—Sí. El padre Hugo las enviaba al convento de… en que yo me alojaba. Habrá usted oído nombrarlo: un centro intelectual abierto a todos, no sólo a frailes, no sólo a católicos. Su superior era un hombre de mente poderosa. Todas las semanas me llamaba: «Aquí tiene usted la carta del padre Hugo». Pero una vez me preguntó si las conservaba. Le respondí que sí. «Tráigamelas todas. Quiero leerlas.» Se las llevé. Unos días después me llamó de nuevo. Le acompañaban dos eclesiásticos y un seglar. «¿Sabe usted, me dijo, que posee el mayor tesoro de espiritualidad de los tiempos modernos?» No supe responderle. «Todo lo que nosotros hemos hecho en cincuenta años, y mucho más, lo ha superado un fraile desconocido de un convento remoto.» El seglar me preguntó si las había entendido; le dije que sí, o al menos eso me parecía. «Explíquenos cómo es; háblenos de él.» Hablé con cierta elocuencia, como si el padre Hugo me soplase las palabras. El superior me entregó las cartas. «Tiene usted la obligación de no perderlas.» Desde entonces, cada semana, al entregarme la nueva carta, me hacía quedar, me preguntaba. Yo tenía la sensación de ser examinado, como si él quisiera comprobar por mis respuestas la eficacia de las cartas sobre mi espíritu. Un día me dijo: «La Iglesia guarda la Verdad del Señor, la Verdad intacta. Podemos llegar a ella, conocerla, estudiarla, pero con frecuencia olvidamos el modo de vivirla. Es como si, cada siglo, tuviera que sernos explicada de nuevo con palabras que van más allá de nuestra inteligencia, quizá porque cada siglo necesita que el Señor nos sea de nuevo revelado en forma viva y con palabras nuevas. San Benito, san Bernardo, san Francisco, san Ignacio, muchos más, dieron a la Palabra de Dios el tono apetecido, necesitado por su tiempo. Aquí, en estas cartas, se encierra ese modo de entender la vida religiosa que el mundo actual requiere para ser sacudido y llevado otra vez a la Iglesia. Es necesario que sean conocidas». Pocos meses después, el padre Hugo me anunció, en la más hermosa de sus cartas, que estaba próximo a morir. Aquella carta nos fue leída, no sólo a los frailes y eclesiásticos, sino a las personas ajenas al convento que paraban en él. Entonces, habíamos leído ya a Heidegger, y nos preocupaba: la carta del padre Hugo era una respuesta cristiana, una explicación conmovedora del
ser para la Vida
frente al
ser para la muerte
, en forma de comentario a la liturgia de difuntos. Cuando murió, el superior me dijo: «A partir de este momento, no hará usted otro trabajo que preparar esas cartas para su publicación». «Tendrá que ser con el permiso del nuevo prior.» «Naturalmente, pero puede usted contar con él. Una vez terminado su trabajo, habrá que enviarlo a Roma.» Trabajé con entusiasmo. Cada día descubría un nuevo sentido, un nuevo matiz de doctrina, una nueva palabra cargada de vida y de verdad. Habíamos convenido ya el título del libro:
El Señor llega
, porque la Parusía del Señor para cada hombre, en cada instante, y para la Iglesia en todo momento, la actividad divina en el interior de los espíritus, desde su presencia, y a través de los Sacramentos y de la oración, era el punto de partida de aquella doctrina. Mi labor consistía en buscar los fundamentos de cada carta, acumular textos, razonar puntos parciales, esclarecer otros, y le aseguro que lo hacía como si el padre Hugo se hubiese instalado en mi interior, y sus palabras saliesen de mí, cargadas de razón. Hasta que un día, inesperadamente, recibí del padre Fulgencio orden de abandonar Alemania y regresar aquí. Daba, como explicación, la necesidad que nuestro monasterio tenía de mi presencia. Era; en cierto modo, normal esta llamada, y aunque a mí no me lo pareciera, así me lo hicieron ver: « Ha venido usted por cuatro años, y pasan ya en bastantes meses». Antes de partir, sin embargo, mi trabajo fue revisado, corregido en algún punto; y se me dieron instrucciones de cómo debía terminarlo, y de lo que debía hacer después. Marché melancólico, pero lleno de esperanza: llevaba en mi bolsillo una carta para el padre Fulgencio que, previamente, me habían leído. «Cualesquiera que sean las obligaciones del padre Ossorio, consideramos del mayor interés que, ante todo, concluya el trabajo que lleva de aquí, muy adelantado por cierto.» Añadía un párrafo sobre la importancia de las cartas que el padre Hugo me había escrito: «Creemos firmemente que, aunque en apariencia sean cartas dirigidas a un fraile, su verdadero destinatario es la Cristiandad». Yo también lo creía, y todavía lo creo.
