi intención era hacerla hablar de la Tierra, pero ella tiró por el otro lado.

—Oh, al Huso —dijo—. Jamás soñé que llegaría a ver este planeta. El Huso me encantó, Audee. Pensé que era fascinante lo bien que se llevaban todos, aunque la verdad es que no vimos casi nada. Sobre todo la gente, como aquel indio del restaurante. La cajera era su mujer, ¿verdad?

—Una de ellas, sí. Es la esposa número uno de Vastra. La camarera era la número tres, y tiene otra en casa con los niños. En total, tienen cinco hijos. —Pero yo quería cambiar de tema, así que dije—: No es tan distinto de la Tierra. Vastra tendría una trampa para turistas en Benarés si no la tuviera aquí, y no habría venido si no se hubiera enrolado en el ejército. Su contrato finalizó en Venus. Supongo que si yo no viviera en este planeta trabajaría de guía en Tejas. Si es que queda campo por donde guiar a los cazadores... quizá en la parte alta del río Canadian. ¿Y qué me dices de ti?

Yo estaba tomando las mismas herramientas una y otra vez, cinco o seis; examinaba los números de serie y las devolvía a su sitio. No se dio cuenta.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, ¿qué hacías en la Tierra antes de venir aquí?

—Pues trabajé durante un tiempo en la oficina de Boyce.

Aquello me animó. Quizá supiese cuál era la relación de Cochenour con el profesor Hegramet.

—¿De qué, de secretaria?

Hizo una mueca.

—Algo así —dijo.

Me sentí violento. La chica pensaba que me estaba entrometiendo —tenía razón, claro—, pero yo no pretendía sonsacarle detalles escabrosos de por qué una chica guapa como ella se había dejado seducir por un vejestorio hasta el punto de compartir su cama. Ni mucho menos, porque Cochenour, aunque fuera viejo y muy desagradable cuando se lo proponía, sin duda resultaba atractivo para las mujeres.

—No es asunto mío, desde luego —dije, intentando apaciguarla.

—Desde luego —contestó ella. Y a continuación añadió—: ¿Qué es eso?

Era una llamada de la radio.

—Contesta —gruñó Cochenour desde el otro lado del aerotaxi, alzando la vista del plato.

Me alegré mucho de la interrupción. La llamada no incluía imagen, lo que me sorprendió un poco. La dejé así. De hecho, la recibí por los auriculares, pues para ciertas cosas soy precavido. De todas formas, en un aerotaxi no hay mucha intimidad, y suelo aprovechar hasta la última migaja de la misma.

Llamaban de la base. Era una conocida mía, una sargento de comunicaciones llamada Rodillitas. Marqué la señal de entrada de mala manera, viendo cómo Dorrie volvía a sentarse junto a Boyce Cochenour con ademán protector.

—Información privada, Audee —dijo la sargento Rodillitas—. ¿Está tu sahib rondando?

Rodillitas y yo charlábamos por radio desde hacía tiempo.

Algo en el tono risueño de su voz me inquietó. Le di la espalda a Cochenour. Sabía que estaba escuchando, pero, gracias a los auriculares, sólo oía mi parte de la conversación.

—Está por aquí, pero en este momento no sintoniza —dije—. ¿Qué tienes para mí?

—Un pequeño boletín de noticias —susurró la sargento—. Ha llegado por el synsat hace un par de minutos, sólo información por lo que a nosotros concierne. Eso significa que no tenemos que hacer nada al respecto, pero quizá tu sí, cariño.

—Adelante —dije examinando la cubierta de plástico de la radio.

La sargento soltó una risita.

—Al capitán del vuelo de tu sahib le gustaría hablar muy en serio con él cuando lo encuentre. Es bastante urgente, porque el capitán está muy cabreado, y con razón.

—Sí, base —dije—. Recibo sus señales, potencia diez.

La sargento Amanda Rodillitas volvió a emitir un ruidito divertido, pero esta vez no fue una risita. Fue una risa sin más.

—La cuestión es que le han devuelto el cheque con el que se pagó el viaje de la
Yuri Gagarin.
¿Quieres saber qué ha dicho el banco? Nunca lo adivinarías. «Por falta de fondos», eso ha dicho.

Aunque el dolor que sentía debajo de las costillas del lado derecho no había cesado en ningún momento, me pareció que empeoraba.

—Sargento —dije con voz ronca—, ¿puede comprobar ese cálculo?

—Lo siento, cariño —zumbó en mi oído—, pero no hay ninguna duda. El capitán pidió un informe del saldo de tu Boyce Cochenour y está en números rojos. Cuando tu cliente vuelva al Huso, habrá una orden de arresto esperándole.

—Gracias por el cálculo sinóptico —dije con sarcasmo—. Informaré de la hora de partida antes de despegar.

Apagué la radio y me quedé mirando a mi cliente multimillonario.

