Echó agua en una palangana, se lavó un poco la cara, se peinó. El reloj dio la media. Una hora, todavía. Abrió su armario, vio lo que quedaba, cogió el paquete y salió. Llegó a la habitación de su madre, entró calladamente, alzó el candil por encima de la cabeza; su madre dormía entre un revoltijo de ropas sucias, despedía un hedor repugnante. Se sintió repelida, sintió frío en su corazón y asco en su garganta. Con un gran esfuerzo se aproximó y le dio un beso en la frente.
Se detuvo ante la habitación de Juan un minuto, dos minutos largos. Le vinieron lágrimas a los ojos, pero se apartó de la puerta y llegó hasta la de Clara. La golpeó sin miedo, porque estaba lejos, y nadie oiría. Volvió a golpear. Clara preguntó desde dentro, con voz oscura, quién era.
—Soy yo.
—Empuja. Está abierto.
Clara, sentada en la cama, la miró con extrañeza.
—¿Qué quieres? ¿Qué hora es?
Y antes de que Inés respondiese, añadió:
—¿Adónde vas?
Inés dejó el candil encima de la mesa y se sentó en el borde de la cama.
Clara buscaba algo con que envolverse.
—Me voy.
—Dame de ahí ese abrigo.
Se lo echó por encima de los hombros y se arrebujó.
—¿Estás loca?
—Me voy. Tengo la obligación de irme.
—Allá tú.
Inés buscaba en el rostro de Clara aquella mirada acusadora del sueño, aquella mirada que la había lastimado el alma, y en su voz, el tono de desprecio. Pero Clara, apenas espabilada, parecía triste, y su vez era dulce, un poco dolorida.
—Haz lo que quieras, pero en la casa nada ha cambiado para que te sientas obligada a irte.
—Es una obligación que me llama desde fuera. Tú no lo entenderías.
—¡Ah!
—Me voy ahora mismo, en el autobús.
—¿Adónde? Inés no respondió.
—Nos harás saber, al menos, dónde estás. Juan…
Inés le cogió las manos.
—Espera a que sea tarde para contárselo. Lo harás, ¿verdad? No me siento con fuerzas para decirle adiós. Sé que no me perdonará.
—¿Por qué no? Esto era de esperar, un día u otro.
—Pero no así.
—¿Qué más da el modo?
Inés hurgaba en un bolso negro.
—Voy a dejaros algún dinero. Tengo más del que yo pensaba.
—Todo te hará falta. Ya nos arreglaremos.
—No, no. Toma. Para ti. Y para Juan. Repártelo entre los dos.
Contó cinco billetes y se los ofreció a Clara.
—Cien duros.
—¿Tanto?
—Tengo mucho, más de dos mil pesetas.
Clara metió los billetes debajo de la almohada.
—Tengo que llevar el paraguas —dijo Inés—, pero te lo dejaré en la estación de autobuses.
—No. Iré contigo.
Se echó fuera de la cama, se vistió el abrigo por encima del camisón y se puso unas zapatillas.
Voy a calentarte el café. No vas a ir por ahí muerta de hambre.
—No, no. Deja.
—No es más que un segundo. Con una piña se calienta.
Cogió una caja de cerillas y salió. Inés quedó sentada en la cama. Las sábanas olían a limpias, pero estaban remendadas. Y aquella cama verde, tan bonita, no la había visto nunca.
Clara regresó en seguida.
—Ya está. Voy a vestirme mientras se calienta.
Se despojó del abrigo y del camisón y quedó, un momento, desnuda. A medio vestir, se chapuzó la cara en una palangana y se pasó un peine. Inés pensó que jamás se hubiera desnudado delante de su hermana, pero no sintió repugnancia. También el cuerpo de Clara olía a limpio.
—Ya estoy. Coge lo tuyo.
Había dos tazas y un azucarero encima de la mesa de la cocina. Clara
fue
al fogón, cogió
el
puchero y sirvió el café.
—Si quieres pan, quedó un poco de ayer.
