A las ocho menos cuarto, Carlos puso el pretexto de que Aldán le esperaba.
—No es mal muchacho —dijo doña Lucía, al despedirle—. Pero anda descarriado y necesita de una mano que le guíe.
—¿Una de sus amigas, quizá Rulita?
—¡Dios lo haga mejor! Rulita es plato para otra boca. Pero, de todas maneras, me preocupa Juanito Aldán. ¡A lo que llega una familia cristiana y distinguida, cuando hacen presa en ella las malas costumbres y la incredulidad!
Parecía dispuesta a contar, en el descansillo de la escalera, la vida y milagros de los Aldán desde cuatro siglos antes. Carlos, para abreviar la despedida, les prometió que, cuando se hubiera instalado en el pazo, las acompañaría alguna mañana a la misa del monasterio.
—¡Adiós, don Carlos!
Esperó hasta que los pasos de Carlos resonaron sobre las losas de la acera. Entonces regresó al comedor y se sentó, silenciosa, entre las muchachas.
—¿Hemos estado bien?
—¿Le hemos gustado?
—¿Qué le dijo?
Preguntaban atolondradas, una de cada lado, pisándose las preguntas.
—Y a vosotras, ¿os gustó?
Julia no respondió. Rulita dijo:
—Como feo, lo es de una vez.
—¿Qué importa eso? Es distinguido.
Julia dijo entonces:
—Es más guapo que Cayetano.
Lucía pateó la alfombra con furia.
—¡Cayetano, Cayetano! ¡Ya estáis con Cayetano! Parece como si no hubiese otro hombre en el mundo. No debías decir eso, Julia. Cayetano no va a casarse contigo.
—Tampoco éste.
—¿Tú qué sabes?
—Y si se casa conmigo, no se casará con Rula.
—También es cierto…
—Lo que nos hace falta es un muchacho para cada una.
—Lo que yo no entiendo —dijo Rula— es por qué tenemos que casarnos.
Si es por tener hijos…
—¡Cállate! Ya dirás alguna animalada.
—Lo que digo es que no me hace falta don Carlos ni ningún otro.
—¡Qué sabrás tú!
Lucía entornó los ojos. Repentinamente cariñosa, puso la mano sobre la cabeza de Rula y la acarició.
—Eres muy joven, criatura, y todavía el demonio no se ha fijado en ti.
—¿Quiere decir Cayetano? —preguntó Julia.
—Quiero decir el demonio, un demonio que nos rasga las entrañas y nos saca a la cara toda la vergüenza del deseo…
—¿De qué?
Lucía indicó su copa, llena de jerez. Julia se le acercó.
—¿Se siente mal?
—No. Un poco de sed nada más.
Bebió un sorbo.
—¿Os habéis fijado alguna vez en Clara, la de Aldán? ¿Habéis visto cómo mira a los hombres? ¿No os habéis preguntado por qué es tan distinta de Inés, de nuestra Inés?
—Es que Inés es santa —atajó Julia.
—Es que Inés, por gracia especial del Señor, tiene cerradas al demonio las puertas de su cuerpo; pero pocas mujeres gozan de esa gracia. A todas nos llega, temprano o tarde; a todas nos domina, y es entonces cuando necesitamos que un hombre venga a librarnos, un marido, quiero decir. Recordad el Libro de Tobías. Toda mujer es como Sara y necesita ser rescatada del fuego que lleva dentro; y, cuando no halla quien la rescate, anda, como Clara, con el pecado en el rostro. Fijaos bien en el ejemplo que os pongo: Clara. Antes de ser como ella, antes de andar como ella…
Julia Mariño interrumpió:
—Pero yo no quiero ser como Inés. Inés no va a casarse, y yo quiero un marido.
—¿Es que tienes ya el demonio en el cuerpo, criatura? —Lucía la abrazó con pasión—. ¡Pobrecita! Carlos Deza podría rescatarte de su poder.
Carlos Deza será un buen marido, es un hombre fino y de muy buena cuna.
—No me gusta —repitió Julia.
—¿Qué sabes lo que dices? Si yo fuese joven y soltera, como tú…
—Usted, sí; pero usted es de otra manera.
—Yo soy una mujer desgraciada, que sólo quiere haceros felices. Yo soy la que puede deciros lo que os conviene, porque conozco la vida, y porque, desde que estoy en este pueblo, he visto perderse a varias jovencitas como vosotras. Las mujeres llevamos la perdición en la sangre, y ahora Dios nos envía un san Jorge para librarnos del dragón; nos envía al Tobías que vencerá a Asmodeo; nos envía…
Julia Mariño se dejó caer en la butaca, se rió con risa poderosa y sacudió las piernas.
—Sí, sí, doña Lucía; todo está muy bien. Pero la que no se case con don Carlos, ¿qué hace?
—Le queda Cayetano —dijo Rulita ingenuamente—. Oí decir muchas veces que es el demonio. Y a usted misma se lo oí, doña Lucía.
Había vuelto a llover. Una oscura masa gris se cernía sobre las aguas de la ría, sobre los tejados de las casas. El
Cubano
comentaba que la bonanza de enero había sido corta.