—¿Qué demonios te pasa, Walthers? —gruñó.

Yo no oía su voz. Sólo oía lo que los simpáticos matasanos me habían dicho. No podía borrar las ecuaciones de mi pensamiento. Dinero = hígado nuevo + feliz supervivencia. Falta de dinero = coma hepático + muerte. Y mi efectivo se acababa de agotar.

10

Cuando te enteras de una noticia realmente importante tienes que empaparte de ella hasta absorberla por completo antes de hacer nada al respecto. No se trata de asumir las consecuencias. Ya las había asumido, os lo aseguro. Se trata de recuperar el equilibrio.

Así que me pasé unos minutos sin hacer nada. Escuché a los cazadores del cisne de Chaikovski hacer los preparativos para ver a la reina. Me aseguré de haber apagado la radio para no consumir electricidad. Comprobé el gráfico que los percutores estaban construyendo.

Me habría encantado entrever algo maravilloso en la pantalla, pero tal como iban las cosas, aquello no sucedería, ni mucho menos. No sucedió. Unos cuantos ecos débiles empezaban a dejar huella, pero nada que recordase a un túnel Heechee, ni tampoco ninguna señal demasiado brillante. Los datos seguían entrando, pero era imposible que aquellas señales tan débiles acabaran por revelar las presencia del filón madre que podría salvarnos a todos, incluido a aquel hijo de puta de Cochenour, que encima era pobre como una rata.

Miré el cielo, todo el trozo que podía abarcar desde las portillas, para ver qué tiempo hacía. Daba igual, pero algunas nubes grandes y blancas de calomelanos se deslizaban entre los púrpuras y amarillos de otros haloideos de mercurio. Pronto saldría el Sol por el oeste.

El panorama era hermoso, y aquello me enfureció aún más.

Cochenour había liquidado su última tortilla y me observaba con expresión pensativa. Dorrie hacía lo mismo. Seguía junto al compartimiento de las herramientas y sujetaba las barrenas envueltas en papel de engrase. Le dediqué una sonrisa triste.

—Qué bonito —dije, refiriéndome a la música. La filarmónica de Auckland estaba llegando a la parte donde las crías de cisne salen del brazo y hacen un
pas de quatre
rápido y saltarín por el escenario. Siempre ha sido una de mis partes favoritas de
El lago de los cisnes...
pero no en aquel momento—. Escucharemos el resto más tarde —dije, y apagué el reproductor.

—Muy bien, Walthers. ¿Qué pasa? —me espetó Cochenour.

Me senté en un paquete de iglú vacío y encendí un cigarrillo, porque uno de los ajustes llevados a cabo en mi estructura interna había sido aceptar que ya no tenía sentido que me preocupara por la reserva de oxígeno.

—He estado dándole vueltas a unas cuantas cuestiones, Cochenour. En primer lugar, ¿cómo es que te pusiste en contacto con el profesor Hegramet?

Sonrió, relajado.

—Oh, ¿es eso lo que te preocupa? No tiene sentido ocultártelo. Hice muchas averiguaciones sobre Venus antes de venir. ¿Por qué no?

—No tiene sentido, pero me hiciste creer que no sabías ni una palabra.

Cochenour se encogió de hombros.

—Si tuvieras algo de seso sabrías que no me hice rico comportándome como un necio. ¿Crees que viajaría millones de kilómetros sin saber qué me iba a encontrar al llegar?

—No, no lo harías, pero intentaste hacerme creer que sí. Da igual. De modo que alguien te proporcionó información sobre las cosas que se podían afanar en Venus, y esa persona te llevó hasta Hegramet. ¿Y luego qué? ¿Te dijo Hegramet que yo era el primo que necesitabas?

Cochenour ya no parecía tan tranquilo, pero tampoco se mostraba enfadado.

—Hegramet mencionó tu nombre, sí. Me dijo que tú serías tan buen guía como el que más a la hora de buscar túneles vírgenes. Después me contó muchas cosas sobre los Heechees y todo eso. Así que, en efecto, sabía quién eras. Si no te hubieras acercado a nosotros, yo te habría buscado. Simplemente me ahorraste la molestia.

—Creo que me dices la verdad, pero has omitido un detalle —repuse sorprendido de mis propias palabras.

—¿Cuál?

—Tú no viniste por la diversión de ganar más dinero del que tenías, ¿verdad? Viniste sencillamente para ganar dinero a secas, ¿no? Un dinero que necesitabas con urgencia. —Me volví hacia Dorotha, que se había quedado de piedra, con las barrenas en la mano—. ¿Qué te parece, Dorotha? ¿Sabías que el viejo estaba arruinado?

