Se le hundían los hombros, las arrugas de su cara parecían haberse multiplicado. María le preguntó si quería un poco de agua, y él la aceptó.
—Gracias.
Apuró el vaso entero.
—María, es cierto que pude hacer una pelota con los billetes y tirarlos al retrete. Pero entonces, precisamente entonces, cuando lo había decidido, recordé nuestra situación. Mi traje nuevo impagado, los hijos sin zapatos decentes, y tantos agujeros que hay que tapar. En mi conciencia empezó a luchar la obligación de destruir ese dinero contra el deseo, más aún, contra la necesidad, de guardarlo. ¡Eran trescientas pesetas, María, que quizá hayan salido a escote de unos cuantos compañeros tan pobres como yo, pero que ya no podían volver a sus bolsillos, entre otras cosas, porque no estoy convencido de que hayan sido ellos…!
Agarró violentamente a su mujer y la obligó a mirarle a los ojos.
—María, claudiqué. Pagué al sastre quince duros y traje conmigo esas doscientas de las que te harás cargo, porque no puedo retenerlas un minuto más. Pero considérame desde ahora como un concusionario, y no te avergüences jamás delante de mí. Porque si has tenido una debilidad y cometiste una falta, tu marido la cometió peor. Tú has engañado a tu marido. Yo he vendido a la República…
Quedó arrimado a la mesa, con los hombros hundidos, la cabeza baja, los brazos colgantes. Dos lágrimas asomaron a los rincones de sus ojos. Echó mano del paquete que había traído, desató el lazo, retiró el papel, quedó al descubierto una cajita de cartón. María había seguido la operación electrizada.
—María, tu conducta ejemplar después de aquello te ha restituido a mi estimación. Ahora yo tengo que recobrar la tuya, porque eres la única en conocer un delito del qué te hago único testigo y juez. Te juro por mi conciencia que pondré todo mi esfuerzo al servicio de la justicia. Sin embargo, no he podido olvidarte. Los cinco duros que faltan los he gastado en esto.
Abrió la caja y quedaron colgando de sus dedos dos pares de medias finas.
María le dio un abrazo.
María puso tres copas en un plato de cristal, y las galletas en un galletero colorado, ya sin tapa y con el níquel del asa oxidado. El cariñena de la botella fue trasladado a una licorera amarilla previamente lavada y enjugada. Dejó todo sobre la mesa a la llegada de Juan y Carlos, y se retiró. En el secreto de la alcoba, sacó del pecho el sobre azul, y de la caja, las medias.
—Tres duros para zapatos del muchacho, y seis para los de Aurorita. También habrá que comprarle medias, o puedo darle un par de éstas.
Don Lino señaló las sillas del comedor.
—Les ruego que se sienten y háganse la idea de que están en su casa, aunque lo que puede ofrecerles un maestro de escuela es poco y pobre. Siéntense, háganme el favor…
Juan se arrimó al aparador y cogió la copa que don Lino le tendía.
—Perdóneme, pero estoy impaciente. ¿Trae usted alguna noticia referente a lo nuestro?
Carlos se había sentado y mordía una galleta. Don Lino se situó frente a Juan, las manos en la sisa del chaleco y el pitillo en los labios. Miraba al aire.