—Menos mal que no viene con sudoeste. Las parejas tendrán buen viaje.
Habían partido los últimos barcos de la flotilla. La taberna estaba casi vacía. De vez en cuando entraba una mujeruca, y llevaba al fiado, un cuartillo de vino. El
Cubano
apuntaba el gasto en un libro mugriento.
—Pues, a esta hora, Aldán ya no vendrá. A lo mejor sigue con el catarro.
Carmiña retiró la taza de tinto que, durante la espera, Carlos había bebido.
—Con la familia que tiene, bien puede curarse.
—Ya le dije que se viniera aquí.
—Bueno es él para recibir favores de nadie.
—No lo hacía por favor.
—Mírese como se mire, padre, es una caridad.
El
Cubano
torció el morro.
—Me has oído decir mil veces que la caridad ofende al que la recibe.
—Sí, mi padre. Ya sé que dice muchas tonterías.
Carmiña salió por la puerta del fondo. Quedaron solos el tabernero y Carlos.
—Pues si quiere esperar…
Llevaba allí una hora. Había intentado anudar una conversación que el Cubano esquivaba por timidez. Quería, sin embargo, retenerle, como si su presencia diese brillo a la taberna, un brillo del que nadie era testigo.
—Lo digo por si se aburre, porque yo, ¿qué más quiero que tenerle aquí?
Con el tiempo que hace…
—Es tarde ya. Voy a irme.
Se levantó y echó sobre el mostrador una peseta. El
Cubano
vaciló entre rechazarla o cobrar el gasto. Le dio, por fin, unas monedas de cobre.
—Comprendo que, sin la gente, esto no está entretenido. Si quiere, mando a casa de Aldán a preguntar cómo va del catarro.
—No. Hoy ya no.
—Mañana, entonces.
Se abrió la puerta de la calle, empujada desde fuera. Una muchacha, cobijada bajo un paraguas de hombre, miró al interior.
—Ya no hace falta. Esta…
La muchacha entró y cerró el paraguas.
—Buenas noches.
Avanzó hacia el mostrador con una botella blanca en la mano. Vio a Carlos y la retiró en seguida. Se detuvo, como perpleja. Miraba a Carlos y al
Cubano
alternativamente.
—Es la hermana de Aldán —dijo el
Cubano
.
Ella se acercó a Carlos, con sonrisa forzada. Parecía molesta, y, al mismo tiempo, contenta. Vestía con humildad: un abrigo raído, medias de algodón, zuecos. Era alta, robusta.
—Carlos, primo Carlos. Soy Clara.
Le tendió la mano, áspera, fuerte.
Distinta de Inés, y, sin embargo, igual; parecía como si cuerpos idénticos fuesen trabajados desde dentro por pasiones contradictorias. Los ojos y la boca, sensuales; el labio superior, un poco cínicamente levantado, un poco amargamente cínico. Y unos ojos grandes, vivos, apasionados, como los de Inés.
—Vengo a buscar vino para Juan. Está con su catarro. Toma vino caliente con azúcar.
Alargó la mano y dejó la botella sobre el mostrador.
—Me alegro de encontrarte. Mañana, Inés y yo pensábamos ir a tu casa.
Ya sabes, a arreglar aquello. Juan nos dijo que vas a vivir allí.
El
Cubano
llenó la botella. Clara le dio unas perras.
—Por qué no vienes conmigo? Digo, si no tienes nada que hacer.
—Precisamente iba a salir.
—He de ir todavía a la lonja.
—No importa.
—¿Sabe si hay pescado? —preguntó Clara al Cubano.
—Algo siempre viene.
Salieron. Clara abrió el paraguas.
—Si me dejas que te coja del brazo, nos taparemos mejor.
—No faltaba más.
Preguntó por Aldán.
—No he ido a verle porque…
—No me lo expliques. No le gusta que nadie nos vea en nuestro cubil. En el fondo, hace bien.
En la lonja compró unos pescados baratos; los envolvió en una berza y en un papel mojado. La vendedora miraba a Carlos. Estaba la lonja casi solitaria, alumbrada por una sola bombilla gastada. En un rincón, dos mujeres peleaban a gritos.
—Mañana le pagaré —dijo Clara sin embarazo.
—¿Mañana? ¿Lo de ayer también?
—Sí, mujer; y lo de mañana.
—Yo llevo dinero —dijo Carlos.
—No te molestes.
—Si el señor lleva dinero… Con lo de ayer son catorce reales. Carlos le dio el dinero. Un duro de plata. La pescadora lo batió contra el suelo.
—No tengo vuelta —dijo—. Si quiere, puede llevarse otra cosa.
—Es igual. Queda para mañana.
—No, no —dijo Clara—. ¿Cuánto vale ese besugo?
—Se lo daré en los seis reales.
—Venga.
Lo metió en el paquete y arrastró a Carlos.
—Hace más de un año que no pruebo el besugo —dijo, mientras abría otra vez el paraguas—. Es para mí sola, ¿no?
—Como quieras.
—Después que cenen todos, me haré un guiso.
Volvió la cabeza y miró a Carlos.
