El párroco miraba alternativamente el oficio del Concejo y las palmas amontonadas.
—Pues es lástima, porque prometía resultar muy lucida la procesión.
El coadjutor, de espaldas, se desvestía los ornamentos.
—Yo que usted, no me resignaba.
—¿Qué quiere? ¿Que vaya al alcalde con el alegato? Me echará con cajas destempladas.
—El alcalde, sí.
—Entonces, ¿quién? ¿El gobernador? Peor todavía. Es un masón rabioso.
El coadjutor, con la estola en la mano, le miró con sonrisa pícara.
—¿Ha pensado en doña Angustias?
—¡Doña Angustias no manda en el Gobierno Civil!
—Pero su hijo manda en el pueblo.
El párroco releía el oficio. Alzó los ojos del papel y miró al vacío.
—En todo caso, es una idea. El no ya lo tenemos.
—Todo consiste en que usted sepa pedirlo —el párroco descolgó el teléfono; el coadjutor, con el alba a medio quitar, corrió a la mesa y retuvo la mano del párroco—. ¡Nada de teléfono! Personalmente.
—Pues tiene usted razón.
—Y ahora mismo, sin dejarlo para luego. Yo quedaré al cargo de esto.
—Pero ¿no está en ayunas?
—Puedo aguantar.
El párroco se encasquetaba la teja. Acudió el coadjutor a sostener la dulleta.
—Lleve también una bufanda. Las mañanas están frías.
Salió el párroco. El sol peleaba bravamente con la neblina pertinaz, y en el cielo, sobre la mar, aparecían ya jirones azules. Caminó junto al pretil, atravesó el barrio de los pescadores. Algunas mujeres, algunos niños, le saludaban; algunos hombres le miraban duramente. A la puerta del astillero abordó al guarda jurado.
—Vengo a ver a la señora.
Esperó. Le mandaron pasar. Doña Angustias desayunaba y le hizo compartir el café. El párroco expuso su proyecto. Doña Angustias comentaba: «Adónde vamos a parar?». Y también: «¡El mundo está cayendo en manos de los herejes!». El párroco le representaba el abandono de las hermosas palmas y la ofensa que se quería inferir a la festividad del día y a la libertad de la Iglesia. «¡No tiene que convencerme! ¡Ahora mismo hablaré a mi hijo!» Bajaron juntos. Doña Angustias se había quedado con el papel. El párroco se despidió en la puerta, y doña Angustias atravesó las oficinas. Todo el mundo se levantó, y Martínez Couto, en nombre de la colectividad, le dio los buenos días. «¿Quiere la señora que la acompañe?» «No, no, muchas gracias, bien sé el camino.»
Cayetano, inclinado sobre unos planos, levantó la cabeza al oír el ruido de la puerta. Vio a su madre y acudió rápidamente.
—¿Qué te trae por aquí?
Doña Angustias se sentó, hizo que Cayetano se sentase a su lado y le entregó el oficio del Ayuntamiento.
—Mira. Lee.
Cayetano lo leyó por encima.
—Bien. ¿Y qué?
—Que esto no puede ser, hijo mío. Los cristianos tenemos derecho a nuestras ceremonias, y no hay alcalde ni gobernador que pueda prohibírnoslas. Además, la procesión de mañana la he costeado yo. Y pensaba acompañarla…
—¿Y qué quieres que haga yo?
—¡Hablar al gobernador!
—No somos amigos.
—Entonces, al alcalde. ¿O es que vas a decirme que el alcalde no te obedece?
—¡No he dicho eso, madre!
—Pues no lo digas, porque no te creeré. En el pueblo se ha hecho siempre tu voluntad, con izquierdas y con derechas. Mucho más con esa gente de ahora, que la has nombrado tú…
Cayetano echó mano al teléfono. Ella le detuvo.
—Por teléfono, no. Las cosas importantes tiene que hacerlas uno.
—Pero ¿tanto te interesa?
Doña Angustias se puso en pie.
—Si no me interesase, no hubiera venido a molestarte.
