Los gozos y las sombras (28 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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Añadió con desaliento:

—Ahora estoy vacío.

El padre Ossorio había permanecido aparte y un poco vuelto hacia la ventana. Giró rápidamente sobre sí mismo.

—¿Sabe usted que la palabra del prior permanece entre nosotros, pero encerrada? ¿Sabe usted que lo que fray Eugenio necesita, lo que necesito yo para llenarnos otra vez de Cristo, está aquí escrito, y que el padre Fulgencio nos lo oculta?

Había hablado rápidamente, con furia; fray Eugenio le miró con sorpresa, con miedo. Fray Ossorio pareció temblar. Dijo con voz tímida, arrepentida:

—¿He hecho mal en decirlo, padre?

Fray Eugenio abrió los brazos, pero no dijo nada. Se volvió a Carlos y le sonrió:

—Don Carlos Deza es de confianza y le guardará el secreto.

Fue hacia Carlos con solemnidad y le puso las manos sobre los hombros.

—Hace dos años que el padre Ossorio y yo…

Vaciló y dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo.

—Perdóneme. Otro día, tal vez. Estamos desobedeciendo.

Al padre Ossorio le interesaba, sobre todo, la historia de las religiones, la interpretación científica de los mitos. Decía que muchas de sus conclusiones podía tenerlas en cuenta, y aceptarlas, la teología. Como fray Eugenio no entendía del tema, les dejó solos en el claustro.

Cuando se cansó de pasear, Carlos se sentó en un poyete, mirando al jardín, que ya no lo era, sino huerto de berzas y patatas. Fray Ossorio permaneció de pie, junto a él.

—¿Por qué no plantan flores? Parece que estas piedras las piden: mirtos, rosas y algún ciprés.

—Lo exige la economía del monasterio.

—¿Y esa fuente? ¿Por qué no da agua?

Tres sirenas de piedra, enlazadas por las colas, se miraban en el estanque vacío.

Fray Ossorio sonrió y se encogió de hombros.

—El murmureo del agua quizá perturbe el trabajo. Es bueno, en cambio, para la oración —añadió con una pizca de ironía.

—Pero los pechos de las sirenas, tan eminentes, pueden alterar la paz de las conciencias.

—Eso es asunto de cada cual.

De repente, preguntó Carlos:

—¿Usted cree en la Providencia, padre?

—Claro.

—¿Y la entiende?

—No.

—¿Admite usted, sin embargo, que eso que llamamos azares puede ser aplicado sin meter a Dios por medio?

—¿A qué lo pregunta?

—Yo estoy en este pueblo, según he creído hasta hace poco, a causa de un hecho concreto, cuyas causas psicológicas podría explicarme fácilmente, quizá sólo con una sencilla introspección. Algo, sin embargo, que sucedió al mismo tiempo y que he conocido más tarde, me hace suponer que la explicación racional no vale.

—Sin embargo, hay que agotarla.

—Suponga que está hecho.

—Aun así, es peligroso buscar razones excepcionales.

—¿Por qué no dice sobrenaturales?

—No puedo hacerlo todavía.

—¿Quiere escuchar un relato? Entienda bien que no es una confesión.

—Hable.

Carlos refirió, con pormenores, los motivos de su regreso, y el conflicto espiritual en que le habían metido lá hora y las circunstancias en que su padre muriera.

—Ahora tengo la sensación de estar aquí para algo ajeno a mí, aunque no se me alcanza qué pueda ser. Me siento conducido. Mi decisión de permanecer en Pueblanueva no obedece a un acto de voluntad activa, sino a la aceptación de lo que viene dado y que mi abulia no sabe o no puede rechazar. No es el resultado de determinaciones libres, sino un quedarse porque no puede hacerse otra cosa. Sin embargo, presiento que todo esto tiene un sentido, o acaso una finalidad. Me quedo, me dejo meter en una situación con la que no había contado y de la que muy bien pudiera evadirme, pero pienso que, si huyo, traiciono a alguien que hasta hace poco no me había importado. Tengo, además, desde hace unos días, la sensación de ser como una pantalla de cine, en la que a cada minuto entran gentes inesperadas, gentes que lógicamente nada tienen que ver conmigo y con las cuales, sin embargo, estoy relacionado, desde antes de mi llegada, por una esperanza o por un deseo; desde antes de conocerlas o de sospechar su existencia. ¡Hasta el loco del pueblo parece tener relación conmigo! Es como si, de pronto, fuese yo el nudo de muchos hombres o mujeres que me estuviesen esperando. Sin embargo, las vidas de esas gentes no parecen cambiar porque yo haya venido y las haya conocido. ¿Por qué y para qué? Me hablan de sí mismos, de hechos que ignoro y en los que no tuve arte ni parte.

—Usted, ¿qué sabe?

—Hasta ahora, nadie ha hecho más de lo que hizo usted: hablar.

—¿Le parece poco? Fray Eugenio y yo le esperábamos para eso: para hablar.

—¿Admite que me esperaban?

—Desde luego, hace mucho tiempo. Fray Eugenio decía: «¡Si viniese Carlos Deza…!>,, Y un día se supo que, por fin, vendría usted.

