—¿Qué?
Carlos tardó en responder.
—No puedo decir nada. Sin el rostro, esa figura da la impresión de vacío. Si me apura, de un vacío espantoso. Como si la hubieran decapitado.
—Comprendo. Es lo que esperaba. Ahora, puede sentarse.
Señaló la figura.
—Cuando termine ese brazo y el libro que sostiene, me instalaré en la iglesia, dormiré aquí, no saldré para nada hasta concluir la cabeza y el rostro. Entonces, le agradeceré que no venga.
Carlos rió.
—Tendrá usted que comer, al menos.
—Me haré yo mismo la comida. Como hace veintitrés años. También entonces…
Se detuvo. Carlos alzó la mirada lentamente. La cara del fraile se había ensombrecido. Le brillaban los ojos, apretaba los labios, los puños cerrados se pegaban contra los muslos.
—Como usted habrá sospechado muchas veces, entonces fracasé. Llegué al convencimiento de que era un artista mediocre y mi orgullo no podía soportarlo.
—Conozco una pintura suya de aquella época. No es un cuadro mediocre.
El fraile se sentó. Extendió las manos sobre las rodillas, sacudió la cabeza, respiró hondo. Después miró a Carlos.
—Un cuadro ocioso, un cuadro como muchos miles de cuadros. Bien pintado, sí. Antes de los treinta años yo había alcanzado la maestría. Dominaba el oficio, pero eso no basta.
Volvió a suspirar, inclinó la cabeza, habló con voz queda, como consigo mismo.
—No basta saber el oficio, saberlo admirablemente. El arte moderno no tolera más que al artista genial, no necesita más que del genio. Puede pasarse sin el buen pintor, como sin el buen escritor. El arte moderno es voraz de hombres hasta la crueldad, hasta el satanismo. Cada recién llegado tiene que tomar el arte donde lo dejaron sus predecesores y adelantar por el mismo camino, si el camino no está andado, o lanzarse al vacío. El arte moderno es una historia trágica. Hace veinticinco años los pintores lo sabíamos ya. Unos, por su propia experiencia o su intuición personal; otros, porque lo oían decir. Yo fui de estos últimos. Mis maestros me habían comunicado los secretos de la técnica, y también los trucos, pero no me habían dicho que eso fuera sólo un punto de partida, sino que era un punto de llegada y que sólo había que ponerse a pintar tranquilamente, a ganar medallas y dinero. Pero yo no fui a Roma, sino a París, y descubrí otro mundo sin tranquilidad, brutalmente sincero: frenético, desorientado, pero vivo, quizá diabólicamente vivo. Estoy hablándole de hace veinticinco años.
Buscó los cigarrillos, ofreció uno a Carlos. Encendieron.
—Usted no puede, quizá, imaginar lo que significa en la vida de un hombre ya formado descubrir que tiene que empezar de nuevo y que todo lo hecho no sirve de nada. Fue mi caso y el de otros muchos. La primera impresión, la mía al menos, era de que todo el mundo se había vuelto loco. No entendía en absoluto lo que veía. Llegué a reírme y a pensar que aquellas gentes no sabían pintar y hacían mamarrachadas. Hasta que comprendí que sí, que sabían pintar, y que aquello, lo que yo no entendía, lo pintaban deliberadamente y que tenía su razón de ser, una razón de ser necesaria y profunda, la razón de la vida. Ellos eran la pintura viva y yo estaba muerto, con todo mi saber, con mis técnicas para las que no había problemas.
Se levantó, fue hasta el fondo del ábside, cogió un pincel y retocó una línea. Se rió.
—¿Ve usted? Esto que acabo de hacer no es legítimo tratándose de un fresco, pero Goya también lo hizo. Es un truco.
Dejó el pincel.
—Usted, y tantos otros, conocen el proceso desde fuera: un capítulo extraño en la historia de la pintura. Sienten interés por algunos cuadros, por algunos pintores, leen libros, asisten a exposiciones. Después, juzgan. Pero en cada momento del proceso está la vida del hombre que logró dar un paso adelante, del que logró inventar y descubrir; está un corazón que sufre y espera, que se entusiasma y se desalienta, y los de muchos otros que se detuvieron. El camino del arte moderno es un camino de cadáveres, en el que sólo unos cuantos se mantienen erguidos y en movimiento. Al artista antiguo no se le exigía la genialidad, sino la maestría. Aprendía a pintar, seguía pintando, mejoraba o no, añadía algo al arte o vivía de réditos.
—Pero también el arte antiguo es un proceso —le interrumpió Carlos—. Y sus etapas están también marcadas por los genios y por los cadáveres.
—¿Quién lo duda? Pero yo no me refiero al artista genial, sino al que sólo sabe su oficio. Entonces, tenía algo que hacer, cumplía una misiónnoble; ahora, no. Éstos son los cadáveres a que me refiero.
Sonrió.
—Se halla usted ante uno de ellos.
—En todo caso, usted será un cadáver que intenta resucitar.
—O que intenta engañarse con la verdad. ¿Qué sé yo? Quizá por segunda vez.