Se sentó y bebió unos sorbos.
—Me da mucha pena que te vayas.
—No hables de eso. lo mejor no vuelvo a verte. Me gustaría que no llevases mala idea de mí. Claro que no es posible, pero me gustaría.
Inés la miraba en silencio, como si no tuviera nada que responder.
Ahora que te vas quiero decirte una cosa: ¿te acuerdas de cuando me echaste de tu cama? Tenías razón. Aquello me sirvió para sentir vergüenza de mí misma. Y no es que sea ya como es debido, porque las cosas no son fáciles; pero lo seré. Estoy segura. Quiero que te vayas convencida de eso…
Apuró el café, se limpió los labios con el dorso de la mano.
—… y de que me gustaría ser como tú. Pero eso ya sé que no es posible.
Se levantó.
—Vamos cuando quieras.
Inés llevaba el paquete; Clara, el paraguas. Atravesaron la era cogidas del brazo y en silencio. El viento las empujaba por la espalda, los zuecos chapoteaban en los charcos del camino. Cerca del pueblo, Clara dijo:
—¿Sabes? Me olvidé de que te ibas, y por un momento pensé que era una mañana como esas otras.
Sintió estremecerse el brazo de Inés.
Había gente bajo los soportales. Unos mozos cubrían de una lona la baca del autobús. Mientras Inés sacaba el billete, Clara esperó con el atadijo y el paraguas.
—Bueno. Adiós.
—Dame un beso.
La abrazó. Inés volvió la cabeza.
—Anda, no llores. Estarás mejor que en casa.
Inés se descalzó las zuecas.
—Llévate también eso. No me hará falta.
Sacó del atadijo unos zapatos y se los puso. Subió en seguida al autobús y se sentó en un asiento lejano.
—Vete ya —dijo.
—Adiós.
Clara se metió bajo los soportales, buscó una sombra y esperó. Dos hombres hablaban cerca de ella.
—Pues a mí me gusta más la beata.
—¡Ca! No hay en toda Pueblanueva hembra como la otra.
—No, no… La beata…
Añadió una grosería. Clara se apartó, se fue al extremo de la plaza. El chófer del autobús hacía sonar la bocina. Llegaron unas aldeanas retardadas.
—¡Vamos, coño! ¿O es que se os pegaron las sábanas al culo?
Se encendieron los faros e iluminaron la lluvia gruesa, pertinaz. Todo un lado de la plaza quedó brillante. Pasaban y repasaban sombras apresuradas. El coche arrancó y empezó a moverse. Los faros recorrieron las fachadas, alumbraron las piedras renegridas de la iglesia. El coche pasó por delante de Clara y dio la vuelta. Inés iba en medio de dos aldeanas, con la cabeza baja.
La estación quedaba en una gris penumbra sucia de humo y ruidosa; silbaba una locomotora y pasaban veloces los carros de los equipajes; voceaban los viajeros, los mozos, los que esperaban; y todos, al apresurarse, la empujaban. Venía un viento helado y húmedo, un viento penetrante y sutil que la hacía temblar. Inés buscó la salida y quedó deslumbrada por la claridad.
—¿Un hotel, señorita?
—Un hotel.
—¿Taxi? ¿Quiere taxi?
—¡Omnibus! ¡Viajeros y equipajes!
—Pensión de familia. Cinco pesetas.
—¡Apártese! ¡Parece boba!
Se apartó del barullo, de los empujones. Sentía frío y halló cobijo en un rincón soleado. Esperó. La miraba la gente, sobre todo los hombres. Alguno sonreía y volvía a mirarla.
—Oiga, por favor. ¿Dónde puedo tomar un poco de café?
El guardia la repasó con la mirada, una vez, otra: una mirada curiosa, benévola.
—Siga por ahí. Al final. Donde pone «restaurante».
—Gracias.
Se alejó. El guardia la llamó.
—Oiga, señorita.
—¿Qué? ¿Voy mal?
—Ande con cuidado.