No fue muy inteligente por mi parte soltárselo a bocajarro. Vi lo que estaba a punto de hacer justo antes de que lo hiciera, y salté de la caja del iglú. Llegué un poco tarde. Dejó caer las barrenas antes de que se las pudiera quitar, pero por suerte aterrizaron planas y las hojas no se mellaron. Las recogí y las puse en su sitio.

—Ya veo que no te lo había dicho —proseguí—. Esto debe de ser duro para ti. El cheque que le dio al capitán de la
Gagarin
no tenía fondos, y supongo que el mío no será mucho mejor. Espero que lo tengas todo invertido en pieles y joyas, Dorrie. Te aconsejo que lo escondas antes de que los acreedores empiecen a reclamarlo.

Ni siquiera me miró. Tenía la vista fija en Cochenour, cuya expresión bastaba para confirmarle mis palabras.

No sé qué me esperaba, si rabia, reproches o lágrimas, pero lo cierto es que Dorrie se limitó a susurrar:

—Oh, Boyce, querido, cuánto lo siento.

Se acercó a él y lo rodeó con los brazos.

Les di la espalda, porque no me hacía ninguna gracia ver el aspecto que ofrecía Cochenour. El fornido ricachón de noventa años con Certificado Médico Completo acababa de convertirse en un anciano derrotado. Por primera vez desde que entrara con tantos humos en el Huso, aparentaba toda su edad e incluso algo más. Tenía la boca entreabierta y temblorosa; su espalda, antes erguida, se había encorvado; los brillantes ojos azules estaban llorosos. Dorrie lo acariciaba mientras me miraba con expresión acongojada.

Nunca se me había ocurrido que realmente le tuviera cariño a aquel tipo.

A falta de algo mejor que hacer, volví a examinar aquella maraña de líneas. Más o menos, el gráfico ya aportaba todos los datos que podía proporcionar, y no había nada. Se había producido una pequeña superposición con uno de los sondeos anteriores, y ya sabía que aquellas marcas de aspecto interesante que se veían a un lado no significaban nada. Las habíamos comprobado. Sólo eran fantasmas.

Allí no encontraríamos la salvación de última hora.

Es curioso, pero me sentía relajado. Cuando aceptas que ya no tienes mucho que perder, te tranquilizas. Ves las cosas bajo una perspectiva distinta.

No quiero decir que me hubiera rendido. Aún podía hacer unas cuantas cosas. Ya no estaban muy relacionadas con la duración de mi vida —ése era uno de los ajustes sufridos por mi estructura interna—, y de todos modos el mal sabor de boca y el dolor de tripas no me iban a dejar disfrutar mucho de ella.

De momento sólo me quedaba una cosa por hacer: dar por perdido al bueno de Audee Walthers. Dado que sólo un milagro podía evitar el famoso coma hepático anunciado para dentro de un par de semanas, debía aceptar el hecho de que no iba a vivir mucho más. Así que podía emplear el tiempo restante en algo más constructivo.

¿En qué? Bueno, Dorrie no estaba mal. Podía volver al Huso en el aerotaxi, entregar a Cochenour a los gendarmes y pasar mis últimos días presentando a Dorrie a la gente que la podría ayudar. Vastra o B.G. quizás estuvieran dispuestos a echarle una mano. Tal vez ni siquiera tuviera que meterse en la prostitución ni en el espectáculo. Faltaba poco para la temporada alta, y con su personalidad se le daría bien vender molinillos de oración y objetos de la suerte Heechees a los turistas Terry.

Tal vez aquello no fuese gran cosa, se mire como se mire, pero sin duda el capitán de la
Gagarin
no iba a llevarla a Cincinnati a cambio de nada, y vivir de los turistas en el Huso sería mejor que morirse de hambre. Algo es algo.

Además, quizás aún hubiese una posibilidad de salvación para mí. Lo consideré por un momento. Podía suplicar de rodillas la caridad de los matasanos. Cabía la posibilidad de que me permitieran comprar a crédito un hígado nuevo. ¿Por qué no?

¿Por qué no? Había un buen motivo: que yo supiese, nunca lo habían hecho.

O podía abrir las dos válvulas de combustible y dejar que se mezclasen durante unos diez minutos antes de darle al encendido. Después de la explosión no quedaría mucho del aerotaxi —ni de nosotros—, y, desde luego, nuestros problemas habrían terminado. O...

Suspiré.

—No te preocupes, Cochenour —dije—. Aún no estamos muertos.

Me miró por un momento para comprobar si me había vuelto loco. Después le dio unas palmaditas a Dorrie en el hombro y la alejó de sí con suavidad.

—A mí me queda poco. Siento mucho todo esto, Dorotha, y siento lo de tu cheque, Walthers. Supongo que necesitabas el dinero.

—No sabes cuánto.

—¿Quieres que intente explicártelo? —preguntó con cierta dificultad.

—No creo que eso cambie las cosas... pero sí —acepté—, por curiosidad.

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