El brazo de don Lino había permanecido en el aire, y detrás, la perorata agazapada, presta a saltar. Al concluir Juan la suya, la mano de don Lino volvió a abrirse.
—En ese caso…
Carlos sacó tabaco y ofreció. La mano del diputado se cerró bruscamente.
—No, gracias. En Madrid me aficioné a los canarios. Es por no liarlos, ¿sabe?
—Insisto —Aldán aprovechó el silencio— en que el asunto le interesa a usted y sólo a usted. Porque los pescadores no tienen otro representante en las Cortes, y porque usted no puede dejar que se pierda esta ocasión de hacer bien al pueblo.
—Y de ganarse su afecto —añadió Carlos—. Porque son buena gente, una gente estupenda. ¡Ya lo verá cuando conviva con ellos, cuando los vea de cerca!
Carlos encendió una cerilla y la acercó al cigarrillo de don Lino. Juan esperó turno con el suyo en la boca. Encendió también, y Carlos iba a hacerlo, cuando el diputado sopló sobre la cerilla y la apagó. «Perdone. Es una de mis manías.»
—No le ofrecemos una fórmula, pero le sugerimos algunos procedimientos de ayuda, desde el donativo inmediato a la desgravación fiscal.
Juan sacó del bolsillo un sobre abultado y se lo tendió a don Lino.
—Ahí tiene usted la situación de los pescadores reducida a cifras. Estúdiela.
Don Lino fumaba con la derecha. Su gesticulación oratoria se apoyaba en la mano abierta y el cigarrillo le embarazaba. Lo arrojó al suelo.
—¿Ahora mismo? ¿No les parece que la ocasión…?
—Ni siquiera esta tarde, ni esta noche. Tenemos un margen de quince a veinte días. Llévese esos papeles a Madrid, asesórese en la medida en que lo necesite y el sábado que viene…
Don Lino se guardó el sobre.
—Sí. Será lo mejor. Un asesoramiento previo es indispensable. Y después ya veremos. Porque pueden seguirse dos caminos: uno, el tradicional, el cabildeo o caciqueo por los despachos ministeriales: pedir a éste, engañar a aquél y comprometer al de más allá. Pero hay otro camino más honrado y también más directo: llevar el caso a las Cortes, presentarlo ante los representantes del país, ante los padres conscriptos, y decirles…
Se interrumpió. Su mano diestra, por fin, había rebasado el nivel de su sombrero y hacía movimientos de bailarín flamenco.
—Pero lo que diremos habrá que pensarlo más adelante, ¿no les parece? Un discurso bien estudiado, bien amarrado y, al mismo tiempo, directo, acuciante, conmovedor. Porque mi corta experiencia parlamentaria me ha hecho comprender que a los medios de persuasión tradicionales hay que añadir una lógica aplastante. Conmover, sí, pero también convencer. La oratoria de Azaña, por ejemplo, aunque para mi gusto resulte un tanto fría. El ideal sería una mezcla de Azaña y Castelar. Eso. Verdades como puños dichas con palabras ardientes. Iluminar los cerebros y arrebatar los corazones.
Se arrimó a la verja de la iglesia. La tarde empalidecía, los vencejos armaban su alboroto y los niños, de repente, habían emigrado de Texas a Arizona. Parejas de muchachitas esperaban, en las esquinas de la plaza, a que se encendieran las farolas. Don Lino recogió los brazos.
—Azaña tiene otro defecto: habla con una mano en el bolsillo de la chaqueta, y eso hace feo. Claro que él no tiene figura…
—¿Y de Gil Robles? ¿Qué me dice de Gil Robles?
—Ése es un ave fría.
Clara cortaba un mandil en el mostrador: había colocado sobre la tela roja un patrón de papel, sujeto con alfileres, y las tijeras seguían su contorno, ras, ras, ras: la vista fija, el pulso firme. Llevaba el pelo suelto y una chaquetilla colorada sobre la blusa blanca.