Él le cogió una mano.
—Tú nunca me molestas, madre.
—Pues de un tiempo a esta parte no lo parece. ¡Todo el mundo dice que eres otro, y lo eres hasta conmigo!
Le asomaba una lágrima. Cayetano se levantó y la empujó dulcemente hacia la puerta.
—No pienses eso y ve tranquila. Ahora mismo hablaré al alcalde.
La acompañó hasta la salida. Al atravesar las oficinas dijo que estaría de vuelta dentro de media hora. Montó en el automóvil, subió a la plaza, se detuvo ante el Ayuntamiento: El guardia municipal a su paso se quitó la gorra. Cayetano subió las escaleras de dos en dos, recorrió un par de pasillos, entró en el despacho del alcalde sin pedir permiso. El alcalde despachaba con el secretario. Le vieron entrar, se miraron y se levantaron.
—Buenos días, don Cayetano.
El alcalde señaló su sillón presidente.
—Aquí. Siéntese aquí. ¿Qué le trae por esta su casa?
Cayetano echó la boina encima de la mesa y ofreció pitillos.
—¿Me deja ver el telegrama ese del gobernador referente a las procesiones?
El alcalde quedó sorprendido y quieto. La mano del secretario diligente hurgaba en un montón de papeles. Sacó uno azulado.
—Aquí lo tiene.
Cayetano lo leyó rápidamente y lo dejó en las manos temblorosas del alcalde.
—Está muy bien, pero esto no reza con Pueblanueva.
—¡Don Cayetano!
—Es una acertada medida de orden público en las grandes ciudades, donde es difícil tener a raya a los de un lado y a los de otro. Pero Pueblanueva es una villa civilizada. Aquí no sucederá nada.
El secretario, inhibido, ordenaba expedientes. El alcalde apenas levantaba la vista.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Porque yo lo mando.
—¡Hay elementos…!
—Si los hay, se les mantiene quietos, y sise mueven, a la trena con ellos.
El alcalde le miró con ojos implorantes.
—¡Don Cayetano, que me juego el cargo!
—Te garantizo que no pasará nada.
El alcalde, resignado, inclinó la cabeza.
—¡Si usted me lo asegura…!
Se rascó detrás de la oreja y volvió los ojos al secretario; pero el secretario se había inclinado sobre un cartapacio y no parecía oír.
—Sin embargo, sería mejor que hablase al señor gobernador. Como la orden viene de él…
La voz de Cayetano se endureció.
—¿Desde cuándo los gobernadores han mandado en Pueblanueva?
—Antes ya sé… Pero yo creí que ahora…
Cayetano le agarró un brazo y lo atrajo hacia sí.
—Entre el ahora y el antes no hay más diferencia que de alcalde. Antes era otro, y ahora eres tú.
—Sí, señor.
—De modo que escribes un oficio autorizando las procesiones. Puedes poner en él, naturalmente, que esperas de los señores sacerdotes el respeto de los fieles por las leyes de orden público, etcétera, etcétera, y que se hacen responsables…
El secretario saltó del asiento y se acomodó ante la máquina de escribir.
—Con dos copias, ¿verdad, don Cayetano?
El hijo de don Lino caminaba delante, con la maleta. Don Lino llevaba la gabardina al brazo y un paquetito en la mano. El hijo volvía a veces la cabeza y miraba el paquete, pero no decía nada. Don Lino iba metido en sí, sin parar mientes en los que pasaban por su lado, en los que le saludaban.
Llegaron. El hijo depositó la maleta en el suelo y empujó la puerta. «¡Somos nosotros, mamá!», gritó; y dejó que su padre pasase delante. María apareció al cabo del pasillo; inclinada, con la manos recogidas debajo de la toquilla. Inclinó la frente y don Lino le dio un beso. Aurorita asomó por la puerta de la cocina. «¡Papá!», gritó. Se acercó y le ofreció la mejilla. El hijo, con las manos atrás, esperaba.
—¿Qué tal el viaje?
—Bien, bien. Todo va bien.