—Naturalmente. Las gestiones preliminares están hechas, y me atrevería a asegurar que con éxito. El Ministerio no niega la posibilidad de algún socorro, aunque tiene que preceder una solicitud en regla, elevada por el Sindicato a la superior autoridad del ministro, solicitud que ustedes redactarán mañana mismo y que cursaremos inmediatamente. Ahora bien: como yo me temía, eso no basta. ¿Qué significan unos miles de pesetas, que llegarán tarde, porque las dilaciones burocráticas son inevitables? Ustedes me dirán que por qué la República las tolera, y yo les responderé que la República, en su benevolencia, en su amplitud de criterio, en su magnanimidad, ha mantenido en sus puestos a multitud de funcionarios que ahora la boicotean, y que esos ciudadanos, llamémosles así, pero con interrogaciones, trabajan en el anónimo y en la sombra. Por eso, precisamente por eso, es indispensable la interpelación parlamentaria, para la cual ya he pedido turno. La interpelación airea, publica, saca a luz lo que está oculto, y queda registrada por los taquígrafos. El asunto, pues, se planteará en las Cortes con todos los honores, y el país sabrá que, en un rincón de Galicia, un puñado de proletarios pacíficos se esfuerza para alcanzar la libertad económica y política a que tiene derecho. Y como durante esta semana las Cortes están cerradas y nosotros disponemos de vacaciones, aprovecharé el tiempo para, con el concurso de ustedes dos, y debidamente asesorado, preparar el discurso. Así es que, señores…
—Ya me dirá para qué quiere a estas horas una tortilla de patatas —preguntó la criada al entrar en la rebotica: traía en una mano un plato humeante, y en la otra, una barra de pan.
—Puedo comer lo que quiera, ¿no?, y a la hora que se me antoje.
—Desde luego —dejó la carga en la mesilla y se volvió hacia la puerta—. Por mí, atráquese y que le dé un patatús. Lo mismo da que se muera de un empacho que de una borrachera.
—De lo que he de morir sólo lo sabe Dios, y no tengo curiosidad por averiguarlo antes de tiempo —don Baldomero la miraba por encima de las gafas—. Esta noche no ceno en casa.
—¿Se va de juerga?
—Voy a donde me parece.
—¡Vaya, vaya, que yo no he de impedirlo! Pero después no venga con lamentaciones de viudo inconsolable. Son lágrimas de cocodrilo, ya lo dice todo el mundo. La difunta le importa un rábano, como le importaba en vida. Dios la tenga en la Gloria.
—Amén.
Desde la puerta, la criada le envió una mirada burlona y furiosa. Salió y cerró con fuerza. Temblaron los frascos de los anaqueles y un calendario se desprendió de su clavo.
—¡Bestia…!
Olisqueó la tortilla. Era grande, robusta, un poco doradito el huevo por el centro, amarilla y tierna por los bordes. Partió en dos el pan, abrió las mitades y metió en cada una de ellas media tortilla. Tenía apercibidas dos hojas de papel parafinado, con las que envolvió, por separado, cada trozo de pan con su carga grasienta. El todo lo introdujo en una caja de cartón, con dos botellas. Tapó la caja y la ató con un bramante. Alguien entró en la botica y llamó. Don Baldomero ocultó la caja bajo las faldas de la camilla. Despachó un específico, guardó los cuartos en el bolsillo y se asomó a la puerta de la calle. Caía la tarde, y en el aire alborotaban las golondrinas.
Adiós, don Baldomero.
—Buenas.
Por el cabo de la calle apareció el mancebo, corriendo. Le entregó un envoltorio pequeño.
Ahí tiene. Dice que funciona perfectamente. Por la pila me cobró tres pesetas.
—Si yo cobrara así el bicarbonato pronto me haría rico…
Regresó a la rebotica. El envoltorio contenía una linterna eléctrica de mediano tamaño, achatada. La metió en el bolsillo trasero del pantalón. Se puso un abrigo grueso y recogió de su escondrijo la caja con la comida. El mancebo, acodado al mostrador, esperaba clientes.
—Alas ocho cierras.
—Le va a sobrar el abrigo, don Baldomero.
—Ahora, sí; pero después, con la noche, viene la fresca.
—También tiene razón.
—Ahora voy al rosario. Si viniera aquí don Carlos le dices que tenía pensado ir a visitarle al pazo.
—Sí, señor.
—Alas ocho cierras.