El reloj de Santa María acababa de dar las ocho menos cuarto. A aquella hora no solían venir clientes. Y si a alguno, rezagado, se le ocurría comprar unas agujas, llamaría.
Dejó las tijeras y levantó la mirada. Sus ojos tropezaron con unas botas fuertes, con unos pantalones azules. Pisaban el umbral y estaban quietas. No siguió mirando. Cogió las tijeras y las empuñó.
—Vete.
—¿Vas a matarme?
‘ Cayetano adelantó unos pasos. Clara veía ahora un trozo de chaqueta que el mostrador cortaba por abajo en línea un poco sesgada. Vio también la mano velluda de Cayetano salir de la sombra, levantarse y quedar apoyada en la madera. Agarraba con fuerza los guantes y la boina.
—Vengo a pedirte perdón.
Hablaba con voz recia, con voz segura, sin emoción, sin titubeos. Clara levantó la cabeza y le miró de frente.
—Bien. Ya está. Perdonado.
Cayetano avanzó un poco, hasta quedar arrimado al mostrador.
—¿Nada más?
—¿Qué más quieres?
—Te he pedido perdón, me has perdonado. Pues bien: aquí no ha pasado nada. Como antes, ¿no? Como hace una semana. Tú, ahí detrás, y yo, aquí. Y cuando cierres, tú a mi lado. ¿A dónde vamos esta tarde?
Ella movió la cabeza.
—No saldré contigo. No volveré a salir contigo. Tan amigos; eso, sí.
Cayetano no se inmutó. Buscó la silla donde solía sentarse, la acercó y se sentó. La boina había quedado encima del mostrador, junto a los guantes.
—Una mujer no es como un hombre, lo comprendo. No razonáis lo suficiente, ni siquiera tú. Y si yo he tardado casi una semana en decidirme, no tengo derecho a exigir que te me hayas adelantado. Además, no podías hacer otra cosa que esperar, y estoy seguro de que me habrás esperado todos estos días, y que cada tarde, al cerrar la tienda, estarías un poco más irritada que la tarde anterior porque yo no venía a pedirte perdón y tú deseabas perdonarme. Todo esto es natural y lo comprendo. Pero ya estoy aquí.
Clara hacía un rollo con la tela y el patrón del mandil. Lo ató con un bramante y lo arrojó a un rincón de la tienda.
—Note he esperado un solo día, ni deseé que volvieras.
Cayetano, de perfil, no la miraba. Parecía que sus manos, al moverse, se dirigieran a espectadores que le escuchasen desde el silencio de la plaza.
—Tú, ¿qué vas a decir? Incluso me complace que lo digas. El orgullo es una gran cualidad, piensen lo que piensen los orgullosos. Me gustas porque lo eres, y lo eres como un hombre. Pero yo también lo soy y, sin embargo, he venido a pedirte perdón. Y para decidirme he tenido que convencerme de que tu orgullo no te llevaría a humillarme, ni siquiera a hacer los dengues acostumbrados. Como, además, eres inteligente, te habrás dado cuenta de lo que vale mi nobleza —se volvió rápidamente y le cogió la mano—. En una palabra, quiero abreviar los trámites. Pido perdón: quiero ser perdonado. Doy lo pasado por pasado: haz tú otro tanto.
Clara no se movió.
—Suéltame.
Él, sin soltarla, se levantó.
—¿Lo encuentras demasiado brusco? ¿Quieres que medien lágrimas y palabras tiernas? Muy bien. Por mí no hay inconveniente. Cierra la tienda y vámonos. O cierra y déjame dentro. Podrás llorar mejor, sin miedo a que te vean.
La soltó, fue hacia la entrada y empujó la media puerta.
—Quieto. No cierres.
Fue entonces, quizá, cuando llegaron a la plaza el juez y Cubeiro. Venían hablando de impuestos municipales. Cubeiro se quejaba de que el Ayuntamiento del Frente Popular hubiera cargado la mano sobre los contribuyentes. Vociferaba y manoteaba. El juez le escuchaba distraído, y de vez en cuando decía: «Sí». Al llegar al centro de la plaza dio un codazo a Cubeiro:
—Fíjese.
