Echó las piernas fuera de la cama y se calzó las zapatillas. Había colgado los pantalones de una silla. Se los puso. El camisón de dormir le quedaba mitad dentro, mitad fuera; de esta guisa se vio en el espejo del armario: los escasos cabellos revueltos, los ojos pitañosos, las mejillas caídas.
«¡Pues sí que tienes una buena facha tú!»
Pegó una voz. La criada le respondió desde la cocina. Don Baldomero se asomó al pasillo y le encargó camisa limpia y una muda interior. Después, empezó a lavarse.
Salió a la calle a las doce menos cuarto. Pegaba fuerte el sol, y sintió que le sobraba el chaleco. Se metió en la rebotica, lo dejó encima de una silla y volvió a salir. Las puertas y las ventanas del casino estaban abiertas. Pasó de largo, pero le llamaron.
—Voy a misa; luego vendré por aquí.
—¡Ande, tómese una copa!
—Después, después.
—¡Le aseguro que no tiene arsénico!
—¡Déjese de bromas!
La mención del veneno le hizo sonreír. Continuó calle arriba, hasta la plaza, con el paso tranquilo y la cabeza inclinada. Faltaban unos minutos. Se detuvo en el pórtico y encendió un cigarrillo. Entraba poca gente en la iglesia, gente del pueblo. «He aquí una injusticia de la que nadie es responsable. Los ricos, que entienden un poco más de estos misterios, se han marchado a la iglesia de la playa. Los pobres siguen viniendo aquí. ¿Y si, como me temo, la influencia de esta pintura es diabólicamente maléfica? Lo que yo siento con tanta claridad, ¿no lo experimentarán ellos sin darse cuenta? ¡Parece mentira que se cuiden tan poco de la grey más humilde del Señor! El cura ya debiera haber encalado ese Cristo. Mantenerlo ahí es como haber entronizado al Enemigo. ¡Y cómo se reirá el demonio del engaño! Pero a mí no me las da…» Vio a Clara atravesar la plaza; pasó delante de él, dijo «Buenos días» y entró. Don Baldomero la siguió con la vista: «¡Qué buena está, caray! Pero también acabará mal si no me decido a prevenirla». Daba el toque de entrada: arrojó la colilla, se quitó el sombrero y empujó la puerta. No habían encendido aún las luces: en el presbiterio brillaban unos cirios. Se acomodó en el último banco, cerró los ojos y esperó. Hasta que un resplandor súbito se los hizo abrir. Miró al fondo, buscó los ojos implacables del Cristo y en su lugar halló una mancha morada, enorme. De pronto, no lo entendió.
«¡Claro! Pero ¡si hoy es domingo de Pasión…!»
Los cortinajes cubrían los ábsides y absorbían el resplandor. Parecía la iglesia menos brillante, la luz no le ofuscaba. Pero sobre todo la mirada podía lanzarse y descansar; descansar, y con ella el corazón y la mente. Sintió un enorme sosiego. Se arrodilló y ocultó la cara entre las manos.
«Entiendo lo que quieres decir, Lucía; lo entiendo sin lugar a dudas. Pero ¿quién pondrá el cascabel al gato?»
Se le metió de repente una imagen en el cerebro, que le hizo estremecerse: vio las cortinas ardiendo, grandes llamas que ascendían y lamían las paredes, llamas que despedían una oscura, espesa humareda. El presbiterio se había llenado de humo; el humo lo colmaba todo, lo ennegrecía todo, apagaba el brillo de las llamas, se revolvía en remolinos interiores. Y del centro de aquella nube salían ruidos como carcajadas estridentes, carcajadas feroces y sobrehumanas. Cerró otra vez los ojos: la imagen persistía; el humo era cada vez más espeso y amenazaba envolverle. Se santiguó, rezó una jaculatoria, se golpeó el pecho tres veces: «¡Santo, Santo, Santo!» El humo y las llamas seguían allí, cada vez mayores, en el fondo de su cerebro, independientes de su voluntad. « ¡Si resiste a la Cruz, no es imagen del diablo!» Empezó a temblar. «¿Es ése tu mensaje, santa mía?» Ocultó la cabeza entre las manos y se entregó al fluir del tiempo…
Las llamas iban menguando; el humo se clarificaba. Cuando se despejó vio el ábside ennegrecido. Había caído la argamasa de las paredes, y en el lugar del Cristo había un hueco inmenso, insondable, por el que huían las llamas rezagadas, por el que escapaba el humo como por el tiro de una chimenea. Don Baldomero se sintió atraído por aquel abismo; su mente se atrevió a asomarse al agujero. Vio entonces algo como un trono gigantesco levantado sobre los restos humeantes de un Caos. De aquel resplandor remoto salió una voz que don Baldomero reconoció en seguida: «Bien que me has jodido, Baldomero.» Abrió los ojos. Delante de las cortinas moradas el oficiante rezaba el Evangelio. Se levantó, hizo la cruz…
«Es una comisión bien pesada, Lucía. No sé si me atreveré…»
Don Lino llegó hacia el mediodía, con traje nuevo y corbata colorada. Los del casino le hicieron corro con espacio para moverse cuando al diputado le apetecía y una mecedora para sentarse. Don Lino consumió el turno de noticias mientras comía una ración de lubrigante en salpicón a que le habían convidado: alabó la calidad del marisco y aseguró que en Madrid estaba por las nubes y que no sería mal negocio organizar un sistema de transporte que lo situase en el mercado en menos tiempo y a precio más reducido. Con el marisco bebía un albariño que también mereció sus elogios. El turno de noticias, pues, le salió entreverado de piropos a la cocina regional. Hubo en el corro unanimidad absoluta.