Aurorita recogió la gabardina y observó el paquete que don Lino sostenía en la mano. El hijo, entonces, se atrevió a preguntarle:
—¿Y el lápiz, papá? ¿Me lo has traído?
Don Lino le acarició la barbilla.
—Sí, hijo mío; he traído tu lápiz y el carmín que me encargó tu hermana. Tengo noticias por vuestra madre de que uno y otro os habéis portado correctamente durante la semana. Me congratulo, especialmente de que Aurorita no imite en su noviazgo a las desvergonzadas muchachas de este pueblo.
La hija enrojeció, y don Lino le tiró suavemente de la oreja.
—¡Me has hecho pasar tina vergüenza…! Porque comprar un lápiz para los labios no es cosa de hombres, y si un hombre lo hace, hay derecho a sospechar…
Pasaron al comedor. La maleta quedó encima de la mesa. Fue pronto abierta. Un lápiz amarillo, brillante, pasó a manos del chico, y un paquetito menudo, envuelto en papel de seda, a las de Aurorita. Lo deshizo rápidamente.
—Gracias, papá.
Le dio un beso y salió corriendo. El chico abrió el cajón del aparador, cogió un cuchillo y empezó a sacar punta al lápiz. María no decía palabra.
—Van a venir unos caballeros, ya te escribí. ¿Tienes algo en casa para convidarles?
María mostró las palmas de las manos.
—¡Como no sea pan…!
Don Lino meneó la cabeza.
—Bien está ser pobre, pero la pobreza debe ocultarse por decoro: te lo he dicho muchas veces. La exhibición de la pobreza es tan repugnante como la pobreza misma. Hay que traer galletas y algún licor.
María, asustada, le miró.
—¿Dices licor?
—Puede ser un vino dulce: es más barato.
María hundió la mano en el bolsillo del mandil y sacó un montón de calderilla. Don Lino le cerró la mano con la suya.
—Guárdate eso. ¿Llegará con dos peseta?
María sonrió dulcemente.
—¡Que después no tendrás para tus gastos…!
—Voy a estar con vosotros hasta el Lunes de Pascua, y aquí se gasta menos. En cuanto al tresillo, ya sabes que suelo ganar —agarró al chico por los cabellos—. Tú, toma esto, coge una botella, lávala bien, y traes de la tienda un paquete de galletas…; no, dos paquetes, y una peseta de cariñena.
—Sí, papá.
El chico dejó el cuchillo y el lápiz, dijo algo referente a que nadie los tocase. Don Lino cerró la puerta tras él.
—¿Dónde está Aurorita?
—Habrá ido a su cuarto a pintarse. Por cierto que tengo que hablarte.
—Y yo a ti. Ahora mismo, antes de que regrese el muchacho.
Escuchó. En los ojos de María tembló la alarma.
—¿Sucede algo?
—No sé…
Don Lino metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó un sobre azul y se lo tendió a María.
—Coge esto. A mí me abrasa.
Ella respiraba fuerte y había empalidecido.
—Lee la dirección: pone mi nombre. Ábrelo: contiene doscientas pesetas.
—Para nosotros? —la cara de María se encendió de júbilo,. y sus manos abrieron torpemente el sobre. Sacó dos billetes gastados, sucios—. ¡Doscientas pesetas…! ¿Dónde las ganaste?
—No me preguntes dónde, sino cómo. Y entonces no podré responderte sin enrojecer…
María le agarró la muñeca. Don Lino continuó:
—Eso es lo que me pregunto. ¿Qué has hecho, Lino? ¡Me lo vengo preguntando desde ayer, no he podido dormir en el tren porque la pregunta me martilleaba en la cabeza y no sabía responderle! Porque esta es la verdad, María: no sé por qué tengo esas pesetas, ni quién me las dio. Aunque barrunte…
Le sudaba la frente. Se limpió con el pañuelo y, penosamente, se acercó a una silla y se sentó.
—María, tienes que ser una tumba para lo que voy a contarte. Claro que podía callarlo, pero, en ese caso, tendría que haber destruido ese dinero, porque no puedo entregártelo sin que conozcas su procedencia. En la medida de lo posible, claro está.