Hizo una nueva pausa. Parecía cansado. Acercó un taburete a la mesa, empujándolo con el pie, se sentó; y, durante un espacio permaneció en silencio, con la cara escondida entre las manos.
—¿Le interesa lo que le estoy comando? —preguntó de pronto.
—Desde luego. Le ruego que continúe.
A veces pienso si daré a todo esto demasiada importancia, si habré hecho un mar de lo que sólo es un charquito. Hay momentos en que pierdo la fe en las personas más amadas y admiradas. ¿No serán, efectivamente, vulgares comentarios a la liturgia las cartas del padre Hugo? Y todo el entusiasmo mostrado por el abad alemán, ¿no habrá sido una pequeña farsa, si no un gran error? Fíjese bien, querido amigo, que para llegar a,esta conclusión, necesito pensar del padre Hugo que era un bobo, y que el hombre de quien, durante cuatro años, escuché palabras profundas y recibí dirección intelectual, no era más que un mentecato. ¿Es lícito que lo piense? Pues bien: eso es lo que se me exigió desde la llegada a este monasterio. No de manera expresa, claro. Se me permite decir que el uno fue un santo y que el otro es un hombre muy listo, pero las cartas del padre Hugo no tienen importancia, y yo estoy mejor empleado en traducir el alemán que en terminar el trabajo de mi vida. Entiéndame bien, por favor: no es que me niegue a sostener el monasterio con mi trabajo diario, aunque sea un trabajo tan impersonal como traducir. No me importa. Tampoco me importa que los coristas aprendan teología como quien aprende una lección de carrerilla, cuando a mí se me había destinado a ser su maestro. Reconozco que el prior tiene autoridad para dilatarlo, si me considera demasiado joven. Pero ¿por qué, a mi llegada, me arrebató las cartas del padre Hugo?
Carlos hizo un gesto de sorpresa.
—Exactamente. Me las quitó. La misma tarde de mi llegada, cuando aún no me había limpiado el polvo del camino. En la cámara prioral, él sentado, yo de pie. Leyó la carta que le traía, y sonrió. «A ver esos papeles, mocito.» Se los di, temblando de entusiasmo, y mientras los repasaba, esperaba su aprobación, y también algo así como un poco de aliento para seguir trabajando. Pero no sucedió nada de eso. Leyó por encima, sin dejar de sonreír. «¡Vaya con el padre Hugo!», dijo dos o tres veces; y luego: «Está bien. Ya leeré estos papeles con calma y ya hablaremos de eso». Me destinó a una celda. Entré en la vida de la comunidad como un fraile más. ¡Todo era tan distinto! Pronto advertí que muchas cosas fundamentales habían cambiado o habían desaparecido. La vida espiritual que el padre Hugo había creado, año a año y día a día, languidecía. En el monasterio no se pensaba más que en trabajar para salir de la pobreza. Me di cuenta el día en que acompañé a fray Eugenio a su taller. «Pero ¿qué pinta usted, padre?», le pregunté asombrado. Porque yo recordaba sus trabajos bajo el gobierno de fray Hugo, y aunque entonces no los entendiera, mis años de Alemania me habían ilustrado mucho. sobre el arte religioso, y estaba capacitado ya para entender lo que se había intentado. Ahora me encontraba delante de Vírgenes con caras bobaliconas, de angelitos cursis, de santos almibarados y ridículos. Fray Eugenio me respondió: «Por cada uno de estos cuadros una casa de Barcelona paga al monasterio quinientas pesetas. Puedo pintar cuatro al mes, a veces, cinco». «Pero, padre, ¿qué ha pasado aquí?» Fray Eugenio se