El turno propiamente teórico fue precedido de carraspeos y acompañado de un cigarrillo canario cuyo humo azul escoltaba la mano del perorante. Se dividió en dos partes. La primera, más bien sarcástica, se consumió en una diatriba a las derechas clericales, cuyas maniobras contra la República denunció valientemente; en cuanto a la segunda, más bien dramática, fue un alegato lleno de quejas contra la conducta escasamente democrática de una fracción del Partido Socialista, olvidada al parecer de sus compromisos con los republicanos y a punto, a punto de dejarse seducir por los arrullos de la sirena soviética. No citaba nombres, pero bastaban las alusiones para que los del corro supieran a qué atenerse. «En el seno del Partido Socialista, que es por definición parlamentario, se alimenta la hidra de la autocracia, y ahora, con espanto de los verdaderos republicanos, se alzan las siete cabezas de la tiranía. En el seno del Partido Socialista la doctrina bolchevique de la dictadura del proletariado se abre camino y seduce a las juventudes. Uniformados, militarmente disciplinados, se les ve desfilar por las calles de Madrid. Ellos dicen que contra el fascismo. Pero ¡ah!, ¿lo que oponen al fascismo, no es también un fascismo de izquierdas? ¡Y esto, señores, es peligroso! Nosotros hemos dado al capital seguridades, y ahora el capital se llama a engaño y vacila. No todo, claro está, porque también entre los negociantes y los banqueros hay republicanos conscientes. Pero ya es mucho que una parte de la riqueza nacional se sienta inquieta, sobre todo cuando nos consta que en la derecha se conspira, que la derecha se vale de los exaltados y de los agitadores a sueldo para alterar el orden público, en busca de un pretexto legal para acabar con la legalidad.»
—En fin —le interrumpió Cubeiro—, que la cosa está que arde.
Don Lino, en un paso de baile dificilísimo, se volvió hacia él.
—No, señor; nada de eso. Porque si bien es cierto que el barco de la República navega en medio de temporales, lo es también que lleva a bordo los mejores pilotos y capitanes, que sabrán sortear los peligros, reducir a los díscolos de un lado y de otro y arribar al puerto de la tranquilidad, de la justicia y de la paz.
—Dios le oiga —comentó Carreira—. Y no es que aquí nos quejemos, porque desórdenes, lo que le dice desórdenes, no los ha habido. Pero lo que está pasando fuera nos preocupa.
Don Lino, con un punto de furor en la mirada, hizo frente al propietario del cine.
—¡Ahí le duele, amigo mío, ahí le duele! ¡Lo que es la ignorancia política! Piensa usted como un hombre de derechas, que sólo estima el orden, venga de donde venga. Pero respóndame: ¿por qué hay orden en Pueblanueva? ¿Será porque la educación cívica de sus habitantes les ha llevado al mutuo respeto? ¿Será porque en esta sociedad local han desaparecido los motivos de desorden? ¡No, señores! ¡En Pueblanueva del Conde no se mueve una rata porque hay quien no le permite moverse! ¡En Pueblanueva, donde antes mandaron los condes, cuya orgullosa fortaleza ordenó derruir la tiranía monárquica, manda hoy un feudalismo de nuevo cuño, un feudalismo industrial que tiene la llave de los estómagos y que dice a los ciudadanos: o estáis quietos, o quedáis sin comer! Pero esto, señores, no es lo que pretende la República. El orden público no puede ser el resultado de una constricción, de una opresión, sino de un pacto libre, libremente concluido. Esta es la verdadera doctrina republicana, que desgraciadamente estamos muy lejos de practicar aquí.
Carreira, amenazado por el corpachón de don Lino, se había ido echando atrás. La última frase del diputado fuera singularmente enérgica: tres manotazos la habían rubricado, y los tres habían rozado las narices de Carreira. «¡Cuidado con la mano!», gritó, y el diputado la metió tranquilamente en el bolsillo.
—¿Y usted qué piensa, don Lino? ¿Que Cayetano es de los socialistas democráticos o de los otros? —la pregunta la había hecho un indiano recién llegado «de allá», al que los matices de la política local se le escapaban todavía. Se llamaba don Rosendo.
—Según se mire.
Echó un vistazo rápido a la puerta de entrada. Cubeiro le tranquilizó. «No se preocupe, que el señorito salió de viaje esta mañana.» Don Lino llenó de aire el fuelle y resopló.
—Según se mire. Porque, aunque sus procedimientos son claramente dictatoriales, el sesgo comunista de la fracción de izquierdas no creo que le haga tilín. Porque, mírese como se mire, y a este respecto no nos hagamos ilusiones, Cayetano Salgado es prácticamente un capitalista, aunque concedo, eso sí, que es capitalista avanzado.