Recogió la cabeza entre las manos y habló con voz acongojada. Se interrumpía a cada instante, miraba a la puerta, escuchaba. En una habitación lejana, Aurorita había empezado a cantar.
—La cosa sucedió hace unos quince días. Vino a verme un compañero, maestro en una escuela remota. Me pidió que interpusiera mi influencia para que él y otros compañeros en su misma situación obtuviesen ciertas mejoras a las que tienen derecho, pero de las que no disfrutaban todavía por olvido o desidia burocrática. «¡No faltaba más! —le dije—. Lo haré con mil amores, porque es justo, y por tratarse de unos compañeros.» Y así lo hice. Fui un par de veces al Ministerio, hablé con dos o tres personas, le escribí una carta al subsecretario, y a los ocho días se despachaba el oficio correspondiente. Te juro por mi conciencia, María, que en todas esas gestiones habré gastado una peseta, o quizá menos. Tres o cuatro billetes de tranvía, y unos pitillos que ofrecí. Nada más. Ni a un solo café me vi obligado a convidar, ni muchos menos he dado a nadie la menor propina. Pues bien: el jueves último, anteayer, estuvo a verme mi compañero. Quería darme las gracias, y me las dio. Pero no se detuvo ahí. «Usted habrá tenido gastos», me dijo. Y yo le respondí: «Ni cinco céntimos». «Querido compañero, eso lo dice usted por generosidad, pero en este país nada se consigue gratis.» «¡Le aseguro que ha bastado mi influencia personal y la autoridad de mi cargo para que todas las puertas se me abrieran y todo el mundo me escuchase!» «Pero algunos gastos habrá tenido, y nosotros no podemos permitir…» «¡De ninguna manera! ¡Le aseguro que no he gastado un céntimo y que no tienen nada de que resarcirme!» Pareció quedar conforme. Se marchó después de haberme dado otra vez las gracias, y yo quedé satisfecho de haber cumplido, una vez más, con mi deber.
Se interrumpió. Aurorita seguía cantando. Don Lino dejó caer las manos en la mesa, angustiosamente crispadas. Le salía la voz a golpes, tartajeante, y respiraba con fatiga.
—El sábado por la mañana la patrona me trajo ese sobre a la cama. Todavía no me había levantado. «Esto, que acaba de dejar para usted un señor.» «¿No dijo quién era?» «No, don Lino, ni lo conozco.» Abrí el sobre en la seguridad de que se trataba de algún papel político, de algún anónimo insultante, de alguna denuncia. Y me encontré con tres billetes de cien pesetas, sin más papel, sin más tarjeta…
Se levantó de un salto. María se echó atrás. Apretaba el sobre azul contra el pecho, lo protegía con sus manos.
—«Quién es el miserable que pretende comprarme?», me pregunté. «Lino Valcárcel es intachable como ciudadano particular y como diputado a Cortes», me dije. «¡Quien pretenda comprar tu conciencia por treinta dineros es un miserable!», añadí. Los billetes estaban encima de la cama y llegué a creer que podrían incendiarse y plantar fuego a las ropas. «¡Ahora mismo los arrojaré a la calle en mil pedazos!» Y me levanté para hacerlo. Pero entonces comprendí que estaba solo, y que no había testigos de mi honradez, y que el osado que se atreviera a enviármelos ignoraría mi determinación. Además, ¿qué pensaría la gente de un hombre que se asoma a la ventana en camiseta y arroja sobre los transeúntes el confeti hediondo de unos billetes rotos? Vivo en un primer piso, y mi figura, de tal guisa y en tal acción, resultaría indecorosa. Y no podía, por el mismo decoro, llamar a la patrona y ordenarla que los quemase, porque acabaría por sospechar, porque creería que dentro de cada sobre que recibo se ocultan billetes de cien pesetas. ¡María, mi patrona es de derechas, y piensa por principio que todos los diputados son un hatajo de ladrones!