El padre Ossorio se sentó a comer en la mesa de la derecha del cromo. La patrona le había señalado aquel sitio por ser el único teóricamente vacante. Todos los demás los ocupaban alumnos de diversas Facultades, si no es el opuesto al del padre Ossorio, que era el de honor y se lo reservaba la patrona para sí, cuando comía con sus pupilos, o para algún huésped transitorio venido de su pueblo. Como solfa estar vacío, los estudiantes decían a la criada:
—Matilde, pon vino al comendador —aunque en la Pensión Herminia no se bebiese vino.
El estudiante de la corbata de lazo era siempre el último en llegar, y mientras no llegaba la cosa se mantenía en relativa paz. El estudiante de la corbata de lazo era un tipo larguirucho, ligeramente picado de viruelas, con unos ojillos saltones. Cursaba el doctorado de medicina y se llamaba Páez.
El padre Ossorio vino tarde, aunque no tanto que hubiera llegado ya el de la corbata de lazo. Pidió perdón a la criada, y ésta le preguntó que por qué le pedía perdón. Le sirvieron un plato de judías pintas con chorizo. Estaba terminándolas cuando entró el de la corbata de lazo. Dijo en voz alta: «;Salud y República!», o algo así, y miró con sorna al fraile. El fraile inclinó la cabeza y se aplicó a rebañar su plato. El estudiante de la corbata de lazo ocupó su puesto y dijo a la criada que estaba guapa aquella mañana.
—La relativa libertad de prensa de que gozamos en esta República de cartas —dijo— tiene sus puertas falsas. Acabo de encontrar un precioso folleto, probablemente clandestino, que ofrezco a la curiosidad de ustedes.
Lo arrojó al aire, dirigido a la mesa del padre Ossorio. Quedó entre el jarro del agua y un trozo de pan. El estudiante que comía a la derecha, y que preparaba notarías, lo cogió y leyó en voz alta el titulo:
—«El presbítero. Su vida, costumbres y modo de cazarlo.»
Todos rieron.
—Es un folleto muy útil, cuya adquisición les recomiendo —continuó el de la corbata de lazo—. Gil Robles será derrotado en las próximas elecciones, y entonces tendremos ocasión de entregarnos a nuestro deporte nacional favorito sin que lo estorbe la Policía. Porque, señores —volvía la cabeza para mirar al padre Ossorio—, nuestro deporte nacional es, desde hace un siglo, la caza del presbítero. Quien lo dude que consulte la historia, y se enterará de que el pueblo caza curas desde que los curas traicionaron al pueblo y se pasaron a las clases pudientes.
Alguien le preguntó si constituía una especialidad de los españoles o si algún otro país la practicaba.
—En esto pasa como con los toros. Los toros son nuestra fiesta nacional, pero en algunos puntos de Europa y de América nos han salido imitadores. La caza del presbítero no es de invención española, sino que, como muchas otras cosas castizas, fue descubierta en Francia y practicada en gran escala durante la Revolución francesa, si bien aquellos caballeros lo hicieron por razones ideológicas, no por instinto de justicia; pero hoy día puede decirse que constituye un monopolio español y de algunos países hispanoamericanos.
—¿Y Rusia? ¿No se practica en Rusia?
—En Rusia el presbítero es una especie a extinguir. Las grandes hambres que siguieron a la Revolución obligaron al consumo de carne humana, y se prefirió la del presbítero y similares por su delicadeza y sabor dulce. Claro está que en los museos quedan algunos disecados. Y hay sospechas de que en ciertos lugares del Cáucaso se esconden los últimos ejemplares vivos, como la cabra hispánica en la Sierra de Gredos.
La criada empezó a servir un guiso de bacalao y dijo al estudiante de la corbata de lazo que por qué no se callaba.
—¿Y la libertad de expresión, Matilde? ¿Qué hacemos de ella? Hay que ejercer los derechos fundamentales, si no queremos que caigan en desuso y nos los arrebaten por anticuados.
—Pues no se meta con nadie.
El estudiante se puso en pie.
—¿Me meto yo con alguien? ¿Alguno de los presentes se siente aludido por mis palabras? ¿Te has sentido aludido tú, Salazar, que has estudiado para cura?
—No —respondió Salazar.
—El señor Salazar no se siente aludido, aunque estuvo en un seminario; es decir, en un vivero de presbíteros. Y usted, señor, ¿se siente aludido?
Miraba al padre Ossorio. Todos volvieron la cara hacia él. El padre Ossorio hizo un esfuerzo y aguantó las miradas.
—No.
—¿Lo ve, Matilde? Aquí no hay presbíteros. Ni siquiera ese señor es presbítero. Luego, no me he metido con nadie de los presentes. Ahora bien: si la conversación no le divierte, podemos cambiar de tema. ¿Habéis visto las putas nuevas llegadas al palacio de madame Petit? Ya sabéis dónde digo, en la calle de San Marcos… Una de ellas, Marcelle, que confiesa veintiséis años a efectos policíacos, pero que, para mí, no ha cumplido los veinte, es de lo más perfecto que ha producido Francia en ese ramo de la industria. Anoche fundí en su consoladora compañía el dinero del mes, y os aseguro que no he gastado en mi vida dinero mejor gozado.
