—Iré, pero vaya usted a verme esta tarde, después de hablar con él.
El fraile esperó a que el coche arrancase. Levantó un brazo para decir adiós, y la capa, suelta otra vez, se hinchó, voló, le envolvió la cara. Tanteando, halló el postigo y entró en el zaguán. El chófer dijo algo sobre la pelea del fraile con la capa. Salieron a la carretera: grandes olas verdes rompían a un lado y a otro, trepaban por el talud, llegaban mansamente a la calzada.
Germaine miró la mar oscura, salpicada de salseros blancos. Allá al fondo, sobre el cielo limpio, se recortaba el perfil de unas montañas. Sacó del bolso una polverita y comenzó a borrar las señales del llanto.
La
Rucha
, en el asiento delantero, seguía charlando con el chófer. El motor apagaba sus palabras. Germaine corrió el vidrio de separación.
—¿Está muy lejos?
—No, señorita. Aquí a la vuelta.
Pasado un gran recodo, desde lo alto del cerro, se vio Pueblanueva, allá en el fondo: prisionera de los montes y las olas, apretada, y las torres, como si quisieran escapar.
Al final de esta cuesta, señorita. Detrás de aquellos árboles.
Dejó de verse la villa. Los árboles quedaban a la izquierda, allá arriba, grandes, negros: asomaba entre ellos una esquina de piedra. Y la carretera empinada, llena de curvas, trepaba por el repecho del cerro, entre setos de zarzas quemadas por el frío. El coche refrenó la marcha, entró en una vereda estrecha, llena de baches, y el chófer se apeó y franqueó el portal de hierro. Árboles más pequeños hacían bóveda por encima del camino, descuidado, con ramas y hojas podridas en las cunetas.
Aquello daba tristeza.
El coche se detuvo y el chófer acudió a abrir la portezuela. Germaine descendió.
—¿Espero también?
—Sí, haga el favor.
Una plazoleta rodeada de magnolios y, al fondo, la fachada gris: gran portal, balcón de piedra, blasones. Y también hiedra, hendiduras, verbenas, y helechos en las junturas de los sillares. Germaine avanzó por encima del barro y de los charcos hasta el portón cerrado, que se abrió antes de llegar ella. Paquito, el
Relojero
, se quitaba la pajilla, hacía una reverencia.
—¿Viene a verle?
Ella retrocedió un paso y miró, temerosa, al chófer y a la
Rucha
.
A don Carlos, sí.
—Espere que le aviso. Entre.
Los ojos bizcos del
Relojero
se movían furiosamente, del coche a Germaine, de Germaine al coche; pero sonreía.
—Entre.
—¿Y usted? ¿Quién es?
Paquito rió y se encasquetó la pajilla.
—¡Ji, ji! ¿No se lo dijo? Entre. El estará arriba. Le avisaré.
Se coló antes que Germaine, subió rápidamente la escalera, sus pasos retumbaron lejanos. Germaine entró. En el chiscón del loco había una luz de carburo. Curioseó a través de los vidrios: la mesa, la yacija, el instrumental menudo. Todo limpio y en orden. No se dio cuenta de que el loco había regresado.
—Le está esperando. Venga. ¿Le gustan mis cachivaches? Soy el mejor relojero de Galicia, y también sé afinar pianos y entablillar un brazo roto. Suba. Yo le enseñaré el camino.
Fue delante. Se volvía cada tantos pasos y decía:
—Por aquí. Está en la torre.
Pero antes de terminar el pasillo la silueta de Carlos apareció contra la luz de una ventana remota. Entonces el
Relojero
dejó sola a Germaine y marchó corriendo.
Quedaba recorrer la mitad del pasillo. Germaine se detuvo y esperó. Carlos avanzaba hacia ella calmosamente, con las manos en los bolsillos y un poco inclinado, como siempre. No le vio la cara hasta que estuvo cerca. Parecía serio, quizá un poco ceñudo, pero le tendía la mano.
—Buenos días, Germaine. Bienvenida a mi cubil.
Inclinó la cabeza. Ella empezó a quitarse el guante, sin acertar.
—Deja el guante. No importa. ¿Qué prefieres? ¿El salón o mi leonera? El salón es éste. La leonera está al fondo. Hace frío en todas partes, pero puedo mandar que enciendan la chimenea.
—Es igual.
La puerta del salón estaba franca. Carlos pasó el primero y abrió las maderas de las ventanas. Entró una luz sucia, tristona.
