—Si quieres tomar café te lo preparo.
—Te lo agradezco. Hace mucho frío y hoy salí de casa antes de que llegasen mis hermanas. Al pasar, tomé un poco de aguardiente en una tasca. Pero tengo hambre.
—Ve comiendo algo mientras. Ahora traeré una taza limpia. ¿Quieres pasarme esa que está detrás de ti?
Juan cogió de la repisa la taza que había dejado Clara.
—¿Has tenido invitados?
—El
Relojero
desayuna conmigo todas las mañanas. Somos grandes amigos.
—¡Ah, claro!
Carlos cargó y encendió la cafetera. Salió y volvió con otra taza. Juan mordía un trozo de pan seco.
—¿No te gusta nada de eso?
—Gracias. No estoy acostumbrado.
Fue a la mesa de Carlos y hurgó entre los papeles.
—¿Haces algo?
—Sí. Quiero escribir un libro sobre Pueblanueva. Estoy preparando las notas. Se me ha ocurrido hace pocos días. Algo hay que hacer. ¿No te parece interesante? Puede salir un gran libro, y, aunque no lo publique, nos reiremos tú y yo.
—Claro.
—Y tú, ¿qué haces ahora?
Juan se sobresaltó.
—¿Yo? Nada. Como siempre.
—Llevamos muchos días sin vernos.
Juan vaciló antes de decir:
—Traigo un asunto entre manos. De él vengo a hablarte.
—¿A mí?
—Sí. Puedes ayudarnos. Se trata…
—Espera. Toma el café antes.
Le indicó un asiento. Mientras Carlos le servía el café, Juan pareció entretenerse con las llamas. Cogió la taza sin volverse del todo.
—¿Azúcar?
—Sí, un poco.
—Yo tomaré otra taza. Me apetece.
Se sentó frente a Juan. Bebieron el café en silencio. Antes de terminar, Juan sacó tabaco y ofreció a Carlos.
—Se trata, naturalmente, de los pescadores. Su situación es penosa.
Pasan hambre y carecen de lo indispensable. Sus casas son tugurios infectos, hay muchos niños tuberculosos. Dentro de pocos días estarán peor, porque llevan quince sin salir a la mar y no parece que el tiempo vaya a arreglarse. Cierto que la Vieja les adelanta dinero, pero luego tienen que reintegrarlo, que viene a ser quedarse otra vez sin él. Hay que buscar un arreglo…
Hizo una pausa, mientras encendía el cigarrillo en una brasa.
—… y yo tengo el mismo interés que si fuera cosa propia. En cierto modo lo es. Bueno: no sé si la ocurrencia fue exactamente mía, pero el proyecto y todo lo demás lo he madurado yo. De acuerdo con ellos, naturalmente. Llevamos muchas tardes discutiendo y escuchando todas las opiniones. Una cosa así no puede intentarse sin el consentimiento de la mayoría.
—¿Qué cosa?
—La explotación de la pesca por el Sindicato.
Acercó el sillón al sofá, y él mismo quedó casi rozando con las suyas las rodillas de Carlos. El cigarrillo, olvidado, se quemaba en el borde de la mesa.
—Parece un disparate, pero puede ser la salvación de los pescadores. Su pobreza es intolerable y, corno están las cosas en América, no les queda ni la esperanza de emigrar.
Sacó del bolsillo unos papeles llenos de números.
—Mira. Cifras cantan. La pesca, racionalmente explotada, puede sostener con dignidad a los pescadores. Compara, por ejemplo, el volumen de ventas de Pueblanueva con las de Vigo, las de Bueu, las de Villagarcía… No me refiero a cifras absolutas, sino relativas. Están sacadas las proporciones: son ésas. Como verás, vamos por debajo de todos. Nuestra flotilla pesca menos, vende menos y pierde más. La cabeza de la Vieja no está para negocios. Además, ella no entiende. Hay que introducir innovaciones, contratar algún personal técnico, un buen patrón de pesca, al menos. Ahora, nadie pesca al tun-tun; hay técnicos especializados que saben dónde y cuándo hay que echar las redes. Y hay que vender en otras plazas. El consumo local es insuficiente, y los pescaderos, aquí, imponen precio o dejan que se pudra la mercancía. En fin, lo entiendes, ¿no?
—No lo entiendo, pero es igual. Si la pesca es negocio en otras partes y aquí no, a algo obedece.
—La Vieja está anticuada, y nuestros pescadores también. Con esos barcos, que son bastante buenos, deberían ir a los grandes bancos, pescar el bacalao, si hace falta. Los barcos tienen que ir provistos de radio, porque las ventas se contratan antes de que el barco arribe, y hay que conocer el volumen de las calas.
—Y esas radios, ¿quieres que las instale yo?
Juan sonrió con timidez súbita y se retiró un poco.
—Estoy hablando en serio, Carlos.
—Lo supongo, pero no se me alcanza lo que tenga que ver con todo eso.
—Directamente, nada.
Se hundió en el fondo del sillón y acudió al cigarrillo, que se había apagado. Carlos le acercó el suyo.