Regresó lentamente, volvió a sentarse, acercó el asiento al de Carlos y le palmeó la espalda.
—¿No siente frío?
—Le confieso que sí.
—Espere. Encenderé la estufa.
Lo hizo. Carlos acercó las manos al calor.
—Hay un momento —continuó el padre Eugenio— en que el hombre tiene que elegir entre la verdad y la mentira. Lo cómodo, lo tranquilo, es siempre la mentira, porque la verdad es sólo una y las mentiras son muchas y puede escogerse la que más acomode. Alguna vez le dije que Gonzalo Sarmiento era, entonces, una mentira viviente. Quizá fuese su ejemplo el que me decidiese: elegí la verdad porque Sarmiento me daba asco y pena y me humillaba. Me propuse estudiar seriamente el arte moderno, descubrir su razón y su camino. Pude hacerlo sin grandes dificultades materiales: recibía unas pocas pesetas, las rentas de lo que había heredado, y con eso me defendía. Puedo asegurarle que vivía mejor que muchos. La miseria no tuvo la culpa de mi fracaso. ¡Oh, si no hubiera sido así! Podría ahora hacer míos todos los tópicos del artista incomprendido, de la sociedad cruel, de la dura necesidad que obliga a la traición más alta. Pero no me sucedió nada de eso. Tampoco me condujo al fracaso mi vida viciosa. Yo era sano y saludable. Jamás me emborraché y las mujeres no me perturbaron más allá de lo normal —miró furtivamente a Carlos—. Vivía modestamente, trabajaba. Trabajaba mucho, con método, con rigor. Me atrevo a decir que con inteligencia y tesón.
—Se encerraba usted en su estudio, sin querer ver a nadie, y se hacía su comida —dijo Carlos, riendo.
—Eso fue después. Eso fue cuando empecé a sospechar que me faltaba talento.
Se levantó violentamente.
—¿Ha experimentado eso alguna vez, don Carlos? ¿Conoce usted la situación del hombre que llega a comprobar la estrechez de sus límites, cuando los hubiera deseado inmensos? ¿Sabe usted lo que es ir comprendiendo día a día, juzgando día a día atinadamente, y creerse que aquello puede hacerlo uno y superarlo, y comprobar de pronto la más absoluta impotencia?
—Sí. Nosotros
no tenemos talento creador
. Llegué a ser un buen técnico del psicoanálisis, pero me limitaba a aplicar métodos ajenos. Comprendía sus defectos, pero me sentía incapaz de corregirlos o mejorarlos.
Nosotros
tenemos inteligencia crítica.
—¿Y se ha resignado usted? ¿No aspiraba usted a otra cosa?
—Ya me ve.
—Yo no pude resignarme. Mi maestría me había hecho forjarme una idea exagerada de mí mismo. Era ambicioso y orgulloso.
—Yo también.
—Se me ocurrió que la culpa de mis limitaciones la tenía mi modo normal, más bien vulgar, de vivir; una vida regular, metódica, esforzada, que me había permitido asimilar en un año de estudio el esfuerzo de treinta maestros durante treinta años. Evidentemente, el talento de Van Gogh estaba estrechamente unido a su anormalidad personal. Sabíamos que muchas de las grandes conquistas del arte moderno se debían al vino, a las drogas, a cualquier procedimiento artificial que permitiese, que facilitase el salto a la locura. La sensibilidad, en su estado normal, había dejado de ser útil. Había que forzarla, que tensarla, que romperla incluso. Yo elegí el vino.
—Dijo usted hace poco que jamás se había emborrachado.
—Es cierto, salvo en ese período de experiencias a que usted se refería antes. Me encerré en mi estudio, me emborraché. La primera vez excesivamente. No me sirvió de nada. Me desperté en el suelo, con dolor de cabeza y el estómago revuelto.
Le dio una gran risa, una risa oscura, cavernosa.
—¿Lo imagina usted, don Carlos? ¡Me harté de vino para descubrir el secreto de los amarillos, y amanecí a cuatro patas…! En el lienzo había unas cuantas manchas anodinas: no había pasado de ahí. Y en vez de reírme de mí mismo, decidí repetir la experiencia, pero con método, racionalizar la borrachera: beber lo suficiente para que mi espíritu rompiese sus propias fronteras, pero sin que la conciencia me abandonase —volvió a reír, pero con risa más queda y un poco entristecida—. El vino excitaba, efectivamente, mi imaginación. Se me ocurrían cosas nuevas y las pintaba. Pero ¿sabe usted?, no era la imaginación pictórica, sino la literaria la excitada. Inventaba asuntos. ¿No le da risa? Inventaba asuntos cuando ya la pintura se había liberado del asunto.
—Picasso no se ha liberado del asunto —le interrumpió Carlos.
—Dejemos a Picasso aparte. No sé lo que pinta ahora, ni cómo pinta. ¡Son veinte años apartado, don Carlos! La pintura habrá llegado a conclusiones que yo no pude sospechar. No sé si se ha destruido ya o si ha renacido de sí misma. En cualquier caso, es una historia en la que yo no he podido intervenir. A pesar de mis pinceles diestros y de mi conocimiento de los trucos. A pesar de aquel mes de borrachera sistematizada en que el vino había de servirme para la conquista de nuevos amarillos. A pesar de todo lo que pasó entonces.