—No tengas miedo. Los suelos bailan, pero aguantan.
Al caminar Germaine, tintinearon los cacharros de la consola. Miró a un lado y a otro. Grandes trozos de cal se habían desprendido de las paredes sobre la alfombra rota. Delante de una ventana, un jirón de teláraña negreaba a la luz, cargado de polvo.
—Espera aquí. Voy a mandar que enciendan el fuego en otra parte. Estará en seguida. No te sientes, porque te helarás.
Salió y marchó hacia el fondo, dando voces. Se le oyó hablar. Germaine se acercó al balcón, limpió el polvo de un cristal, contempló el jardín descuidado, los grandes árboles violentamente sacudidos. Un ruido de la madera le hizo volverse. Entonces vio el piano, con la tapa abierta y un cuaderno de música en el atril. Se quitó los guantes y los guardó en el bolso. Carlos seguía hablando en un lugar inmensamente lejano, y el viento traía retazos de sus palabras; acaso aquella sensación de hallarse en una inmensidad fuese sólo efecto del viento. En todo caso, el piano respondía a un tamaño aceptado, a un tamaño usual. Adelantó una mano, pulsó una tecla. Después, tocó unas escalas, sin sentarse. Sonaba bien. Hojeó el cuaderno y leyó el título:
Pavane pour une infante…
Se retiró rápidamente, y la sensación de lo inmenso desapareció; su lugar lo ocupó e1 recuerdo del engaño, cuyas pruebas inmediatas se hallaban allí, en el atril. Rabiosa otra vez, se sentó y empezó a tocar fuerte, para que el viento, al llevar las notas de la
Pavane…
al final de la inmensidad, advirtiese a Carlos de que el engaño estaba descubierto. Después, se levantó. Encima del piano había el retrato de una mujer con moño alto y mangas de jamón, y, en una mesilla, el de un hombre que se parecía a Carlos: un hombre joven, muy elegante, con el hongo en una mano, el bastón y los guantes en la otra. Un gesto duro, apretado, afeaba el rostro de la mujer.
—Ven —dijo Carlos desde la puerta—. Ya está encendido.
—¿Y este piano?
—¡Ah, el piano de mi madre! Un trasto envejecido. Suena a todos los demonios. Aquí, todo está viejo, todo está podrido. Ven. Un día se hundirá la casa conmigo dentro.
La empujó hacia la habitación de la torre. El
Relojero
hurgaba en los leños, atizaba una llama débil.
—Ya conoces a Paquito, ¿verdad? Es mi gran amigo.
El
Relojero
se irguió y saludó. Los ojos bizcos, quietos, convergían en su propia nariz. Ella parpadeó y el
Relojero
hizo una mueca.
—La señorita me tiene miedo. ¿Sabe, don Carlos? Me lo tuvo en cuanto me vio.
Sonrió y se fue. Germaine no sosegó hasta que le vio desaparecer, hasta que Carlos cerró la puerta. Parecía más divertido y había desaparecido la hosquedad de su frente y su mirada. Al dirigirse a ella, su voz sonaba amablemente.
—Siéntate.
—¿Me permites curiosear?
—Si no hay más remedio…
Carlos se dejó caer en un sillón, cruzó las piernas y empezó a liar un cigarrillo. Germaine miró alrededor, se acercó a la mesa, tomó los libros: uno a uno, sin abrirlos, y leía sólo el título impreso en el lomo. Un volumen grande resbaló y cayó: Carlos alzó la cabeza.
—No importa.
Ella le contemplaba con ojos sorprendidos: Carlos estaba elegante en aquella actitud, con su cigarrillo, como si en la habitación no hubiera nadie más que él. Se parecía a su padre y no parecía él mismo. Y, sin embargo, nada había cambiado en él, ni siquiera la corbata, ni siquiera las arrugas del pantalón. Tenía los dedos largos, los dedos torcidos de los pianistas, y, fijándose bien, se movían con delicadeza, y el hecho de liar un cigarrillo llegaba a parecer una ocupación casi espiritual. No la miraba, y ella le veía de reojo, dejando que la mirada resbalase del lomo de un libro y se detuviese en el dibujo del labio, en la frente. «¿Cómo he podido pensar que es un patán?» Se sintió llena de temor y respeto, y, casi al mismo tiempo, se indignó de respetarle y temerle. Hizo un esfuerzo, arrojó el libro que tenía en las manos.