—En todo esto…
Se interrumpió, dio un par de chupadas y volvió a dejar el cigarrillo en el borde de la mesa.
—… en todo esto hay una dificultad inicial: el Sindicato no es propietario de los barcos. Y no hay que pensar que pueda serlo en mucho tiempo. De esta República burguesa de la puñeta que nos ha caído en suerte, no es de esperar que socialice los medios de producción; y, en el caso de que se hiciera algo en ese sentido, predominaría el criterio marxista, no el sindicalista. Pero lo que nosotros queremos es la explotación por el Sindicato propietario de los barcos, y digo propietario, no en el sentido capitalista, sino…
—Entiendo.
—¿Entiendes? ¿Te das cuenta de lo que pretendo y de lo que quiero de ti?
Carlos le miró, sonriendo.
—¿Piensas que yo puedo convencer a la Vieja de que regale los barcos al Sindicato?
—No aspiramos a eso, de momento, ni pretendo que tú la convenzas. Quiero solamente que le hables y la prevengas de que un día de éstos irá a verla una comisión.
—Los va a echar con cajas destempladas…
—Para evitarlo es para lo que te necesito. No iremos a pedirle que nos regale los barcos, sino que nos los alquile mediante una renta razonable. Aunque no se la pagásemos ganaría dinero. El año pasado perdió más de treinta mil pesetas.
Carlos se levantó y cogió una botella.
—¿Quieres coñac?
—Bueno.
Llenó dos copas y acercó una de ellas a Juan.
—Hace mucho frío en este maldito caserón. No sé cómo podía vivir la gente aquí.
Le sonaba la voz a falso. Juan le miró con inquietud. Sorbió, sin ganas, un poco de coñac.
—¿Vas a hacerme ese favor? ¡No sabes lo que significa para mí!
—Le hablaré a la Vieja.
—Necesito que lo hagas con el mismo entusiasmo que si se te hubiera ocurrido el proyecto y te fuese en él la vida. Tienes que convencer a la Vieja de que saldrá ganando. Nosotros, naturalmente, pagaremos los impuestos por nuestra cuenta.
—¿Y si perdéis?
—¡No podemos perder, Carlos! ¡Las cifras cantan! ¡Te aseguro que, en un año, la vida de esa pobre gente habrá cambiado!
Carlos, con la copa en la mano, se le acercó. Sonreía.
—Dime, Juan, ¿lo haces por caridad, por convicción ideológica o por alguna otra causa?
—Por todas ellas, aunque yo llame solidaridad a lo que tú llamas caridad.
—Si a la Vieja le dijese que con esto ibas a levantar una bandera contra Cayetano y vencerlo, es posible que accediese de buena gana.
Juan le miró con gravedad. Le temblaba en las pupilas una luz anhelante.
—No me mueven razones personales. No voy a beneficiarme en nada de todo esto. Me comprometo a un trabajo que no me sacará de pobre; de eso puedes estar seguro. Actúo desinteresadamente.
—Eso es lo malo para la Vieja. Ella no lo comprenderá jamás. Si se lo explicases se reiría de ti. Pero si le dijeses: soy capaz de convertir la pesca en un negocio con el que pueda hacer frente a Salgado, creo que, encima, os daría dinero para empezar.
De espaldas a Juan, dejó la copa en la mesa, y añadió.
—Puedo enfocar el asunto de esa manera.
—No. Sería mentir. Cayetano no pinta nada en todo esto.
—Entonces no te garantizo el éxito.
Se volvió rápidamente y cogió a Juan por los hombros.
—¿Pretendes ocultarme a mí que detrás de todos tus proyectos no está el odio a Cayetano? ¡Nadie se mueve en Pueblanueva sino por eso, y tú no eres una excepción! Y, si es así, ¿por qué no enseñas las cartas, al menos a la Vieja? Ella juega limpio y, además, es el único juego que entiende.
Juan retiró de sus hombros, pausadamente, las manos de Carlos.
—Me importa un bledo Cayetano. Aunque no existiese yo haría lo que hago.
—Como quieras. Hablaré a la Vieja, pero no te aseguro nada.
—Que sepa, al menos, que irán a verla.
—¿Irán? ¿Sin ti? ¿Quién va a hablarle? ¿O es que quieres convencerla con la tosca ingenuidad de los pescadores?
—Le presentarán un escrito… hecho por mí. Ya está casi redactado. Confío en que tú… harás que lo lea, y hasta que se lo expliques si no lo entiende.
—No sé si desearte suerte. Vas a meterte en el lío más gordo de tu vida. Te juegas tu reputación. Si fracasas, nadie te hará caso, y hasta se reirán de ti.
—¿Y si resulta?
Carlos le miraba sonriente. En el rostro de Juan resplandecía la esperanza; pero la sonrisa de Carlos apagó el resplandor.
—Se debe ser muy desgraciado cuando no se tiene fe en nada —dijo Juan.
Carlos metió las manos en los bolsillos, le miró un instante y bajó la cabeza.
—Ni siquiera desgraciado.
Doña Mariana no se encontraba muy bien. Había estornudado y sentía escalofríos. Estaba en la cama, envuelta en una toquilla, y con la bandeja del desayuno en el regazo. Carlos le contó la escapatoria de fray Ossorio, la visita del padre Eugenio, la de Clara, la de Juan.