—Pensaré en ti mientras lo como. Pero no digas nada del duro, ¿eh? Juan me mataría a palos si llega a enterarse. Él no debe saber nada.
Habían llegado a las primeras casas. Clara se detuvo.
—Para él, es mejor quedar a deber que pedir nada a nadie. Como si no fuera un modo de pedir.
Soltó el brazo de Carlos.
—Bueno. Hasta mañana.
—¿No quieres que te acompañe?
—No, no.
—A estas horas… Tu casa está fuera del pueblo.
—Bajo sola todas las noches.
—Pienso si, con este tiempo, no os será incómodo, mañana… —¿Qué más da?
—Puedo ir a buscaros, a la hora que digas, con el coche de doña Mariana.
—Eso está bien, pero no a casa. Acércate, a eso de las cuatro. Espéranos junto al camino del cementerio.
Le tendió la mano.
—Me alegro de haberte encontrado.
Echó calle arriba, rápidamente. Al pasar bajo un farol, la luz iluminó un instante su figura recia y esbelta, armoniosamente movida. Luego se perdió en las sombras y en la lluvia.
—Buenas noches, señor.
Paquito el
Relojero
, pajilla en mano, saludaba a Carlos desde la esquina.
Esperó donde el camino del cementerio se aparta. Había escampado, pero las nubes oscuras permanecían sobre el pueblo y ocultaban las cimas.
Encendió la pipa. El humo ascendía hacia la capota del coche, resbalaba hasta el borde y se perdía en el aire.
Inés y Clara llegaron puntuales. Las vio, de lejos, metidas bajo el paraguas, con zuecas blancas y un saco cubriéndoles los hombros.
Cuando estuvieron más cerca pudo compararlas. Había de común —además— el ritmo. Caminaban como dos reclutas, hombro con hombro; el choclear de las zuecas sobre el suelo descarnado sonaba como un tambor redoblado.
Clara se soltó del paraguas y del saco y corrió hacia el coche.
—¿Qué hay, primo? No hemos tardado.
Inés, sosegadamente, le sonrió.
—Hola, Carlos.
Clara le dio la mano; Inés, no.
—Una de vosotras tiene que ir detrás.
—Tú, Inés. Cuelga ahí el paraguas.
Se acomodaron. El asiento era capaz, pero Clara, al cubrir las piernas con la manta, se arrimó a Carlos.
—También tú tienes que taparte.
—¿Y Juan?
—A ése no hay rayo que lo parta. Hoy tose menos.
—Está mejor —dijo Inés, desde la sombra.
Llegaron en seguida. Dejaron las zuecas en el zaguán; calzaban, sobre las medias, escarpines de paño; los de Clara, ribeteados de rojo.
—Subid.
Clara fue delante y subió rápidamente. Inés dejó pasar a Carlos y le siguió silenciosa. Carlos les enseñó los armarios y les dio las llaves.
—De la ropa, que se encargue Inés. Habrá que fregar el suelo. ¿Hay un cubo por ahí? —dijo Clara.
—Pero ¿vas a fregar tú?
—¿Por qué no? Lo hago todos los días en mi casa.
—No en la mía.
—¡Bah! No andes con remilgos.
Miró a su alrededor.
—Esto hay que fregarlo. Barrerlo, al menos. ¿No tienes una escoba?
Sí. Había una escoba vieja en la cocina. Clara se ató un pañuelo a la cabeza.
—Déjanos solas.
—No intentarás barrerlo todo. Los albañiles estarán unos días más.
—No pases cuidado.
Carlos fue junto a los albañiles. La chimenea estaba ya instalada. Ahora enjalbegaban.
Fumó con ellos un pitillo, comentó la inoportunidad de la lluvia para la siembra. Luego marchó al salón, hizo lumbre y se sentó a leer, pero pronto cerró el libro. La leña crujía en el hogar, y fuera se oía el rumor de la lluvia, que recomenzaba. Abrió la ventana y miró al jardín. El agua resbalaba por las piedras negruzcas de la pared, por las copas de los árboles. Allá abajo, Pueblanueva, como sumergida, perdía los contornos. Las torres de Santa María se clavaban en las nubes negras.
Se preguntaba si también Inés y Clara habrían entrado en su vida como los otros; si también le esperaban. Recordó sus rostros, iguales y diferentes. Inés había sublimado sus instintos; Ciara parecía vivir metida en ellos, quizá dominada por ellos. Juan había dicho de ella que «esperaba a Cayetano», y éste, a su vez, había amenazado con acostarse cualquier día con la hermana de Juan; con Inés, no con Clara.
—Bueno, primo. Esto ya está.
Clara, plantada en medio de la puerta abierta, los brazos en la cintura, le miraba.
Se acercó a ella.
—He traído un cestillo con merienda. Lo preparó doña Mariana. Está en el coche.
—Ya será veneno, si viene de la Vieja.
No esperó. Salió corriendo por el pasillo y desapareció escaleras abajo. Carlos fue al cuarto de los armarios. Inés había sacado las sábanas y las mantas, las había sacudido y ventilado. Ahora limpiaba los armarios por dentro.
—Merendar vosotros. Yo iré luego.
—¿No estás cansada?
—No.