Se acercó a ella y le habló en voz baja.
—Ponga otra cara, como las demás mujeres. Si se dan cuenta de que es una monja de paisano, se meterán con usted.
—No soy monja.
El guardia sonrió y llevó la mano a la gorra. Inés se apresuró a llegar al restaurante. Eligió una mesa apartada, pidió un café.
—Oiga.
—¿Diga? —también el camarero la había mirado con curiosidad sonriente, un sí es no es burlona.
—¿Dónde podía lavarme?
El camarero le señaló una puerta.
—Allí. Pida la llave a la cajera.
Pagó el café, lo tomó. Se sintió confortada, pero insegura. Había un espejo cerca. Se miró discretamente y no vio nada extraño en su rostro: el pelo tirante, recogido en un moño; cansancio, sueño.
La cajera le dio la llave, pero ella no se movió.
—¿Quiere algo más?
—Sí. Quería…
Se aproximó, tímida, hasta hablarle casi al oído.
—¿Tiene usted unas tijeras? Unas tijeras grandes, que sirvan… Miró a un lado y a otro; se acercó más.
—Voy a cortarme el pelo.
La cajera rió, pero no con maldad: parecía hacerle gracia. Inés dudó un momento sin confiarse a ella.
—Mire. Acaban de decirme que parezco una monja de paisano y que podían meterse conmigo. No soy monja. Por eso quiero quitarme el moño.
—Espere.
La cajera se levantó e hizo seña a uno del mostrador.
—¡Eh, tú! Atiende la caja. Voy a tardar un poco.
—Pues ¡sí que tiene gracia! —respondió el otro—. Cada uno está a lo suyo.
La cajera no hacía caso. Revolvía en un bolso, sacó unas tijeras y las metió en el bolsillo del delantal.
—Venga. Le ayudaré.
Abrió la puerta del lavabo, entraron, cerró por dentro.
—Así no nos molestarán. Lávese un poco la cara y siéntese ahí. ¿Cómo lo quiere? ¿Muy corto?
—No sé…
—Da pena, con ese pelo…
Le había deshecho el moño; el cabello la caía por los hombros y la espalda.
—¿No lleva otra toalla? Una que esté seca. Bueno, es igual: le pondré mi mandil. ¡Qué pelo, Dios! Y usted es muy bonita. No vendrá a Madrid a nada malo.
Inés se estremeció y bajó los ojos.
—No sé qué quiere decir.
—Perdone. ¿De dónde es? ¿Gallega?
Inés sintió el ruido de las tijeras. Ras, ras. Unas guedejas cortas le cayeron sobre el pecho, y un deseo repentino de llorar le acometió al verlas. Había guardado su cabello para ofrecerlo, en sacrificio alegre, ante un obispo y una madre abadesa, entre cánticos e incienso y con un anillo en el dedo. Había esperado llorar otras lágrimas, no aquéllas tristes que se limpiaba disimuladamente, que temía verter, como si también fuesen objeto de burla.
—No. Soy de aquí, pero estuve fuera mucho tiempo.
—Ya se nota.
Ras, ras, ras. Sacudió la cabeza, más ligera.
—Tome. Guárdelo, que, en un caso de apuro, lo puede vender para una Virgen. ¡Vaya trenza que sale de ahí!
Contemplaba la mata de pelo sacrificada.
—¿Ya está?
—No como una artista, pero puede pasar.
—Gracias.
—Yo que usted, me cortaría también el flequillo. Traiga, no se mueva.
Inés cerró los ojos; la cajera volvió a cortar; esta vez con cuidado, igualando las puntas.
—Ahora, con un poco de carmín en los labios, a nadie se le ocurrirá pensar que es usted una monja.
—¡No, no! ¡Carmín, no! No tengo.
—Con mi barra. Un toquecito nada más. ¡Está preciosa! Ahora mírese.
La acercó al espejo. Inés se miró, temblando, y halló a Clara al otro lado del cristal; una Clara asustada, sorprendida.
