Los gozos y las sombras (33 page)

Read Los gozos y las sombras Online

Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
11.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Crees que Inés no los tendrá también?

—¡Bah! Ella no sintió jamás el aliento de un hombre buscándole la boca. El que tuvo más cerca fue Cayetano, que la esperó algunas veces, pero que no se atrevió a propasarse porque iba yo con ellos. O porque Inés le da miedo, vaya usted a saber. Pero yo no doy miedo a nadie. Yo gusto, y me lo dicen. Les contesto una grosería, pero en el fondo lo agradezco. ¿Qué quieres que haga?

—¿Nunca has tenido un novio?

—¿Aquí? Mira: no hay cosa que más desee que ir al cine. Estoy tan cansada que sueño con meterme allí y ver cómo otros viven y sufren. No sé por qué eso descansa tanto, y queda una tranquila. Una vez, de recién llegados, un muchacho me invitó, y me dejé llevar, pero, en cuanto apagaron, quiso meterme mano. Es para eso para lo que me quieren. ¿Cómo voy a tener novio? Además, me da vergüenza que me vean de día. No bajo al pueblo nunca hasta el anochecido. Todas las muchachas me desprecian por la ropa que llevo y por la fama que tengo. ¡Oh! Me pegarían y me dejarían en cueros delante de todo el mundo. La novia del peluquero quiso pegarme cuando le di la patada a su novio. A poco la mato. ¡Como si yo lo hubiera llamado! Lo que ella no sabe es que él volvió a esperarme; y que volverá otras veces.

Se encogió de hombros e hizo una muequecilla descarada:

—Esto es todo.

Recogió el abrigo.

—Ayúdame a poner eso. No te dé reparos. Está limpio.

—Espera, no te vayas aún.

Ayudó a Clara a ponerse el abrigo, y ella se estremeció y echó a correr. Parecía como si un temor súbito la hubiera acobardado. Con una mano sujetaba el abrigo sobre el vientre: la otra, saliente por la abertura, no se cerraba, como si esperase algo que rechazar.

—Quiero preguntarte algo —dijo Carlos—. Si tienes frío, puedo traer una manta.

—No, no te molestes. No tengo frío.

—Entonces, siéntate. Como antes, junto al fuego. ¿No estabas bien ahí?

Clara se sentó. Le estorbaba el abrigo. Lo dejó caer y Carlos lo recogió en seguida.

—Lo primero, ¿por qué me has tenido miedo?

—No lo sé.

—¿Has visto en mí algún movimiento, o he dicho alguna palabra que te hiciera temer?

—No, pero… estoy indefensa, después de lo que acabo de decirte.

—Lo has dicho por tu voluntad.

—Sí. Pero eso no quita que esté indefensa.

—Con sólo gritar, vendría Inés.

—Antes que deberle nada, me dejaría violar aquí mismo.

—¿Piensas que soy capaz de hacerlo?

—No fue pensamiento. Fue un miedo que me vino de pronto. No estaba contigo, sino con un hombre. Cualquier otro me hubiera abrazado.

Levantó la cabeza con un movimiento brusco, con un resplandor de odio en los ojos.

—¿Qué piensas tú que cree Inés ahora?

—Nada, desde luego; nos ha olvidado. En cualquier caso, nos oye hablar.

—Bueno. Pregunta lo que quieras.

No era fácil. Le entró el escrúpulo de parecerle, de pronto, vanidoso o necio. Se detuvo, buscando una manera indirecta.

—Dime, ¿por qué me has contado esas cosas?

—¡Oh, no sé! Creí que estaba bien.

—¿Cuándo lo decidiste?

—No lo decidí. Salió solo.

—Has dicho antes que habías estado pensando, que te habías dejado tentar.

—Sí, pero no se me había ocurrido que pudiera llegar a hacerte confidencias. Nunca se las hice a nadie.

—¿Hay alguien a quien pudieras haberlas hecho?

—No tengo amigas.

—¿Necesitabas hacerlas? Quiero decir: después de haberme hablado, ¿te sientes mejor, te ves más buena ante ti misma?