—¿Para qué me esperaban?

Fray Ossorio no respondió. Desparramó la mirada por encima del patatal, la detuvo en la fuente.

—Dígalo, por favor.

—Hablar es una forma de liberación, usted lo sabe. Y a usted, por su profesión, le es dado entender a los hombres y a sus pasiones. Tiene nombres y explicaciones de actos que, para nosotros, no son más que pecado.

—Sin embargo, hasta ahora…

—Hasta ahora, ninguno de nosotros dos ha intentado liberarse.

Añadió en seguida, bajando la mirada:

—Hacerlo, quizá sea pecado.

Se volvió, súbitamente acongojado, hacia Carlos; le tomó fuertemente de los brazos.

—Sin embargo, también lo es callar. Estamos muy lejos de la santidad por algo que no hemos hecho ni logramos entender. Son dos años dándole vueltas un día y otro, una noche y otra noche, en soledad o juntos. Muchas veces, después de maitines, fray Eugenio y yo nos buscamos, nos escondemos y hablamos, nos preguntamos y preguntamos a Dios, le pedimos una explicación, una claridad que nos oriente. Interpretamos hechos anodinos, pedimos con angustia una señal de que nuestra conducta es la recta, o bien de lo contrario.

—Pero ¿por qué?

—Porque tampoco nosotros entendemos a la Providencia. Porque nos preguntamos el para qué de algo que nos parece contrario a Dios y que, sin embargo, Dios ha provocado. Porque, de pronto, también nosotros nos hemos visto lanzados a una situación en la que permanecemos perplejos.

Sonó la campana llamando al coro. Fray Ossorio se estremeció, y refrenó en seguida el estremecimiento.

—¿Tiene usted que irse, padre?

—No. Hoy no —y añadió—: A1 quedar usted a mi cuidado, quedo implícitamente libre del rezo en común; mientras que esté usted aquí, se entiende.

Se oían pasos rápidos por los claustros. Dos filas de monjes con capa parda sobre los hábitos salieron de una puerta y fueron, silenciosamente lentos, hacia la iglesia; el último de ellos, desemparejado, fray Eugenio. Miró al pasar y sonrió.

—Me gustaría oírles cantar —dijo Carlos.

—¿Para qué?

—Es muy hermoso el canto de ustedes.

—Era hermoso en este monasterio, en otro tiempo: era la verdadera oración de una comunidad viva. También entonces había rosas en el claustro. Ahora, no vale la pena que escuche. Le irritaría, como a mí.

Véngase a mi celda. Desde allí no oiremos nada.

Le cogió del brazo, como empujándole. Carlos saltó del poyete y le siguió.

La celda de fray Ossorio daba sobre la mar: grande y desolada: una cama de hierro con una manta vieja de listas azules, un aguamanil, un estante con muchos libros y una mesa con pápeles amontonados. Entre ellos, una Virgencita esbelta y blanca, casi oculta por los papeles y los libros, y una lámpara de arcilla. Carlos la cogió y la miró.

—Muy bonita.

En el asa había pintadas en blanco y rojo, sobre un relieve, unas palabras griegas.

—¿Qué quiere decir esto?


Phos zoe
; Luz y Vida. «Yo soy luz del mundo. Quien me sigue, no vivirá en tinieblas, sino que tendrá Luz de Vida.»

—Pero no vendrá usted a buscarlas a este monasterio, ¿verdad? —dijo, con exasperación repentina, aparentemente injustificada, fray Ossorio. Y añadió con voz sombríamente dramática—: Sin embargo, están aquí escondidas, hurtadas.

Carlos, de pie, con la lámpara en la mano, un poco asustado por la súbita pasión, no se atrevía a mirarle.

—Siéntese, si quiere escucharme. Allí, detrás de la mesa, en mi silla. Piense que también yo soy una de esas personas que han entrado en su vida sin que usted lo esperase. Voy a consultarle como médico. Voy a preguntarle si el prior está loco.

—No me lo ha parecido en absoluto. ¡Oh, todo lo contrario! Me pareció demasiado cuerdo.

—Espere hasta escucharme, pero tenga en cuenta que se halla en la obligación de decirme la verdad. Si el padre Fulgencio es un enfermo, yo puedo escribir una carta, pedir que un Visitador haga un viaje al monasterio y nos escuche. Esta comunidad puede desbaratarse cualquier día. Y tenga en cuenta que quizá dependa de su dictamen la salvación de algunos de nosotros, quizá de todos.

Se llevó al pecho los dos puños cerrados.

—La mía, por ejemplo.

—¿Piensa usted que puedo, en conciencia, por lo que usted me cuente…?

—Pienso que bastará un barrunto para que me decida.

Carlos se acomodó en la silla. Sus manos acariciaban la superficie suave de la lámpara. Sonrió a fray Ossorio e hizo un gesto de asentimiento.

—Gracias —le respondió el monje.

Buscó, con la mirada, un asiento que no había. Vaciló. Dio unos pasos atrás y se apoyó en la pared.