Señalaba con la cabeza la tienda de Clara.
—Es Cayetano.
—Sí. Y está hablando con su novia sin la menor precaución.
Cubeiro bajó la voz y empujó al juez hacia los soportales.
Cayetano regresó al mostrador. Se le había endurecido el rostro, pero en los labios le quedaba una sonrisa. Clara le miró decidida, con el rostro adelantado y las manos cerradas. Respiraba fuerte y se le habían encendido las mejillas.
—Estás muy bonita, Clara, y yo te quiero. ¿No lo comprendes? Si no te quisiera no hubiera vuelto. Te quiero y estoy dispuesto a arreglar lo nuestro. Lo he pensado mucho, ¿sabes? He querido traerte una solución.
Se inclinó un poco y abrió las manos.
—Si no estuviéramos en Pueblanueva nuestras relaciones hubieran sido distintas. Imagina que nos hubiéramos encontrado en otra parte; tú con tu vida y yo con la mía; tú con tu historia y yo con la mía. ¿Piensas que me habría preocupado tu enamoramiento de Carlos? ¡Me traería sin cuidado y me importaría un pito que te hubiera despreciado o no! Incluso llego a más. Soy un hombre moderno y reconozco a las mujeres el derecho a la vida y al amor. Aceptaría tranquilamente que hubierais sido amantes. ¿Qué más da? Dos que se quieren es una historia que empieza; se quieren por lo que son, y lo son por lo que han sido. El prejuicio de los españoles por la virginidad de las mujeres está anticuado y es inhumano. Cosa de los moros.
Cubeiro se arrimó a una pilastra y dio un tironcito a la manga del juez para que se quedase a su lado.
—Si hablase un poco más alto se oiría lo que dice.
—Pues yo algo oigo.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Y qué dice?
—Espere.
El juez alcanzó el borde mismo de la pilastra, la oreja pegada a la última arista y escuchó.
Cayetano sacó la pipa y la llevó a la boca sin cargarla. Hablaba con animación en el rostro, con movimiento de manos, con voz suave. Buscó en los bolsillos el tabaco y empezó a cargar la pipa.
—Pero Pueblanueva nos ha envenenado. Mi manera de portarme no está de acuerdo con lo que pienso, sino con lo que piensan los demás. ¿Crees que no me doy cuenta? Lo comprendo y me duele en el alma, porque lo que piensan los demás es lo que piensa mi madre. Podría llegar a despreciar al pueblo, pero es difícil que mi madre sea de otra manera, y, siendo como es, no puedo despreciarla.
La pipa estaba cargada. La volvió a la boca, sacó el mechero y lo dejó en el mostrador.
—Tú no eres el ideal de mi madre, eso no hace falta decirlo. Sabe que vengo a verte y no como a las otras. Lo sabe porque se lo han dicho o porque lo ha adivinado. ¡El olfato que tienen las madres para estas cosas! Al principio no me decía nada; luego empezaron las alusiones, las quejas solapadas; después vino la tristeza. No se atrevió hasta ahora a preguntarme de cara qué voy a hacer contigo, ni sé si se atreverá. Me gustaría que no lo hiciese, pero temo que lo haga. Será difícil. Tú sabes cómo la quiero…
Su mano buscó a tientas el mechero y lo encendió. Mientras prendía la pipa, espiaba los parpadeos de Clara, el temblor de sus ojos, los movimientos de su cara. Guardó el encendedor, dio un paseo hasta la pared y allí se volvió.
—Salir de Pueblanueva es como recobrar la libertad. Vivir donde nadie nos conoce es desintoxicarse de prejuicios. ¡Hay tantas cosas que tú misma harías fuera de aquí! La gente, por ejemplo, se casa pensando en los demás; pero donde todos son desconocidos los que se quieren no piensan en casarse. Cuando un hombre como yo llega al convencimiento de que necesita a determinada mujer, desprecia los trámites y las condiciones que pone la sociedad. ¿Con qué derecho un juez o un cura, o los dos juntos, nos autorizan a acostarnos? ¿Quiénes son ellos para disponer de algo tan nuestro como nuestros cuerpos? Por otra parte…
Suavemente, Clara le interrumpió.