Empezó a describir las excelencias y artimañas de Marcelle. El padre Ossorio enrojeció, hubiera querido cerrar los oídos. Le daba miedo levantarse antes de terminar: lo había hecho la noche anterior y le habían despedido con chacotas. Pero las palabras del estudiante le entraban en el alma, la removían, suscitaban en ella Imágenes inciertas, desconocidas, turbadoras, que le avergonzaban y le asqueaban.
El estudiante de la izquierda vio el temblor de sus manos, que no atinaban con el trozo de bacalao; se levantó, habló al oído al de la corbata de lazo. Siguieron risas, cuchicheos; pero las hazañas de Marcelle pasaron a ser relatadas en voz apenas perceptible.
El padre Ossorio osó mirar a su vecino y darle las gracias con la mirada.
No quiso la mandarina que le traían de postre. Se levantó, dijo «¡Buenas tardes!» y «¡Buen provecho!» y se metió en su cuarto. Desde él pudo oír la discusión alborotada de los estudiantes.
—¡Te digo que no hay derecho!
—Pues si le da vergüenza, ¡que se vaya!
—Estamos en un país libre. ¿No lo dices todos los días?
—¡Libre, pero sin curas!
—¡Aunque sólo sea por buena educación! Y te lo digo yo, que no soy sospechoso.
El padre Ossorio se sentó en el borde de la cama. Poco a poco bajaron de tono los estudiantes. Se les oyó salir del comedor y meterse en sus cuartos.
Aquella rabia de su corazón, aquel deseo furioso de abofetearlos, de patearles las costillas, aquel dolor de no poder hacerlo, de no atreverse, le habían encendido la sangre; el sentimiento de su impotencia le hacía llorar. Se veía a sí mismo abofeteado y pateado, se sentía insultado y escarnecido, y se avergonzaba de su paciencia, de su resignación aparente. Hubiera estrujado entre sus brazos al de la corbata de lazo; lo hubiera hecho fácilmente, porque era más hombre que él; hubiera hecho frente a todo… ¿Por qué no se había atrevido? ¿Por qué no se atrevería jamás a hacerlo? Su condición le ataba, le oprimía. Bastaba una sonrisa, bastaba la sospecha de que le hubiesen reconocido para acobardarse, para achicarse. «¡Eres cura, cura, cura!»
Cuando estuvo la casa en silencio, marchó a la calle. Hacía frío. Se subió el cuello de la gabardina y fue hacia la Gran Vía. Era temprano, las tiendas no habían abierto. Pasó frente a una iglesia y sintió disgusto de mirarla. En la Puerta del Sol compró un periódico y se metió en un café. Durante más de media hora se disimuló tras el periódico.
Guardaba en el bolsillo las trescientas pesetas de Inés. Había decidido devolvérselas. Pero, al entrar en el café, se miró en un espejo con ojos nuevos y le dio lástima de sí mismo. No sólo era ridículo en aspecto, sino penoso: el de un hombre frustrado, vencido.
La tienda de ropas hechas quedaba cerca, y un peluquero lo encontraría en cualquier parte.
Tenía que ir aquella tarde a una editorial. A otra editorial más. Había recorrido cuatro o cinco. Ninguna necesitaba traductores de alemán.
—También sé ruso. Conozco el ruso moderno y el antiguo.
Entonces le habían dicho que en tal parte quizá pudiera interesar. Y al decírselo se habían reído.
—Se ríen porque me toman por un traidor que se avergüenza de lo que es. Si vistiera mis hábitos, acaso me despreciasen, pero no se reirían.
Un hombre que estaba a su lado le preguntó:
—¿Decía algo?
—No, nada.
—Perdone. Creí que decía algo. ¿Quiere un pitillo?
No se atrevió a rechazarlo.
El hombre le dio también fuego y empezó a contarle que estaba en Madrid porque tenía un pleito con un vecino por las lindes de unas tierras, y que el otro lo había perdido en la Territorial y ahora lo traía al Supremo.
—Y usted, ¿qué hace aquí?
—Busco trabajo.
—¡Ah, trabajo! Eso está muy mal ahora.
En el campo, claro; en la ciudad no sabía, aunque, a juzgar por lo que se movía la gente, todo el mundo debía trabajar.
El padre Ossorio se encontraba más tranquilo junto a aquel paleto que no le había mirado con desconfianza o burla, que no se había sonreído, que no aludía para nada al clero.
—Deje, no se preocupe. Yo pagaré el café. Y si quiere venir mañana, estaré aquí. Mi pensión está muy cerca.
—¿Es muy cara?
—Cinco pesetas. Vino aparte.
—¿Usted cree que encontraré habitación? No estoy contento en la mía.
—No sé. Puede ir a preguntar. Carretas, siete. Diga que va de mi parte, de parte de Vicente Serrano. Vicente Serrano es un servidor.
—Iré. Seguramente iré. Gracias por todo.