encogió de hombros. Siguió pintando. Sólo algún tiempo después se atrevió a franquearse conmigo. Pero ya entonces sabía yo a qué atenerme. El prior me había respondido con evasivas cada vez que intentaba recobrar mis papeles, y, por mi cuenta, había descubierto que, de manera implacable, procuraba borrar todo recuerdo del padre Hugo. ¡Hasta el lugar donde está enterrado! Porque un día quise conocerlo, para rezar en él, y no me respondieron; lo pregunté al padre Fulgencio, y me dijo que, por deseo expreso del padre Hugo, su tumba carecía de lápida. Me fijé, sin embargo, en que cuando los frailes pasaban por el claustro, evitaban pisar determinadas piedras. El corazón me dijo que el padre Hugo estaba allí. Entonces, desde aquel día, todas las mañanas dejaba sobre aquel lugar una flor, si la había, o una ramita de árbol con unas hojas. Cuando el prior se dio cuenta, mandó talar el jardín y plantarlo de patatas y cebollas.
Rió con risa breve, aguda.
—Había en el jardín un ciprés tan viejo como el cenobio. Yo arrancaba ramitas del ciprés. También lo mandó cortar. Bien es cierto que vendió por buenos dineros el tronco. Por fortuna, las sirenas de bronce no pueden ofrecerse como homenaje al recuerdo de nadie. Si no, habría mandado destruir la fuente.
Se levantó del escabel, fue a la ventana y permaneció —otra vez— un rato en ella, silencioso, mirando hacia fuera. Carlos, esperando, tableteaba con los dedos sobre la mesa.
—Hasta ahora —dijo— nada revela locura.
Fray Ossorio se volvió bruscamente; casi se revolvió.
—¡Es perseguir su recuerdo! ¡Es pretender borrarlo! ¡Es querer que nunca hubiera existido!
Corrió hacia la mesa, medio doblado sobre sí mismo, las manos anhelantes.
—Cada domingo, el prior nos habla. Sus pláticas siguen paso a paso las cartas del padre Hugo, pero dicen todo lo contrario. El prior es fiel al texto de la regla, ¡ya lo creo!, es un ordenancista implacable; pero su modo de entender la piedad no es el nuestro. Hay en él jesuitismo, franciscanismo, ¡de todo!, pero sin elevación, sin vibración. Parece como si la palabra de Cristo fuese sólo un código inflexible. Quizá menos todavía: un sistema moral, que sólo se diferencia de otros sistemas morales en que Dios lo ha dictado. Toda religiosidad se desvanece en sus manos. ¡Dios mío! Los otros frailes no lo perciben, pero yo veo cómo cada día, con cada palabra, pretende aniquilar lo que todavía permanezca entre nosotros del espíritu del padre Hugo.
Tendió hacia Carlos las manos con las palmas abiertas.
—¿Qué dice usted?
—Lo que se adivina por sus palabras, padre, tiene, quizá, el nombre de un pecado, no el de una enfermedad. Lo siento.
Fray Ossorio dejó caer los brazos, desalentado.
—No lo entiendo.
Levantó el tono de la voz hasta la exasperación.
—¡No lo entiendo! ¡Llevo dos años torturándome la cabeza! No tiene sentido. Esas cartas… ¿Cómo es posible que el Señor permita…? ¿No comprende usted que si esas cartas se publicasen, la supervivencia, la continuidad de este monasterio estaba asegurada? ¡Podíamos incluso ser ricos, que es lo que apetece el prior! Pero lo apetece por otros medios. Y, con ellos, bien sabe Dios que nos hundiremos, que del hermoso sueño de nuestro restaurador no quedará más que el recuerdo. Y entonces, cuando esto se desbarate, ¿qué será de nosotros?
De pronto quedó rígido, con la mirada clavada en los ojos de Carlos.
—¿Es usted cristiano?