Estaba la tarde cálida y el abrigo le estorbaba. Al llegar a la plaza sudaba. Tocaron al ángelus: se santiguó y atravesó la plaza. En el pórtico jugaban unos niños. Se quitó el sombrero y entró en la iglesia. Se veían unas sombras femeninas, arrodilladas, inclinadas. No habían encendido las luces. Pegado a las paredes llegó a la capilla de los Churruchaos. Tanteó en las tinieblas, pero recordó la linterna y la encendió: un haz de luz intensa cayó sobre los enterramientos. La movió en varias direcciones, alumbró el suelo, el techo, los rincones. Don Payo Suárez de Deza sonreía en su sepultura, con las manos bien apretadas sobre el puño del mandoble. A su lado, con la nariz rota, dormía doña Rolendis, su mujer.
La linterna se detuvo entre los dos enterramientos, y allí dejó don Baldomero su caja bien escondida. Enfocó la salida, apagó la linterna, pero volvió a encenderla y la colocó en un saliente de la pared. Se quitó el abrigo, lo dobló y lo dejó en un rincón lejano.
En la iglesia había media docena de mujeres más, y en el presbiterio, el monago encendía los cirios. Entró en la sacristía. Don Julián fumaba un cigarrillo y leía la prensa. Se acercó a él y se sentó enfrente.
—¿Qué dice la prensa?
—¿Qué va a decir? Huelgas, atentados, quema de iglesias. Lo de siempre.
Don Baldomero había sacado un pitillo y el cura le pasó el suyo para encender.
—Esto va mal.
—Que lo diga.
—Y no se acabará hasta que nos echemos al monte.
El cura recobró su cigarrillo y sonrió.
—¿Quién? ¿Usted?
—Yo y otros hombres bragados. Hay que declarar la Guerra Santa a la República.
—¡Pues están arreglados los que se echen al monte! Morirán como chinches.
—Como héroes, querrá decir.
El cura dobló el periódico y lo dejó en la mesa.
—Dije como chinches, y mis razones tengo. La época de los héroes se acabó. Ahora estos asuntos no se arreglan con guerras, sino con elecciones. Si los ricos hubieran soltado la mosca no nos veríamos como nos vemos. Pero los ricos, ya se sabe, quieren nadar y guardar la ropa. Pues ya verán cuando venga el comunismo…
Don Baldomero le miró de reojo.
—Yo no hablo de echarme al monte para defender a los ricos, sino a la Santa Iglesia del Señor.
—Todo va junto…
Entraba el monaguillo. Don Julián se levantó.
—¿Va a quedarse al rosario?
—A eso vine.
—Pues váyase a la iglesia y haga bulto, que como esto siga así, nos quedaremos pronto sin clientela.
Don Julián había cogido el sobrepelliz y se lo metía por la cabeza. Don Baldomero se levantó y arrojó la colilla. Alzó una mano convulsa.
—Ierusalem, Ierusalem, convertere ad Dominum, Deum tuum!
—Déjese de citas. Lo que hace falta es acción. Ya lo dice Gil Robles.
Recorrió la iglesia por la nave de la Epístola y se sentó en el último banco. Don Julián salió de la sacristía, atravesó el presbiterio, hizo una genuflexión y subió al púlpito. «Misterios gozosos…» Arrastraba la voz cansada. Dos docenas de beatas le respondían con un murmullo casi imperceptible.
Arrodillado, don Baldomero esperó. No podía seguir el rezo. Le golpeaba el corazón y en su cabeza hervía un barullo de imágenes. Pero no había, entre ellas, ninguna que, rectamente interpretada, pudiera considerarse como mensaje o, al menos, como señal de, aprobación divina. «¡Me abandonas a mis fuerzas, Señor, y tú, santa mía, te callas en los momentos en que tu voz me sería más benéfica!» Se sentía solo, reducido a sí mismo, con el corazón decidido y la mente dudosa, sin más que su coraje para seguir adelante. El espíritu seco, corno él de los grandes santos en las grandes ocasiones. «¡Quizá el consuelo venga después, pero en este momento necesitaba alientos!»