—¿Es pueril o diabólico, Carlos? —se apartó de la mesa, se echó hacia atrás, hasta alcanzar el apoyo del anaquel.
—¿El qué?
Acercaba el cigarrillo a los labios, humedecía el borde con la punta de la lengua, y la miraba como si no entendiera la pregunta.
—¿El qué? —repitió.
—Tus libros están en francés, en inglés y en alemán, y en tu piano hay una pieza de Ravel.
—Eso sólo quiere decir que a veces toco a Ravel y que entiendo esos idiomas.
Encendió, por fin, el cigarrillo y señaló a Germaine el sofá. Lo hizo con gesto amable, casi cortesano.
—Siéntate, te lo ruego.
Ella dejó el bolso y los guantes sobre una silla, pero permaneció de pie. No respondió a la cortesía de Carlos. Casi no la advirtió. Su voz tenía resonancias de ira contenida.
—Cuando toqué a Chopin dijiste que lo desconocías, y cuando hablé en francés, no diste señales de entenderlo. ¿Por qué?
—Si no te sientas, tendré que levantarme yo; pero de estas cosas se habla mejor sentado.
—No me siento.
Carlos se levantó perezosamente.
—Como quieras.
Metió las manos en los bolsillos, se encogió de hombros, dio un paseo corto. Germaine lo seguía con la mirada, muy abiertos los ojos. Carlos se volvió hacia ella, sacudió la cabeza:
—Hacer una cosa es fácil: basta seguir el impulso, responder a una situación con una ocurrencia espontánea, dejar libres las palabras y los movimientos. Como los niños y como los animales. Es muy hermoso. La conciencia lo estropea todo, hasta la manera de andar, y es natural que una persona demasiado consciente, una persona que piensa mucho lo que hace, se dé alguna vez el gusto de hacer algo sin pensarlo. Lo malo es explicarse luego. Aunque se quiera entenderlo y decir la verdad, siempre hay algo que, desde el fondo de uno mismo, gobierna los conceptos, y el gesto, y el tono. Uno quiere ser veraz, y lo es sólo a medias. Uno cree hablar de acuerdo con la conciencia, pero los poderes oscuros obligan a disfrazar las palabras.
Se había detenido junto a la mesa, un poco apoyado en ella. Antes de cada chupada, contemplaba con fijeza la punta del cigarrillo y hacía pausas.
—Hace ocho meses que te esperábamos, los demás del pueblo y yo. ¿Cómo podría explicarte las causas de esta expectación? Tendría que contarte antes la historia del pueblo y la de tu familia; tendría que describirte sucesos y personas, y aun así no quedaría claro. Admite el hecho de que esperábamos, de que te esperábamos a ti, aunque, a la postre, no fueses tú la esperada. Porque nadie sabía de ti, nadie sabía verdaderamente qué esperaba con el nombre de Germaine. ¿Cuántas veces se habrán preguntado los socios del casino cómo sería la francesa? Yo mismo me lo pregunté muchas veces. Tenía un retrato tuyo y unas cartas, unas cartas convencionales, casi impersonales, que yo creía de una chica ingenua, no de una mujer precavida. ¡Qué difícil era acertar! Cada cual te imaginaba a la medida de sus deseos y hasta de sus propósitos; pero estoy seguro de que para todos fuiste, durante ocho meses, un personaje romántico, una doña Mariana joven, un poco deformada por la lejanía y por vivir en París. Sí. El hecho de haber nacido, de haberte criado en París, influyó mucho en la imagen que nos hacíamos de ti. Incluyo la mía, naturalmente, que también era romántica. Sin embargo, nos preparábamos para tu llegada. Y yo me preguntaba: ¿cómo podré retener, encantar a esa niña cuando venga? Porque había que encantarte, había que transfigurar la realidad para hacerla digna de ti; si quieres, para hacértela habitable; una realidad casi poética, quizá dramática, en cuyo centro pudieras instalarte. Tenía que aprovechar las tardes de invierno. Las tardes de invierno son largas. Muchas veces tocaba el piano para tu tía, hasta que le entraba el sueño. Pensé que también podría tocarlo para ti, no para dormirte, naturalmente. Y me puse a estudiar con el mayor entusiasmo piezas francesas, porque esperaba que en esa casa tan francesa, la de tu tía, te sentirías mejor con música francesa, y que la música francesa me ayudaría a la transfiguración. Ravel, claro, y Debussy. Una chica francesa educada en un buen colegio no ignora a Ravel ni a Debussy.