—¿A dónde vas a parar?
Cayetano se cruzó de brazos y dejó de sonreír.
—Quiero que te vayas inmediatamente de Pueblanueva. De momento, a La Coruña. Tendrás todo lo que necesites, y yo iré a verte cada sábado. Esto, mientras no llegue el momento del arreglo definitivo. Entonces yo también marcharé. Pueblanueva me viene estrecha. Necesito más aire, más luz y más tierras que conquistar, y aquí no los hay. Un hombre como yo tiene cabida en cualquier parte que no sea España. ¡Hasta en Rusia he pensado! Stalin no me rechazaría.
Hablaba con. entusiasmo, le resplandecían los ojos y movía las manos con calor. Clara escuchaba inmóvil.
El juez susurró al oído de Cubeiro:
—No se oye bien. Palabras sueltas nada más.
—Quédese aquí. Voy a arrimarme a la puerta.
—¿Se atreve?
—Con un poco de suerte…
Dio la vuelta a la pilastra, se metió bajo los soportales, se aproximó cautelosamente a la tienda de Clara. El juez no se movió, pero, de rato en rato, arriesgaba un ojo más allá del límite permitido. No veía a Clara: sólo el ir y venir, el manoteo de Cayetano.
Clara preguntó:
—¿Y a tu madre? ¿También la llevarás a Rusia? ¿O eso que llamas el momento del arreglo definitivo empezará cuando ella muera?
—Mi madre no ha sido nunca un estorbo.
—Ésa no es una respuesta.
—Lo que haga de mi madre no debe interesarte. El que te quiere a ti y el que quiere a mi madre son dos hombres distintos. —Yo no veo más que uno. ¿Con cuál de los dos pretendes que me case? Cayetano apretó los dientes.
—Lo que yo te propongo no es un matrimonio, pero vale más —Clara intentó hablar; él la detuvo—. Y estoy dispuesto a darte las seguridades que apetezcas, más de las que tendrías siendo mi mujer. Por lo pronto, hacerte propietaria de una casa y de un dinero. Más tarde, cuando mis padres mueran, compartir legalmente contigo, en pie de igualdad, todos mis bienes. No soy un romántico; sé que puedo morir y por nada del mundo te dejaría en la pobreza.
—Es una hermosa proposición —dijo Clara.
Se apartó del mostrador con los brazos cruzados y la cabeza gacha. Quedó en medio, parada, unos instantes. Cayetano esperaba: la pipa entre los dedos, la pipa entre los dientes, la pipa otra vez en la mano.
—¿Aceptas?
Ella alzó los brazos por encima de la cabeza, con las manos hacia fuera; le había caído el pelo sobre los ojos y sacudió la cabeza antes de hablar.
—¿Quién iba a decirme hace un año, cuando pensaba venderme a ti por mil pesetas, que acabarías por ofrecerme la mitad de tu fortuna? No sé cuántos millones tienes, pero, por pocos que sean, hay una gran diferencia con lo que yo entonces te pensaba pedir.
Cayetano golpeó el mostrador con el cuenco de la pipa.
—¿Por qué recuerdas eso?
—Porque lo tengo presente y me alegro. Me da medida exacta de lo que valgo.
La pipa de Cayetano seguía repicando: unas briznas de ceniza mancharon la tabla pulida.
—No he pretendido evaluarte en dinero.
—Soy yo la que lo hace. Y saber que valgo tanto me llena de orgullo. ¡La mitad de tu fortuna!
Cayetano dio un manotazo a la pipa y la arrojó al suelo. Cayó cerca de los pies de Clara.
—Estás llevando las cosas a un terreno falso, Clara.