—Mi casa parecía un jubileo. El
Relojero
empezó a reír anoche cuando llegó el primer fraile; siguió riendo con el segundo, y esta mañana, al marcharme, me dijo: «¿Y las visitas? ¿Las mando esperar o que vuelvan?». Y me soltó una carcajada. No me tiene pizca de respeto.
De momento, pareció importarle más a doña Mariana la falta de respeto del
Relojero
que el lío del monasterio. Pero prestó atención cuando Carlos se refirió a Inés.
—La situación puede ser interesante si Inés tiene, como sus hermanos, sentido artístico. Porque es evidente que los Aldán poseen una especie de genialidad mal orientada o desorientada. En todo caso, enmascarada. La religiosidad de Inés se corresponde con la preocupación moral de Clara, incluso con su manía de limpieza; en cuanto a Juan, está claro que cuando escribe su poema cosmogónico pone en juego las mismas facultades artísticas que cuando describe a los pescadores el paraíso anarquista. Pero, en estos días, Clara ha pasado a segundo término. La situación actual de Inés es mucho más interesante, y, con un poco de suerte, será mucho más fértil. Pretende escribir al fraile. Lo hará. Y el fraile recibirá la carta en un momento oportuno, en un momento de desaliento, porque sus primeros pasos en Madrid serán desalentadores. Lo más probable es que, a los pocos días, se le venga el mundo encima, se sienta hundido, fracasado y sin salida posible. ¿Imagina con qué alegría comprobará entonces que hay alguien en el mundo preocupado de él, alguien a quien es necesario? Quizá, si más tarde encuentra un empleo satisfactorio, la cosa se frustre; pero si no lo encuentra, que es lo probable, si se siente desesperado y necesitado de consuelo, atenderá a Inés, seguirá escribiéndole, y como lo que ella exige es correspondencia espiritual, se convertirá, sin darse cuenta, en una especie de Francisco de Sales para la ilustre señora de Chamal. ¡Lo que daría yo por estar al tanto de esas cartas! Las de Inés podrán ser maravillosas a poco que él excite su imaginación.
Doña Mariana dio un tironcito al cordón de la campanilla.
—Estás haciendo una novela.
—Estoy profetizando lo que va a suceder, lo cual no tiene ningún mérito porque parto de datos reales y desarrollo lógicamente unos supuestos. El padre Ossorio e Inés son dos personas interesantes, pero no misteriosas. No son de los que dan sorpresas. ¿Qué quiere usted? Me atrevería a asegurar que, pasado algún tiempo, el fraile se pondrá a bien con la iglesia sólo porque la imagen que Inés tiene de él carece de lugar en el mundo. Para ella no es un hombre, sino un fraile, o, al menos, un sacerdote; como a sacerdote se dirigirá a él, y apetecerá palabras de sacerdote, no de hombre. Esto es evidente. Bueno. Quizá me engañe acerca de la calidad de su correspondencia; quizá no pase de una serie de vulgaridades más o menos apasionadas.
Entró la criada a recoger la bandeja del desayuno. Doña Mariana le advirtió que Carlos comería con ella.
—Después está Juan. La obra de arte de Juan tropieza con un grave inconveniente: el respeto a usted. Lo natural sería que Juan acabase por lanzar a los pescadores contra su patrono, por organizar una huelga heroica; pero, en este caso, el patrono es usted, de quien los pescadores no tienen queja, y a quien Juan, en el fondo, admira. La situación de Juan no es fácil: lleva un cierto tiempo hablando a los pescadores, les ha creado una ilusión, pero no pasa de ahí. Llegará un día en que los pescadores se cansen y dejen de escucharle. Quizá haya empezado a suceder, porque últimamente hubo algunas deserciones, y quienes buscaron empleo en el astillero. Juan lo sabe. Necesita mantenerse donde está, necesita conservar la fe de sus amigos. ¿Qué hace entonces? Intenta hallar una salida airosa. Como no parece probable que la República llegue a reformar profundamente la economía, él desvía la esperanza de los pescadores de la revolución inmediata y la conduce al resultado incierto de una experiencia (lo de incierto lo añado yo). Vamos a explotar sindicalmente la pesca. Con lo cual pueden pasar dos cosas: que la experiencia fracase, y entonces ya se verá a quién echar la culpa; pero, en cualquier caso, todo el mundo habrá visto cómo Juan se partía desinteresadamente el pecho para sacar el asunto adelante; o bien, que la experiencia tenga éxito, y entonces Juan será algo más que el héroe de Pueblanueva: será el descubridor de un modo de explotación de la pesca que hace innecesarios a la vez la revolución y el patrono.
—Pero ¿y los barcos? ¿De dónde sacarán los barcos para eso?
—Los barcos están anclados ahí enfrente. Son los suyos.
A doña Mariana le dio un ataque de risa rematado en tos.
—No irás a decirme que Aldán piensa quitarme los barcos.
—Jamás lo ha pensado. Lo que él pretende es alquilarlos. Verá usted.