Alzó la mano y detuvo una interrupción de Germaine.
—Espera. Ya hablarás, te lo ruego. Confieso que mi imaginación concibió una muchacha indefensa, asustada, acaso temerosa. La cara de las personas revela un poco su carácter, y me preocupaba la debilidad de tu mandíbula, esa mandíbula tuya tan poco enérgica, tan delicada. Me sentía dispuesto no sólo a encantarte, sino también a protegerte. En realidad, sólo estaba aquí para eso, sólo eso me detuvo durante ocho meses, porque al mismo tiempo, yo quería marchar, o, si lo prefieres, huir. El testamento de tu tía no me hizo feliz: echaba sobre mis espaldas una carga de deberes demasiado pesada. Lo natural hubiera sido rechazarla. Pero tu barbilla delicada, el temor a tu debilidad, me obsesionaban. ¿Qué harías tú sola en este pueblo de lobos, qué harían los lobos contigo? Tu tía no había dejado muchos amigos; los que la odiaban, te odiarían a ti, y te harían daño quienes no se atrevieron a hacérselo a ella. Evidentemente se producía, mientras se te esperaba, una conjuración de monstruos dispuesta a convertirte en víctima. Y aunque no me sintiese muy fuerte, sólo yo podría estar a tu lado. Me fui quedando, y, ya que no otra cosa, preparaba mis armas de encantamiento, que son muy pocas: el piano y la imaginación; pero que además no son armas que valgan para todo el mundo. Servían, eso sí, para la chica que yo había imaginado, porque quizá no me atreviese a imaginarte de otra manera; como eres, por ejemplo: una chica para la que no valen la imaginación ni el piano.
—¿Una estúpida?
—¡Oh, no, de ninguna manera! No lo he pensado jamás de ti. No imaginé un carácter, sino una situación, o, en todo caso, el carácter que convenía a esa situación. Hasta que te vi descender del tren y hablé contigo. Comprendí inmediatamente que me había equivocado. No eras débil, a pesar de tu barbilla, no había que protegerte, y sería difícil encantarte. Estabas hecha, quizá prematuramente, y tu mundo de ilusiones estaba repleto: no cabía ninguna nueva. Apeteces aplausos, triunfos, gloria, justamente lo que ni tu tía, ni yo, ni nadie de nosotros puede darte. No nos pertenecías ni por un deseo, ni por una esperanza. Tu padre, que no tenía nada propio, porque lo que le pertenecía, lo nuestro, lo había destruido, lo había convertido en máscara, te preparó para que apetecieses lo que tu madre había buscado y deseado. Hizo bien a su modo, y no tengo derecho a reprochárselo. Pero al hacerlo, te apartó de nosotros. Es curioso: en el momento en que yo lo adivinaba, cometiste un error. Te engañó, seguramente, mi chaqueta de pana, a pesar de ser nueva, a pesar de habérmela hecho sólo para ti. Mi chaqueta de pana es una vieja costumbre de estudiante. No me imagino ya con otra ropa. Pero a ti te engañó. Las corbatas de Juanito Aldán te parecieron más civilizadas. Deploraste en tu corazón tener que entendértelas conmigo y no con él. Cuando hablabas de tus estudios, de tus óperas y de tus futuros conciertos, te dirigías a él, y no a mí. Aldán no entiende una palabra de música, y yo casi no entiendo de otra cosa. Mi madre, ¿sabes?, quiso que tocase el piano porque lo consideraba un estupendo instrumento de éxito social, que a mí sólo me sirvió para mí mismo, para mi soledad, y algunas veces para personas amigas. Las hay que escuchan sin pensar que se debe aplaudir al final y que se preocupan sólo de que la música establezca una comunidad de espíritu, de emoción y de vida entre el que toca y el que escucha. Para ésas he tocado alguna vez, pero también, las más, para mí, y, en esta casa, para sus fantasmas. ¡Era tan gracioso ver cómo explicabas a Aldán lo perfecto de tu impostación, y cómo él fingía entenderte! Te hubiera decepcionado saber que sólo yo te entendía, y que cuando cantaste por primera vez… —hace unos días, el de tu llegada—, yo podía decirte si tu escuela y tu estilo eran buenos o no. Podía juzgarte.