—Pues a mí me parece que en estos últimos tiempos la política le preocupa poco —el juez miró de reojo a Cubeiro y cambió con él una sonrisa—. Porque ya sabrán ustedes lo de Clara Aldán.
—¿Qué? ¿Que se acuesta con ella, por fin? —preguntó el indiano.
Cubeiro empezó a reír. El juez se contagió de la risa.
—¡Que lo cuente don Lino! ¡Don Lino está informado como nadie!
El diputado se sentó en la mecedora y se dirigió al indiano:
—Caballero, usted no pensará que pierdo el tiempo en esas menudencias. Si, en efecto, me hallo bien informado es porque la cuestión puede tener un aspecto político que a las comadres de la villa se les escapa. Cayetano no se acuesta con esa señorita. Cayetano, por el contrario, pretende casarse con ella, y ella lo ha rechazado. Y yo me digo: ¿cómo es posible que un hombre de cuyo éxito con las mujeres no hay que hacerse lenguas aquí, porque es de todos bien conocido, y de muchas gentes honorables lamentado, se acerque con buenas intenciones a una persona cuyo crédito moral deja mucho que desear? A primera vista parece una paradoja. Las comadres de la villa así lo estiman y no lo entienden. Pero si ustedes me acompañan en el enfoque político de la cuestión, la verán más clara que la luz. Porque, vamos a ver: ¿quién es esa señorita mal reputada? La única hija legítima del difunto conde de Bañobre, un fantasmón que ustedes han conocido y padecido más que yo, porque yo en aquellos tiempos no ejercía mi magisterio en Pueblanueva. Hija legítima ¡y heredera!, fíjense bien, ¡heredera…!
—¿De las deudas? —interrumpió Cubeiro.
Don Lino intentó fulminarlo con una mirada de especial clarividencia.
—¡Del título nobiliario, hombre! ¿Es que no se han dado cuenta todavía? ¡Cayetano Salgado es uno de esos tipos que empiezan siendo socialistas y que, a su debido tiempo y por sus pasos contados, evolucionan hacia la derecha o, al menos, se mantienen a caballo de ambas situaciones, dando al público la cara democrática y usando la otra en privado! El ejemplo lo tenemos cerca. Ahí está el republicano Valladares, casado con una vizcondesa y vizconde consorte él mismo… Lleva el título escrito en la badana del sombrero: me consta.
Golpeó repetidas veces el mármol de la mesa más próxima.
—¡Usen ustedes el raciocinio! ¿Para qué, si no, iba a poner los puntos a una muchacha a la que podía hacer su amante, si sólo le llevase a ella lo que le llevó a otras muchas? ¡No, caballeros! ¡Estamos ante un caso de evolución política que yo había previsto y en el cual quién sabe si no habrá influido ese temor de ciertos capitales a que antes me refería! —se puso en pie y de un empujón arrojó lejos la mecedora—. Ésta es la causa por la que yo pretendo asumir en este pueblo la representación de la pureza democrática. Porque si un día no lejano se plantease otra vez la vieja lucha entre la libertad y la tiranía, ¿quién iba a ponerse a la cabeza de los nuevos «Hermandiños»? ¡Las apariencias pueden haber cambiado; pero las realidades ocultas son las mismas! ¡Hoy no existen castillos, pero existen factorías industriales! ¿Quién les dice a ustedes que una de ellas, al menos, no acabará por convertirse en el reducto del peor caciquismo?
Derecho, solemne, inspirado, su frente resplandecía. El indiano parecía sobrecogido y comentó en voz baja con su vecino que «un hombre como éste en las Américas hubiera llegado a presidente». Poco a poco don Lino dimitió de la majestad: fue como si su cuerpo absorbiera la grandeza, como si por los poros de su carne la sublimidad exudada reingresase a los depósitos secretos. El juez exclamó a media voz:
—¡El día que hable en el Parlamento…!
Un timbrazo fuerte interrumpió el comentario. Se abrió la puerta y entró don Baldomero. Fue derecho hacia el corro, con el sombrero en la mano y una sonrisa melancólica en los labios.
—¡Buenos días, señores!
—¡A ver, muchacho! —gritó Cubeiro al mozo del bar—. ¡Sirve aquí a don Baldomero una copa de veneno!
El telegrama del gobernador civil prohibiendo las procesiones de Semana Santa llegó al Ayuntamiento el viernes de Pasión, a última hora. Los párrocos y capellanes de las iglesias de Pueblanueva recibieron su traslado y copia literal el sábado por la mañana. Doña Angustias había hecho un donativo importante para la adquisición de palmas, y las palmas, en un rincón de la sacristía, esperaban las manos que habían de pasearlas por las calles próximas al puerto. Las había grandes, robustas, arbóreas, para el clero y personas mayores, y otras más finas y gráciles para las presidentas y directivas de las diversas cofradías femeninas. Unas pocas más, tejidas y adornadas con lazos de colores, se destinaban a niños y niñas paniaguados. El resto llevaría ramos de olivo y de laurel.