Buscó una peluquería y se afeitó. El peluquero le aconsejó rapar la cabeza, porque de otra manera no se podía remediar aquel desastre. Pelado y rasurado, se vio al espejo que le ofrecían, y halló en su rostro, en su cabeza, algo de oriental, de mongólico. Resaltaban los pómulos anchos, la forma triangular del rostro. En Alemania, en la Universidad, había conocido a un ucraniano con la cara así, un sujeto siempre rapado, que no usaba camisa, sino un jersey de cuello alto, y que vestía todo de negro, sin tener por ello aspecto clerical, sino más bien militar, con algo de diabólico. Era un hombre silencioso, al que todos respetaban no sabían por qué. Claro está que el ucraniano solía llevar un vidrio en el ojo derecho y andaba muy erguido, sacando el pecho.
Halló fácilmente la tienda de ropas hechas. El dependiente le escuchó con amabilidad, le llevó al probador, le aconsejó este traje, y no otro; este jersey, esta
trinchera
. Mientras le ayudaba, le preguntó si era extranjero, y el padre Ossorio le dijo que no, pero que había pasado en Alemania mucho tiempo.
—¿Piensa usted seguir llevando sandalias? Hace bastante frío.
—No se preocupe. Estoy acostumbrado.
—Bueno. Mírese usted.
¡Lo que podía un traje nuevo, planchado! No era el mismo, aunque todavía le faltase mucho para conseguir el aire del ucraniano, pero eso era seguramente cosa de la mirada.
—Bien. Está bien.
—Escúcheme. Aquí la boina se pone un poco de lado.
Era asombroso cómo, con sólo inclinar la boina sobre la oreja, perdía el rostro la expresión bobalicona, aldeana, y adquiría, al menos, una cierta listeza.
—Gracias por todo.
Llevaba las ropas viejas en un paquete bien hecho. Podía dejarlo en cualquier parte. Entró en el café de la Puerta del Sol y pidió que se lo guardasen. Vicente Serrano continuaba en el mismo sitio y había pegado la hebra con una mujer opulenta. Pasó delante de él y no fue reconocido. 0 acaso se hallase demasiado entretenido con la morena.
—¿Calle de Víctor Hugo? Sí. Vaya usted…
Había ascensor. La editorial estaba en el último piso. Le recibió una señorita, le hizo pasar a un salón algo destartalado, con chimenea, varias mesas, muchos papeles, muchos periódicos, muchos libros, todo revuelto. No había nadie.
—¿A quién quiere hablar?
—Me han dicho que aquí necesitan traductores de ruso.
—Espere.
Le indicó un asiento y salió. El padre Ossorio hojeó algunos periódicos.
Los había austriacos, franceses y alguno en alemán, publicado fuera de Alemania. Se aplicó a leerlo, porque, en la primera página, se acusaba al nazismo, en grandes titulares, de asesinar judíos. Recordó que en Alemania había oído hablar de los nazis; no recordaba bien lo que eran.
Se abrió una puerta, y entró un señor vestido de gris, de mediana edad, de mirada fría y profunda. Le indicó con un gesto que no se levantase y le tendió la mano.
—¿Conque sabe usted ruso?
—Sí. Ruso antiguo y moderno.
—¿Filólogo?
—No. Filosofía…
—¡Ah! Filosofía. ¿Estudió aquí?
—En Alemania.
—¿Y viene ahora de allí?
—Estoy en España hace dos años.
—¿Aquí, en Madrid?
—En Galicia. Un sitio que se llama Pueblanueva.
—¿Es usted comunista?
—No.
—¿Socialista, al menos?
—No.
—¿Conoce la naturaleza de esta editorial?
—No.
El hombre se levantó, se acercó a un armario, lo abrió y revolvió entre unos papeles. Sacó un folleto y se lo tendió al padre Ossorio.
—¿Es usted capaz de traducir eso? Quiero decir ahora mismo, de viva voz.
—No sé.
—Pruebe. Ábralo al azar.
Lo hizo. Empezó a traducir. Primero, con lentitud; luego, con normalidad, conforme leía.
—Aquí hay una palabra que desconozco.
—No importa. Siga.
Le escuchó un par de minutos más. Mientras le escuchaba, examinó con interés calmoso su cabeza, sus manos.
—Basta. Veo que conoce el ruso moderno perfectamente. ¿Se ha dado cuenta del contenido de ese folleto?
—Propaganda atea. ¿Tengo que traducirlo?
—¡No! Al menos de momento. El Gobierno español no ve con buenos ojos esa clase de publicaciones, y los señores que nos suministran el papel, tampoco. Los señores que nos suministran el papel, no digo gratis, pero sí con grandes facilidades de pago, son partidarios del Gobierno y buenos cristianos, pero necesitan dar salida al papel, y las editoriales pías o neutras no dan abasto. Su condición de negociantes les permite proteger a una editorial que publica novelas, digamos de la Rusia actual, pero nos retirarían toda protección si nos atreviésemos a publicar un solo libro de teoría comunista, y no digamos de propaganda atea. Quizá más adelante, si las circunstancias políticas cambian, cambien también las exigencias morales de su conciencia y se hagan más tolerantes con el ateísmo; pero, de momento, hay que atenerse a la realidad. Nosotros somos realistas.