Carlos se encogió de hombros.
—No lo sé.
—Eso no es respuesta. Se está con Cristo o contra él.
—Hay también la indiferencia y la indecisión. Yo más bien soy un indeciso. He sido creyente, he prescindido de la creencia; quizá nunca haya dejado de creer, y quizá en alguna parte de mi ser crea todavía; pero, si es así, esa parte creyente cuenta poco en mi vida.
—Si usted leyese las cartas del padre Hugo,
creería
. Usted me dijo antes que, a veces, se sentía conducido. Lo cierto es que ha llegado usted aquí, y aquí está su remedio. Yo debería ofrecérselo, y no puedo. Si usted fuera junto al prior y le dijese: «En esos papeles está, acaso, mi salvación», el prior se reiría un poco, le diría que no exagerase y, todo lo más, le mandaría leer las
Cartas a un escéptico en materia de religión
. El prior no alcanzaría a comprender que, para usted,
también
el Señor ha llegado, y que hay que ayudarle a usted a conocerlo.
Carlos se levantó de la mesa. Se acercó a fray Ossorio y quedó frente a frente.
—Quizá, en lo que a mí respecta, exagere usted un poco. No creo que el Señor haya llegado todavía. Pero si hubiese llegado ya, ¿por qué usted, que conoce la doctrina del padre Hugo, no me la comunica?
—No puedo hacerlo.
—¿Se lo han prohibido?
—No. La he olvidado. O quizá sea que el diablo pasó una esponja sobre la faz de mi alma y borró de ella todo lo que pudiera consolarme.
—Siempre queda el Evangelio. Vamos, es lo que se me ocurre.
—No lo entiendo ya. Hay una gran oscuridad en mi corazón.
Carlos había dejado la lámpara de arcilla en un lugar visible. El monje la cogió con mano amorosa, como si cogiese una flor, y sonrió con ternura.
—Luz y Vida. No sabe usted lo que significó para mí esta pobre lámpara de arcilla durante algunos años. Era el símbolo de todo. Ahora es para mí como la rosa de un recuerdo para un enamorado que ha dejado de amar. Llévela, se la regalo.
Se la tendió a Carlos.
Después de comer, mientras doña Mariana descansaba, Carlos se metió en su habitación.
Habían hablado de la necesidad en que Carlos se vería de tomar una sirvienta; y él se había defendido con el pretexto de que buscaba soledad, y de que una mujer en su casa le estorbaría. Pero doña Mariana no se había dejado convencer.
—Al menos, una asistenta. Ya me encargaré yo de eso.
Días antes, quizá el mismo día, había dicho lo mismo, y a Carlos no le había molestado; pero ahora se sentía de nuevo conducido, aunque no por ninguna potencia celestial, sino simplemente por la voluntad de doña Mariana, y si bien reconocía que hablaba con razón, algo en su interior se rebelaba.
Sobre su mesa estaba la lamparita, regalo de fray Ossorio. La puso sobre la palma de la mano y se deleitó al mirarla: era esbelta, de línea casi femenina. Aplicó una cerilla a la mecha y ardió con suave luz azul.
«Luz, Vida.»
—¿Si será un amuleto?
La dejó sobre la mesa, riendo. Pero la idea de que pudiera estar embrujada le divirtió. ¿Embrujada? No era, precisamente, la palabra. Quizá estuviera bendita. En todo caso, llevaba consigo una virtud especial, como la medalla que había llevado al cuello: de niño, por convicción, y, más tarde, por costumbre, hasta que una vez Zarah se la había arrancado. Zarah le había llamado también amuleto. Existía, sin embargo, una diferencia. Cuando él creía en la virtud de la medalla, se sentía protegido por ella y, a veces, avergonzado. Pero la lámpara no representaba protección. Era más bien un objeto portador de una virtud de otra clase, o de la misma virtud usada de otra manera, usada —lo pensó riendo— como cuña metida en su vida, como rendija que abriese paso a lo sobrenatural, o más bien como una rotura en la cáscara de su alma, por la que se colase todo lo que en su inconsciente permanecía ingobernado y acaso ingobernable.