Se detuvo bruscamente y estuvo un momento callado, con los ojos perdidos en el fondo de la iglesia. Se levantó luego, llegó a la pared del ábside y la golpeó por una parte seca.
—Pocas personas habrá capaces de pintar un fresco con la solidez con que está pintado éste. Puedo garantizarle que antes caerá la iglesia… Y tardará siglos en cuartearse. Los fieles de Pueblanueva tienen pinturas para varias generaciones. De eso, al menos, estoy seguro. Y si consigo acertar con la cabeza…
Se interrumpió.
—Pero esto ya no es un problema de pintura, sino de teología. Voy a pintarles el Cristo que les vengo predicando inútilmente hace años. Voy a meterles su Figura por los ojos, ya que no logré meterla en sus corazones. Para eso no hace falta ser un genio de la pintura. Con lo que sé, me sobra. Si acierto a traducir en formas y colores esta imagen que llevo dentro…
—Que no es una imagen.
—Eso es lo malo. Es una idea. Pero las ideas pueden traducirse. Los grandes Cristos de la pintura son ideas traducidas a imágenes.
Carlos se levantó y se acercó al padre Eugenio.
—No acabó usted de contarme cómo terminó su experiencia. Dejó la historia en el mejor momento.
El padre Eugenio apartó la cabeza, la levantó hacia el libro pintado a medias.
—¿No me ve usted aquí? La experiencia acabó metiéndome a fraile.
—Un fraile que no renunció jamás a la pintura.
—Cierto. Pero ya de otra manera. El padre Hugo me ayudó a resolver mi problema personal y me ofreció perspectivas nuevas. «Ya verá usted, padre. Fundaremos en el monasterio una gran escuela de pintura religiosa. Y para eso lo que necesita es saber teología.» Pero el padre Hugo se murió y al padre Fulgencio la gran escuela de pintura religiosa no le ha interesado nunca. Usted sabe de sobra que si estoy pintando eso es porque supone una ganancia para el convento. Al padre Fulgencio no le importa si acierto o no. Le basta con cobrar.
Se alejó unos pasos y contempló el espacio vacío donde había de estar la cabeza de Cristo.
—El Señor es Justicia y Amor; es Belleza y Razón; es Fuerza y Mansedumbre. ¿Cómo expresar todo eso con unos ojos, unos labios, unos cabellos y una frente? El Señor es, sobre todo, Misterio Sólo entrando en el Misterio puede uno acercarse un poco a la Realidad del Señor. Pero el misterio es impenetrable.
Se volvió bruscamente.
—Y luego hay que convencer a la gente de que el Señor es eso. Hay que convencer al cura, que prefiere un Corazón de Jesús bonito. ¿Se da cuenta? A veces me desanimo y me dan ganas de tirarlo todo y dar unas manos de cal encima y que pongan lo que quieran.
—¿Es lo que hizo usted la otra vez? ¿Mandarlo todo a paseo?
—Ya le dije lo que hice: me metí a fraile.
Carlos anduvo unos pasos lentos, hasta quedar junto a él, muy cerca de él, casi pegado.
—Supongo que la necesidad de decir la verdad no se satisface con una parte de la verdad.
—¿Por qué lo dice?
Carlos se encogió de hombros.
—Alguna razón habrá tenido para contarme esa historia. Y la tendrá también para no contármela entera. Como amigo de usted, tengo que respetar su silencio.
El padre Eugenio apagó bruscamente las luces.
—Vámonos ya. Se hizo tarde. Otro día hablaremos.
Encendió la linterna y alumbró el camino.
—Con cuidado. La escalera está ahí. No vaya usted a caer.
La noticia de que Germaine vendría para las Navidades la llevó Cubeiro al casino. Lo había oído en la peluquería mientras se afeitaba, y en la peluquería los clientes se habían interesado y habían hecho conjeturas.
De todos los presentes, sólo don Baldomero conocía su retrato.
—¡Vamos, hombre, díganos cómo es!
—Por una fotografía poco puede saberse.
—Con menos de una fotografía me las arreglaba yo cuando muchacho —a Cubeiro se le agrandaron los ojos—. Ya lo creo.
—Es una chica guapa, desde luego. Y muy bien puesta de pitones. Se rieron. Cubeiro metió las manos bajo el jersey y remedó unos pechos.
—¿Redondos?
—Apuntados.
—¡Vaya! Eso es algo. ¿Y de ancas?
—La fotografía está de frente y sentada.
—¿Y de la cara? ¿No se saca nada por la cara?
—¿Nada de qué?
Cubeiro guiñó un ojo.
—Nada de sus costumbres.
—No querrá que la chica se retrate con un letrero al cuello diciendo lo que hace.
—Pues debía llevarlo. Aunque, corno francesa…
Volvió a guiñar el ojo y a reír.
—Supongo que en Francia también habrá mujeres honradas —dijo, molesto, don Baldomero.
—Sí, pero no las exportan.
—No irá usted a decirme que aquí no tenemos putas.