Clara rió.

—Tú no eres el cura.

—Respóndeme ahora a esto, pero sin mentiras…

—Yo no miento, Carlos —interrumpió ella con energía.

—Ya lo sé. Pero pudiera ser que lo que yo te pregunte, esto u otra cosa, te obligue a mentir por primera vez.

—No te lo perdonaría nunca.

—¿Cuándo pensaste que casándote conmigo resolverías tu vida?

—¿Y es por esa pregunta por lo que temes que te mienta?

Rió otra vez, con alegría, como si jugase a un juego inocente.

—Comprendí lo que pensaba Juan y pensé que no estaría mal.

—¿Y antes?

—Antes, ¿cuándo?

—Antes de venir yo.

—Hijo, antes de venir tú, no sabía de tu existencia. Juan no habló jamás de ti hasta que llegaste. Fue una noche, por Navidad. Llegó a casa muy contento y, en vez de encerrarse, nos acompañó. No se incomodó, como de costumbre, por la borrachera de mamá. Estuvo amable con nosotras. Ahora recuerdo que le habían dado una pedrada y que venía vendado. Le pregunté con quién se había peleado. «¡Con unos del astillero!»; y en seguida contó que tú le habías curado, y que le habías reconocido y tratado como amigo de la infancia. Le pregunté quién eras, y me dijo que algo muy importante. « Y si es eso tan importante, ¿va a quedarse aquí?» «No, no. Viene a pasar una temporada.» Por eso me sorprendí mucho cuando, el otro día, dijo que te quedabas. Fue la primera vez que habló de parentesco, quizá por si Inés ponía algún reparo en venir. Entre parientes…

Le miró de reojo y con sorna.

—¿Somos parientes? Yo te trato de primo. No te habrá parecido mal.

—Sí, lo somos.

—Entonces también te alcanza mi desvergüenza —dijo con voz sombría.

Escondió la cabeza entre las manos.

—Lo siento, Carlos, pero jamás sospeché que existieras; ni, aunque lo sospechase, hubiera podido hacer nada por evitarlo. Las cosas son como son y como vienen, y si una nace desvergonzada, o se hace sin quererlo, ya no hay quien lo arregle. No lo he sentido nunca más que por mí, porque mi madre no se entera, mi hermano no merece que lo respete, y mi hermana… ¡bah! Pero tú me pareces decente, y, ahora que lo sabes todo, te molestará saludarme en la calle. Es natural.

—Si es así, ¿por qué ayer me dejaste que te acompañara y me pediste que te cogiera del brazo?

—Ayer estaba en plena tentación.

—¿No exageras un poco el alcance de las cosas? Después de todo, ¿en qué consiste tu desvergüenza? ¿En aceptar como una fatalidad que un día hayas de escaparte con Cayetano? En primer lugar, eso, si no estoy mal informado, lo esperan bastantes chicas del pueblo y muchas lo desean. En segundo lugar, no lo sabe nadie más que tú. De lo demás, no tienes la culpa. Harto haces con defenderte de tus…

Buscó una palabra sin gravedad.

—… de tus admiradores.

—Mira, Carlos…

Clara se levantó. Volvió a temblarle el labio, y su mirada temblaba también, como si quisiera apartarla, y, al mismo tiempo, mantenerla fija en Carlos.

—… te he contado algunas cosas con facilidad, porque vinieron rodadas, y no he pasado vergüenza al contarlas. Tampoco la pasaría si hubiera de decirte que me acosté con éste y con aquél: más difícil que decirlo después de hecho es dar por sentado que un día lo haré. Sin embargo, algo he callado. Es lo que me da vergüenza y lo que más caro me cuesta no callar. ¡No digas nada! Acabas de disculparme, te lo agradezco, pero no vuelvas a hacerlo. Yo tengo mis vicios.

A pesar de la voz, del gesto dramático, Carlos rió.

—¿Juegas a la brisca? ¿Fumas y bebes anís a escondidas?

Se acercó a Clara y le puso una mano en un hombro, dulcemente. Ella le apartó con brusquedad.