—No sé quién había sido el padre Hugo en el mundo, pero sí que entró tardíamente en el monacato. Es probable que a través de grandes sufrimientos: tenía la cara llena de dolor antiguo, de dolor vencido y superado. Cuando le conocí, había hallado la paz.

Se adelantó un paso hacia Carlos.

—He oído contar a un monje viejo, ahora muerto, que, cuando vinieron a este monasterio hace unos treinta años, el padre Hugo ayudaba en los trabajos de reconstrucción. Trabajaba, con los otros monjes, de albañil, y como no sabía hacerlo, porque era débil y torpe, acarreaba materiales livianos, preparaba la argamasa o la cal, sin dejar de canturrear salmos. Era humilde. Lo fue siempre, hasta su muerte, humilde y sabio. Tenía el don de la sabiduría, su mirada entraba en el corazón, sus palabras daban sosiego al alma. Cuando yo era adolescente y vivía perseguido por el terror de mis pecados (ya sabe usted, los pecados de un adolescente encerrado en el monasterio), me llamaba junto a sí y me consolaba. No me rechazaba como pecador, no me amenazaba con la condenación eterna; me prometía alcanzar la gloria del Padre a través del dolor, de la impureza y del arrepentimiento. Yo estaba aquí, como tantos, por necesidad; él creó dentro de mí la vocación, la alimentó, la hizo crecer, pacientemente, un día y otro, sin cerrar ninguna puerta a mi libertad. Perdóneme, pero llegué a creer que me había escogido, quizá porque yo fuese el más pecador de todos, el más desventurado. Me dejó el alisa limpia. ¡No sabe usted con qué alegría pasé el año de noviciado, ese terrible año anterior a la ordenación, lleno siempre de vacilaciones angustiosas! Se piensa en un posible error, pero se piensa también en la vida que nos espera si renunciamos, inútiles para el mundo, sin una profesión… Yo me había decidido desde mucho antes. Fui sacerdote alegremente, me sentí poseído por Dios, lleno de Él hasta la sangre. Los cuatro años siguientes a mi ordenación, los que pasé en Alemania, permanecí impecable. Si Dios me hubiera matado entonces, estaría junto a Él. Sin embargo, ni deseé la muerte ni pensé en ella, porque creía ya que me esperaba una misión.

Empezó a pasear, como si los recuerdos le inquietasen. Llegó hasta la puerta en silencio; volvió sobre sí.

—Usted oyó el otro día las quejas del padre prior por nuestra pobreza.

Bajo el padre Hugo éramos más pobres todavía, sin darle importancia. El prior está preocupado por la tuberculosis de dos novicios. Nosotros no temíamos a la muerte; la esperábamos con alegría. He visto morir sonriente a un compañero mío, intentando cantar con nosotros el oficio de difuntos. Había pasado un año en la cama, vomitando la vida sin una queja. El padre Hugo venía todas las tardes junto a él y le hablaba. Le infundía santidad, ¿comprende?

Sonrió y se detuvo frente a Carlos, mirándole.

—Usted pensará, quizá, que le había sugestionado.

—¿Por qué lo dice?

—Es la explicación científica. No importa. El prior actual prefiere mandar a los enfermos a un sanatorio. ¿Imagina usted su muerte, solitarios, en una sala, separados de sus hermanos?

—Pienso también que allí pueden curarse.

—Eso no debe importarnos. Hemos aceptado la muerte como venga.

—¿Y si el padre Fulgencio no se siente capaz de sugestionarlos, o, si usted lo prefiere, de infundirles santidad? ¿Si teme que mueran desesperados? ¿No es mejor que procure curarlos?

—Es posible que sea así, pero, en ese caso, ¿por qué quiso que le eligiesen prior sino estaba a la altura de sus obligaciones? Porque la secreta ambición de su vida fue siempre llegar a prior, para deshacer lo que, según él, estaba mal en la obra del padre Hugo. Pero ésta es otra cuestión.

Paseó otra vez. Desde la ventana, de espaldas a la luz, dijo:

—El padre Hugo me mandó a Alemania a estudiar teología en una universidad. Lo mismo que quería hacer de fray Eugenio el maestro de una escuela monacal de pintura, quiso hacer de mí un maestro de teología bien informado. En todo ese largo tiempo, ni un solo domingo dejó de escribirme, largas cartas en las que, aparentemente, comentaba la liturgia de la semana; en realidad, cartas de apretada sabiduría mística y teológica. Como si presintiera mis estudios, me decía lo necesario para entenderlos, para hacerlos como la carne mía: era como meterme en la sangre su sabiduría. Entiéndame bien, no una sabiduría temporal, sino la palabra de Dios.

Carlos había dejado de contemplar la lamparita, atraída su atención por una especie de patetismo sordo que hacía vibrar las palabras de fray Ossorio, que se crispaba en sus dedos, pero que no lograba triunfar de una aparente mesura, ni descomponer el gesto más allá de un instante. Pasaba como una ráfaga, inmediatamente reprimida; como un resplandor súbito en el mirar, algo así como una angustia que aflorase y se recogiese luego, dominada, a la intimidad.

—¿Es a esas cartas a lo que antes se referían fray Eugenio y usted?

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