—¿Qué? ¿No le gusta?
—Sí, sí…
Seguía mirándose. Nunca había sospechado que se pareciese tanto a su hermana, que sus miradas fueran tan iguales. Le daba miedo.
—No tiemble, mujer. Póngase más derecha. Y, en cuanto pueda, cómprese otra ropa y unas medias más finas. ¡Con lo repreciosa que es usted y el buen cuerpo que tiene! Ya me gustaría para mí, ya.
La cajera era rubia y un poco gorda. Llevaba las cejas depiladas y colorete en las mejillas. También las uñas eran de color fuerte. Y los tacones, muy altos.
—¿Tiene familia aquí?
—No.
—Pues ándese con cuidado, porque usted es de las que gustan a los hombres. No se fíe de nadie.
—¿Le… tengo que pagar algo?
La cajera le dio una palmada en la espalda.
—¡Ande, mujer! Hoy por usted y mañana por mí. Estamos en el mundo para ayudarnos.
—Gracias.
—Y si se ve en algún apuro, venga a buscarme. En casa somos muchos, pero… ¿Sabe hacer algo?
—Modista. Pero no hará falta. No… creo.
—No vuelva al café. Salga por esa puerta.
Inés buscó en un bolsillo. Tendió un papel a la cajera.
—¿Quiere decirme dónde está esto?
La cajera leyó: «Pensión Herminia, Corredera Baja, 27».
—Lo mejor será que coja el «Metro» hasta Santo Domingo y que pregunte allí. Queda cerca. ¿Sabe ir en «Metro»?
—Sí, creo que sí.
—Pregunte a un guardia, ¿eh?
Quedó en la puerta, viendo cómo Inés se alejaba.
—Podía ser la reina de Madrid…
Inés se metió en el «Metro». Iba casi vacío. Cambió en ópera; se confundió y cogió el tren descendente en vez del ascendente. Tuvo que volver atrás. Los hombres la miraban, pero sin sonreír. La miraban con curiosidad y codicia.
En Santo Domingo se dirigió al guardia, escuchó la información. —¿Se equivocará?
—No, no. Ya estoy segura.
—En todo caso, vuelva a preguntar en la Gran Vía.
Llegó a la Corredera Baja, 27. La Pensión Herminia, dijo la portera, estaba en el segundo izquierda y tenía un anejo en el 29, cuarto. A lo mejor, la persona por quien preguntaba vivía en el anejo.
—¿No lo ha visto usted entrar o salir? Un hombre alto, joven… —¿Cómo viste?
—No sé…
—¡Entra y sale tanta gente…! Suba y pregunte.
Los peldaños de la escalera eran bajos, de baldosa roja, muy desvaída, y terminaban en rebordes de madera gastada. Olía a guiso.
—¿La Pensión Herminia?
—Eso es en el segundo.
—Pero…
—Éste es el principal, señorita. Dos pisos más arriba.
Le cerraron la puerta de golpe. Siguió subiendo. En el segundo izquierda había un rótulo de porcelana, roto, en que se leía:
NSIÓN HERM
Llamó. Abrió una criada vieja, desgreñada.
—Quería una habitación.
La criada la miró y remiró.
—Espere.
Desapareció en el fondo de un pasillo oscuro. Inés buscó dónde sentarse; no había sillas. Se arrimó a una esquina, junto a un perchero con espejo. La criada no regresaba. Se miró, ensayó ante el espejo una sonrisa. Olía a coles cocidas y, en el fondo de la casa, unos niños armaban jarana.
Se oyeron pasos. Inés se irguió, sonrió. Los pasos se alejaron. Volvió a esperar, a encogerse. En la pared del pasillo había un cuadro, y más allá, otro. El pasillo estaba cubierto por una estera de cáñamo, roída por los bordes, y en el vestíbulo había otra estera, cuadrada, algo más nueva. Sus pies estaban mitad dentro, mitad fuera. El tacón del pie derecho caía encima de una baldosa rota, que se movía según se movía ella.