—No es para reír. Mis vicios no son para que nadie se ría.

—¿Es que los conoce alguien?

Ahora, tú; antes, Inés. Inés no se rió. Inés me pidió, con la mayor dulzura, que no volviese a dormir en su cama. Antes, dormíamos juntas porque en casa sólo hay tres camas y pocas mantas. Me dijo que no volviese a dormir en su cama, y comprendí que me había descubierto y que sentía asco de mí.

Adelantó dos pasos, la cabeza inclinada, mirando un poco en el vacío.

—La odio. Tenía que haberme reñido, que haberme golpeado. Tenía que llamarme cochina. O bien perdonarme y decirme que no lo hiciera. Claro que es muy fácil decir «No lo hagas» cuando una llega a casa con la cabeza llena de ideas místicas y está románticamente enamorada de un hombre cuyo sudor no ha olido nunca. Pero a mí los hombres me tocan y, además, me gustan.

Levantó la cabeza, como esperando respuesta, o quizá juicio. Carlos le sonreía. Estuvieron así un instante. Clara abrió los brazos con desaliento.

—Tenemos un jergón de paja. Me fui a dormir allí, pero hacía frío. Me acostaba vestida y con abrigo, pero no podía dormir, y era peor. Una noche entré en el cuarto de mi madre y me metí en su cama. Ni se enteró. Nadie sabe que duermo con ella. Ahora, en invierno, puede pasar. Pero en verano, como no se lava, huele mal, y no puedo estar a su lado aunque la quiera mucho y me dé mucha pena. Me escaparé en cuanto llegue el verano.

Le subió un sollozo a la garganta, pero lo reprimió como si no le perteneciese.

—Vámonos cuando quieras —concluyó con firmeza.

Llovía, la lluvia golpeaba la capota del coche, rebotaba sobre las guijas del camino. El farolillo del carricoche apenas alumbraba. Inés se había instalado en el asiento interior. Clara, junto a Carlos, tapadas las piernas de ambos por la misma manta, ponía especial cuidado en no tocarle. Si el coche daba un tumbo, ella procuraba inclinarse hacia fuera. Estuvo a punto de caer.

Rodearon el pueblo. Al llegar al cruce del cementerio, Clara quiso apearse y seguir solas, pero Carlos insistió en llevarlas hasta su misma casa. No se veía la fachada, negra en la oscuridad: sólo una luz temblona y pobre.

—Adiós, Carlos. Volveré siempre que te haga falta.

Inés saltó del coche, se echó el saco sobre la cabeza y atravesó la era, chapoteando. Clara tardó en ponerse las zuecas. Abrió el paraguas, pero quedó quieta, mirando a Carlos, queriendo decir algo que no sabía. Escondía los ojos bajo la sombra del paraguas, pero Carlos veía brillar sus luces indecisas.

—Bueno, Carlos —dijo, al fin, Clara—, adiós.

Le tendió la mano.

—¿Qué hago si quiero verte? —preguntó Carlos.

—¿A mí? ¿Para qué?

—Somos amigos desde hoy.

—¡Deja eso! No puedo ser amiga de nadie.

—Sin embargo, algún día querré charlar un rato contigo.

—Allá tú. Bajo a comprar el pescado a eso de las ocho.

—Adiós, pues.

Esperó a que desapareciera en medio de la lluvia, y regresó. Doña Mariana le esperaba en el comedor, un poco inquieta. Carlos contó los sucesos de la tarde, y la conversación con Clara en líneas generales… Doña Mariana la ignoraba. Sabía vagamente que Juan tenía una hermana pequeña.

—De todas las personas que conocí hasta ahora, es la única que no me esperaba.

—¿Eso te la hace simpática?

—¿Por qué voy a ocultarlo? Me impresiona, además, la frialdad con que acepta su destino. «Me escaparé en cuanto llegue el verano», con Cayetano, por supuesto.

—¿No será eso, precisamente, lo que desea?

—En todo caso, es un deseo circunscrito a lo posible. El número de opciones de que esta chica dispone es muy escaso: entregarse al barbero, o al tímido, o a cualquier otro de su calaña, o reservarse para Cayetano. Esto es lo mejor. Que lo haya elegido, o aceptado, es, en cierto modo, normal.