Don Julián terminaba las letanías. Las beatas bisbiseaban las respuestas. El monaguillo, sentado en un escalón del presbiterio, se había dormido. «¡Ahora!:, dijo una voz interior, y don Baldomero se levantó de un salto. «¡Ha sido una orden!», pensó, y esperó unos instantes a que se repitiera; pero las voces interiores habían enmudecido. Cautelosamente se escondió detrás de una columna, atravesó la nave, entró otra vez en la capilla de los Churruchaos… Buscó a tientas el abrigo y se lo puso. Se sentó en el rincón, encogió las piernas, escondió la cabeza, escuchó.
Los rumores llegaban como desde muy lejos: pasos, quejidos de las puertas al abrirse y al cerrarse. Los fue siguiendo, analizando, situando. «Este es el monago que baja por el pasillo central… Ahora cierra el pórtico… Ahora regresa… ¿Por qué tarda tanto?» Faltaba, para su tranquilidad, el chirrido de unos cerrojos. Aunque bien pudiera ser que los hubieran engrasado.
Pasó mucho tiempo. Don Baldomero se levantó y se acercó a la puerta de la capilla. No quedaba en la iglesia más luz que la lámpara del Santísimo, en la nave del Evangelio. Todo estaba en silencio, pero escuchando bien se podían oír ruidos menudos agrandados por el eco y el vacío: la carrera de un ratón, el crujido de una madera, los chillidos de los pájaros que volaban alrededor del campanario. Respiró fuerte y regresó a su rincón. Iluminó la esfera del reloj: las ocho y media. Recogido, acurrucado, pensó que faltaba mucho tiempo y que podía dormir…
Don Lino les acompañó hasta la puerta, y en ella repitió cortesías y ofertas.
—Pasaré más tarde por el casino, porque ahora deseo quedar unos minutos en familia. ¡Esta necesidad en que me veo de estar ausente de mi casa me da muchos quebraderos de cabeza! Porque la educación de los hijos requiere la presencia del padre, y yo lo soy, además de maestro y diputado. ¡Grave carga la paternidad, créanme ustedes! Una hija de dieciocho años, un hijo de once. Cada cual a su manera, los dos requieren mi consejo… Voy a charlar con ellos unos minutos y después bajaré a la tertulia. Quizá mejor de noche, después de cenar. Porque también es necesario el esparcimiento, y, además, mi condición de hombre político exige el contacto directo con los electores. Vuelvo a decirles que han tomado posesión de su casa, donde la humildad se alía con la más amplia filantropía. Filantropía quiere decir amistad con los hombres. Tienen en mí un amigo…
Calle abajo, Juan preguntó:
—¿Tú crees que con este tipo conseguiremos algo?
Carlos hizo un gesto de duda.
—Ignoro hasta qué punto la retórica puede alcanzar efectos prácticos. Pero si la cuestión se plantea en el Congreso…
—¿No has asistido nunca a una sesión de Cortes?
—Jamás.
—Un chiste oportuno puede dar al traste con el propósito más noble, y don Lino se presta al chiste.
—Esto ya lo sabías antes, ¿no?
—Pero lo recordé esta tarde, al oír a nuestro valedor.
Llegaron a la plaza. Se habían encendido las farolas y en el aire flotaba una neblina tenue, azulada.
—¿Y si fuéramos a ver a Clara? —propuso Carlos.
—Ve tú, si quieres. Yo estoy citado con el
Cubano
y los otros. Estarán impacientes. Cenaré allí.
Quedaron en que se encontrarían a la puerta del casino después de las doce. Juan siguió calle abajo, con el sombrero en la mano y los mechones rojos movidos de la brisa. Carlos atravesó la plaza y llegó a la tienda de Clara. Le llamó la atención el cartel, colgado en el quicio de la puerta: «Se vende…». Entró en la tienda vacía. Curioseó en el interior. La silla de Clara estaba en un rincón, y, junto a ella, un cestillo de paja con ropa blanca. La aguja permanecía clavada en el bordillo de una pieza, a la que Clara cosía un encaje.