Habían cenado ya y tomaban café. Al terminar, Carlos fue al piano y tocó durante un rato, la misma melodía que aquella tarde había disonado en el piano de su casa. Seguía pensando en Clara, y la melodía puso música al pensamiento.

—Es una presa que irá a manos de Cayetano sin que él se esfuerce por conseguirla. Él prefiere a Inés, naturalmente. Inés parece envuelta en una especie de misterio que no responde, estoy seguro, a nada real, pero que la hace extrañamente atractiva. Es tan bonita como Clara, tiene parecidos encantos y, sin embargo, uno no puede prestarles atención, como si toda atracción física muriese antes de nacer. El hombre corriente se inhibe, pero Cayetano no es un hombre corriente. Para que Inés fuera su conquista suprema, su máxima venganza, bastaría con que fuese hija de usted. No siéndolo, le queda, sin embargo, la aureola de santidad. No me refiero a la fama que pueda tener, sino a una verdadera aureola, a algo que emana de ella constantemente, cuando trabaja, cuando está en silencio, cuando camina. Recuerde usted que, en la vida de don Juan, hay siempre una monja; y ésta pretende serlo. Sin embargo, no creo que Cayetano consiga nada de Inés, como no sea por la violencia, y aun esto es difícil. El día que lo comprenda, se dará cuenta de que Clara es una compensación apetitosa: mucho más sencilla, y sus encantos son de efecto inmediato. No creo que Cayetano la rechace cuando se le ofrezca, y ella lo hará en cuanto llegue el verano. ¡Por mil pesetas de ropa interior y un baño caliente!

Abandonó el piano y se sentó en el sofá, junto a doña Mariana. Permaneció en silencio mientras liaba un cigarrillo. Doña Mariana, de vez en cuando, le miraba de reojo; le miraba y sonreía.

—Sin embargo, es algo nuestro. Cierto que no se nos parece como Juan; pero, cuando la tenga en la cama, Cayetano no dejará de pensar que ha obtenido una victoria personal sobre los Churruchaos.

—Y, ante todo, sobre ti.

—¿Por qué sobre mí, y ante todo?

—Suponte que Clara le cuenta que una tarde de lluvia estuvo en tu casa a tu merced. Y que tú la rechazaste.

—Si lo cuenta así, no será verdad, y Clara no miente.

—Si lo cuenta así, será una verdad como una casa, porque eso es lo que ha pasado hoy.

—Bien, ¿y qué? Usted misma dice que la rechacé. Otra cosa sería si yo la hubiera buscado.

—Quizá. Pero, desde su punto de vista, Cayetano se llevará algo que ha sido tuyo.

—Que ha podido serlo.

—Llámale hache. Si tuvieras instinto de propiedad no hablarías ahora de Clara Aldán, y de lo que llamas su destino, con esa tranquilidad.

—Le aseguro que le tengo la mayor simpatía.

—Será verdad, pero no se te nota. Eres médico. Clara Aldán, para ti, es un caso más.

—¿Qué pretende usted que haga? ¿Que me case con ella?

—¡No, hijo, nada de eso! No creo que puedas hacer nada, salvo darle dinero. Pero, en tu situación, yo sentiría algo parecido a rabia, que es lo que sienten los hombres ante lo inevitable.

—Hay otra manera de enfocar la cuestión.

—¿Cuál?

—Una cierta obligación moral. Pero no la siento. Debería sentirla. Juan es mi amigo, y empiezo a tenerle afecto. En conjunto, les tengo afecto a todos, incluso a Clara. Me gustaría arreglarle el asunto, sí; pero, como usted, pienso principalmente en birlarle a Cayetano una conquista.

Other books

The Scarlet Letters by Louis Auchincloss
Picture Perfect #5 by Cari Simmons
The Chase by Lynsay Sands
Nineteen Seventy-Four by David Peace
Strange Embrace by Block, Lawrence
Otter Chaos! by Michael Broad